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Yo era una mujer casada - Cesar Aira


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«Yo era una mujer casada, y sufría por serlo. Como tantas otras antes y después que yo, tuve mala suerte en el matrimonio. Me había casado con un verdadero monstruo.» Así comienza la novela que —a su modo, siempre desviado e imprevisible—, completa la trilogía de Yo era una chica moderna y Yo era una niña de siete años y que se suma a la larga cincuentena de títulos que ya lleva publicados César Aira. No hay demasiadas razones para preferir este título a otros del mismo escritor que este año publicó tres novelas. Baste con decir que cada una de ellas sigue abonando uno de los proyectos narrativos más sólidos y sostenidos dentro de la literatura argentina, destinado a perforar las convenciones del realismo y a traer nuevamente a la escena la idea de vanguardia, desde una óptica absolutamente original.

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César Aira

Yo era una mujer casada ePub r1.0 Titivillus 18.11.16

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César Aira, 2010 Editor digital: Titivillus ePub base r1.2

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I Yo era una mujer casada, y sufría por serlo. Como tantas otras antes y después que yo, tuve mala suerte en el matrimonio. Me había casado con un verdadero monstruo. A lo largo de los años mi marido me había hecho objeto de vejaciones y ofensas sin fin. No porque yo le diera motivos, ni porque hubiera circunstancias que lo excitaran especialmente: el maltrato más violento era natural en él, siempre había sido así, no cambiaría nunca. Las pocas amigas a las que les confesaba mi calvario me decían que debía dejarlo, que debería haberlo dejado muchos años atrás pero que todavía estaba a tiempo. No había hijos de por medio, así que no era un punto a tomar en cuenta; no lo habría sido de cualquier modo, porque si hubiéramos tenido hijos ya habrían sido adultos y habrían estado haciendo sus vidas lejos de nosotros. Claro que la separación siempre estuvo en el aire como posibilidad; lo está en todo matrimonio, del que es algo así como la esencia. Pero nunca me acerqué siquiera a pensarlo en serio. Quizás porque no tuve tiempo. Mis amigas debían de pensar que era un caso de Amor. Hasta creía oírlas, en una inofensiva alucinación, hablando de mí cuando yo no estaba presente: «pobrecita, está enamorada, por eso no puede dejarlo. ¡Enamorada! ¡De ese canalla, de ese monstruo! No puede evitarlo…». Todo eso basándose en el mito del Amor. Qué equivocadas estaban. Yo no sabía siquiera lo que era el Amor. Si hubiera debido usar alguna de las grandes palabras, habría dicho más bien que era La Vida. Es curioso, ahora que lo pienso: tanta gente como hay en el mundo, y todos se aferran a los pocos a los que han logrado echar mano, insisten con ellos, más allá de disensos y decepciones, y aun más allá de las peores traiciones y perfidias. Del conocimiento (en cierto modo abstracto, matemático) de que hay tanta gente en el mundo proviene esa decisión tan repetida y formulada tan en serio: «rompo para siempre con él (o ella)», o «se ha muerto para mí», o «a otra cosa». Pero al estar basada en lo general y estadístico, esa decisión casi nunca resiste al tiempo, que es particular y específico, y la relación se reanuda, si es que se ha interrumpido, aunque los términos de hostilidad y sufrimiento sigan siendo los mismos. Lo particular vence y se impone, aunque lo general sigue siendo cierto: hay muchísima gente en el mundo, y no sólo en el mundo sino en la ciudad en la que vivimos, en el barrio, muy cerca, rodeándonos. Y gente disponible, hombres y mujeres con los que iniciar una nueva relación más feliz, o por lo menos probar… ¿Entonces por qué seguimos fijados en las relaciones que establecimos una vez? ¿Acaso entonces, aquella vez, no tuvimos la oportunidad de elegir a alguien, de entre el océano innumerable de la humanidad? ¿Qué nos impide hacerlo una vez? Quizás la respuesta a este enigma está en la historia o las historias que se han vivido. No en ésta o aquella historia sino en el hecho mismo de que haya habido una historia. En la fuerza encadenante de las historias. Por increíble que suene, el infierno sin atenuantes de mi matrimonio… podría www.lectulandia.com - Página 5

haber sido peor. No puedo explicarlo bien, y menos podría describir qué sería eso «peor», pero era algo que sentía cuando contemplaba la clase de violencia que el ejercía sobre mí. Era una violencia puramente física; no quiero decir que me pegara, aunque no creo que se hubiera resistido al impulso, en caso de tenerlo. Era física en el sentido de que era… cómo decirlo, exterior, visible, objetiva. En cierto modo, un modo muy retorcido, lo reconozco, se la podría haber tomado como un espectáculo. Oscuramente yo suponía que una crueldad psíquica, fuera esto lo que fuera, sería peor. Aunque algo de psíquico había, era inevitable. Pero psíquico-exótico. Ese costado espectacular en el trato que me infligía, era como si proviniera de una mente distinta, extranjera. Todo en sus arrebatos y maquinaciones hacía pensar en lo absurdo, lo incomprensible, en los sueños. Salvo que de los sueños una se despierta. Era más bien como si hubiera desembarcado junto a mí un hombre proveniente de una civilización lejana en el tiempo y el espacio, una civilización con otras costumbres, otros paradigmas, otra lógica, que transplantados se volvían incomprensibles. ¡Y ese hombre era mi marido! Me consta que muchas mujeres dicen que al casarse entran a un país desconocido. Yo respondía con el dolor y el llanto del nativo: lo mío sí era comprensible. Para mayor humillación, era inmediatamente comprensible, obvio. En esa distancia insalvable estaba lo peor de la crueldad. El núcleo de la cual era la justificación latente que tenía él: «mi mujer no me entiende». Y era cierto. Es por eso que no quiero hacer la historia de mis penas. Demostraría con excesiva claridad mi incomprensión, y a él lo pondrían en un lugar parecido al del artista genial cuyas innovaciones son ignoradas por sus contemporáneos… Qué detalle maligno el de la Providencia, hacer contemporáneos al marido y la mujer. Doy sólo un ejemplo, el más banal. Cuando encendía un cigarrillo frente a mí, a sabiendas de lo mal que me hacía el humo del tabaco, usaba unos fósforos con cabeza de átomos de uranio. Al rasparlos producían una llamita de setecientos mil grados de temperatura. Ese calor extremo se expandía en círculos que me alcanzaban no obstante los veloces movimientos de retroceso que yo intentaba. Me sofocaba, creía perder el conocimiento, lo veía a él a través del aire ondulante que había tomado una coloración violácea, veía su figura como si fuera lo último que iba a ver en mi vida, su rostro velado por la primera bocanada de humo expelido, pero no tan velado como para no distinguir su sonrisa burlona, el gesto de divertida curiosidad con que observaba mi agonía. Y en los dedos, fingiendo distracción, el fósforo todavía sin apagar, hasta que casi le quemaba los dedos, y sólo entonces, displicente y ya pensando en otra cosa, sacudía una sola vez la mano, y el suplicio cesaba, no sin dejar secuelas. Por suerte los palillos de cera de esos fósforos se consumían muy rápido, más que los de los fósforos comunes. Si alguien me veía después y me notaba la piel arrebatada, yo decía que me había expuesto al Sol, aunque muchas veces debía ver en mi interlocutor una mueca de extrañeza, por ejemplo si había estado nublado y www.lectulandia.com - Página 6

lloviendo durante toda la semana. ¿Me tomarían por loca? Es probable. Me di cuenta al escribir el párrafo anterior que alguien podría decir: «por lo menos, no se aburría». Sobre todo al pensar que elegí este ejemplo de la desconsideración de mi marido entre mil otros, a cuál más extremo. Sería un comentario tan frívolo como cruel. No merece respuesta. Pero me hace ver que en la conducta de mi marido había algo del actor, o del prestidigitador. Ya dije que sus canalladas tenían un lado vistoso; en él había un amor al espectáculo, y una veta de actor, sin la cual sus hazañas no habrían sido posibles. A veces, cuando se emborrachaba más de lo habitual, yo me envalentonaba. Creía tenerlo a mi merced. Lo veía catatónico, exangüe, sin poder tenerse en pie y sin saber dónde estaba, y creía llegada mi hora de dejar brotar la ira contenida; profería un insulto, o lo esbozaba, mi cara y mi tono de voz no dejaban dudas sobre la intención, nadie me habría negado el derecho a estar furiosa. Pero al instante el rostro se le transformaba, un brillo implacable le iluminaba los ojos, la expresión de pronto lúcida, el cuerpo, pese a la inmovilidad, se adivinaba ágil, felino. Era una transformación. Me constaba que antes no había estado simulando, yo misma lo había visto vaciar una botella tras otra. Pero todo en él parecía decirme «te lo creíste. Caíste en la trampa». Y yo, que había supuesto llegada al fin la hora de una escena normal, volvía a encontrarme ante una de efectos sin causa, como eran las de él, su especialidad. Volvía a estar en sus manos. Me sacaba el sueldo íntegro, para gastárselo en bebida y drogas, y era impermeable a las razones de mis súplicas. Y eso que razones había, perentorias, indiscutibles. Mi sueldo era el único ingreso de la casa, por lo tanto necesario para pagar el alquiler, las cuentas, la comida. Su única respuesta era una mirada vacía. Yo lloraba, no para conmoverlo, segura como estaba de antemano de que era inútil, sino por la repetida magnitud de mi desgracia. ¿Quería que nos quedáramos en la calle? ¿No se daba cuenta de que terminaríamos durmiendo bajo un puente? Seguía sin responder, no parecía siquiera oírme, los ojos en blanco, la boca entreabierta, un hilo de baba cayendo de la comisura de los labios y encharcándose en la solapa de su traje Príncipe de Gales. Otra vez se había pasado con las pastillas de dopar caballos que compraba en el haras. Yo conocía esos estados embrutecidos. Se había dado un atracón. Y sin embargo había tenido la fuerza y la agilidad, durante un segundo, de esperarme atrás de la puerta para arrebatarme la cartera, para caer de inmediato, aterrándola, en el sillón. Allí afectaba una inmovilidad de piedra, indiferente a mí y al mundo. Pero los tendones lo traicionaban. Con un movimiento convulsivo involuntario estiraba una pierna y hacía entrechocar las botellas vacías en el piso, que yo todavía no había visto a través de las lágrimas. Botellas de vino y ginebra, vacías. Tenía los pies hundidos en el vidrio, a través del cual se veían deformados, demasiado largos, demasiado negros. ¿Pero de dónde había sacado la plata para financiar un día entero de intoxicaciones masivas, si apenas ahora, ya casi de noche, se hacía de mi cartera? Era como si invirtiera el tiempo. Yo estaba segura de que www.lectulandia.com - Página 7

nadie le fiaba, pero era consciente de que podía estar engañándome a mí misma. Nadie me fiaba a mí, porque conocían a mi marido. No quería pensar que a él sí le fiaban. Era demasiado. No podía ni quería pensar que el tiempo fuera tan flexible, ni que le obedeciera a tal punto. Tenía que reservarme, así fuera en la ilusión, un mínimo de esperanza y autoestima, o estaba frita. Como todo monstruo, sorprendía. De sus estados de embrutecimiento podía salir durante un instante para efectuar una proeza, como el sapo que desenrosca la lengua y atrapa a la mosca en vuelo. Así, más veloz que la vista, se había apoderado de lo que yo traía colgado. Cuando terminaba de convencerme de que era inútil tratar de hacerlo entrar en razón, o proponerle una división del botín, le pedía que sacara la plata y me devolviera la cartera. ¿Para qué la quería? Era de mujer, no tenía valor material. Y yo tenía en ella el dispositivo para destaparme los oídos, sin el cual, literalmente, no podía vivir, porque me atacaban los mareos más atroces. La metáfora del sapo no se me ocurrió a mí. Como tantas cosas desagradables y de tinte diabólico, vino de él. Porque no contento con apoderarse de mi cartera, realizaba con ella un ritual, absurdo, inmundo y destructivo, sólo para causarme un sufrimiento extra. Las carteras que usaba tenían una correa larga de cuero, que me permitía colgármela del cuello, cruzada sobre el hombro del lado opuesto. Las elegía así para tenerla más segura contra arrebatos en la calle o en el colectivo (pero yo sufría el arrebato en casa) y para tener las manos libres porque siempre andaba cargada de bolsas y paquetes. Era como si esa pequeña e inofensiva maniobra para procurarme un poco de comodidad en mi vida sacrificada a él lo irritara, y por eso se encarnizaba con la correa. Después de negarse a devolverme la cartera, y todavía sin molestarse en abrirla para sacar la plata, arrancaba la correa y se metía una punta en la boca. No cambiaba de posición en el sillón donde estaba despatarrado. Sus movimientos, entorpecidos y lentos por la embriaguez, tenían sin embargo una curiosa precisión. Empezaba a empujar la correa hacia adentro, haciéndola correr con el pulgar y el índice de las dos manos; era de cuero, o de charol, gruesa (yo las buscaba resistentes), y de por lo menos un metro y medio de largo; seguía desapareciendo en su boca, como en un truco de prestidigitador, pero no era un truco. Entraba toda, o casi toda; quedaba colgándole de los labios una punta, de un palmo de largo, que se balanceaba sola, como si tuviera vida propia o la moviera él con los músculos peristálticos del estómago, porque la cara la mantenía inmóvil, impasible, con la palidez de cera que tomaba en sus borracheras más profundas. Una vez, cansada de que me estropeara una cartera tras otra, tuve un impulso vengativo y me compré, para usarlo de cartera, un sobre Chanel, que para una mujer que trabaja y viaja en colectivo es la cosa más incómoda del mundo. Esos sobres no tienen correa, ni corta ni larga. Lo usé todo el mes, soportando con estoicismo los inconvenientes de llevarlo en la mano o apretado bajo el brazo. Y cuando llegó el día de pago y entré a la casa con el sueldo, pese a todas las precauciones que tome el me lo arrebató. Acorte la escena de tratar de ablandarlo recordándole nuestras www.lectulandia.com - Página 8

necesidades; me había convencido hacía mucho de que no servía de nada. Y esta vez tenía curiosidad por ver lo que haría al no encontrar correa… Ni siquiera pareció notar su ausencia. Ya mientras me escuchaba, o no me escuchaba, había empezado a estrujar el sobre. Yo creí que buscaba la plata, al tacto. Pero de pronto vi que le había dado una forma, reconocible aunque primitiva: una muñeca, en realidad un torpe monigote, al que el color rosa hacía parecer una niña desnuda; y entonces, como si me leyera el pensamiento porque fue lo que pensé que haría, empezó a meter los dedos por la entrepierna de esa muñequita, a pujar con fuerza con la punta de los dedos gruesos, amoratados… hasta hacer un agujero… El estrujamiento al que había sometido al sobre había hecho brotar de éste el pegamento que sostenía en su lugar las pailletes, y era como una goma arábiga espesa y obscena que le lubricaba los dedos, y por ahí sacaba billete tras billete… ¿Acaso él tenía capacidades que yo no podía ni siquiera imaginar? Una cree que su imaginación lo abarca todo, como una divinidad alada que llega a los confines del mundo, y desde allí se lanza a lo desconocido e inexplorado. Pero quizás hay un muro, alevoso, inexpugnable. Si lo había (y me quedo con la duda), él estaba del otro lado. Era por eso que trataba de no ponerlo en palabras; no sólo no le contaba a nadie mis padecimientos: ni siquiera a mí misma me lo decía. En realidad, era imposible no decírmelo, pero prefería dejarlo en una nebulosa más o menos sin formular, porque sospechaba que un relato articulado parecería fantástico. Repensando la última o anteúltima que me había hecho, me anticipaba yo misma a lo que me diría cualquiera al oírme: «Estás exagerando, Gladys». Me preguntaba si habría otro modo de contarlo, sin que pareciera sobrenatural. Ahí, con todo, tenía preparada una respuesta: lo sobrenatural era mi paciencia, no la inagotable capacidad de mi marido para hacer el mal. ¿O sería todo perfectamente natural y normal? En todo matrimonio hay tensiones y rabietas. Las familias políticas de cada cónyuge suelen ser motivo de discordia. Nosotros nos habíamos aislado, en parte por las dificultades de comunicación con el mundo externo de las que vengo hablando, en parte porque mi marido no tenía familia. En cuanto a la mía, se reducía, al ser hija única, a mis padres, que vivían lejos, en el otro extremo del Gran Buenos Aires, y, como nosotros, solos. Por curiosa coincidencia, ellos también habían sido hijos únicos, los dos; supongo (no lo sé con certeza) que tendrían primos o alguna clase de parientes lejanos, pero nunca los habían tratado. Al revés que nosotros, eran una pareja bien avenida, autosuficiente; no frecuentaban amistades, y no creo que las tuvieran, más allá del trato casual con algún vecino; jubilados ambos, habían perdido la sociabilidad del trabajo, si es que alguna vez la tuvieron. Yo los visitaba cuando me hacía un momento, que necesitaba ser un momento bastante prolongado, por el viaje. No se quejaban, pero los sentía solos; en aquella época no había teléfono, así que yo pasaba semanas, y hasta meses enteros, sin saber nada de ellos. Mi marido jamás se había molestado en ir a verlos. www.lectulandia.com - Página 9

Me atreví, yo que nunca me atrevía a nada, a reprochárselo. Lo tomó mal. Tan mal que no me dijo nada, no me gritó; pensé que era porque no encontraba argumentos, como efectivamente no los tenía: no tenía ocupaciones, se pasaba los días aburrido, mis padres siempre habían sido amables con él… Qué ingenua. Después de tantos años ya debería haber estado mejor enterada; a él nunca le faltaban argumentos, sobre todo si no los había. Al día siguiente, como si lo hubiera consultado con la almohada, me comunicó que iría a visitarlos, para darme el gusto. Yo temblaba. ¿Qué estaría tramando? Pero no. No había ningún doble fondo en su promesa, porque fue. Me lo anunció a la mañana temprano, antes de que yo me fuera al trabajo. Iría por la tarde, dijo, ¿pero los encontraría en casa? Le aseguré fervorosamente que sí. Nunca salían. Siempre estaban en casa, siempre solos, como si esperaran una visita que nunca se producía. No dije «solos» sino «solitos», no sé por qué; me salió así, aunque no me gustaba. De inmediato temí que el diminutivo le diera ideas… Supongo que eso muestra lo sensibilizada que estaba. El no reaccionó. Se limitó a decirme que estaría de vuelta para la cena. Yo, atontada, en un torbellino mental en el que se mezclaban la alarma y la esperanza, sólo atine a decirle que haría milanesas. Y él: —Qué cena deliciosa vamos a tener. Fue como si me hubieran inyectado un ácido de acción rápida. ¿Qué había querido decir? Mi rostro debió de expresar la agónica perplejidad que me carcomía, porque le oí decir: —Las milanesas siempre te salen bien. ¿Lo oí, o lo inventé? Me zumbaban los oídos. En el curso de la jornada me fui calmando. No sé bien lo que hice ni dónde estuve, de tan abstraída que estaba. Mis únicos contactos con la realidad eran las miradas que a partir de cierto momento de la tarde empecé a dirigir al reloj. ¿Ya estaría saliendo de casa? El viaje era largo… Ya habría llegado… Después me preguntaba: ¿es para tanto? Al fin de cuentas, no había cosa más insignificante que una visita a los suegros, un minúsculo episodio familiar como cualquier otro. Yo misma había reconocido más de una vez que mi vida conyugal era un circo de atracciones monstruosas, en el que la función variaba cada día y las torturas se sobrepujaban en desmesura. Pero un gesto de buena voluntad, por pequeño que fuera, tenía el color de lo único, de lo nunca visto. En realidad, cualquier cosa podía ser única y nunca vista. Una extraordinaria fantasía se apoderó de mí. A la luz de lo que pasó después, puedo decir que fue la última de mi vida. Lo veía a mi marido llegar a la casa de mis padres, la casa humilde, la pieza en realidad, porque a eso se habían visto reducidos con la miserable jubilación que cobraban: a alquilar una pieza en un pobre conventillo, cocinar en un Primus y compartir el baño. Lo veía vacilar en el umbral común, mirar con una mueca de disgusto el patio con las baldosas saltadas, la canilla colectiva goteando, los tachos de basura, y me asaltaba el temor de que desistiera allí www.lectulandia.com - Página 10

mismo de la visita. Pero no; como era yo misma la que estaba creando la escena en mi imaginación, me daba una oportunidad. Aunque sin renunciar a un delicioso suspenso: él volvía a vacilar ante la puerta del cuartucho, volvía a tener ganas de dar media vuelta y marcharse. Ahí le adjudicaba un razonamiento de sentido común: después de hacer un viaje tan largo, sería una pena irse sin haberse dejado ver siquiera. Más aún: le ponía en la mente, aunque me cuidaba de ponérselo un milímetro por debajo del umbral de la conciencia para que no sospechara que era otro (yo) el que le estaba dictando la conducta, un pensamiento que justificaba estéticamente el esfuerzo que estaba haciendo: él era el dios que se aparecía entre los hombres, el Rey que llamaba de incógnito a la puerta de los súbditos pobres, y entonces no importaba que lo humano fuera demasiado humano, y los pobres demasiado pobres; al contrario, cuanto más lo fueran mejor. Mis desvaríos, como se ve, crecían alimentándose de sí mismos, me ponían en un estado de exaltación difícil de controlar. Toda la escena subsiguiente, dentro de la habitación, tenía el brillo y las variaciones encantadas de los cuentos orientales. Me di todos los gustos de la alternativa, total no me costaba nada, poseída por la libertad como estaba. Lo hacía mirar con desagrado la sórdida miseria del cuarto, y a mis padres les daba una expresión de sorpresa amedrentada, retrocediendo en el exiguo espacio, como ante algo que se resistían a comprender. Pero había una ondulación de mi espacio creativo, y la escena cambiaba: se habían sentado y conversaban amablemente, y de pronto colgaba sobre ellos una araña de caireles, de la que se desprendían tizones blanquísimos e inofensivos. Una suave música me impedía oír los diálogos; se ve que yo no quería tomarme el trabajo de inventarlos: prefería la acogedora ambigüedad de lo visual. Y los muebles también se transformaban. Seguían siendo humildes pero eran hermosos, con la belleza de las cosas que, sin ser de gran precio, se han conservado toda la vida, y la vida les ha dado una pátina de recuerdo y encanto… O no, podía permitirme un cambio favorecedor: eran de esas valiosas antigüedades que se han heredado y se conservan en la digna pobreza, sin conocer su valor ni tener interés alguno en él. O bien podía ser, tercera metamorfosis en mi imagen mental, que todo fuera humilde pero como cuando se dice «dígnese pasar a mi humilde morada», y en realidad la casa es palaciega, toda en porcelanas y cuadros de grandes maestros y alfombras persas; típico de la cortesía pasada de moda de mis padres, emplear esa fórmula. El lujo le cambiaba el humor a mi marido, le brotaban amenidades que había tenido en desuso tantos años, comprendía que estaba casado con una rica heredera… aunque… el giro que tomaban las cosas de pronto no me gustaba, y hacía una pequeña corrección… heredera de una rica tradición cultural y social, una mujer ancestralmente fina… Pero no, la modestia me hacía desistir de ese rumbo (una modestia, dicho sea de paso, muy coherente con esa finura y elegancia),}' en una instantánea modulación de la fantasía el cuarto volvía a ser pobre, la araña de caireles se desvanecía en su propia irradiación, pero ahora lo que daba luz era la sonrisa, el entendimiento. La riqueza material se reabsorbía en los www.lectulandia.com - Página 11

corazones, en forma de amor y compasión. Desde allí resplandecía, material ella también, y su luz interior, al salir a un exterior que seguía siendo interior, como que era el registro psíquico de mi fantasía, creaba figuras de colores que se acercaban a mi marido y mis padres con pasos lentos. Eran animales de la zoología destellante del Paraíso: faisanes de plumajes fosforescentes, cervatillos de ojos grandes, pajaritos azules, canguros, leones majestuosos y monos cómicos, haciendo una ronda amistosa alrededor de los que hablaban. ¿Serían una materialización de los temas de la conversación? Quizás eran producto de la pura exuberancia del fantaseo, decoraciones de una esperanza difusa que regía todo el espectáculo, o bien sólo un recurso contra el exceso de realismo. Pero podía caer en el defecto opuesto, me decía. La veta de realismo debía mantenerse hasta el final, aun en la más loca de las fantasías, porque era la garantía de lógica, y, en última instancia, de gratificación. Este escrúpulo me hacía temer estar perdiendo de vista ciertos rasgos de carácter de mi marido, por ejemplo la impaciencia, la grosería, el sarcasmo… Los animalitos mágicos huían en desbandada, mis padres se contraían asustados… y seguían disminuyendo de tamaño, mientras mi angustia crecía: me repetía: Que ingenua fuiste, Gladys, que soñadora, cómo pudiste esperar… Una mirada rápida al reloj me decía que en ese momento debían estar reunidos, conversando, y debía estar pasando lo inevitable… Salvo que nada era inevitable en el plano de mis suposiciones reversibles. Lo mío, debía recordármelo, no era una pesadilla. Podía darle a voluntad la atmósfera de una pesadilla, pero sólo para hacérmela más creíble y disfrutarla más. Un giro del pensamiento bastaba para que la escena volviera a sonreírme: como retomaba donde había dejado, ahora mi marido era un gigante, que tenía en la palma de la mano a mis padres (parecían el viejo hombrecito y la vieja mujercita de la casita alpina de la presión atmosférica) y les hablaba con cariño, les prometía protección contra las amenazas del mundo… Y así seguí, toda esa jornada de ensoñación. El reloj, indiferente y mecánico, marcaba las paralelas del tiempo sobre el ángulo de lo desconocido. Cuando llegué a casa él no había vuelto. El ambiente familiar, y la inminencia de mi confrontación con la realidad de lo que había pasado disiparon las escenas e historias que había estado inventando todo el día. Me puse a preparar la cena, tratando de controlar los nervios. Cuando oí la llave en la puerta el corazón me dio un salto, y después se lanzó a golpearme el pecho como un tambor. Me había propuesto ser natural, no mostrarme ansiosa por saber cómo habían ido las cosas, pero fue imposible. La cara debía traicionarme. De todos modos, el no me dio tiempo ni siquiera a hacer una pregunta (aunque no sé si me habría atrevido a hacerla). Venía sonriente, feliz, tarareando una canción de moda, y cuando me vio aparecer en la puerta de la cocina me saludó muy dicharachero, se plantó frente a mí como si no quisiera perderse mi reacción, que no podía ser sino de felicidad. Porque dijo que la visita había sido un éxito, lo había pasado muy bien, y había dejado bien a mis padres, que me mandaban saludos… www.lectulandia.com - Página 12

Yo estaba muda de dicha. Tardaba en recuperarme. —¿Estás contenta ahora? ¡Sí, sí, estaba contentísima! Era mi primer logro en tantos años de matrimonio. Su pregunta no me llamó la atención. No sospeché nada. ¡Claro que estaba contenta! Traté de no mostrarme triunfalista. Qué poco se necesitaba para hacerme feliz, a qué bajo precio se cotizaba, después de tanto sufrimiento, una satisfacción vertiginosa. Y a ésta podían seguirle otras… Cuando él viera qué fácil era… Me venían en cascada todas las visiones que había tenido durante el día, la araña de caireles, los muebles antiguos, los animales mágicos, el gigante, todas las fantasmagorías que había inventado… No sé si habrá sido un presentimiento, pero en ese momento las identifiqué con el repaso veloz de toda la vida que sucede un instante antes de morir. Su voz me devolvió a la realidad. —Ah, me olvidaba. Tus padres te mandan esto. Me tendía una bolsa. —¿Para mí? —Sí, para vos. —Tomá, que esperas. Abrila. Las emociones se agolpaban en mi pecho. A la primera alegría instintiva de recibir un regalo, que me había dejado atónita, le seguía una gratitud con matices de remordimiento: ¿qué había hecho yo para merecer esto de mis padres? No me había ocupado mucho de ellos, no tanto como habría debido; claro que tenía como excusa las condiciones peculiares de mi matrimonio; aunque en un caso así, tratándose de padres, no hay excusa. Pero ellos no dejaban de quererme, pensaban en mí, me tenían presente. Ahora cambiaría todo, ahora que mi marido había reanudado el vínculo me sería más fácil visitarlos, no tendría que hacerlo a escondidas; hasta podríamos ir juntos, a pasar una tarde de domingo… Y entonces, en esos instantes en que tendía los brazos para tomar la bolsa, a la alegría, la gratitud, el remordimiento y la esperanza, se sumaba una intriga envuelta en ternura: ¿qué podían mandarme? ¡Si eran tan pobres! ¡Si no tenían nada! Por supuesto que no importaba lo que fuera; con el gesto ya había sido suficiente para mí. Pero la bolsa era voluminosa, y cuando la tomé sentí el peso. ¿Sería algún producto de huerta, de la huerta que no tenían? Fuera lo que fuera, me habían mandado sus corazones. La abrí; estaba cerrada con un cordón. Él había retrocedido un paso y me observaba. Mire adentro. Tarde en ver, o en entender. La «reacción retardada» era connatural al caso, hecho a medida para la incredulidad. En el fondo de la bolsa estaban las cabezas seccionadas de mi padre y mi madre. Aun cuando las dos cabezas no me daban exactamente la cara, amontonadas sin orden como estaban una sobre otra, los reconocí de inmediato, no sólo porque habían estado en mi pensamiento todo el día sino porque eran inconfundiblemente ellos, con sus canas, sus arrugas, sus viejos rostros fatigados por una larga vida de trabajo y privaciones. El corte en el cuello era bastante limpio, pero no tanto porque nunca puede serlo del todo: acá www.lectulandia.com - Página 13

asomaba, blanco y como prehistórico, un pedazo de tráquea, allá colgaban unas arterias como flecos. Los ojos de ambos estaban abiertos: me pregunte, absurdamente en medio del shock, si correspondía que yo se los cerrara, como deber filial… Por un curioso concurso de circunstancias biográficas, a pesar de mi edad yo nunca había visto un muerto. ¡Qué ocasión para una primera vez! Para colmar la copa del terror, vi moverse a las dos cabezas. Parecía como si buscaran una posición más cómoda dentro de la bolsa… o se estuvieran despertando… Hasta que me di cuenta de que era yo misma la que producía los movimientos, con el temblor convulsivo de los brazos. Me sentía helada, oía un zumbido que se hacía más y más agudo, las perspectivas del cuarto empezaban a estirarse, las cosas se alejaban de mí… Sentía como una vibración las carcajadas de mi marido, los ecos de sus palabras risueñas, «¿Te gustó el regalito que te traje? ¿Estás contenta ahora? ¿Estás contenta?». No sé qué más pasó esa noche. No querría saberlo. A la mañana me fui al trabajo sin haber dormido pero sin recordar tampoco haber estado despierta. Creo que pase esas horas horribles tratando, sin conseguirlo, de hacerme cargo de la realidad de lo que había ocurrido. Era demasiado. No sabía por dónde empezar. Supongo que fue eso lo que mantuvo a mi pensamiento atascado, girando en un vacío de terror. Sólo cuando estuve en la calle volví en mí. Amanecía. Tuve que bajar la vista para comprobar que me había vestido, que me había puesto zapatos, tan ausente de mí había estado hasta entonces. De inmediato volví a actuar en automático, y esta vez con más razón ya que los hechos empezaban a tomar forma, a ubicarse, y ocupaban mi pensamiento consciente. Una idea me asaltó antes que cualquier otra: se había cometido un crimen. Puede parecer extraño que algo tan obvio se me ocurriera sólo entonces. Es que hasta ese momento había estado poseída por la sensación de algo monstruoso, que no cabía en ninguna casilla de la justicia humana. Y además, no por egocentrismo sino por la respuesta más normal a las circunstancias internas del matrimonio, esa monstruosidad la sentía dirigida a mí. Aquella frase, «¿Estás contenta ahora?», que no había dejado de oír, había inducido mi reacción. Pero a la mañana empecé a ver las cosas con más objetividad. Yo estaba viva, y había dos muertos. Era un doble homicidio, y de la más insólita brutalidad y sadismo… agravado por el vínculo. Las frases hechas, los estereotipos del dialecto policial, me ayudaban a ir incorporando los hechos. La policía, justamente… ¿Habría que llamarla? ¿Hacer la denuncia? ¿Pero qué podía decirles? ¿Me creerían? Podía llevarlos a casa y mostrarles la bolsa… ¿Pero dónde estaba la bolsa? No sabía dónde había quedado, y lo más probable era que mi marido ya la hubiera hecho desaparecer. Podía mandar a la policía a casa de mis padres, donde debían de seguir los cuerpos decapitados. En ese punto surgía un pequeño inconveniente: yo no sabía la dirección de mis padres; sabía cómo llegar, pero nunca me había preocupado por anotar la calle y el número. La policía lo encontraría raro, rarísimo, sospechoso, podrían llegar a pensar que yo quería sacarme de encima a mi marido achacándole el crimen de unos www.lectulandia.com - Página 14

desconocidos. Y si no hacía la denuncia de inmediato, ¿no me estaba inculpando como cómplice? Podía alegar el shock, el miedo… Esto último más que verosímil era muy real. Si el monstruo de mi marido había dado ese paso ya nada lo detendría; matarme a mí sería más que un detalle extra… Era tanta mi perturbación que la idea de morir no me era del todo antipática: al menos dejaría de preocuparme por lo que debía hacer. De todos modos, la policía tendría que intervenir tarde o temprano: los cadáveres mutilados serían descubiertos por los vecinos del conventillo, se iniciaría una investigación… Empecé a pensar, Dios me lo perdone, si habría algo en poder de ellos que permitiera localizarme. No tenían agenda de direcciones, me constaba, y hasta creo que no sabían cuál era mi domicilio. Por sus documentos se sabría que habían tenido una hija, pero de ahí a encontrarme había un buen trecho: yo usaba mi apellido de casada hacía muchos años, y nuestras últimas mudanzas le habrían hecho perder el rastro al más obstinado sabueso. En cuanto a los vecinos que pudieran haberme visto en una de mis espaciadas visitas: era improbable que pudieran hacer una descripción, si es que alguno realmente me había visto. Yo era de un natural poco notable, y lo acentuaba con mi eterna ropa gris. De la última y fatal visita, la de mi marido, no sabía nada. ¿Habría habido gritos, ruidos? Lo dudaba. Me daba la impresión de que todo debía de haber ocurrido en ese silencio oscuro de los sueños. Me pasé el día dándole vueltas al asunto, tan ensimismada como lo había estado el día anterior, pero por un motivo bien distinto. Cuando volví a casa a la noche, él estaba como si tal cosa. Medio borracho, o medio drogado, aunque era difícil decirlo, porque constituía su estado normal. Se reía solo mirando las manchas de humedad en la pared; no dio señales de registrar mi presencia, pero aun así no se privó de hacerme el «chistecito» del fósforo, con el que siempre me tomaba por sorpresa. Retrocedí de un salto dejando caer los paquetes que traía; se rompieron con un ruido obsceno los frascos de cuajada La Martona. Sus horribles carcajadas arreciaban en la incandescencia azulada. Un intenso olor a pelo quemado me rodeó la cabeza como una aureola de santo: las puntas de mi permanente, ya tan castigadas. La bolsa con las dos cabezas seguía en el piso, donde yo la había soltado. Él no se había molestado en levantarla, como no se molestaba en levantar nada, o guardar algo que había sacado; en cuanto a esconderla, ¿para qué? En su exhibicionismo había un segundo exhibicionismo, el de su temeridad, o su impunidad. No le temía a nada. La metí en el ropero, sin volver a mirar adentro; sentir su peso me producía una impresión ominosa. Increíblemente los días empezaron a sucederse. Los viví en un estado de espera tensa hasta la exasperación. Revisaba las páginas de Policiales todos los días en el trabajo, vivía prendida a la radio. El crimen en todas sus formas era la materia favorita del periodismo, que se encarnizaba con cada caso nuevo. No quería ni pensar en el banquete que se harían con los dos inofensivos viejecitos decapitados, y las www.lectulandia.com - Página 15

teorías que bordarían alrededor del misterio de las cabezas desaparecidas. El primer día, el segundo, el tercero, temía encontrar el titular; pero seguía sin aparecer. El temor fue volviéndose una paradójica irritación. «Matan a un taxista», «Empleada muerta en asalto a farmacia», «Balean a ex policía»… ¿Y esos repetidos incidentes triviales eran noticia? ¿Que esperaban para empezar a sacarle el jugo a lo realmente sensacional? ¿Acaso no sabían su oficio? A medida que «mi» caso crecía en mi imaginación, los casos de los que se ocupaban los diarios me parecían más y más banales. Y no era algo subjetivo: la sección Policiales adelgazaba, sus páginas se llenaban con publicidades, no porque hubiera menos crimen sino porque los delincuentes seguían esquemas trillados, y los hechos parecían calcados unos de otros. Pasó una semana, dos. Empecé a desesperar. ¿Era posible que no se descubrieran los cadáveres en quince días? Mis padres habían vivido muy aislados, pero aun así, en la promiscuidad de un conventillo habría sido difícil no notar su ausencia. Difícil, aunque no imposible. Podían pensar que se habían ido de viaje, o mudado. O hasta era posible que los hubieran descubierto y en lugar de llamar a la policía, que en ese ambiente debía de ser odiada y temida, se hubieran dedicado a robar los pobres enseres de las víctimas. Con todo, había un hecho, bastante desagradable, un clásico en el hallazgo de cadáveres, que debería haberlos alertado: el olor. Pero valía también para las cabezas que yo tenía en el ropero, y del ropero no salía el menor aroma. Me aseguré, venciendo una comprensible resistencia, entreabriendo la bolsa y metiendo la nariz (no la vista). No había mal olor; al contrario, era un olor fresco, sano. Supuse que sería el caso, del que había oído hablar, de ancianos descarnados, que se momifican en vida. En cuanto a mi marido, seguía su vida habitual, como si nada hubiera pasado. No me sorprendía, como no me sorprendía su falta de remordimientos: lo que había hecho, lo había hecho para mortificarme, y una vez logrado su propósito dio por cerrado el episodio. Si alguna culpa hubiera podido encontrar espacio en su conciencia perversa, habría sido, como mucho, la de haber realizado una broma de mal gusto. Yo también seguía la vida de siempre, por fuera, aunque por dentro estaba crispada y hecha un nudo de ansiedad. La prolongación del suspenso me mataba a fuego lento. Era como si no fuera a haber nunca un desenlace, una escena. Yo misma actuaba como si ese silencio pudiera seguir por siempre, y me culpaba y atormentaba por mi falta de determinación. Me sentía algo menos que humana, al no haber hecho nada respecto de una tragedia tan horrenda, y al seguir conviviendo, fingiendo indiferencia, con un homicida de la peor especie. Pero a la larga tuve que felicitarme de mi pasividad. Mis padres estaban vivos y con buena salud, sólo asombrados y quizás ofendidos, aunque no me lo dijeron, de que yo hubiera pasado tanto tiempo sin ir a verlos. Aduje exceso de ocupaciones, no desmentida por mi aspecto demacrado y los kilos que había perdido en ese lapso de angustia. www.lectulandia.com - Página 16

Las dos cabezas, que al fin, una vez que hube visto con vida a mis padres, me atreví a sacar de la bolsa y mirar con atención, eran de papel mache, más pesado que el normal por su densidad, lograda mediante un tratamiento desconocido para mí. La superficie estaba trabajada con una especie de cera adherente, que permitía efectos de gran realismo en el color y la textura. O sea que había sido realmente una broma, de pésimo gusto a no dudar, pero no más que una broma. Mi marido dio por sentado que yo había comprendido que era una broma, y aceptó como un efecto normal que me ofendiera y no le hablara más del asunto. Seguramente no se le cruzó por la cabeza que, después del susto y la impresión inicial, yo pudiera creer que él de verdad había matado y decapitado a sus suegros… ¡Pero yo sí lo había creído! ¡Vaya si lo había creído! Lo cual decía bastante sobre él, sobre sus antecedentes y su potencial criminal. También decía mucho sobre nuestro matrimonio. Un malentendido de esas dimensiones no se produce porque sí. Lo cierto es que después de ese desenlace anticlimático tampoco hablamos del tema. El parecía haberlo olvidado, y yo prefería enterrarlo en lo más hondo del archivo de mis ofensas y derrotas. Quedó como un episodio puramente mental, porque tampoco hablé de él con mis padres; ni siquiera les pregunte si aquella tarde mi marido los había visitado. Reanude mis visitas, más espaciadas que antes porque cada vez se me hacía más difícil encontrar tiempo y energías para el largo viaje y para afrontar las sensaciones encontradas que me producían. Dije que todo el episodio, con su color tenebroso y su mecánica chirriante, había quedado dentro de mi cerebro. Pero hubo consecuencias objetivas, como un distanciamiento en la relación con mis padres; fue culpa mía; los pensamientos me dominaban. Quizás de parte de ellos no hubo más que un resentimiento de viejos por ese prolongado lapso que había dejado pasar sin visitarlos. A lo que se sumó mi propia actitud con ellos, una actitud que mezclaba el extrañamiento con el miedo. No me lo pude explicar bien, o no lo intente, pero creo que mi sentimiento se remontaba al día en que los vi vivitos y coleando después de haber pasado casi dos meses convencida de que estaban muertos. Es comprensible que haya pensado, en un primer momento, que estaba en presencia de fantasmas, o de unos muñecos articulados, o cadáveres mesmerizados… Mi trato con ellos nunca volvió a ser igual. Ellos mismos no fueron los de antes: estaban más pálidos, sus movimientos eran más rígidos, sus palabras parecían venir de más lejos. Seguramente era sólo una impresión, conjugada con los cambios naturales del tiempo. El resultado en los hechos fue que se debilitó mi vínculo con ellos, y sentí alejarse todavía más la realidad de mi vida, de mi pasado, de mi pertenencia a la humanidad. La lógica y el sentido común deberían haberme ordenado tirar a la basura esas cabezas. ¿A quién se le ocurre, guardar un testimonio tangible de un mal momento, como para avivar un recuerdo doloroso? Pero en este caso, al ser de fantasía las cabezas, todo el resto corría por cuenta de mi propia fantasía. De hecho, las cabezas, en su materialidad artesanal, eran testimonio de la superación del problema, no del www.lectulandia.com - Página 17

problema en sí. Además, siempre se vacila en hacer desaparecer las pruebas de algo que pasó; casi todo lo que pasa apenas si deja huellas en la memoria, y la memoria no es de fiar, no es ni siquiera creíble, así que cualquier cosa que pueda verse y mostrarse se guarda como un tesoro. Y podría dar más razones: un temor supersticioso que me impedía tirarlas; o la idea, bastante peregrina, de que podían llegar a serme útiles, o que podían tener algún valor, por ejemplo para una peluquería, en caso de que quisieran ejemplificar en la vidriera pelucas para gente mayor. Pero la verdadera razón por la que las guarde fue lo bien hechas que estaban. Eran un trabajo sorprendente de realismo e ingenio. Claro que un realismo no particularizante, pues no había ningún parecido entre esas cabezas y las de mis padres. Eran cabezas de viejos genéricas, pese a lo cual me habían engañado. Mi marido al planear su broma había calculado bien el efecto psíquico de la sorpresa, previendo que tras oír sus palabras («tus padres te mandan esto») al mirar el interior de la bolsa, la visión de su contenido me llevaría a hacer la peor de las inferencias sin esperar a que se aclarasen los detalles. Y de paso así se cubría, si se daba la improbable alternativa de que yo le hiciera algún reclamo: podía decir que la historia del crimen y la decapitación era una fábula de mi mente enferma, y que él me traía unas simpáticas esculturas «gore» que mis padres habían comprado en una feria de artesanos pensando que me gustarían… Allí toda la culpa del terror recaería en mí. Por supuesto que las cabezas no las habían comprado mis padres. Eran obra de mi marido. No es que las hubiera hecho él con sus manos, pero las había hecho hacer, y yo sabía por quién. Lo sabía por deducción, no porque se lo hubiera preguntado ni porque él me lo hubiera dicho. Eran obra de un escultor amigo suyo, que vivía cerca y con el que se intercambiaban favores. Tenía que ser él, porque no había otro que dominara la técnica necesaria. Yo no lo conocía; lo había visto un par de veces, de lejos. Pero no se necesitaba más para saber que era de esos vagos que se amparan en el título de «artista» para no trabajar y permitirse todos los desórdenes. Era viejo y tenía un prestigio alimentado por los periódicos barriales de distribución gratuita, que encontraban poca materia «cultural» en la zona. El escultor era uno de esos casos de «cría fama y échate a dormir», salvo que la fama de este sujeto se reducía al autobombo y la credulidad de sus acólitos. Aunque, de parte de estos, no creo que fuera credulidad pura: la ficción de tener un artista importante alrededor del cual reunirse les servía, al legitimar su ocio y sus vicios. El círculo se cerraba con ventaja para todos. El escultor no hacía nada. Su obra, si había habido obra, estaba en el pasado. Decía estar preparando un proyecto grandioso, para el que necesitaría una financiación sin antecedentes. Eso también entraba en el terreno de la fantasía y la excusa, pero agregaba el cebo de la plata para mantener cerca a su corte de adulones. En efecto, nunca se sabía lo que podía pasar. Aun esa ruina humana, ese fraude, podía ser beneficiado con la lotería de un subsidio millonario. Debo decir, y creo que es lo único bueno que podría decir de él, que mi marido no www.lectulandia.com - Página 18

había entrado ni se mantenía en ese círculo por codicia. Su interés iba más bien por el lado de la compañía, de las posibilidades que se abrían para él en ese medio, sobre todo la de llegar a ponerse alguna vez, él mismo, el marbete de «artista», y ahí sí, justificado, ampliar el círculo de acción de sus peores instintos, hasta entonces limitado a mi persona. Yo nunca le había conocido ningún interés por el arte. Más aún: pensar que la sensibilidad del artista, así fuera en su más mínima y rudimentaria expresión, pudiera colorear su personalidad, era algo que no se le ocurriría a nadie que lo conociera. Un absurdo, una ilusión incompetente. Salvo que el arte fuera algo distinto de lo que yo siempre había creído que era, o hubiera evolucionado en una dirección desconocida para mí. Había tanto que me era desconocido… Y de sólo pensarlo se me ocurrió que un episodio del pasado, de nuestro pasado común, que yo había tratado de olvidar (sin éxito) podía tener una segunda o tercera explicación, más horrible que las anteriores. Había sucedido muchos años atrás, en una época en que yo estaba sin trabajo y debía pedir fiado en todos los comercios del barrio. Mi marido conseguía del mismo modo las drogas que ya entonces consumía, pero ahí el fiado era más proceloso. Nuestra casa no tardó en verse cercada por acreedores apremiantes, que llamaban a la puerta a toda hora pidiendo cobrar. Eran sujetos mal entrazados, que no vacilaban a la hora de proferir amenazas y plazos límite. Yo osé hacerles frente, con lloriqueos y balbuceos, una sola vez, y a partir de entonces no quise asomarme más. El, claro está, no tenía ninguna intención de darles explicaciones ni pedir prórrogas. Tampoco parecía alarmarlo la posibilidad de que irrumpieran echando la puerta abajo, o que incendiaran la casa. Aun así, y por una vez, se ocupó de encontrar una solución. Un día se apareció en casa con un niño, un varoncito de unos seis años, y al primer matón que vino a tocar el timbre, fue el niño el que salió a atenderlo. Estaba aleccionado. Desde adentro, yo lo oía, estupefacta: «Mi papá no está, tuvo un accidente, está internado, mis hermanitos y yo tenemos hambre…». Su vocecita sonaba vehemente. Era tan incoherente, enfrentar a los pistoleros con un ángel recitando los protocolos de la vieja literatura proletaria, que desconcertaba. El cobrador se retiraba con la cola entre las patas. Con el siguiente, lo mismo. Su mera presencia era persuasiva, y nos conseguía preciosas treguas. Sus argumentos variaban: «Mi papá está enfermo, tose mucho, se va a morir…», «Mi papá está preso…». Yo me hundía cada vez más hondo en la casa, más lejos de la puerta de calle, ya no lo oía, no quería oírlo. Empezó a ganarme el terror. No sabía de dónde había salido ese chico, de dónde lo había sacado mi marido. ¿Lo habría robado? Pero entonces ¿por qué lo obedecía y le ahuyentaba a los acreedores? Y sobre todo, ¿cómo era posible que lo hiciera con tanta eficacia? Esto último me llevó a pergeñar algo que al principio me parecía a mí misma una fantasía demasiado horrible para ser cierta, pero poco a poco, al no encontrar explicación alternativa, llegó a convencerme: el niño había sido fabricado por mi marido, a partir de un cadáver, o de varios, había sido armado con miembros de muertos, y dotado de una www.lectulandia.com - Página 19

voz de niño muerto que decía lo que le dictaba a distancia el espectro de la droga. Me replegué sobre mí misma, me encerré en mi pavor, no quise saber que estaba conviviendo con un engendro maligno. Me bastaba oír su vocecita, oír sus pasos, livianos como los de un Fox Terrier, para que me recorriera un escalofrío por fuera y una náusea por dentro. Cerraba los ojos para no verlo. Contenía la respiración cuando lo sentía cerca. Mi conciencia lo evitaba con tanta premura que ni siquiera sé cuándo desapareció… Quedó en mi historia como una pesadilla, más terrible todavía por su realidad. Tal como pasó después con las cabezas segadas, no hablé del tema con mi marido. No pregunté de entrada, y después temí preguntar. Y, a diferencia de lo que pasó con las cabezas, con el niño nunca hubo una explicación… Cuando la hubo con las cabezas, el niño me volvió a la memoria, y me pregunté si no me habría dejado llevar también aquella vez por la imaginación… Me bastó decírmelo una sola vez para ver que absurda había sido mi suposición de un niño-cadáver. Me sorprendió que en su momento no hubiera pensado en una explicación más razonable. Por ejemplo que fuera uno de los tantos hijos de alguno de sus amigotes del haras, que se lo hubiera «prestado», y que el chico, crecido en la miseria, en la calle, fuera a su corta edad tan vivo como para aprender rápido la lección y ejecutarla con virtuosismo. Quizás lo había traído precisamente por eso, porque el chico ya estaba entrenado en ahuyentar acreedores con sus mohines de angelito. Cuando di cabida a esta suposición, o a cualquier otra equivalente, mi recuerdo de aquel niño perdió la capa de horror que lo había cubierto hasta entonces, y lo vi mentalmente como lo que había sido, o habría podido ser, realmente: un niño bonito y gracioso, inteligente, necesitado de cariño y un hogar. Una inmensa nostalgia me estrujó el corazón. ¡Cómo había podido dejar pasar esa ocasión! Yo podría haberlo adoptado, haberme vuelto su madre, el habría iluminado mi oscuro tártaro conyugal con su sonrisa, con su inocencia… El arrepentimiento me postraba a golpes. No sólo yo había perdido la mayor felicidad del mundo; ese niño, que ya debería ser un hombre, perdido en la sordidez de una vida adulta de miseria y delito (¿qué otra cosa le esperaba, con semejante escuela?), en mis manos podría haber llegado a ser un pianista genial… La culpa había sido de mis fantasías mórbidas, y me lo reprochaba amargamente, pero la culpa no dejaba de ser de mi marido, porque él había engendrado en mí, mediante el miedo, esas invenciones horrendas. Era lo único que había engendrado. Mi anhelo de ser madre quedó frustrado, y no creo que haya sido por mí. Siento que dentro de mí estaban, y quizás estén todavía, todas las corolas dispuestas a abrirse, todos los jugos para nutrir otra vida. Como casi todo lo demás en nuestro matrimonio, la práctica del sexo tuvo el sello brutal y desconsiderado que le ponía mi marido a su trato conmigo y con el mundo en general. Su miembro tenía una superficie áspera, que me causaba dolores y una abrasión que se volvió crónica. Tenía un curioso pudor, curioso en alguien por lo demás tan desvergonzado; apagaba la luz, y nunca lo vi desnudo, lo que alentaba mis www.lectulandia.com - Página 20

fantasías y alarmas. Siempre identifiqué la consistencia y textura de su miembro con la piedra caliza. Algo seco, polvoriento, hiriente. Y en lugar de una evacuación, cuando llegaba el momento, lo que se producía era una disgregación: ese grueso bastón de piedra dentro de mí estallaba en polvo blanco… Ese polvo debía de ser de grano muy muy fino, porque penetraba por los capilares de cada uno de mis órganos, se alojaba en cada una de las gotas de mi sangre y hasta cabalgaba la electricidad que corría por mis nervios… Me llenaba de una cegadora sensación blanca, en la oscuridad, como si se iniciara un proceso de desertificación y me volviera piedra. ¡Cómo iba a quedar preñada con semejante tratamiento! Las perras, las ratas, las hembras más humildes de la creación, tuvieron más suerte que yo, al probar la humedad de la simiente. La primera vez pensé que después de esa explosión él se había quedado sin pene y yo no tendría que volver a pasar por la misma prueba. Pero no fue así. Noches después pude comprobar, a mis expensas, que la piedra maldita volvía a estar en su lugar, y así siguió siendo en el curso de todo mi desdichado matrimonio. Cuando se reactualizó el escultor, empecé a ver que todo estaba relacionado: el niño, el miembro, las cabezas… ¿No sería todo obra de él? Ese hombre ejercía un misterioso imperio sobre mi marido. La relación venía de lejos, de muchos años, pero había sido accidentada. De hecho, yo creía que había habido una ruptura, definitiva. La pelea se había producido por un tango, supuestamente compuesto por mi marido, o sólo firmado por él… El escultor reivindicaba la autoría, pero en privado. No había podido registrarlo por no tener documentos de identidad. O al menos ésa era la historia que había puesto en circulación para explicar por qué mi marido había quedado en posesión legal de los derechos de autor (letra y música). Conociéndolo, no me extrañaría que mi marido se hubiera ofrecido a oficiar de testaferro, para después traicionarlo. El asunto no llegó a los tribunales, dado el tenor de los contendientes, y nunca supe en qué términos se arregló, si es que se arregló. No me atreví a preguntar (yo nunca me atrevía a preguntar), pero estaba sobre ascuas; ese dinero, bien o mal habido, podría habernos cambiado la vida, porque debió de ser una cantidad ingente. El tango había sido un éxito fenomenal. Sonaba en todas las radios, lo pedían en todos los bailes, lo cantaban o silbaban en la calle. Hasta el día de hoy me parece oír su melodía pueril, su letra tonta (pero que debía de tocar una fibra profunda del inconsciente colectivo): Ya no quiero que me beses, Rinconcito de Champán. No merezco tus caricias, Rinconcito de Champán… Y el «plop» del corcho como puntuación… Quizás a eso se debió el éxito; fue la primera canción popular que incorporó un ruido alusivo… Me pregunto si se www.lectulandia.com - Página 21

necesitará tan poco para ganarse el favor popular. Es posible. Cuando digo que todavía tengo en la cabeza la melodía y la letra, en realidad quiero decir que las tengo como acompañamiento marginal de esos «plops», que son los que realmente se grabaron a fuego en mi memoria. O quizás su atractivo derivaba de algo que sólo la mentalidad de un escultor podía engendrar: ese «rincón», esa alusión espacial, aplicada al champagne… Él decía que no era un tango sino una «escultura musical». Quién sabe. Lo cierto es que, como tantos éxitos populares, «Rinconcito de Champán» fue flor de un día. De un año más bien, de un invierno en el que saturó los oídos de la nación. Después, cayó en el olvido más completo. El escultor no había vuelto a componer música, que yo supiera. Lo imaginaba un vulgar tallador de barrio, pero mis recientes sospechas, unidas a las viejas, lo dotaban en mi fantasía de poderes insólitos de animación. Me propuse estar atenta, ahora que mi marido se había reconciliado con él. Podía esperar cualquier cosa. Por lo pronto, tuve una tregua porque en el entusiasmo de su recuperada relación me dejaba sola días y noches enteros; me dejaba en compañía de mis fantasmas. Sus ausencias se prolongaban. Volvía a horas imposibles, sólo a dormir. Yo le preguntaba, suplicante, con un hilo de voz: ¿a dónde vas? ¿dónde estuviste? Me miraba como si no me reconociera, después, con un respingo de disgusto, hacía como si me reconociera (quizás todo esto no era simulacro sino las reacciones naturales de una mente disociada),}'se encerraba en el baño, a lavarse largamente, con un jabón especial de olor muy fuerte, dejando correr el agua hasta vaciar el tanque; parecía como si estuviera llevando a cabo un ritual que alguien le había enseñado. Yo me daba cuenta cuando el tanque se vaciaba del todo porque empezaba a retumbar con un rumor profundo, entrecortado, como si el vacío hablara con palabras muy graves, y las placas de fibrocemento del techo empezaban a vibrar. Antes de llegar a ese punto, que era la materia de mis peores pesadillas, yo corría afuera a poner en marcha la bomba. Un retorcido sistema de cañerías nos comunicaban con el arroyo de las afueras; la presión del agua en nuestra zona era un problema permanente; la bomba lo paliaba, pero al precio de un gasto enorme de energía. Como ese costo recaía sobre mí, me atormentaba. Las cuentas de la compañía de electricidad eran cuantiosas. Yo sabía que no era tan difícil tener gratis lo que yo pagaba tan caro. En la zona muchos se «colgaban», lo que en la jerga criminalizada de los desposeídos significaba que desprendían un cable de los disyuntores de alta tensión, lo metían por los techos de sus casas y alimentaban sus electrodomésticos. Los honestos pagábamos por ellos, y las tarifas subían cada mes. Debo decir que la honestidad había dejado de ser una prioridad para mí; la inclemencia de mis días me había despojado de escrúpulos. Pero aun así, no era fácil delinquir. Se requería una técnica que estaba fuera de mi alcance. Y no me refiero sólo a la técnica necesaria para tender un cable, pelarlo, conectarlo; con el terror que le he tenido desde siempre a la electricidad, esas maniobras me estaban vedadas de antemano. Pero ponerse en contacto con alguien que supiera www.lectulandia.com - Página 22

hacerlo, pedir el favor, requerir la solidaridad de un vecino: eso también había entrado en el campo de lo imposible para mí. La falta de tiempo, la vergüenza, el miedo, me habían aislado de mis semejantes. Me sentía una náufraga en la creciente marea humana. Siempre librada a mis recursos, y éstos en constante disminución. En mi impotencia, me indignaba que mi marido dejara caer sobre mí el pago de las cuentas de luz, no sólo porque él no practicaba el menor ahorro en el consumo (todo lo contrario: su derroche era patente), sino porque disponía de fuentes alternativas de energía, que reservaba para su uso personal, sin pensar en la casa. En la hebilla de su cinturón tenía una pila superrecargable con la que podrían haberse iluminado tres estadios de fútbol y hecho funcionar cinco fábricas de automóviles, ¿y tanto le costaba desviar unos electrogramos para el hogar? Toda esa energía se desperdiciaba; al no usarla se echaba a perder, y se solidificaba en una especie de musgo sólido que caía al suelo con un goteo fúnebre, no sin antes dejarle en los pantalones unos lamparones chocantes (¡que encima era yo la que tenía que lavar!). Todas estas pequeñeces, estos cálculos mezquinos, creaban en mí una sensación depresiva de ama de casa maltratada, impedida de desarrollar su potencial humano, estrellándose a cada paso contra los muros de la adversidad, pequeños muros repetidos, que parecían cada vez más pequeños, más insignificantes, pero no menos infranqueables para mi fatiga y desaliento. Si alguna vez, al principio, mi marido se había erguido ante mí como un monstruo del crimen impune, con el correr de los años había necesitado cada vez menos para producir el mismo efecto, y ya le bastaba con lo mínimo, con raspar un fósforo o meter la espiga de la hebilla en el agujerito del cinturón. Como lo habría hecho cualquier otra mujer en mi lugar, cualquier mujer abandonada y resentida, empecé a sospechar que había encontrado otra. Para un hombre en su posición el ingreso en un mundo distinto e inexplorado como el de la bohemia artística no podía tener otro sentido: era el telón de fondo del adulterio. De pronto, todo encajaba. El mismo no debía de entender por qué había perdido tanto tiempo antes de encontrar a la mujer que le convenía. Tanto tiempo perdido conmigo. Pero al fin tenía lo que necesitaba, una mujer que lo entendía, que descifraba, con los códigos del arte, todas sus rarezas, sus excentricidades, todo lo que a mí me había resultado incomprensible y había interpretado como crueldad y salvajismo… y en realidad eran alegorías del amor. No sé si esta rival fue por entero creación de mi mente, o tuvo alguna realidad. Aunque ésa no era una alternativa verdadera. La cualidad de real había venido degradándose aceleradamente. Ella, «la otra», también podía ser uno de los zombies animados del infame escultor. Yo misma podía serlo. Debo decir que yo nunca antes había sospechado que mi marido pudiera engañarme con otra mujer, y no precisamente porque tuviera una idea tan alta de su honestidad o lealtad. Más bien todo lo contrario. A tal punto me había persuadido (los hechos me habían persuadido) de su crueldad, que no veía otro rasgo de su carácter. Y su crueldad se consumaba por www.lectulandia.com - Página 23

completo en mí. No necesitaba otra víctima. Esto último me lo hizo pensar una noticia que oí casualmente: las sociedades británicas protectoras de animales hacían una denuncia contra la selección oficial de rugby de Gales, que usaba una camiseta amarilla, y para teñirla empleaban una sustancia obtenida de las plumas de los canarios. Debían sacrificar cien canarios para teñir cada camiseta, y como el equipo, entre titulares y suplentes, era de más de veinte, la matanza de esos pobres pajaritos amarillos era una verdadera hecatombe. Supuse que todo el que overa la noticia tendría la misma reacción, de solidaridad con las aves y sus protectores, y, antes y más marcada, de rechazo ante la barbarie de los rugbiers. Pero ésa era una reacción adquirida, y adquirida en tiempos recientes. Antes el hombre había sido mucho menos contemplativo con los animales y con la Naturaleza y con el prójimo y con el mundo en general. El progreso de las costumbres nos había llenado de remilgos, de compasiones, de consideraciones. Había sido un proceso acelerado; no creía que el rugby tuviera mucho más de cien años, y en ese lapso, breve para la historia de la civilización, lo natural y corriente se había vuelto monstruoso, inaceptable, casi inconcebible. Originalmente (pero no en una remota antigüedad, sino apenas dos o tres generaciones atrás) el sacrificio de los canarios se habría visto como algo justificado, ritual, ancestral, comunitario, hasta poético. En la actualidad se lo veía como barbarie sanguinaria. Por supuesto que no podrían resistir a la presión de la Sociedad Protectora de Animales, y de la opinión pública. Pero algunos de esos rugbiers, recordando a sus padres o sus abuelos, sentirían que algo se estaba perdiendo. La humanidad se alejaba del salvajismo que le había permitido imponerse a las demás especies. Se releía la Historia y el papel de instrumento del triunfo se le asignaba a la Razón, quitándoselo a la Crueldad. Poco a poco se iban eliminando los últimos restos de brutalidad y violencia, o en caso de que no fuera tan fácil eliminarlos se los ponía fuera de la Ley o se les quitaba el status de racionalidad y quedaban aislados, anacrónicos, como cuadritos surrealistas de arqueología; mi matrimonio era uno de ellos.

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II Por tener tanto viaje, debía salir de casa muy temprano para llegar a tiempo al trabajo. Salía en lo oscuro; el día llegaba después que yo a la avenida Juan José Carrillo. Ninguna clase de amanecer me era ajeno; con los años había llegado a conocerlos a todos, los blancos, los amarillos, los rosados, con agua, nubes, sol, niebla, pesados o livianos, opacos o transparentes, con franjas, manchas, velados por las lágrimas, atorbellinados, llenos, vacíos… Los había grandiosos como mundos, y pequeños, íntimos, encerrados en una perla. Cuando tenía uno frente a mí, en esos descampados grises, lo reconocía como a un viejo amigo-enemigo. Aunque sabía que no era el mismo sino otro, siempre otro, gastando los recursos de mi vida con sus lujosas variaciones inútiles. El tiempo que los traía se los llevaba. ¡Cuánto tiempo perdíamos todos, en los viajes! Desde nuestras localidades de provincia, para los que trabajábamos en barrios céntricos de Buenos Aires, el mínimo era de una hora para ir, otra para volver. Y ese mínimo era apenas una abstracción para la extendida realidad de los sucesivos cordones del conurbano. Quilmes, Tolosa, Banfield, Morón… El trayecto se hacía infinito para los que no podíamos pagar la tarifa diferencial de los expresos por autopista. Y eso sin contar la espera en la parada, y la caminata desde la casa hasta la ruta o avenida por donde pasaban las líneas. Y todavía… en ese primer tramo a pie las mujeres teníamos el alargamiento interminable de los rodeos para evitar al perro negro, o al rojo, o al blanco albino, que salía de un enorme agujero, con una chinela entre los dientes y un gruñido sordo que se oía a leguas de distancia. En las paradas nos reuníamos todos, en las praderas neblinosas de Ezeiza, en las cavas de Almirante Brown, en las rotondas de Bernal, procedentes del sueño, rápidos, precipitados y detenidos en la fijeza de la desorientación. El tiempo nos tomaba en sus manos. Yo me sentía sola y única. Pero había toda una humanidad a la espera del colectivo, en la luz oscura del alba. Dispersos en las enormes distancias que separaban un punto de otro (sin excluir a los puntos contiguos). Nacían los días, y seguían naciendo, todo el tiempo, como recuerdos anteriores a los hechos, llenaban el mundo con su inminencia. Había en el proceso una ansiedad inexplicable, una especie de extrañeza. ¿Qué estábamos haciendo ahí? ¿No era demasiado temprano? Se trataba del tiempo, de su cálculo, de sus plazos. Cada uno llegaría a un lugar distinto a una hora distinta, y el amanecer quedaría atrás, en lugares memorables del Gran Buenos Aires. Se quedaba enterrado en membranas cristalinas de horas, como un mamut preservado en el hielo, y cuando se despertaba, antiquísimo y salvaje, era el terror de la ciudad. ¿Quién te pagaba el tiempo del viaje? Los patrones se hacían los distraídos cuando pactaban la carga horaria, como si el mundo fuera equidistante. Dicen que los pueblos primitivos experimentaban la noche con tanto miedo de www.lectulandia.com - Página 25

que el Sol no volviera a salir, que cuando lo hacía, a la mañana, celebraban con cantos, bailes y bebidas fermentadas. Con máscaras, risotadas y un ritmo percusivo que se festejaba a sí mismo, con el color y el brillo de la luz trasladado al sonido, al movimiento. Y los brindis se sucedían, porque el vecino estaba tan contento o más que el. Beber a esa hora, y en la cantidad en que lo harían esos seres todavía sin control higiénico o dietario, no podía ser bueno para la salud. Quedaban medio idiotas. No sé si será mito o realidad, pero de una forma u otra explica muchas cosas. Se me ocurre pensar que era la idiotización de la ebriedad la que inducía el miedo nocturno, con lo que se establecía el círculo. Del miedo al alivio, todo el anillo ensartado en alcoholes fuertes. Pero ¿no era todo círculo? ¿La vida no era un círculo? Hasta ir a trabajar lo era, si había algo de verdad en lo que decían muchos durante esos viajes interminables, que se trabajaba sólo para poder pagar el viaje al trabajo. En los amaneceres yo era una más de esas figuras perdidas en un paisaje que regresaba a la vida muerta del trabajo. La aventura comenzaba, con las mismas incertidumbres que habría sentido el gazapo ante los laberintos. Manadas de árboles emergían aullando del barro. Los madrugadores se afantasmaban, todos en silencio, como si el lenguaje no se hubiera inventado todavía, ateridos, mojados. Los espacios de espera se parecían al campo, donde no se usa el paraguas. El clima estaba de paso en el mundo, lo mismo que las especies, y correr para escapar de la lluvia no era la solución. Los colectivos soplaban por un cuerno detrás del horizonte: un llamado de atención. Salían de la niebla, o de la noche, con sus colores y sus números. El vacío gelatinoso del que emergían no había terminado de darles su forma definitiva, venían inventando los cambios, la bocina, la frenada. Pero ya venían llenos: siempre había una humanidad previa de pobres, retrocediendo al infinito hasta el comienzo del mundo. A veces la espera se prolongaba. En realidad, todo era cuestión de demora o de adelanto. La luz del día se afirmaba, en lilas de tiempo, y un paisaje de autopistas elevadas girando en rulos elegantes a gran altura se hacía visible. Y en un plano cambiante, los bosques, creciendo. Del otro lado, a mis espaldas, se extendían las filas de casitas cerradas, algún maxiquiosco que abría, el puesto de diarios, o nada todavía si era demasiado temprano, y siempre lo era. ¿El comercio volvería a la vida, después de la noche? De pronto, luz blanca o rayo de sol, si era verano y el gobierno no había cambiado la hora. Primero en la copa de los árboles, un teñido de oro, después todo, como cristal. Auroras hermosas, desperdiciadas. Era como cuando mataban a un joven, en uno de los tantos hechos de sangre que enlutaban al país en aquella época: algo se perdía. Los árboles se envolvían en cápsulas de sombra. Paisajes entumecidos, en blanco y negro, a veces en un gris azulado, o en una oscuridad remanente. Al fin… ya… todavía…

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III En el viaje, que se me hacía eterno, no tenía más remedio que pensar. Hacía balance de mis penas. Recordaba la última, la anteúltima, me remontaba hasta la primera pero no la encontraba, siempre había una anterior. Buscaba la primera en alguna de las que la habían seguido, por medio de permutaciones y combinaciones. Me preguntaba si habría una mujer más maltratada que yo. No era una pregunta retórica, ni tan fácil de responder. Me daba que pensar, y el pensamiento era a su modo un consuelo, aunque estuviera erizado de espinas envenenadas. Porque para maltratar se necesitan dos. Y yo me sentía sola y única. Sola y única porque no concebía que otra mujer hubiera podido sufrir la clase extraña y retorcida de suplicios que habían recaído sobre mí. Sola aun en el matrimonio, como si todo el matrimonio fuera yo sola. Después de todo, yo mantenía la casa, yo hacía todo lo que había que hacer en ella. El maltrato, el despotismo, me tenía a mí por única víctima. En cambio para pensar se necesita sólo uno: ésa era yo. Al pensar, al entrar en el pensamiento, en esa hora melancólica del colectivo (ida y vuelta), sentía como si entrara a mi verdadero matrimonio, el despojado de cónyuge, purificado, ideal. Mis amigas me decían: Gladys, no pienses, es para peor, no te tortures a vos misma. Me apremiaban a distraerme, a salir, a realizar actividades que me ocuparan las manos y la mente. Yo asentía, les daba la razón. El más elemental sentido común me ordenaba evitar ese círculo masoquista del recuerdo de lo malo, que equivale a volver a vivirlo y duplicar el dolor; el dolor debería quedar siempre pegado a la realidad; no bien se despegaba, en alas del pensamiento, y por poca distancia que se alejara (un milímetro), ya tomaba vida propia, se independizaba… Yo les daba la razón pero no podía evitarlo, o quizás sería más justo decir que no quería evitarlo. Porque sentía que si perdía mi vida interior, lo perdía todo. Quizás esa era mi distracción, mi manualidad contra el pensamiento: pensar. La voluptuosidad culpable que sentía al internarme en mis laberintos mentales me hacía saber que era un terreno peligroso, pero ese sentimiento no hacía más que aumentar el placer, y la culpa, que eran una sola cosa. Me había vuelto la esclava de mis reflexiones. El círculo vicioso de mis desdichas se cerraba y recomenzaba su giro una y otra vez, burlando al tiempo y sus lecciones. Si bien reconocía el valor del consejo de mis amigas, tenía un buen motivo para no seguirlo: yo no tenía amigas reales. El trabajo agotador, el esfuerzo, más agotador aun, que me exigía la supervivencia en mi casa, me habían privado progresivamente del tiempo y las ganas de cultivar el dulce refugio de la amistad. Lo había suplido con la imaginación. Había creado un grupito de buenas amigas, sensatas y comprensivas, siempre disponibles para escucharme y responder a mis cuitas. Debo reconocer que era una maniobra pueril, si no patética, pero una vida como la mía era patética de por sí, y la esclavitud en la que vivía me puerilizaba. Para no avergonzarme demasiado a mí misma no las había individualizado ni les había puesto nombres, como hacen los www.lectulandia.com - Página 27

niños con sus amigos imaginarios. Eran un conjunto difuso y sin caras ni historias, ni siquiera en un número definido, entre tres y cinco; sus edades, más o menos la mía. Como una precaución extra, las hacía dirigirse a mí con un nombre que no era el mío: Gladys. Era por ese motivo que yo tomaba distancia del consejo de «no pensar» que me daban. Porque ellas eran producto de mi pensamiento, y entonces podía ser un consejo interesado. Si no tenían existencia más que en mi pensamiento, y me recomendaban no pensar, era porque pretendían ocultarse de mí, para mejor dominarme. En efecto, cuando yo las pensaba hacían lo que yo quería; si dejaba de pensarlas, harían lo que ellas quisieran; lo que más miedo me daba en ese caso era que no emplearan mi nombre falso de «Gladys» sino otro, secreto, con cuyo sonido nada más me dominarían como a un robot. De modo que las hacía trabajar, les daba un papel estelar en mis fantaseos. Sus voces resonaban todo el tiempo en mi fuero íntimo, maravillándose, en su estilo chabacano de vecinas de barrio, de que yo siguiera aguantando a mi marido. Hasta les hacía decir, gnómicas, como si ellas hubieran inventado la frase: «Mejor sola que mal acompañada». En realidad, las hacía insistir con eso porque yo tenía un buen argumento para responder, un argumento erudito. Contaba con deslumbrarlas; esa clase de mujeres, entontecidas de tanto parir, tienen muy pocos conocimientos históricos, y muy pocos conocimientos en general, así que tomarían, y de hecho tomaban (yo me encargaba de eso), todo lo que yo les decía como palabra santa. La lección que les daba iba más o menos en estos términos: Durante la Edad Media, en el milenio oscuro de Europa, todo aquel que tuviera una inclinación por la cultura o una sensibilidad artística o una curiosidad científica, se hacía cura o se metía en un monasterio o un convento, porque era ahí, al amparo de la Iglesia, donde habían quedado los libros y las artes. La religión en sí no importaba; hasta podían ser perfectamente incrédulos. La religión era la cobertura práctica, el nicho social, el único, donde podían realizar sus intereses. Mutatis mutandi, lo que entonces era la religión, en nuestro tiempo era el matrimonio. Lo que importaba no era el cónyuge, no era el contrato matrimonial; en eso inclusive se podía no creer. Pero era el único ámbito donde se podía realizar lo que fuera de él era imposible. Claro que no había que llevar demasiado lejos la comparación: la entrada y permanencia en el matrimonio no servía para realizar una vocación artística o de trabajo intelectual, sino para otra cosa. (Yo dejaba en suspenso, misteriosa, la definición de esa otra cosa.) Y para ello era necesario seguir dentro del matrimonio… Ahí sí se podía volver a la comparación con la Edad Media: fuera del convento reinaba el hambre, la guerra, la peste negra, el trabajo embrutecedor hasta la muerte, el derecho de pernada… El coloquio con mis amigas imaginarias seguía, se aceleraba y profundizaba, no había límites para la extensión de las razones… A ellas las despersonalizaba cada vez más, por capricho, como pura manifestación de mi poder. Pronto habían perdido los www.lectulandia.com - Página 28

pocos rasgos concretos que les había dado (los rulcros, el batón, la escoba) y se volvían bolitas plateadas girando a mi alrededor. Y yo me sentía flotar, aislada, en una atmósfera mental, casi filosófica. Creía vislumbrar distintas vías de escape, soluciones, a la vez mágicas y reales. Intentaba sacar las conclusiones que correspondían, pero era difícil; en la misma exuberancia y el triunfalismo de mi pensamiento, surgían demasiadas puntas… Habría necesitado hacer un diagrama, ponerlo en blanco sobre negro, en casilleros, con flechitas… Llevaba papel y lápiz en la cartera, pero ya me había convencido de que era imposible hacerlo en el colectivo; se movía demasiado (aun en el caso de que hubiera conseguido asiento), y, si probaba, lo más seguro es que me saldría un enredo de rayas sin sentido. Trataba de hacer figuras mentales, las coloreaba, trataba de retener sus contornos… Lo único que lograba era visualizar una imagen idealizada de mí misma, casi como una virgen flotando en un firmamento estrellado.

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IV Al llegar al centro tuve la ocasión de presenciar un espectáculo inusitado: un Combate Alegórico. Supe que ese era el nombre porque lo dijo alguien que se detuvo un momento a mirar, un hombre, que en realidad no se detuvo él sino que lo hizo la mujer que lo acompañaba, y él se detuvo con ella y murmuró las palabras. Lo dijo en un tono que implicaba fastidio, como si estuviera pensando «otro más, otro de esos estúpidos Combates Alegóricos, ya cansan, vámonos», y en efecto tomó del brazo a la mujer y siguieron de largo. Lo mismo hacían todos los demás, salvo que no se detenían, y la mayoría ni siquiera volvía la cabeza para mirar. Había mucha gente a esa hora, yendo en una dirección o en otra, todos apurados por llegar a sus oficinas, pero ese apuro y ese prurito de puntualidad no habrían sido obstáculo para que se hiciera un corro, si realmente les interesaba. Yo fui la única que se quedó a verlo hasta el final, a mí sí me interesaba, nunca había visto uno. No sé si los demás mostraban tanta indiferencia porque habían visto muchos; no creo, porque no es algo que suceda todos los días; quizás les parecía infantil, ridículo, o simplemente uno de esos espectáculos invasores de la atención y el espacio, que nadie ha pedido y causan molestias en la vía pública, como los malabaristas, mimos o estatuas vivientes, para no hablar de los músicos. No me importó lo que pensaran de mí; me planté enfrente y me quedé absorta en medio de la vereda, sin hacer caso de los que protestaban porque les obstruía el paso. Era una mañana muy clara, demasiado. Había llovido a la noche, y el sol evaporaba el agua; la humedad saturaba el aire y lo hacía brillar como espejo. Los contendientes habían tomado ubicación en la fachada del Palacio de los Ministerios, la que da al Paseo Colón, sobre la entrada, pero no en la escalinata sino al costado, entre dos columnas. Reliquia de los tiempos del apogeo de la República Conservadora, cuando los edificios públicos los hacían arquitectos europeos formados en la Ecole des Beaux Arts y no se escatimaban mármoles ni fantasías eclécticas, el Palacio disimulaba su riqueza bajo una capa secular de mugre y descuido burocrático. Pero la piedra no perdía sus formas, y éstas abundaban en volutas, cornisas, nichos, peldaños, ángulos y curvas. Había de dónde agarrarse. Las figuras alegóricas que se enfrentaban eran la Recomendación y la Compasión. Tenían sus nombres escritos en letras de oro sobre unas cintas colgadas en bandolera; sin ellos se las podría haber tomado por cualquier otra cosa. La Recomendación era una especie de dragón viscoso, mezcla de foca y gallina, con pico y garras, piel de látex gris claro que el movimiento irisaba en los pliegues. Se paraba sobre dos patas largas de tres articulaciones. Daba una impresión de agilidad, de nervio y crueldad. La Compasión en cambio era gorda, peluda, negra como la noche, con unos incongruentes cuernos dorados, patas de rana y una larga cola que se enroscaba y desenroscaba con un lento movimiento autónomo. Estaba echada, o agazapada, en un nivel más bajo que su enemiga, hacia la que alzaba con aire www.lectulandia.com - Página 30

falsamente adormecido sus grandes ojos de huevo duro a medias velados por el flequillo. La otra le devolvía una mirada de fuego. Un chillido estremecedor de la gorda Compasión marcó el comienzo de la pelea. Fue ella la que tomó la iniciativa, con una maniobra sorpresiva: el movimiento isócrono de la cola, que debía de tener por objeto adormecer a la presa, se desplegó de pronto en un latigazo ascendente, con el evidente propósito de enlazar las piernas de la adversaria y hacerla caer. Lo logró a medias, al hacer blanco en una sola de las patas de la Recomendación, que trastabilló, sin perder del todo el equilibrio. Antes de terminar de desenredarse ya contraatacaba: se lanzó con el pico en ristre, y el corpachón informe de la otra no tuvo tiempo de esquivarlo. Ni falta que le hacía: su piel peluda debía de ser durísima porque el largo pico resbaló y quedó torcido. Quedaron encimadas, y hubo un revoltijo de mordidas y arañazos acompañado de gritos. Al separarse estaban erizadas y trémulas. Un milagro que no se hubieran derrumbado, porque todo eso sucedía en el borde de una cornisa, sobresaliente del balcón del primer piso. Contra la verja de este balcón retrocedió la Recomendación, y allí tomó una posición defensiva, jadeando y abriendo el pico, que había quedado torcido en un ángulo grotesco. La Compasión, que por lo visto tenía más capacidad respiratoria, no necesitó tiempo para reponerse: dio un pasito atrás tomando impulso y se lanzó como un obús viviente. Sus patas, demasiado grandes y demasiado cortas, la obligaban a dar muchos pasos por segundo para tomar velocidad. Lo hacía bien, pero no lo suficiente: la otra la esquivó y la dejó haciendo sonar sus cuernitos de oro, inofensivos, contra los gruesos hierros negros de la reja del balcón, en la que alguien había colgado un banderín de San Lorenzo. Frustrada y furiosa, puso otra vez en acción la cola, y esta vez consiguió atrapar por el cuello a la Recomendación, y la revoleó en el aire. No supo aprovechar esta ventaja, empero, o la otra tenía más vigor del que parecía, porque pudo liberarse, pararse con ambas patas en la punta móvil de la cola, y desde ahí volver a lanzarse en un cuerpo a cuerpo feroz. Otra vez los dos gruesos monstruos se retorcieron en un abrazo a muerte. Sus rebotes contra las columnas producían ruidos sordos, y éstos causaban ecos que salían del interior del Palacio, vuelto todo él caja de resonancia del combate. Menudeaban los chillidos y gruñidos, en los que con un poco de imaginación se podrían haber descifrado palabrotas, injurias o amenazas. La banda sonora se completaba con unos desagradables ruidos de sopapa, como si también estuvieran poniendo en juego las mucosas. Ninguna cedía. Parecía como si el abrazo fuera a prolongarse indefinidamente, una confiando en su volumen y su peso, la otra en su lubricación natural, quizás venenosa. Pero tan enceguecidas estaban y tan desordenadas eran sus convulsiones que se cayeron por el borde de esa cornisa o plataforma, a otra inferior, cuyas planchas de mármol parecieron combarse al recibirlas. La caída y la rodada consiguiente las separaron; no mucho porque allí tenían menos espacio, ya que en ese nivel se encontraban los gruesos zócalos anillados de las columnas. De modo que el anudamiento no se hizo esperar, más rabioso que antes. El obsceno sonido de ventosa www.lectulandia.com - Página 31

se acentuaba; una de las dos, o las dos, debía de estar excretando alguna clase de sudor aceitoso. Sí, debía de ser eso, un envasclinamiento adrenalínico, porque de pronto, al apretar más de la cuenta, se resbalaron una de la otra y quedaron separadas. Un rayo de sol, que asomaba detrás del Luna Park, dio de soslayo justo sobre ese cuadrilátero de piedra. Entonces pude ver, en la momentánea separación, todo el daño que se habían hecho hasta entonces. Tenían los cuerpos marcados, rasgados, les colgaban pedazos de piel, les crecían hinchazones a ojos vista, los centros de equilibrio y coordinación claudicaban. Sólo las mantenía en pie una enemistad a muerte, una demanda cósmica de sobrevivir a expensas de la otra. No peleaban por dar un espectáculo; no las salvaría la campana. La pausa había sido breve. Ya se reiniciaban las hostilidades. La Recomendación, seguramente aleccionada después de probar en carne propia el peso abrumador de la Compasión, optó por mantener la distancia. Lanzaba sus ataques, con el pico torcido, con las garras retráctiles, con las bolas de las articulaciones, y se escabullía a lugar seguro. No era la estrategia natural de su conformación y la de su oponente: ésta tenía ventaja en la distancia por la cola extensible, y ella por su parte, resbalosa, funcionaba mejor en el contacto. Aun así, no le fue mal. Los coletazos de la Compasión se hacían imprecisos, un cross acertado la hizo retroceder y caer por un escalón dando una vuelta carnero para atrás. Se levantó con esfuerzo. Estaba sentida. La Recomendación debió notarlo porque arremetió con ímpetu renovado. De todos modos la Compasión no parecía que fuera a morder el polvo tan pronto. Era demasiado voluminosa para aceptar una derrota prematura. Pero sus movimientos de gorda, ya lentos y torpes de por sí, se hacían más erráticos a cada momento que pasaba. Hubo más desplazamientos, trompadas, coletazos, embestidas, y otro clinch, que parecía quererse definitivo a juzgar por el dúo de gritos que salían del amasijo. La Recomendación salió por arriba, como chupada, y la Compasión por abajo, arrastrándose. Me sorprendió lo deteriorada que estaba; en pocos segundos parecía haber envejecido mil años. Los pelos que la cubrían, negros y duros al iniciarse el combate, se habían adelgazado y aclarado, y temblaban como un plumón. La cola, antes un arma temible, era un largo hilo fláccido. Uno de los cuernos se desprendió y rodó por los escalones de piedra; el otro estaba inclinado, si no se caía era gracias a que se había enredado con el pelo. Más grave (porque los cuernos no habían cumplido ninguna función ofensiva) era que las patas se habían acortado del todo, al punto que las aletas palmeadas en que terminaban quedaron pegadas al vientre y dejaron de servir para la locomoción. No le quedaba más que arrastrarse, y fue lo que hizo, pesadamente. La bestia alegórica que había empezado semejante a un cerdo grande, o un oso mediano, vigoroso y agresivo, lucía como una decadente bolsa de papas. La Recomendación por su parte, aunque magullada y renga, estaba entera, o retomó vigor en ese momento al comprobar la claudicación senil de su adversaria. Cacareó con un pataleo triunfal y lanzó un asalto en regla. La Compasión, ya casi privada de movimiento, estiraba la cabeza, o la extremidad de su masa informe que había oficiado de cabeza, abriendo la boca para morder… Pero el www.lectulandia.com - Página 32

esfuerzo agónico de abrir la boca hacía que los ojos cambiaran de lugar, como si estuvieran pintados en una tela que se doblaba y ondulaba… Emitía un raro sonido de gárgara. La Recomendación, que se le había subido encima, vaciló, desconcertada. En esas condiciones pelear era inútil, pero tampoco quedaba muy clara su victoria. Debió de sentir una vibración bajo las plantas porque quiso bajarse; no alcanzó a hacerlo; la Compasión se rompía, como una fruta podrida, y algo salía de adentro de ella, con la torpeza mucilaginosa de un parto subterráneo. Ya no era más que una membrana húmeda y frágil, una crisálida descartable que caía en pliegues babosos alrededor del ser naciente. Sus últimos momentos no habían sido más que la vida de una cáscara. Lo que salía de ella era por el momento apenas un bulto, llovido y palpitante, de un rosa violáceo que al contacto con el aire adquiría un brillo dorado. La definición de sus formas se hizo aceleradamente. La cabeza se redondeaba y se alejaba del cuerpo, al extremo de un cuello de cisne que parecía un resorte espiralado. El cuerpo, que al empezar a erguirse lucía gordo, casi redondo, se adelgazó al desplegarse de él dos alas, que siguieron abriéndose y abriéndose con sonido de papel celofán, enormes, de un cristal blando recorrido por nervaduras de oro… Y las ocho patitas de araña que buscaban apoyo… Hasta que estuvo toda afuera, sacudiéndose del sueño prenatal… Era la Autocompasión, bella como un ángel, al menos con la belleza de las figuraciones alegóricas (porque según el paradigma biológico era un feo adefesio kitsch, una nutria alada con revestimiento de bijouterie), y batía sus alas ante la mirada atónita de la Recomendación, que habría esperado cualquier cosa menos ésta… y levantaba vuelo, vencedora a su modo, vencedora sin haber combatido, partía en busca de otros desafíos y otras victorias.

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V Me daba otra quinta de tos, a minutos apenas, o segundos, de haberse calmado la anterior, y otra vez tenía para rato. Cof Cof Cof Cof Nunca sabía si una quinta había terminado, si había llegado al fin esa calma tan necesaria para mis pobres pulmones lacerados; lo único que sabía era que había empezado otra y que no terminaría nunca, nunca. Cof Cof El pecho se me sacudía en convulsiones bruscas, en ladridos, que hacían resonar la noche interminable. Mi dolor vestido de negro estaba parado atrás de mí, yo no lo veía pero lo sentía tirar de los hilos que me movían. Por falta de pago nos habían cortado la luz. Ni para velas teníamos. Debía hacerlo todo a tientas desde que se ponía el sol; y se había puesto, tras un horizonte de escombros, hacía muchas horas. Apenas si se filtraba por la ventana sin cortinas el resplandor de un incendio lejano, y cuando se apagaba era otra vez la tiniebla, y la tos. Cof Cof Mi marido seguía sentado en la sillita de paja, de la que ya no se movía durante días y noches, la mirada perdida, concentrado en él mismo. Se lo tragaba la oscuridad y yo sabía que seguía allí. Saberlo me hacía mal. Mi tos sonaba como un pedido desesperado de auxilio. Me saltaba de la boca una miríada de escupiditas plateadas que parecían tener luz propia, y quedaban suspendidas en el aire delante de mi cara, como una constelación de pequeños seres energúmenos. Cada nueva tos (y eran miles de «cofs») otra miríada iba a ubicarse en los intersticios de la anterior, pero su número no aumentaba, siempre era esa misma nube de puntos plateados, que quizás sólo estaba en mi mente. No me quedaba más que seguir donde estaba, tosiendo, sentada en la butaca de cuero azul frente a la máquina de coser, los pies todavía en el pedal, las piernas cubiertas por la tela liviana, abundantísima, que caía en pliegues y se amontonaba en el piso enroscándose en las patas de la máquina. Las convulsiones de la tos me producían movimientos entrecortados en todo el cuerpo, incluido el pie apoyado en el pedal, y este accionaba la aguja, que caía y pinchaba la tela con un chisporroteo fantasmal. Yo crispaba las manos en la tela, la estrujaba, la marcaba con el sudor helado que me cubría el cuerpo. La tos prolongaba su dominio como una tormenta seca que me apaleara desde adentro, metódica, implacable. Cof Cof Me exigía a fondo, me reclamaba fuerzas que se habían agotado mucho tiempo www.lectulandia.com - Página 34

atrás. El hongo que se había alojado en mis pulmones, el Ospórido, se mostraba resistente a todos los fungicidas, hasta los más potentes. Los médicos habían renunciado a curarme: sólo atinaban a recomendar paliativos. Yo sobrevivía en un angustioso fatalismo, y sólo cuando no estaba ocupada en uno de los ataques de tos; entonces, ni siquiera eso. La tos me recluía en el presente, en ella misma, en la tos… La tos me tapaba la boca. Había llegado para enmudecerme en el momento justo en que yo más tenía que decir. No es que fuera habladora por naturaleza, ni que pretendiera darle lecciones a nadie. Pero desde el día fatídico de mi boda se habían venido acumulando tantos hechos extraños y nunca vistos que habría valido la pena hacer el relato, o al menos dejar un testimonio, así fuera cifrado, para que alguien más adelante pudiera reconstruir la novela de mi vida. Yo sentía que todo el cuento, deshecho, estaba dentro de mí. Si se abrían las compuertas, habría sido un torrente: frases sin orden, intercaladas de gritos y llantos, una mezcla de pasado y presente, realidad y pensamiento, miedo y esperanza. Y sin embargo, aun en el más incoherente de los discursos, aun en balbuceos y tartamudeos y repeticiones atropelladas, lograrían colarse las claves de mi matrimonio desdichado, de mis sufrimientos, del dolor psíquico que me había llevado al borde mismo de la locura, y es fácil ver el atractivo que contienen esos terrenos donde la razón vacila y se abren paisajes o dioramas trascendentes. Pero la tos me recluía en un silencio sonoro, mis únicas palabras eran esos ladridos insensatos que golpeaban y golpeaban la oscuridad como latigazos… El fracaso de la medicina convencional me arrastraba a la superstición. Estaba casi convencida de que me habían ojeado, o me habían hecho un «trabajo». ¿Pero quién se tomaría el trabajo, conmigo? ¿Quién gastaría un centavo en pagarle a una bruja eficaz? La soledad, tan penosa, de mi existencia constituía una paradójica defensa. ¡Ni siquiera enemigos tenía! Claro que quedaba en pie la posibilidad de que se hubiera dado una mala conjunción astral, o que la Virgen se me hubiera puesto en contra, [justo ella, que estaba a favor de todas las mujeres! Y no descartaba que en mi mal hubiera un elemento mental, de sugestión. En ese caso, no habría sabido dónde ubicar la parte psicosomática, no en el mal mismo sino en su causa, y en su causa remota, quizás debería retroceder mucho hasta encontrar el resorte mental que había puesto en marcha la realidad. Porque el Ospórido tenía existencia objetiva, la ciencia lo había encontrado y yo lo había visto. Lo que hacía único mi caso era que ese hongo se alojaba normalmente en la vagina; la migración que había hecho dentro de mi organismo, hasta llegar a los pulmones, era inédita, nunca vista. Fue por eso que se ocuparon tanto de mí en la Clínica de la Caridad, no con la esperanza, y quizás ni siquiera la intención, de curarme, sino para hacerse invitar a un Congreso en el extranjero a presentar un caso raro. En realidad fue una tortura extra, y desde mi punto de vista totalmente innecesaria. El Ospórido había dejado huellas todo a lo largo de su migración. En cada órgano www.lectulandia.com - Página 35

por el que pasaba se incrustaba, y al irse al siguiente dejaba su molde en hueco, de modo que al rehacer el trayecto podían verse todos los pasos de su mutación de O. vaginalis a O. pulmonaris. Mi cuerpo entonces era una oportunidad perfecta de documentar un proceso hasta entonces desconocido para la ciencia. Como en aquel entonces los métodos de exploración no invasiva no estaban desarrollados, los médicos no habrían vacilado en abrirme y sacar fotos con flash; por suerte les dio miedo ir a la cárcel; pues una cirugía mayor me mataría infaliblemente, ya que la tos proseguía aún bajo anestesia general (una prueba piloto que hicieron lo dejó en claro), y una regla incuestionable del Estatuto Hospitalario prohíbe operar a un paciente con tos. Idearon algo alternativo; con el único y primitivo aparato de Rayos X que tenían fueron exponiendo las sucesivas Estaciones del Ospórido a la vista de un hábil dibujante, que hacía un croquis de cada uno. A partir de esos croquis se hicieron moldes, y el resultado final fueron veinte estatuillas, de treinta centímetros de alto, del Ospórido uno y múltiple. Quedaron exhibidas, en fila, dentro de una vitrina en el hall de entrada de la Clínica de la Caridad. Parecía una tribu de enanitos monstruos, o una ilustración de la evolución de la almeja en caricatura; ovalado, con muchos tentáculos, una excrecencia en la punta superior que hacía pensar en un sombrero, y una especie de ombligo succionante en el centro, todo eso cambiando de posición de una estatuilla a la siguiente… Me quedó la sospecha de que el dibujante no había hecho un buen trabajo, o que se habían producido modificaciones no deseadas en el pasaje a la tridimensionalidad, porque en ninguna de sus metamorfosis esas feas esculturas se parecían al Ospórido real. A éste tuve ocasión de verlo, y no sólo de verlo sino que me lo llevé a mi casa, dentro de un rubí. En efecto, el hongo en su etapa adulta segregaba un ámbar mineral que cristalizaba hasta formar el más perfecto y brillante rubí, y de ahí en más vivía en su centro, invisible salvo que se expusiera el rubí a la luz de iridio. Me lo entregaron el día que tuve el alta, del mismo modo que les dan los cálculos a los operados de riñón o vesícula, como recuerdo, salvo que ellos se van curados y yo me fui con la tos, para la que no había cura. Por la enfermedad había perdido el trabajo, y en el estado en que me encontraba era inútil salir a buscar colocación. No hubo más ingresos en la casa, ni tenía ahorros ni objetos de valor para vender. Lo poco que tenía lo había vendido mi marido durante mi internación, para comprar droga. Debió de obtener una buena cantidad, porque al volver lo encontré embotado, hinchado como un chino gordo, todo el día hipando y cabeceando en la duermevela de una resaca de siglos. Si antes había sido tiempo perdido pedirle que contribuyera en el presupuesto, ahora era impensable. Debimos reducirnos a mínimos. Por mi parte, yo no necesitaba gran cosa; después de todo lo que había pasado, me sentía abstracta. Pero me preocupaba mi marido, por la violencia que podía desatarse cuando terminara de asimilar las sustancias que se había regalado, y se hiciera sentir la abstinencia. Lo vigilaba de lejos, lista para huir. www.lectulandia.com - Página 36

¿Adónde? Sólo me quedaba la calle, la intemperie. De todos modos, me decía, no tenía mucho que perder: sólo la vida. Pero me aferraba a esos jirones de vida que me quedaban. No hubo estallido. No hubo nada. Su respuesta a la falta de suministros fue la apatía y la inmovilidad. Supuse que se había saturado y su organismo ya no admitía más droga, o que algo se había roto en el, lo que no sería sino el resultado más esperable de sus excesos. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que estaba generando sus propias drogas. No sé cuál sería el proceso. No quise saberlo. El alivio, aunque fuera momentáneo, era demasiado dulce para estropearlo con un conocimiento que a la larga podía ser peligroso. No era un espectáculo tranquilizante, verlo ahí inmóvil en la sillita de paja, como un ídolo químico en su trono. Tenía algo de brujería. Me decía a mí misma, para tranquilizarme, que quizás era un proceso natural; después de todo, el cuerpo humano es un laboratorio, y nadie sabe qué puede salir de sus retortas. Aun así, su concentración me daba escalofríos. Yo en cambio no sintetizaba mi propio alimento, así que tuve que ponerme a pensar en serio qué podía hacer para no morirme de hambre. Ir a ofrecer mis servicios de limpieza, o lavado y planchado, a casas de la vecindad (en mi estado, no iba a llegar más lejos) era inútil: la tos les haría creer que estaba tísica y que podía contagiarlos. Tenía el rubí para demostrar que no era tisis, pero para ver el Ospórido que lo habitaba se habría necesitado una linterna de luz de iridio, que estaba totalmente fuera de mi alcance (en aquel entonces había una sola en el país). La solución fue desempolvar la vieja Singer a pedal; más trabajo me dio desempolvar los conocimientos de bordado que había adquirido antes de casarme. Pero la necesidad todo lo puede. Recuperé penosamente la capacidad del bordado figurativo a máquina, y empecé a practicarlo en las cortinas, que descolgué de las ventanas. (La máquina y las cortinas, una por demasiado pesada, las otras por demasiado livianas, eran lo único que se había salvado en la casa de la «liquidación» que había hecho mi marido). Volvía al trabajo, a las labores, como una mujercita hacendosa. De no ser por la tos, podría haber tenido una sensación de normalidad. Claro que aun sin la tos habría necesitado mucha imaginación para suponer cualquier tipo de normalidad, con un marido inmóvil sintetizando drogas en sus órganos internos,}' la casa devastada de todos sus objetos de valor. Me dediqué fanáticamente al bordado, como evasión. Descubrí que no necesitaba quedarme en los consabidos ramilletes de rositas redondas; eso era un atavismo remanente del bordado a mano con bastidor; la máquina abría otras perspectivas, justamente por sus limitaciones: cambiar el color del hilo era engorroso, ya que había que enhebrar y cambiar el carrete de arriba y el de abajo, de modo que se hacía todo lo de un color a la vez, luego lo de otro… Al principio, sólo en sus casuales detalles rojos, o azules, o amarillos, la figura era un enigma. Podía ser cualquier cosa. Poco a poco se iba definiendo, y para que resultara algo identificable era preciso recurrir a www.lectulandia.com - Página 37

las más dispares imágenes de la naturaleza o el arte. Fue así como vi aparecer, al ritmo regular del traqueteo de las viejas correas, orquídeas que parecían ranas saltando, escudos nobiliarios, banderines ondeando en vientos invisibles que les darían «movimiento» a las cortinas, castillos con torres almenadas rodeados de parques frondosos, con ciervos de intrincada cornamenta (ahí habían ido a parar los arabescos ornamentales de la tradición), grutas con estalactitas, hombres primitivos vestidos con pieles de oso, astronautas, Pinochos, esqueletos bailarines, cadenas montañosas con ejércitos incaicos descendiendo de los picos inaccesibles. Y en los tachonados firmamentos, esquivando planetas y lunas, largas filacterias doradas con textos en latín… Los detalles se multiplicaban, y era como si nunca fuera a terminar. La tos era una responsable extra de esta proliferación. Las quintas se hacían más frecuentes con el paso de los días, y me obligaban a interrumpir el trabajo y esperar a que se agotara la cuerda de la cajita de música horrible que era mi pecho torturado. Pero no siempre recordaba retirar el pie del pedal, y las sacudidas producían puntadas involuntarias. A las líneas así creadas me veía obligada a verosimilizarlas completándolas en una figura nueva. El resultado era que pasaba todo el día en casa. La máquina me esclavizaba. Las interminables fantasmagorías del bordado eran una evasión, es cierto, pero yo no quería resignarme a tener sólo una vida imaginaria. Quería la realidad tangible, la materialidad de las cosas, su impenetrabilidad. Mi fragilidad se acentuaba. El menor desplazamiento me costaba un esfuerzo insufrible. Ya solo ponerme de pie bastaba para que los bronquios se me desbandaran. La tos me hacía bailotear en todas direcciones y debía apoyarme en la pared para no perder el equilibrio. La desnutrición no ayudaba. Estaba piel y hueso. Cof Cof Cof Cof En esas condiciones no podía salir a la calle. Además, no tenía adonde ir. Llegue a extrañar aquellos interminables viajes en colectivo, en los que creía que malgastaba las mejores horas de mi vida (las que pasaba lejos de mi marido). Con toda su incomodidad, al menos me abrían una ventana al mundo. ¿Qué hacer? Comprendía que no iba a soportar mucho tiempo más el encierro, el péndulo implacable de la Singer y la compañía del monstruo de mi marido, más monstruo que nunca desde que no hablaba ni se movía. Para completar el espanto, se estaba reduciendo, lo que era lógico si se estaba usando a sí mismo como materia prima. Tomé una medida extrema: vender el rubí, que era lo último que me quedaba. Ya no me importaba nada. Sabía que contenía el hongo que me estaba matando, y desprenderme de él equivalía a perder la última esperanza de que algún médico genial encontrara el modo de matarlo. Era como perder mi identidad. Pero en este mismo www.lectulandia.com - Página 38

razonamiento se escondía, como se escondía el Ospórido en mis pulmones, el origen de todos mis males: la esperanza. Había vivido con ella desde que tenía memoria (a tal punto que en mí la memoria había sido una subespecie de la esperanza), ¿y de que me había servido? La visualizaba, quizás por influencia de la figuración del bordado que tenía día y noche ante mis ojos, como un pajarito verde, de pico larguísimo y cola de tijera, burlándose de mí con trinos risueños que imitaban mal mi tos. Recordé, oportunamente, el poema que había escrito Rubén Darío en su infancia, por el que se lo reconoció niño prodigio: Ya no me esperanzaré más en vivir esperanzado. Así me desesperanzaré menos Por vivir desesperanzado. Se adaptaba exactamente a mi situación, como si lo hubiera escrito yo misma. Pero al repetirlo me daba cuenta de que esa adaptación no era tan exacta, porque decía «esperanzado» y «desesperanzado» en lugar de «esperanzada» y «desesperanzada», como debería decir si realmente lo hubiera escrito yo. Me preguntaba si sería lícito cambiar esas terminaciones genéricas cuando lo recitaba (porque de buenas a primeras se había vuelto mi mantra), y concluía que no, que había que respetar la voz del poeta. Y cuando probaba, sentía, que curiosa coincidencia, una lejana esperanza: la de superar de algún modo, más allá de la renuncia a cualquier superación, mi condición de mujer, es decir de mujer casada. No diré lo que me costó llegar a la joyería de González Catán. Fui a pie, atravesando barrios y barrios, con el temor constante de que me asaltaran. Nadie se me acercó; quizás la tos era disuasión suficiente, o la nube de escupiditas que dejaba suspendida a mi paso, o el baile de San Vito de las quintas; fui consciente de ser mirada como un fenómeno más de una vez durante el trayecto. Me dieron una buena cantidad, y no bien estuvo cerrada la operación me cure. Nunca más volví a toser. Por lo visto ahí estaba el secreto de la curación: en vender el rubí con el Ospórido. Maté dos pájaros de un tiro. Otros pagan por curarse, y no se curan. Quizás hay que hacer lo contrario: cobrar. Pero ésta es una generalización arriesgada; no me animaría a sostenerla. De todos modos, conmigo funcionó. Sana otra vez, y con un capitalito que dada mi frugalidad me duraría bastante, me liberé de la máquina y empecé a salir. No iba lejos, no sólo porque iba recuperando fuerzas paulatinamente, sino porque el barrio donde una vive, aun el más inmediato, guarda siempre una sorpresa más por descubrir. El mejor descubrimiento que hice fue una plaza, o más bien los restos de una plaza, que estaba atrás de mi domicilio. A pesar de los años y las décadas de abandono y destrucción, en ese baldío salvaje se reconocía aún la tipología de la plaza. Me reproché, y no por primera vez, mi distracción, ese constante estar en Babia que me hacía perder las cosas buenas que me ofrecía la Providencia. ¿Cómo era posible que después de vivir tantos años ahí nunca la hubiera notado? Sobre todo porque estaba casi contigua a la casa. Podía haberme disculpado diciendo que no estaba en la dirección que seguía habitualmente; la ruta donde esperaba los colectivos para ir a Capital, en mi etapa laboral, quedaba para el www.lectulandia.com - Página 39

otro lado. Pero estaba demasiado cerca para que su ubicación relativa fuera una excusa; habría sido como decir que desconocía la existencia del patio trasero de mi casa porque salía de ella por la puerta del frente. Más razonable habría sido disculparme por la poca voluntad de registrar un sitio potencialmente peligroso, refugio de mendigos y cirujas. Una vez que lo hube descubierto, empero, se volvió un refugio para mí, y no es que me sintiera una mendiga o una ciruja (aunque no me habrían faltado motivos). La alfombra mágica del bordado, al transportarme a los paisajes dichosos de la fábula, me había preparado para apreciar el contraste con la realidad, o mejor dicho para entender que la realidad no es sino contraste. Y la plaza lo tenía todo de la realidad más cruda y no mediada. Era una tectónica del deterioro urbano, un lodazal con árboles caídos, carcazas vaciadas de autos (robados, desmantelados y tirados allí entre la maleza) que se oxidaban lentamente y perdían los colores, cardos y cortaderas, desniveles abruptos o escalonamientos de zigurat, productos de la sedimentación de estratos de basura o descargas de desechos de construcción, incluidos el portland gris y la arenisca en glóbulos solidificados. Y sin embargo, los restos no mentían: esa tierra desolada había sido una plaza. Aquí y allá asomaban puntas de postes que habían sostenido glorietas, o las patas de un banco habían quedado asomando entre las piedras, como brazos de esqueletos de metal verde. Un adivino con la horqueta extrasensorial habría podido reconstruir los perímetros rococó de canteros y parterres. Un gran pozo cuadrado tapado con engañosos helechos debía de haber sido el sector de juegos de niños, hundido para siempre y quizás habitado en sus profundidades por toboganes y hamacas en los que harían ejercicios sapos y ratas acuáticas. Sólo permanecían intactos los árboles, a los que el descuido, lejos de hacerles mal, había beneficiado. Las copas se tocaban y confundían, el viento producía un solo movimiento en sus alturas encantadas. En las ramas superiores, las que lindaban con el cielo azul, se posaban las perezosas palomas negras. Más arriba, fuera del alcance de los predadores, chillaban las cotorras, meciéndose entre ramos de florcitas amarillas. Un buen motivo para no haberla visto antes, a pesar de estos indicios significativos, era que en barrios como el nuestro no había plazas, y no las había habido nunca. Barrios desurbanizados y marginales, de construcciones espontáneas, sin planos autorizados, las más de las veces precarias, comercios sin habilitación, calles de tierra torcidas que llevaban a espacios abiertos, vertederos y cuencas de explotación a cielo abierto. ¿Quién quería una plaza ahí? Daba que pensar. Pensar por ejemplo que el barrio no siempre había sido lo que era ahora. No era una posibilidad tan descabellada: yo misma creía recordar que cuando nos habíamos ido a vivir en él era un barrio normal, con altos autos negros estacionados frente a las casas, y las casas precedidas por jardines con rosales, y faroles en las esquinas (¡había esquinas!), iglesia, escuela. ¿O era una fantasía, un recuerdo inventado? Una vez que las imágenes aparecieron en mi cerebro, ya no pude saberlo. Parecía extraño que se www.lectulandia.com - Página 40

hubiera producido semejante transformación sin que yo registrara los cambios, las desapariciones. Pero, como digo, no era imposible: las perturbaciones incontrolables a las que me había sometido el matrimonio me habían aislado; había vivido en el interior de un volcán, donde se cocinaba la lava, y desde allí mal podía apreciar la devastación de su derrame. Poco a poco me fui internando en ese gulag memorial. Mis exploraciones eran tentativas y llevaron meses, porque lo hacía con precaución: la ex plaza estaba habitada por indeseables de toda laya; el hedor de la droga derretida, las miradas tenebrosas que me echaban los dormidos, con ese brillo opaco de la desesperación que yo conocía tanto, una juventud brutal. ¿Pero qué podían hacerme? ¿Robarme? ¡Si no tenía nada! ¿Violarme? ¿A mí? Daba risa. Mi vida había sido una larga violación. Y al fin, el día en que llegué a su rincón más profundo, encontré la prueba de que realmente había sido una plaza: una estatua. No era fácil verla, y no sé bien cómo fue que di con ella. Estaba entre dos árboles, en el cruce de los arcos que formaban sus ramas volcadas al suelo en el que habían arraigado y formado nuevos árboles: una especie de galería baja, muy protegida por yerbajos duros de cáñamo. Y aun allí, en su escondite, la estatua estaba semienterrada, en unas ondulaciones de barro endurecido como el acero por la presencia de calcáreos fosforescentes. Inclinada, quizás invertida, tiznada por los fogones que habían hecho generaciones de linyeras en ese camarín de ficus, aún era reconocible: una alegoría de la Benevolencia, reliquia de una era más optimista… O quizás no tan optimista. Quizás ya entonces, cuando todavía podía pensarse en agregar belleza y significado a los lujos de la naturaleza, el artista había adivinado las sombras del futuro. Porque era una Benevolencia vieja, encorvada, sentada como si ya nunca fuera a levantarse, con gesto severo, amargo, resignado, en la medida en que podía leerse una expresión en esa cara de mármol cascada, sin nariz y sin labios. Yo no era la única en haberla descubierto, ni mucho menos. Un vandalismo reciente probaba que era visitada con cierta frecuencia: le habían pintado los globos oculares con esmalte de uñas rojo vivo. El efecto era escalofriante. Frente a ella, tuve una revelación bárbara. Era como llegar al fin del camino, de un camino largo y accidentado, de ésos que parece que no se van a terminar nunca. Y sin embargo allí estaba el fin, el lugar donde ya se había dado el último paso. Es difícil de explicar. Era una sensación, mezcla de alivio infinito y de infinito a secas… Más difícil de explicar todavía era la sensación anexa: que además de ser un final era un comienzo. Típico de mí, que los opuestos se me aparecieran juntos. Nunca supe distribuir mis impresiones en compartimentos estancos. Viví en el caos conceptual, lo que me causó mucho perjuicio. Y ahora, cuando podría haber experimentado la gratificación de dar por terminada mi racha de mala suerte, o la de iniciar los años buenos, el Fin y el Comienzo se enroscaban sobre sí mismos en un nudo borromeo. Tenía que ver con la naturaleza de la estatua. Con la inversión radical efectuada www.lectulandia.com - Página 41

por la estatua en tanto estatua, que hacía de la Benevolencia una Representación, y de la Representación una Benevolencia. Allí también había un nudo, que era el mismo nudo, y el nudo se hacía estatua… No sé nada de arte, pero quizás toda estatua es una especie de máquina de transmutar opuestos. Lo que supe entonces lo fui sabiendo poco a poco, en mis visitas cotidianas a ese secreto mal guardado. Pero también lo supe desde la primera vez, en la silenciosa explosión de la conciencia del encuentro inicial (el Fin y el Comienzo). Me di cuenta de que todo lo malo y terrible que me había ocurrido no era, como yo había venido creyendo hasta entonces, motivado por la inmovilidad, la permanencia, sino por el cambio y el movimiento. Me había sentido presa en el matrimonio, como tantas mujeres, y esa vulgar metáfora de la cárcel, mal digerida en su sentido literal, sin tomar en cuenta el poder de transmutación de la representación, me había hecho creer que el problema estaba en la inmovilidad. ¡Y era al revés! Como ya dije, es difícil de explicar. Para hacerlo bien debería retroceder demasiado, y si llegara tan lejos no creo que pudiera volver al presente. Intentare una breve sinopsis, y después diré con qué recurso colorido y alegre cuento para limpiar el regusto amargo que me queda por no haberme hecho entender correctamente. Yo había vivido en el encadenamiento laborioso de las causas y los efectos. Aunque el trayecto de las unas a los otros suele ser breve como el salto de un pajarito en el césped, ese trayecto, ese saltito, se repite tantas veces al día… qué digo al día: ¡tantas veces por minuto!, que obliga a un movimiento perpetuo, sin descanso. Ese movimiento era el que me había esclavizado, había agotado mis fuerzas, me había dejado a la merced del monstruo de mi marido. No quiero decir que yo haya sido la única víctima, o que ese suplicio se haya inventado para mí. Casi todos lo padecen, pero de distinta manera. Debe de ser una cuestión de carácter y de personalidad. Hasta sospecho que para la mayoría no es un suplicio sino el modo normal de vivir. Pero aclaro que nunca me consideré una excepción. El remedio me lo dio la estatua. En ella, en la calma austera de sus átomos, vi cesar el movimiento, es decir el tránsito de la causa al efecto. Eso le daba un aura definitiva de Fin. Y también la volvía un Comienzo, porque en ella se encontraban (al fin), como amantes a los que las peripecias de la vida habían separado largamente, la causa y el efecto. Se encontraban y se fundían en un abrazo. De ese abrazo nacía el Realismo. La causalidad no dependía de la sucesión. No había antes y después; un hecho no era causa por haber pasado antes ni otro era efecto por venir después. La causa y el efecto simplemente coincidían, como dos bolas de billar chocando sobre la mesa verde, en una espacialización del tiempo presidida por la estatua. La estatua estaba en el mundo como el pájaro en el ciclo, mutatis mutandi. El único símil con el que, se me ocurre, podría hacerme entender en este punto, es el del hombre que está parado en una esquina, y alguien que pasa se detiene para preguntarle por una dirección, por una calle. El interrogado puede responder bien o www.lectulandia.com - Página 42

mal, puede mandar al otro donde pretende ir, o en la dirección contraria. Todo lo malo que había ocurrido en mi vida (las privaciones, la enfermedad, mi marido) derivaba del pequeño gran error de no haberme plantado firme en el centro del universo, en el punto de la coincidencia general. El matrimonio era el espejismo más patente. Yo había entrado en los continuos causales como en una religión, creyendo que el presente salía del pasado, y el futuro saldría del presente. Que por haberme casado tenía necesariamente que ser una mujer casada, y no cualquier otra cosa. Qué ingenua. Qué estúpida. ¿Pero cómo iba a saberlo? No hay estatua del matrimonio, y creo que no podría haberla: el matrimonio no se presta a la alegoría porque en cierto modo él mismo es una alegoría. Claro que no una alegoría del matrimonio: las alegorías siempre lo son de una cosa distinta de sí mismas. Y el matrimonio, me parece, es la alegoría de la Alegoría. Me pregunté si no habría hecho mal en tomarme las cosas tan en serio. ¿Se lo merecían? Si eran apenas un manojo de piedrecitas de colores entrechocándose en el vacío… Había estilos de vida menos comprometidos, como me lo demostraba la Fauna del Realismo que frecuentaba la plaza, los mendigos, borrachos, cirujas y criminales, todos ellos entregados a la intuición oscura de que había una llave para abrir la ciudad de la Vida Nueva. Si yo no la encontraba era porque estaba demasiado visible. Decidí trabajar de Payaso. Me pareció una buena idea, quizás sólo porque era una idea cualquiera, intercambiable por otra. Por lo pronto, era una máscara, un disfraz. No tarde en convencerme de que era una idea buenísima, y no pude creer que no se me hubiera ocurrido antes. Se dice que la mutación, aun la más extrema, también tiene su lógica, pero yo no lo creo. No se trata de lógica sino de oportunidad. Si no se me había ocurrido antes, en las tantísimas ocasiones en las que una demencia verdaderamente creativa se había apoderado de mí, fue porque el Payaso es lo inesperado mismo, lo imprevisible, lo que salta del vacío. O bien podía echarle la culpa a mi timidez; pero, justamente, la máscara del payaso era el arma más eficaz para superar las represiones. Muchos tímidos lograron expresar lo mejor y lo peor de sus personalidades gracias a este recurso, recomendación habitual en los clásicos de la Autoayuda. Me aboqué a la confección del traje, y sentí como si mi trabajo previo con las cortinas no hubiera sido más que una preparación para éste. Lo hice con las cortinas mismas; no me faltaría tela porque había usado muchísima, seguramente en un deseo inconsciente de tapar, como con un telón desmesurado, toda la miseria de mi vida conyugal: o quizás lo había hecho con la esperanza de que mis fantaseos, objetivados en el bordado, prosiguieran indefinidamente. En el apuro, recorté de cualquier lado, lo que hizo que tomara fragmentos al azar del bordado: tulipanes, geniecillos, caminos entre palmeras… Mejor, así el traje del payaso quedaría más vistoso y enigmático. No ahorré tela: superpuse capas y capas, en un hojaldre figurativo con el que quería envolverme mejor y con la vaga idea de que a medida que se fuera www.lectulandia.com - Página 43

gastando y deshojando saliera a luz un color nuevo, una imagen inesperada. Con viejos sombreros me hice guantes, con viejos guantes de goma de lavar los platos un sombrero que más parecía cresta. Orejas, nariz, zapatos, todo lo confeccione recortando cosas que encontraba en los cajones y los roperos, a veces sin fijarme bien qué eran. Me dio la sensación de que dejaba la casa agujereada. Hasta usé los platitos de los pocillos de café como botones. El atuendo quedó completo. Pero cuando me lo ponía mezclaba todo, me ponía el sombrero de zapato, un zapato de guante y otro de nariz, me calzaba las orejas en los pies, los pantalones de camisa, el levitón de chiripá, la peluca de corbata, o cualquier otra variación que naciera del apuro frenético por volverme payaso. La pintura me la aplicaba con la misma precipitación y azar, los ojos me quedaban como dos boquitas bien dibujadas en el rojo más grasoso, la boca en azules y verdes metálicos con pestañas de rimmel. Valía todo. No sólo por la impunidad de la farsa, sino por la prisa. Mi vida había tomado una velocidad sin límites. La inmovilidad tan tardíamente conquistada se tomaba su revancha vertiginosa. Todas las etapas de la evolución se precipitaban en una cascada. Era el Payaso Mutante Veloz, o la mutación en forma rápida de payaso. No fue ése el nombre que adopté, sino otro que me pareció más accesible para la clase de público al que apuntaba: Payaso Admirable, o, simplificando, Admiral. De todos modos, el nombre era lo de menos. Lo pensé sólo para el volante, que tenía que redactar, mandar a imprimir, y repartir en el barrio. Pero postergué esa tarca. Estaba demasiado apurada por probar. Empecé mi campaña sin anuncios, sólo después, mucho después, me di a la redacción del volante. No lo había hecho antes no sólo por la prisa por empezar, sino porque cuando me vi ante la alternativa de dar un mero aviso de mi existencia, o explicarla por extenso, sentí que era mi deber hacer lo segundo. En efecto, el remanido «Animo tu fiestita» no decía nada, y podía prestarse a malentendidos. Ahí faltaba el «por qué», y para ponerlo debía empezar por el comienzo. Empezar por ejemplo: «Fui una mujer casada…». Y a partir de ahí, paso a paso, avanzar hasta llegar al presente. No importaba el tiempo que me llevara, ni la cantidad de papel que se necesitara para imprimir el volante. Esencialmente, lo veía como un trabajo infinito. La vida de payaso no me dio más que satisfacciones. Mis actuaciones eran siempre improvisadas en el momento, sin guión (el guión iba en paralelo, en la redacción del volante), pero las secuencias volvían, en ciclos que más parecían rompecabezas. Se me ocurrían chistes rarísimos, que nadie terminaba de entender del todo, yo menos, y aun así provocaban locas carcajadas. Me multiplicaba en unipersonales simultáneos, interrumpía cada escena para empezar otra, y al final hacía con todas las escenas una sola, abarcadora e interrumpida. Empecé haciendo Veladas Gratuitas a la Gorra con géneros reconocibles, como el «gore» barrial, costumbrista, con descuartizamientos que no me costaban nada, y eran recibidos con júbilo. Para los niños, cuentos como el del Patito Feo en autotíteres. La anécdota sexual nunca faltaba, porque había advertido que era el cierre perfecto. Con el tiempo www.lectulandia.com - Página 44

fui abandonando esas taxonomías del espectáculo; era más divertido mezclarlo todo, dejarme llevar en el caos de la representación, perderme y no encontrarme más. Los aplausos, que no eran lo mismo que las risas, eran de compromiso, eso lo notaba con claridad. Y sospechaba que a mis espaldas las críticas eran demoledoras; todo eso me resbalaba. ¿Que no lo hacía bien? De acuerdo. Nadie me había enseñado a hacerlo, y nunca me jacté de tener un talento natural. Casi nadie lo tiene, por lo demás, así que no había motivo para lamentarlo especialmente. Pero eso no tenía la menor importancia, tratándose de un payaso. Al contrario. Hacerlo bien habría significado hacerlo mal, y hacerlo tan mal como lo hacía yo era lo más eficaz, en la maravillosa transmutación de valores del payaso. Y además, no podía decirse que decepcionara a los que buscaban algo diferente. Mi asistente, Miss Ardilla, era un fragmento de perro de la calle (yo decía que era «el vuelto» de un perro), uno de esos azares del aborto espontáneo de las bestias. Estaba animado por el puro choque de los electrones, si es que se podía hablar de animación a la abertura y cierre de las sombrillitas plásticas de copetín que yo le había injertado,}' las ocasionales sacudidas, nunca coincidentes con mis órdenes de «¡Salte Violeta!» o «¡Chúmbale, chúmbale!». A veces me olvidaba de él, y lo recordaba sólo cuando el público estallaba en carcajadas porque yo lo estaba pisando sin darme cuenta. O me lo encontraba flotando a la altura de mis ojos, como si quisiera llamarme la atención, y me pegaba un susto, lo que redoblaba las risas. Y no era lo más extraño que pasaba en mi retablo itinerante. Un día, cuando salía de casa para una de mis presentaciones sorpresa a la gorra, me eché al bolsillo a mi marido. Los bolsillos del payaso, ya se sabe, son tradicionalmente un barril sin fondo, pero además él había seguido reduciéndose en su sillita de paja; se había vuelto portátil, y por eso más que nada lo lleve, sin ningún propósito definido. Lo recordé en medio de mis morisquetas, y haciendo unos cómicos aspavientos de misterio lo saqué y lo pose en el suelo, ante los ojos redondos de los niños pobres y la sonrisa condescendiente de sus padres. La hilaridad se volvió intriga. ¿Qué era ese objeto plateado, parecido a una tetera pero cerrado por todos lados, que emitía un breve chillido a intervalos regulares? Yo no se los dije. Pero cuando vieron circular glóbulos de droga en estado de extrema pureza por sus capilares superficiales, un murmullo de estupefacción los recorrió. Creo que fue entonces cuando empezaron a respetarme, lo que no venía mal, en ese medio. El chillido, que también a mí me había intrigado, era el hipo alcohólico, lo único humano que quedaba en el que había sido mi marido. Era la forma, tan enferma como lo había sido su vida, que había tomado en él la eternidad. Después de eso no volví a la casa, que quedó cerrada, aunque sin llave. Supuse que de un momento a otro se llenaría de ocupantes ilegales, como pasaba en aquel entonces con todas las casas que sus dueños desertaban aun por unos pocos días. Pero no fue así. Seguramente algo atemorizaba a los intrusos. Quizás era que en la casa todo había quedado en marcha, la pava en el fuego, la radio encendida, el tanque del www.lectulandia.com - Página 45

inodoro llenándose, como si sus habitantes hubieran salido un momento antes, o se hubieran desvanecido en el aire. Debía de tener algo de fantasmal. Tampoco construyeron a sus lados, aunque el barrio se estaba llenando de chalecitos y monoblocs. Seguía aislada, sola. Cuando nos hubiéramos extinguido ella sería el testimonio de algo muy terrible e inexplicable que había sucedido, la materia de una leyenda maldita. Nadie sabría exactamente de qué se trataba, pero al pasar frente a ella a todos se les erizaría el pelo y sentirían en lo profundo de sus vísceras la vibración del espectro del matrimonio. Adonde sí volví muchas veces fue a la gruta vegetal en el centro de la plaza, donde vivía la estatua. Cada tanto sentía la necesidad de agradecerle. En la sombra verde y fría su rostro roído me miraba, con el gris del ciclo y de la muerte encendido de rojo electricidad extraterrestre en sus pupilas. Me sentía reflejada en ella, en la antigüedad de la piedra, en la inmortalidad ambigua de la alegoría: reflejada como payaso, en un negativo que era una apuesta al milagro. Yo lo sentía como un milagro: con tantas oportunidades de morir de dolor o deshacerme en lágrimas y suspiros, había sobrevivido, había atravesado los años, bien o mal, había sorteado el fin trágico día tras día, milagro tras milagro. Lo que había obtenido era el tesoro de la vida, que ahora, al fin, tomaba en mis manos. Y si el precio había sido convivir con un cónyuge inconveniente, lo aceptaba, qué otra cosa podía hacer. 23 de junio, 2009

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César Aira nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires, dedicado a la escritura de novelas, ensayos y muchos textos que oscilan entre ambos géneros y a la traducción. Aira es uno de los narradores más radicalmente originales, imaginativos, inteligentes y delirantes. Su obra ha sido publicada profusamente en Argentina, Chile, México y España, y sus novelas han sido traducidas a más de veinte idiomas.

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