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El ojo de vidrio


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«No rehúye la realidad cruel que se está viviendo en muchas zonas del país, y sin embargo lo hace manteniéndose fiel a la naturaleza hasta cierto punto frágil de los adolescentes, con quienes simpatiza en sus descubrimientos sobre el amor, la traición, la maldad, la máscara indiferente y patética de muchos adultos, la vida como tragedia y carnaval.» ANA GARCÍA BERGUA, LA JORNADA

«Antonio Ortuño es un escritor muy sólido. En todas las dimensiones del adjetivo. Pese a la ironía incesante —en parte gracias a ella—, hay solidez en esa voz, por momentos musical, que nunca le tiembla […]» JORGE CARRIÓN, THE NEW YORK TIMES

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Sofía iba y venía de mi vida como una especie de cometa y su paso abría el cielo en dos.

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Luis ll llega a Los Á Ángeles l a pasar sus vacaciones i d de verano con sus tíos, a quienes apenas conoce. Rápidamente, su primo Teo lo introduce en su mundo de pankrocker, con fiestas interminables en las que abundan cerveza y hierba, y con chicos que al bailar crean remolinos tan violentos como los que se forman en la cabeza de Luis cada vez que piensa en Sofía. Ha pasado medio año desde la última vez que se vieron, pero el azar vuelve a ponérsela enfrente. Después de todas las malaventuras que han compartido, Luis sabe que seguirla es suicida, pero el imán que es Sofía lo atrae de nuevo y pronto se ve envuelto en persecuciones, crímenes, desapariciones y, lo peor, frente al tipo que había jurado matarlos hace años: el Ojo de Vidrio. Con esta segunda entrega, Ortuño concluye la exitosa novela de El rastro, con la que incursionó en la literatura juvenil.

©Álvaro Moreno

ISBN 978-607-16-5852-4

[…] Me fui a Los Ángeles para olvidarme de las amarguras que me hizo pasar y resultó que ella estaba en la ciudad y se había apoderado de mis vacaciones y mis pasos. Y de mi cabeza, claro. Y en aquel momento me dirigía a encontrarme con ella, sí, pero no para besarla en un prado, como hubiera querido, ni para volver al hotel Floral, en donde nuestros devaneos habían encontrado, al fin, una sede perfecta, sino para acompañarla en la búsqueda más demente posible: la de la madre del Ojo de Vidrio.

Nació en Zapopan Zapopan, Jalisco Jalisco, en 1976 1976. Es escrito escritor, periodista i y, ante todo, un lector insaciable desde niño. En 2010 la edición mexicana de la revista GQ lo eligió como escritor del año y también fue incluido en la prestigiosa lista de los mejores narradores jóvenes en lengua castellana por la revista británica Granta. Algunas de las novelas que ha publicado son Recursos humanos, finalista del Premio Herralde de Novela en 2007; La fila india (2013) y Méjico (2015), ambas seleccionadas como libros del año por diferentes medios mexicanos y latinoamericanos; El rastro (2016), novela publicada por el FCE y ganadora del Premio Fundación Cuatrogatos en 2017, y La vaga ambición (2017), obra ganadora del V Premio Ribera del Duero. Novelas y relatos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, francés e italiano, entre otros idiomas.

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Primera edición, 2018 Ortuño, Antonio El Ojo de Vidrio / Antonio Ortuño. — México : FCE, 2018 200 p. ; 23 × 14 cm — (Colec. A Través del Espejo) ISBN: 978-607-16-5852-4 1. Literatura juvenil I. Ser. II. t. LC PZ7

Dewey 808.068 O777o

Distribución mundial en español © 2018, Antonio Ortuño Este libro se escribió con apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte 2018-2020 D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México www.fondodeculturaeconomica.com Comentarios: [email protected] Tel.: (55)5449-1871 Colección dirigida por Socorro Venegas Edición: Angélica Antonio Monroy Formación: Miguel Venegas Diseño del forro: León Muñoz Santini y Andrea García Flores Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos correspondientes.

ISBN 978-607-16-5852-4 Impreso en México • Printed in Mexico

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ÍNDICE

I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII

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Volvió el cazador de la montaña. Volvió el marino del mar. Robert Louis Stevenson

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I

La aventura es ladina. Aparece, si quiere, en el lugar más inocente y estúpido. Sin buscarla. Entré a la panadería por una puerta lateral y elegí los tres bolillos que me habían encargado según un código muy riguroso, que siempre seguía: para mi tía Elvira, el más insípido y poco horneado; para mí, el más salado y suculento; para el estúpido de Tacho, el gato, uno pachucho o pisado o con el extremo arrancado o a medio roer por algún chamaco impaciente. Mi tía acostumbraba darle bolitas de migajón mojadas en leche a Tacho, quien ya contaba con diez años sobre el lomo y no había tenido el buen gusto de estirar la pata aún. A mí me irritaba muchísimo verlos mimarse todas las tardes. El bicho era de una ingratitud asombrosa: aunque le había salvado la vida en un par de ocasiones, seguía brincando a mi cama, en la oscuridad de la noche, y me abofeteaba con la garra para que le diera comida, con el consiguiente sustazo y la respectiva pérdida del sueño. Y, desde luego, también se camuflaba detrás de la puerta de la cocina. Me asaltaba en cuanto pasaba por allí, me metía un arañazo en el tobillo y se perdía luego, a toda velocidad, por el corredor. “Te está jugando”, decía la tía en su defensa. A mí me habría gustado jugar también con él, claro. Al futbol, por ejemplo. Y que Tacho fuera el balón y yo el portero que debía despejarlo al otro lado de la cancha. Pero nunca me decidí a meterle el patadón en las tripas que se merecía. Después de 9

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todo, aunque los dos éramos unos recogidos, Tacho era el favorito de la tía y lo mejor era conservar la distancia diplomática y no tentar a la suerte. La chica que cobraba el pan parecía estar bajo los efectos de un sedante. Sentada en un banquito, en el rincón, a tres metros de la caja, enlazaba los dedos y se miraba las puntas de los pies. A lo mejor la regañaron por algún faltante, me dije, y puse mi charola con los tres bolillos sobre el mostrador. —Buenos días. Me cobras esto y me das un galón de leche de la de tapa roja. La chica volteó al refrigerador, que estaba colocado a su izquierda, y al que los clientes no teníamos acceso. Pero no dijo nada. Se revolvió en el banquito y devolvió la mirada a sus pies. Este tipo de escenas, en las que yo decía algo y nadie parecía hacerme caso, eran muy frecuentes en mi vida, y durante mi adolescencia (aquella mañana tenía ya dieciocho años y en unas semanas cumpliría los diecinueve) me resultaban particularmente frustrantes. Me levanté dos centímetros sobre la punta de los tenis y puse mi mejor voz de trueno para repetir: —Una leche de tapa roja y me cobras esto. No hubo respuesta. Apenas entonces me di cuenta de que un sujeto estaba detrás del mostrador, medio oculto junto al congelador con los lácteos. Era gordo, de piel viscosa, con labios de pescado y los ojos revolcados de motitas verdes. Vestía una camisa blanca con escudos aparatosos, espadas y cruces de marino o soldado, y unos pantalones azules con la raya muy marcada (de esos que las madres abnegadas les planchan a sus hijos badulaques). En la cintura le relucía la funda de una pistola y en la cabeza una cachucha también azul, con otro escudote estampado. El gordo me miraba con expectación y sospecha, como si me hubiera presentado allí para pedir que se me sirviera un unicornio ahogado en salsa de tamarindo. La muchacha, entretanto, levantó la vista y lo enfrentó, retadora, con ese gesto específico que significa “a ver ahora qué haces”. Yo aproveché para elevar por tercera vez el ruego. —¿Me cobran? Otro sujeto, con las mismas ropas que el primero, asomó en 10

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aquel momento por el umbral oscuro que conducía hacia el horno y nacía al lado de la heladera. Tenía una bolsa de lona en la mano y se paró en seco al verme allí, a un par de metros, con mi bandeja de birotes y un billete en la mano. —Quiere un galón de leche de tapa roja —le informó su compañero. Cruzaron un par de miradas aterradas. —Y que me cobres —añadí. Escuché un batidero de pasos a mi espalda. Un tercer uniformado venía a ritmo de marcha desde la puerta principal. Llevaba al hombro un rifle con el cañón recortado. Era alto y flaquísimo. Una cicatriz le decoraba la parte baja del cachete derecho. Se aproximó al mostrador, sin hacerme caso, y estiró la mano para que su colega le alcanzara la bolsa de lona. —Cóbrenle lo que sea y ya vénganse —les dijo con voz de mandamás, mientras ganaba la puerta. El clinc de la campanita avisó su salida. El gordo salió entonces del marasmo mental y se apuró a extraer el galón de leche del refrigerador. Lo puso frente a mí. Pero era de tapa azul y tuve que corregirlo. Hizo un gesto mínimo de fastidio antes de entregarme, al fin, el envase correcto. Y se volteó a ver a la chica, de nuevo, para pedirle, con un susurro, que le indicara dónde estaban las bolsas. En cuanto encontró el rollo de plástico en el segundo cajón, arrancó una y le zambutió los birotes. Me la arrojó a las manos. —¿Cuánto de esto? —preguntó al aire, mientras su compañero daba la vuelta al mostrador y se encaminaba, también, a la calle. Clinc. La chica, con una vocecita mínima, supo responder. —Cinco de la leche y tres del pan. Esgrimí el billete de veinte pesos que me había entregado la tía Elvira y lo puse sobre el mostrador, a su alcance. El sujeto me fulminó con la mirada. —¿No traes suelto? Lo traía, sí, pero en monedas que me pertenecían, porque había pasado el primer mes de las vacaciones de verano trabajando como auxiliar en la biblioteca del parque. Pero me nega11

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ba a ponerle de mi dinero a los mandados de la tía Elvira, porque siempre se las arreglaba para no devolver un centavo, como si aquellos préstamos fueran, apenas, un pago mínimo de lo que había invertido en mí al sostenerme todos esos años, después de que mis padres murieran. Ante mi negativa, el tipo desesperó. Se rebuscó en los bolsillos del pantalón hasta sacar un puñito de monedas, que dejó caer frente a mis narices antes de que pudiera tomarlas con la mano. Alguna, incluso, rodó al piso y fue a parar al mueble de las bandejas de pan. Sin decir más, el gordo se fue. La campanita de la puerta resonó una vez más. Clinc. El billete de mi tía aún estaba allí, abandonado en el mostrador. —No se lo llevaron —atiné a decirle a la chica de la caja, que, encogida sobre sí, recargada en la pared y en precario equilibrio sobre el banco, tenía ahora los ojos llenos de lágrimas. Me alarmé un poco. —¿Estás bien? Como unos resucitados que salieran de la tumba, un par de panaderos aparecieron en aquel momento por el umbral del horno. Uno tenía el ojo negro y cerrado por un golpazo; otro, el labio roto. Sus ropas blancas estaban salpicadas por gotitas de su propia sangre. Detrás de ellos venía doña Tita, la dueña, rotunda de carnes y maquillada con esmero, como una cantante folclórica. Luchaba con la cinta plateada con la que le habían sellado la boca. —¡Hijos de su tiznada y puerca madre! —vociferó apenas pudo quitarse la mordaza adhesiva—. ¡Pinches rateros! La chica de la caja comenzó, entonces, a gimotear. Uno de los panaderos, el más jovencito, acudió a su lado y le puso la mano en el hombro con una mezcla de timidez y afecto que me revolvió las tripas. Tomé el billete de mi tía y, sin que nadie me lo impidiera ni reparara en mi escapatoria, salí de allí. Clinc. Mis dotes adivinatorios eran nulos y mis capacidades detectivescas tampoco eran gran cosa. No entendí que estaba en mitad de un robo hasta que los ladrones vestidos como guardias de seguridad se largaron. “Se estarán llevando el dinero de la caja fuerte”, creo que pensé al ver los emblemas en la camisa 12

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del gordo, lo que era cierto, pero también impreciso, porque lo que supuse era que se lo llevaban al banco. Y, peor aún: nunca supe, tampoco, que Sofía estaba saliendo con el asquerosito aquél de la guitarrita eléctrica hasta que me los encontré en un concierto, besándose. Habían pasado seis meses y aún se me amargaba la boca al recordarlo. Sofía era una chica que hacía que se me erizara el cabello de la nuca. Éramos amigos, salíamos, habíamos incluso… Pero ya no. Había optado por dejar de hablarle. Y por una y otra cosa, ahora me sentía, desde luego, un imbécil. Al dar vuelta en la esquina, me crucé con dos patrullas que volaban, con las sirenas a todo pulmón, rumbo a la panadería recién asaltada. ”Ya para qué”, murmuré y seguí mi camino. Era la frase que había gobernado mi vida durante los últimos meses. Todo un epitafio. Ya para qué. Mi tía quiso platicar sobre el robo por la noche, mientras esperábamos a que se calentaran los ingredientes para el café con leche de la cena. Ofreció toda clase de detalles inventados por algún vecino charlatán y que habían llegado a sus oídos en los corrillos de ratas de sacristía en los que perdía el tiempo al salir de misa: que los ladrones eran cinco, que estaban vestidos de policías, que se habían largado con el dinero de la caja y dos bandejas de cuernitos recién horneados. En fin. Yo, que sabía mejor que cualquiera de sus informantes lo que había sucedido, preferí callar para evitarle el soponcio y evitarme a mí las apresuradas recomendaciones que sobrevendrían si es que llegaba a enterarse de que había estado en peligro. —Ya está hirviendo el café, Luisito. Tráete el pan. Descubrí, con una punzada de rabia, que el birote cuidadosamente elegido para mí se lo había dado al tarado del gato. Y como ella era muy especial y quería su pan sin sal y clarito, tuve que resignarme al apachurrado. El pinche animal había ganado otra batalla. Mi vida era, sin duda, una ristra de derro13

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tas acumuladas: la pérdida de Sofía, mi promedio mediocre en el primer año de la escuela de leyes, mi trabajo mal pagado en la biblioteca. —Oye, llamó tu tío Memo. Que ya le regresaron el auto del taller, así que él pasa a buscarte al aeropuerto. Si le sale algo de trabajo, manda a tu primo. Pero van. La noticia, a esas alturas, me era casi indiferente. El tío Memo era el hermano menor de mi difunta madre y se había establecido en Los Ángeles desde hacía tantos años que ya ni siquiera me acordaba de cuando vivía en Guadalajara. Había prosperado allá: tenía un restaurante, se había casado con una de las meseras y no había vuelto a pisar la ciudad más que para pasar las vacaciones, cada tantos años. Su hijo se llamaba Teo, en honor a un pícher mexicano de las Grandes Ligas, el gran Teodoro Higuera, al que yo nunca había visto jugar porque no me interesaba el beisbol ni le entendía mayor cosa. Apenas si lo recordaba, a Teo, como un chamaco más o menos de mi edad, callado y renegrido, que no era muy bueno para jugar al futbol porque en vez de patear la pelota conectaba los tobillos de los contrarios, así que sólo una vez (ésa) nos admitieron en el habitual partido de la cuadra. Pero habían pasado diez años desde entonces y el recuerdo de mi primo era, cuando menos, borroso. El tío Memo me había invitado a pasar unos días en su casa de Los Ángeles, en las vacaciones, pero yo me había comprometido a trabajar durante cuatro semanas en la biblioteca: habría hecho cualquier cosa con tal de no pasar el verano metido en los dominios de mi tía, ayudándole a desempolvar los bibelots o escondiéndome de la saña del gato. “Nomás que acabes el jale y te vienes”, dijo mi tío y mandó unos boletos de avión y un giro de doscientos dólares que, en mi recién adquirida condición de mayor de edad, pude cambiar yo mismo en el banco. De cualquier modo, el dinero se fue de inmediato a la cartera de la tía Elvira, quien se autonombró su custodia. “Si no te lo guardo, te lo gastas en vez de comprar la maleta y la ropa que necesitas”, argumentó. Y lo probable era que, como casi siempre, tuviera razón. 14

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Aquella noche, delante del café con leche y el birote con queso de la cena, la tía se mostraba apesadumbrada. —Ya te me vas, Luisito. Una ni se da cuenta y de repente ya creciste. Gruñí cualquier cosa sin sentido como respuesta. Me espantaba la posibilidad de que hubiera decidido echarme un sermón sobre los peligros que enfrentaba la juventud o que, peor todavía, quisiera hablarme de los secretos de la vida para evitar que me lanzara a embarazar muchachas, como un jabalí, apenas me soltaran en Los Ángeles. —Sé muy obediente con tu tío. Tienes que portarte muy bien. —Sí, tía. —Y cuídate mucho. No te quiero en líos allá. Seriecito. Sopeó el último pedazo de birote y yo, al darme cuenta de que su admonición había terminado, sentí el mismo alivio que me embargaba cada vez que se terminaban las misas a las que ocasionalmente me arrastraba. Pero no me zafé tan fácilmente de sus preocupaciones. Por la mañana, mientras intentaba recuperar el sueño que Tacho había espantado con un maullido como de alma llevada por el diablo para que le abriera la ventana que daba a la calle, tocaron a la puerta. Esperé que fuera una visita pasajera, como la de los repartidores del agua o la del cartero que le llevaba a mi tía su revista de tejido cada quince días. Pero no. Era la policía. Un tipo alto, moreno, de bigotes a lo Gengis Khan, acompañaba a un superior chaparro, con panza de oso de goma. Gengis permanecía de pie, junto a la puerta, mientras el jefe esperaba, sentadito en el sofá principal, a que mi tía le trajera el café que acababa de aceptarle. —Buenos días, Luisito. El jefe Mario había comenzado como agente bancario, saltó a patrullero de zona y, desde hacía unos años, era el jefe de la caseta policial del fondo del parque, frente a la que pasaba de camino a la biblioteca. Nos conocíamos un poco. Era uno de los policías con los que habíamos tenido que vérnoslas Sofía y yo un tiempo atrás, cuando un tipo y su madre nos robaron los gatos. La cosa derivó en golpes, secuestro, pistolas y el descu15

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brimiento de que el tipo y la madre eran unos prestamistas que alimentaban a los felinos con carne humana, así que la intervención policiaca fue inevitable. Aunque todo, hay que decir, también fue inútil. El pillo, al que Sofía y yo llamábamos el Ojo de Vidrio, se abrió paso entre el cerco de patrullas con su madre como falsa rehén y escapó. El jefe Mario, sin embargo, no dejaba de sonreír. Ni entonces ni ahora. Parecía contento. La felicidad que da la estupidez. —Te veo más alto, Luisito. ¿Cómo has estado? Como medía lo mismo que había medido desde la secundaria, no supe cómo interpretar el comentario. A lo mejor el policía se burlaba, porque nunca fui alto. —Usted echó pancita —le dije por joder. Lo conseguí. Gengis emitió una risita minúscula y el jefe Mario tuvo que toser para indicarle que se callara. En aquel momento entró mi tía con el café y el policía sonrió con toda hipocresía. —No se hubiera molestado, señora. Muchas gracias. —Se lo puse cargadito —lambisconeó la tía, que era experta en mostrarles buena cara a los diferentes adultos que, a lo largo de mi adolescencia, se empeñaban en ponerme el pie en el cuello: profesores, prefectos, directores, policías. La buena cara no evitó que la tía me metiera un pellizco atroz en el brazo cuando se sentó a mi lado en el sofá. Le había jurado que no volvería a meterme en problemas luego del asunto de los gatos. Y menos mal que nunca le conté de mis malaventuras en Casas Chicas, el pueblo de Sofía y de su hermano Pablo, en donde había pasado unas vacaciones infernales tiempo después, durante las que estuve secuestrado y en medio de un escandalazo que acabó con la mitad de la familia de mis amigos en la cárcel. Elvira me hubiera matado del puro gusto de verme regresar con vida. —Pues dígame, oficial, en qué le podemos servir —la voz de mi tía era engañosamente dulce y la cara de abuelita consentidora le salía muy bien. El jefe Mario se empinó el café. —Mire, señora, una cosa muy sencilla. No les quito mucho tiempo. ¿Oyó del asalto a la panadería? 16

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La tía se santiguó con mano serena. —Sí, cómo no. Bendito sea Dios que no pasó nada. —Pues resulta que Luisito, acá, estuvo allí y vio los hechos. Lo identificó la muchacha que cobra como testigo presencial. Ya tenemos ubicados a los rateros, pero quería hacerle una pregunta a su sobrino, si me permite. Ella me miró con ojos apretados como rendijas. Parecía un cocodrilo a punto de echarse encima de un venado que hubiera bajado a beber de su estanque. Porque yo no le había dicho nada, desde luego. —Sí, claro, Luisito me contó. Qué terrible cosa. Pregúntele lo que quiera. Eso dijo, pero sus ojos claramente indicaban otra frase muy diferente: nomás que se vayan estos tarados y vas a ver. El jefe Mario agradeció con una inclinación de cabeza y la papada se le saltó. Parecía un sapo adulto. De verdad que había subido esos kilitos. —¿Viste a los rateros, mijo? ¿Ninguno te resultó conocido? No supe qué decir. Traté de recuperar sus imágenes (el gordo, el flaco de la cicatriz…) pero no tenía mayor recuerdo de ellos. —No… De nada. —¿Ninguno era… nuestro amigo el tuerto? Hablaba del Ojo de Vidrio, claro. De quién más. Aunque Sofía y yo habíamos vuelto a verlo, a la distancia y por unos pocos segundos, un tiempo después de su escapatoria, y aunque su figura seguía aterrando a las madres del rumbo y a los niños más sugestionables, como si fuera el Coco (“Te vienes del parque cuando oscurezca o capaz que te sale el Ojo de Vidrio”), la realidad es que en Las Águilas, mi barrio, no se había sabido nada de él. Su vieja casa había sido confiscada, saneada y rematada y ahora residía en ella una familia perfectamente común, con hijos, perros y hasta un canario. Nada de gatos antropófagos. —No, señor. Ninguno. —¿Estás seguro? —era difícil saber si el jefe Mario lo decía con esperanza o con miedo. —Seguro. 17

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—Muy bien. Pues entonces nada. Sólo unos rateros comunes disfrazados de guardias de seguridad. Creo que ya sabemos quiénes son y espero que podamos agarrarlos. Pero me quedaba la duda de si no tendrían un cerebro detrás de ellos. Y ya sabes, como aquello del tuerto nunca se resolvió… Gengis, en la puerta, ya estaba en posición de firmes para acelerar la despedida. Su jefe se puso de pie con alguna dificultad (el sofá era una suerte de arena movediza y uno se hundía, incluso si era menos pesado que él) y agradeció el café. —Buenas, señora. Muchas gracias. Y tú, Luisito, si sabes lo que sea, dame una llamada. Se lo aseguré, desde luego. Aunque la verdad era que, si llegaba a ver por la calle al Ojo de Vidrio, lo último que se me ocurriría, desde luego, sería llamarlo: estaría demasiado ocupado en correr, esconderme y temblar. Pasé la tarde en arresto domiciliario. Es decir, encerrado en mi cuarto. O casi: debía dejarle una rendija abierta a Tacho para que pudiera transitar hacia la ventana, ya fuera para salir de la casa o para reingresar a ella. El gato se aprovechó de la carta blanca y dedicó las horas a ir y venir, apareciendo siempre sin previo aviso, como si supiera que sus patas acolchadas lo ayudaban a andar silencioso como una sombra y a pegarme un susto de muerte cada vez que descargaba un maullido gemecón. Seguro que lo gozaba. Un par de amigos de la escuela marcaron a la casa para invitarme a un cumpleaños (con la previsible borrachera incluida) pero mi tía les aseguró que no estaba. Aunque no había oficializado ningún castigo por ocultarle el hecho de que había presenciado el robo dichoso, era fácil deducir que me quedaría allí metido hasta el día que tomara el avión para Los Ángeles. La tía Elvira no era una mujer particularmente malvada, a decir verdad, aunque no podía dejar de pensar que su molestia no consistía tanto en que le hubiera escondido el peligro que pasé a merced de un grupo de ladrones armados, sino en que la hubiera privado del placer de contar un testimonio incuestionable, 18

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y de primera mano, con el que refutar y callar a sus amigos del grupo de oración cuando discutieran el chisme del asalto. Al anochecer, Tacho volvió de la calle y maulló para exigir su alimento. Mi tía, que ese día había caminado en persona a comprar el birote de la cena, lo llamó a la cocina para darle sus bolitas de migajón. Cerré la puerta de mi recámara en silencio, mientras decidía si darle o no una mirada a la pequeña colección de revistas con mujeres desnudas que había robado del puesto de periódicos unas semanas antes. Había sido un golpe de suerte: iba camino a la biblioteca y el puestero había dejado la mercancía ahí, sin colgar de sus respectivos ganchos, encimada en una pila de periódicos, mientras coqueteaba con una de las amas de casa que salía en mallitas a correr por el parque. Eran cinco revistas y me bastó ver la portada de la primera para que el pulso me saltara a mil por segundo. Jalé el atado y me lo metí a la chamarra. Y me perdí entre los árboles antes de que el sujeto pudiera darse cuenta de que no era buen negocio chulear a una corredora y dejar la mercancía abandonada. Pero no, no estaba de ánimo para revistas. Me sentía, debo reconocer, lacio. Casi derrotado. La perspectiva de irme de viaje para ver a mi tío a Los Ángeles, que había acariciado por años, ya no me animaba. Y era culpa, como todo lo demás que estaba mal en mi vida (salvo ser huérfano, claro), de un mismo responsable. Hablo, desde luego, de Sofía. Habíamos hecho planes ella y yo para ir a Los Ángeles. Sofía tenía a su hermano estudiando allí (Paulo, que había sido mi amigo, aunque ya no nos habláramos). Yo tenía a mi tío Memo. Si coincidíamos allá, pensamos, podríamos pasarla en grande: caminar por Hollywood Boulevard, meternos a algún cine famoso y deslumbrante. O acercanos a alguna tienda de discos. O, por qué no, recorrer los bazares de brujería de mil tradiciones distintas. O ir al Barrio Chino, lugar que se suponía lleno de conspiraciones, mafia y karatecas (ya sé que los chinos no son karatecas, pero así les decíamos a todos los practicantes de artes marciales en aquella época oscura sin internet ni celulares que fue mi juventud). Todo, claro, se había ido al carajo en el instante en que encontré a Sofía con el idiota del guitarrista, en 19

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pleno Roxy, y en mitad de un festival de ska, entrometida en un beso que hubiera matado de envidia a cualquiera de las parejas de mis revistas hurtadas. Por si fuera poco, mi reacción ante la hecatombe había sido lastimosa. Quise irme en silencio y, al darme la media vuelta, le planté un pisotón a un tipo en guaraches, que además se tiró la cerveza encima. Escapando de sus reclamos, tomé la dirección equivocada y acabé en las narices de Sofía. Se veía espectacular, debo decir: la melena negrísima y suelta sobre los hombros, una blusita de tirantes y una falda que lucía sus piernas morenas y suaves. Creo, o quiero creer, que se le descompuso un poco el gesto cuando me vio. Su acompañante se había dado la vuelta y caminaba hacia los baños, aunque el empujadero no lo dejara alejarse con velocidad. “¿Te gusta el ska?”, preguntó ella, como si eso importara. “No. Adiós”, le respondí. En un primer momento pensé que era una respuesta genial que la habría dejado devastada. Luego, cuando terminé en el baño, después de dar y recibir cientos de codazos y empujones, me di cuenta de que era una imbecilidad. Ella me había invitado un par de veces al festival y yo me había negado a ir, porque el ska no era lo mío. Pero en realidad lo que quería era hacerme el aparecido y dejarme caer por allí para topármela y contarle que mi tío acababa de prometerme, al fin, que me llevaría a su casa en el verano y que podríamos vernos en Los Ángeles. ¿Para qué tanto lío? Porque tenía dieciocho años y la cabeza me funcionaba de un modo muy diferente al de hoy. Por ejemplo: era capaz de quedarme dos horas, por las noches, echado sobre la cama, muerto de angustia ante el hecho de que algún día iba a morir, de que Sofía moriría, de que toda persona que hubiera conocido o fuera a conocer estaría muerta antes de unos pocos años. Cuando uno piensa ese tipo de cosas, claro, le parece normal rechazar una invitación cuando tiene ganas de aceptarla. “¿Te sientes mal, carnalito?” El guitarrista no me conocía de nada, pero yo lo ubicaba perfectamente, porque había sido novio de una amiga de Sofía y ella no dejaba de mencionar que su banda era genial. Y ahora estaba allí, en el lavabo de al lado, y 20

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me miraba con pena. “Estás llorando, carnal. ¿Te metiste algo? ¿Quieres ayuda?” Sólo pude musitar un “no, no” y escapar rumbo a la calle, como un niñito. Y al llegar a la casa, cuando mi tía me prestó atención, luego de pasar diez minutos dedicada a embutirle medio birote mojado en leche al gato en el hocico, le di instrucciones muy precisas: cuando Sofía llamara por teléfono o apareciera en la puerta, ella debía decirle, con gran firmeza, que no quería hablar. Elvira, que consideraba que Sofía era muy buen partido, se limitó a levantar la ceja escépticamente pero no se negó a cumplir mis ruegos, lo que ya era un avance. Por supuesto que quería hablar con Sofía, y una vez que pude echarme en mi cama para sufrir mis infinitos tormentos morales con comodidad, me dediqué a estructurar en la cabeza el discurso de odio, decepción y despecho con que la infamaría apenas se me pusiera enfrente. La imaginaba apareciendo en la puerta, quizá esa misma noche, un par de horas más tarde, y negándose a aceptar el recado que le transmitiría mi tía. No, señora, necesito hablar con él, le diría. Y subiría a brincos a mi recámara. Y, aunque lo que yo deseaba era que me pidiera perdón y se esforzara por explicar, de cualquier modo, la escena del concierto (“Paco sólo estaba sacándome de la garganta un chicle, no me besaba”), lo que haría, claro, sería negarme, decirle que no, que mi confianza estaba muerta, que lo mejor sería no vernos más. No para dejar de vernos, desde luego, sino para que Sofía sintiera el mismo calambre en la garganta, la misma cuchillada en las tripas que yo. Todo salió mal, como era de esperarse. Sofía apareció, sí, pero ya por la mañana, mientras yo estaba en la biblioteca, y mi tía le dio mi recado con su usual brutalidad: dice Luis que ya no lo busques. Y ella, que iba preparada, le entregó una cartita que me había escrito y luego le dio un abrazo (no se llegaron a conocer mucho, pero siempre se cayeron bien) y se fue. Y, claro, la tía Elvira pensó que qué buena muchacha era Sofía y qué imbécil era su sobrino, por alejarla. Y yo, que lo que más quise en cuanto regresé fue leer la carta y encontrar en ella la explicación a todo, si es que la había, me enfadé tanto de que Sofía 21

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no siguiera allí, esperándome como un gato al que nadie le abriera la ventana, que agarré la cartita y la lancé a la estufa, sobre la flama en la que se calentaba la olla de frijoles para la comida. Y mientras las letras de mi amiga se extinguían y se convertían en ceniza, mi tía vociferaba. Que si yo era tonto, que iba a ponerle los quemadores perdidos de mugre con tanta ceniza, que cómo era tan imbécil de quemar la carta sin leerla. Que para qué. Para qué. Otra frase que no dejó de rondar en mi cabeza por meses. Al día siguiente la tía me levantó el castigo (o así lo asumí, porque volvió a enviarme a la panadería a media mañana) y yo me refugié en la lectura, como había hecho desde niño cada vez que algo me salía chueco, lo que, en mi vida, sucedía con una recurrencia aplastante. Aunque ya no trabajaba en la biblioteca (mi empleo de cuatro semanas había consistido en levantar un catálogo y no hubo manera de prolongarlo más, porque había solamente dos mil libros), era aún un cliente habitual y me encaminé hacia allá. Mateo, el bibliotecario, era lo más parecido a una figura de autoridad respetable que yo era capaz de reconocer en aquella época: un tipo flaco, vestido con ropas que parecía haber heredado de un pariente más robusto, que dedicaba su vida a armar modelos a escala de aviones y tanques y me dejaba deambular a mi antojo por las estanterías. Rara vez decía otra cosa que “buenos días” o “buenas noches” y jamás, que se haya sabido, reconvino a nadie. Ni siquiera a los chamacos que iban a hacer la tarea a la biblioteca, por las tardes, y que solían pasar más tiempo dedicados a darse empujones y a picarse mutuamente el trasero que a copiar entradas de las enciclopedias, los atlas, los mapas o el almanaque. Saludé al bibliotecario y me fui a un rincón en el que solía ocultarme. Cuántas veces me había recostado allí a leerme las aventuras completas de Ged el Archimago, Fafhrd el Bárbaro o Taran el Huérfano. Cuántas veces había aparecido por allí Sofía para arrastrarme a alguna de sus empresas descabelladas. Si no hubiera vivido más allá de esos dieciocho años que tenía a cues22

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tas, lo lógico habría sido que en aquel rincón hubiera quedado el único rastro de mi vida en la Tierra. Una placa que rezara: “Aquí yace Luis, que pasó sus mejores tardes en este agujero”. Algo así. Yo estaba, pueden darse cuenta, de un ánimo funerario. Así pasé la tarde. Sofía, desde luego, nunca llegó. Al día siguiente, mi tía me llevó a Plaza del Sol y supervisó la compra de la maleta, dos pantalones de mezclilla, un traje de baño y una cachucha (una vecina le había dicho que en Los Ángeles había un sol espantoso y ella estaba convencida de que, si no me cuidaba, iba yo a pescar un cáncer de piel galopante). Luego, mientras se sentaba en el cafecito del centro de la plaza a mirar pasar a la gente, que era uno de sus pasatiempos favoritos, conseguí su permiso para alejarme un rato y gastar lo que me quedaba del dinero previsto en regalos. A mis tíos no había que comprarles nada, porque Elvira les enviaría conmigo una caja repleta de comestibles: dulce de leche, birote salado, queso fresco y demás (dejo acá de lado la crónica de la humillación que aquello me representaba, porque lo primero que me había dicho Sofía, cuando el plan de Los Ángeles surgió, había sido: “Espero que no te manden con el birote y el queso, como si fueras del rancho”). Decidí que llevaría algo para Teo, mi primo, a modo de muestra de buena voluntad. Crucé a Condoplaza, el anexo de locales que ya no habían alcanzado espacio en la plaza principal, para adquirir los casetes del par de grupos de rock nacionales que me avergonzaban menos (los discos en vinilo se extinguían y estas cintas, que ahora parecen cavernarias, eran la mejor alternativa para oír música por aquel entonces). Mi primo, había dicho su padre, era aficionado al rock y tenía muchos amigos entre las bandas de su barrio en Los Ángeles. Me pareció que aquel tributo sería apropiado. Surqué con dificultades la última noche antes del viaje, pese a que la maleta y la caja de bastimentos para los tíos ya estaban debidamente revisadas (eran épocas inocentes y uno podía, por ejemplo, subir un queso a un avión sin que nadie sospechara que planeabas desatar una guerra bacteriológica a gran escala). Un insomnio pertinaz me atenazó y una inesperada salida nocturna de Tacho, justo cuando comenzaba a adormilarme, lo hizo 23

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definitivo. Ni siquiera la rápida consulta de las revistas de gringas en cueros escondidas en el hueco entre el cajón de la cómoda y el fondo del mueble sirvió para relajarme. No me dormí sino al amanecer y a las ocho de la mañana mi tía estaba dando de golpes en la puerta, aunque el taxi no pasaría a buscarme sino a las diez. —Ándale, mijito: que no se te peguen las sábanas. La verdad es que quería que le diera una buscada a Tacho, que no había regresado aún, antes de largarme. Se ofreció a tener listo el desayuno mientras yo recorría la calle. Hacía un viento fresco que desmentía el solazo de verano reinante. Me asomé bajo los automóviles y sacudí los arbustos de las jardineras vecinas sin resultado. Pensaba, desde luego, en que una de las anteriores desapariciones de Tacho, mucho tiempo atrás, había provocado que conociera a Sofía. Y al Ojo de Vidrio, claro, que resultó ser el secuestrador del gato. Qué tiempos. Qué clase de tipo es uno, a esa edad, capaz de extrañar como remotos y legendarios los días inmediatamente pasados. “Este pinche gato es capaz de esconderse para que no pueda irme a Los Ángeles”, llegué a pensar, ya paranoico, porque eran las nueve y el bicho no daba señales de aparecer. Pero justo un par de minutos después lo vi. Trotaba hacia la casa, muy tranquilo y en mitad de la banqueta, como si no hubiera la menor prisa. Se dejó cargar en brazos el resto del camino aunque, apenas vio a mi tía, luchó como un tigre para que lo soltara. Quizá no quería darme el crédito de su rescate. —Se quedó atrapado en la casa vacía de la esquina —mentí—. Me salté para sacarlo. Elvira estaba eufórica. —Yo sabía que tenías que salir por él. Tacho me miraba con algo que quizá fuera cólera. Me di el lujo de acariciarle la cabeza y darle un imperceptible tirón en la oreja. —Si yo también estoy encariñado con él —volví a mentir. En realidad hubiera querido que se lo comiera un tiburón. El taxi apareció diez minutos tarde pero mi tía lo había solicitado para una hora tan temprana que no había riesgo alguno de perder el avión. Subí la maleta a la cajuela y, por orden de 24

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Elvira, me senté junto a la caja con los quesos y los dulces, a la que, por supuesto, ella le había agregado un correaje de mecates para que fuera sencillo transportarla. “Ya soy el pinche ranchero volador”, me dije. Para que mi mañana siguiera en el mismo tenor deprimente, el taxista resultó ser aficionado a la música norteña, que he odiado desde que tengo memoria. Por un momento, me dije: en Los Ángeles no voy a tener que lidiar con nada de esto. No habrá cajas amarradas con mecates, ni norteño desafinado a todo volumen, ni queso chorreando suero. Luego recordé que allá estaban avecindados cuatro millones de mexicanos. Y que la patria no se acababa nunca.

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II

Desde la ventana del avión no dejaban de verse casas, rascacielos, construcciones enormes como estadios por aquí y por allá. La nave había iniciado su descenso pero, en medio de tanto concreto, resultaba imposible no sentir que iba a aterrizar uno encima de una mansión con alberca. Los Ángeles no parecían terminarse. Era como si la ciudad hubiera decidido escaparse de sí misma sin mirar atrás, hacia norte, sur y oriente. Al poniente estaba el mar, que era la única frontera inapeable. Tardé casi media hora en bajar del avión, porque mi tío había comprado el último asiento disponible, junto a los baños, y adelante de mí iban doscientos cuarenta mexicanos con cajas amarradas con mecates y rellenas de quesos frescos, dulces de leche y hasta botes de crema. Exactamente como yo. En lo que la multitud conseguía extraer sus bultos infinitos de los compartimentos y ponerse en marcha, tuve tiempo de admirar el avión vecino, un coloso de dos pisos de una aerolínea australiana, con motores del tamaño de casas. Nunca había sido un buen viajero y mi lugar preferido en el mundo era el soleado rincón de la biblioteca de mi barrio. Pero al admirar aquella aeronave gigantesca, me atravesó, de pronto, la idea de escapar. Irme al otro lado del planeta. Perderme en una ciudad desconocida y encontrar un rincón al sol lejos de mi tía, lejos del imbécil de Tacho, lejos de cualquier memoria de lo que dejaba ir. Mis meditaciones se vieron interrumpidas por una azafata 26

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de lentecitos, melena de hongo y labios torcidos por el ardor estomacal. —Ya bájate, chavo, por favor, que tienen que limpiar los asientos. Los Ángeles es una ciudad que consigue ocultar, buena parte del tiempo, su condición costera. Pero el clima la delata. Al bajar del avión hacía un calor que sólo había sentido antes en un lugar desértico y pulgoso como Casas Chicas, el pueblo de Sofía. Me di cuenta de que había dejado en la bolsa de mi asiento la gorra que había comprado en Plaza del Sol, justo cuando pasé el primer control, y fue imposible volver atrás a intentar recuperarla. Por suerte, el aeropuerto era una congeladora gracias al sistema de aire acondicionado y pude llegar a la fila para las revisiones de migración y aduana sin ningún otro problema. Me avergonzaba un poco la fotografía de mi pasaporte porque había puesto, al momento en que me tomaron la foto, un gesto que consideré retador y altivo pero que, ya impreso, me daba la apariencia de estar a punto de estornudar. Mi tía, que usaba unos lentes más gruesos que la suela de sus chanclas de andar por casa, había dicho que eso no importaba, pero cuando avancé a la ventanilla, luego de mucha espera, me humilló terriblemente que la agente de migración, una gringa rubia y grandota, se riera. —Mal momento de foto —dijo, con su español aprendido a gritos en el aeropuerto. No pude argüir nada a mi favor. La mujer no hizo mayores preguntas y me selló el pasaporte luego de verificar mi visado. Eran tiempos menos molestos que los actuales y uno podía entrar en los Estados Unidos sin tanto drama como hoy. Me embobé en las tiendas del pasillo que conducía a la salida, porque estaban abarrotadas de productos que ni en sueños podían encontrarse en los escaparates de Guadalajara. Si alguien me hubiera dicho que unos años después todas las tiendas en mi ciudad y el mundo venderían las mismas cosas, quizá habría saltado de felicidad: era, claro, un ingenuo. Compré un chocolate raro, en un empaque colorido y más brillante que los dientes de la vendedora (una negrita guapísima), y lo pagué con un 27

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billete de un dólar. El chocolate, sin embargo, sabía a jabón para manos y tuve que escupirlo en el primer cesto de basura que me topé. Quizá, efectivamente, era un jabón. La salida para los vuelos provenientes de México, descubrí en aquel momento, era distinta de las demás y tenía la apariencia exacta de una central camionera. Cientos de personas se arremolinaban al otro lado de la puerta automática que conducía a la calle. Algunas con cartelitos. Otras, de plano, acompañadas por mariachis. Olía a quesadillas, a chile verde, a torta de frijol. Los Ángeles sería muy el otro lado pero también era la casa de uno. Eso, paradójicamente, me tranquilizó. Mi primo Teo, que había sido un niño chaparro y muelón, era ahora un gigante con bigotito de ratón y la cabeza rapada, a excepción de una franja central de pelo negro e hirsuto. Parecía un xoloitzcuintle y lo envidié de inmediato. Llevaba unos tenis mugrosos, un pantalón de mezclilla raído, una playera negra con el logotipo de algún grupo genial y unos lentes oscuros que lo hacían parecer un guardaespaldas del espacio exterior. Nos abrazamos como dos futbolistas que festejaran el gol decisivo. —Qué pues, pinche güero. Estás bien alto. Traté de no tomar el comentario como la burla que era y le entregué, de inmediato, el cajón con las viandas tapatías que la tía enviaba para su padre. Mi primo silbó apreciativamente. —¿Birotito? Dime que sí. El de acá está bien culero. Se entusiasmó ante la noticia de que en la caja también viajaba una ración de crema de Los Altos. —Qué bueno que no trajiste tortillas porque esas sí las hacen pocamadre en el barrio. Mi jefe no pudo venir pero me prestó el Fairmont. Vas a ver qué carrazo. Cargados con mi maleta, la mochila y la caja, avanzamos dando tumbos en medio de la kermés de abrazos, llantos y besuqueos de los paisanos, hasta salir al estacionamiento. El pie del calor volvió a pisotearme. Extrañé mi gorra olvidada. No corría un soplo de aire y las palmeras (rápidamente aprendí que eran el árbol característico de la ciudad) estaban tiesas como postes de luz. 28

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El dichoso Fairmont era un carro grandote pero sobrio. El de mi tío Memo se destacaba, en todo caso, porque estaba pintado de amarillo crema y porque de su espejo retrovisor colgaba un zapato de buen tamaño, que estorbaba la visión. —Mi jefe juega en la liga de futbol de los restauranteros. Con ese zapato metió el gol con el que les ganaron la final a unos gringos el año pasado. Miramos con reverencia el bulto negro, torcido y con los taquetes aún marcados por el terregal. —¿Tú no juegas? —le pregunté a Teo. —No, güero. A mí lo que me late son el pankroc y la hierbita. Y nos pusimos a reír como imbéciles mientras esperábamos que la máquina que controlaba la salida del estacionamiento levantara la pestaña y pudiéramos salir de allí. Teo se apresuró a meter una cinta en la casetera del auto. Un poco de pankroc ruidoso y saludable, me dijo. Luego de dar algunas vueltas, alcanzó un freeway y pisó el acelerador. Salimos disparados hacia adelante, maniobrando entre los veloces y ordenados autos de los gringos. Bajamos los vidrios y le subimos a la música. Correr por el freeway era como tripular un dragón volador. —¿Qué oímos? —Ah, una banda chingona de acá del Oranshcaunty. Los Souchiadistochia. El inglés no era mi fuerte y la pronunciación de Teo resultaba casi extraterrestre, pero la música era increíble y cada esquina de Los Ángeles, al menos lo que alcanzaba a asomar tras el muro de contención del freeway, me parecía emocionante, colorida, salvaje. Aquello sí que eran vacaciones y no irse a meter a un pueblo rastrero como Casas Chicas, me dije. Mi primo se prendió un cigarro torcido y curioso, cuya forma recordaba un tamal: grueso por la mitad y delgado en las orillas. —¿Un jaloncito? —me preguntó, ofreciéndome la brasa ardiente. —No, ni sé qué onda con eso —me resistí. Teo se rio por lo bajo y tuvo que toser. Y cuando pudo hablar la voz se le entrecortó. 29

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—Igual luego prueba esta madre. Ya en la casa, isy, tranquilo. Vas a ver cómo pega. Los acordes ásperos y dulces de Souchiadistochia nos acompañaron hasta su barrio. Downey, se llamaba el lugar. Calles anchas, rodeadas por arbolitos, casas de madera blanca, niñas rubias cruzando en patines las banquetas. Habíamos dejado atrás el freeway y los nudos de callecitas y avenidas repletas de pintas y negocios con letreros en español. Comparado con mi propio barrio, al sur de Zapopan, Downey era una ciudad lujosa pero que, curiosamente, guardaba algún parecido desconcertante con mi hogar. —Hay mucho gringo todavía pero los paisas nos estamos quedando con todo —informó Teo. Su padre había comprado una casa allí el año anterior. Antes (lo recordaba) vivían en el Este, el barrio tradicional de los mexicanos. —Era un fuckin desmadre pero sí lo extraño. Acá no puedes hacer ruido en la noche y hay patrullas todo el tiempo en la calle. Para la fiesta nos vamos al Este, mejor, con los compas de allá. Bajamos las cosas y entramos a la casa, que era, como el resto de las de por allí, blanca y de madera. La decoración era una mezcla de jarritos de barro y artesanías traídas de algún viaje a la playa (“Cozumel”, decía un zarape claveteado en mitad del muro de la sala) con la tecnología gringa de la época. Un televisor del tamaño de una mesa de billar. Cinco máquinas de aire acondicionado. Un refrigerador en el que hubieran cabido el Ojo de Vidrio, su madre y el jefe Mario envueltos en papel de celofán. —¿Quieres una Bod? —mi primo ofrecía una lata de cerveza helada que acepté de inmediato—. Ahorita que nos la echemos, te llevo al diner para que saludes a mis jefes. Sus padres estaban en el restaurante, claro, ganándose el sustento familiar. Pero la cerveza se convirtió en otra y otra más y mejor nos quedamos en la sala escuchando a Souchiadistochia y el par de casetes de grupos nacionales que le había llevado como regalo (y que me dieron un poco de pena el rato que los pusimos, porque al lado de Souchia sonaban como música de 30

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elevadores, con sus tecladitos y sus letritas bobas). Ya cerca de las cinco, escuchamos el portón eléctrico abriéndose y supimos que sus padres habían llegado a casa. El tío Memo era una versión masculina de mi difunta madre: bajito, narizón, de piel muy blanca y pelo muy negro, aunque ya le encanecía. Se había dejado un bigotito de Pedro Infante bastante gracioso. Me abrazó con la fuerza de un carnicero y, sin soltarme los hombros, me apartó un momento para mirarme a la luz de los neones de la cocina. —Estás igualito a tu madre —habíamos pensado lo mismo. Era el sello de la familia—. Mi vieja se pasó rápido al baño pero ahorita los presentamos como se debe. A mi tía nunca la había conocido en persona porque se había quedado a cuidar del negocio en Los Ángeles las pocas veces que mi tío y primo nos visitaron. Sabía, sí, que había trabajado como mesera en el primer comedero que tuvo Memo, veinte años antes. Elvira, que era una chismosa de primera división, conjeturaba que debía haber sido muy simpática (eso decía, aunque hay que acotar que “simpático” era el peor insulto de su arsenal), porque ascendió de mesera a socia en unos pocos meses y luego se casó con mi tío. El comedero pasó a fonda, y la fonda a restaurante, así que no podía decirse que la mujer hubiera sido una mala influencia. —Ah, ya llegó el viajero. Se llamaba Queta. Era morena, altota, con el cabello brillante como el de un caballo. Había nacido en Guerrero pero vivía en California desde los dos años de edad, cuando sus padres la habían cruzado en brazos por la frontera y el desierto. Me apretujó contra sus pechos inmensos y me plantó un beso en cada mejilla. Quedaba claro que era muy afectuosa. —Dime que nos traes pan de ese saladote de tu pueblo. Pasé por alto el insulto que su frasecita representaba para la muy urbana Zapopan y les hice entrega de la caja de viandas. Ellos recibieron con un “uh” alborozado cada bote de dulce de leche y de crema y con un estallido de alegría la aparición del birote y el queso fresco, que ya comenzaba a chorrear suero por todos lados. 31

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Sobrevinieron, entonces, las preguntas. Y entendí que el tío Memo y la tía Queta formaban un equipo inmejorable, porque parecían un mismo ser dividido en dos. Uno comenzaba una pregunta (“¿Cómo anda la señora Elvira?”), y antes de que se pudiera responder, el otro aportaba una segunda para poner el contexto (“¿Cómo sigue de su flebitis?”). Siempre así. Uno aportaba a la charla un dato no solicitado (“Tu primo ya acabó, por fin, el jaiscul”) y el otro remataba con una previsión de futuro (“Y pasando el verano comienza a estudiar en la universidá”). Por suerte, Teo se dio cuenta de que sus padres me abrumaban y pretextó un compromiso ineludible para zafarme del programa de actividades que ya habían comenzado a trazar entre los dos: ayudar en el restaurante, visitar la Plaza de los Mariachis, conocer a la tía Chelito, de Pasadena… —Oigan, isy, isi, Luis quiere puro pankroc. Lo voy a llevar al barrio, al Este, para que conozca. Sus padres parecieron curiosamente aliviados de que les quitaran de encima la responsabilidad de entretenerme. Para celebrar mi llegada, cenamos lonches de panela bañados en una salsa de tomate que preparó mi tío, y que sabía igual a la de cualquier tortería de Las Águilas. Había salido del país para comer lo mismo que en casa. Y nadie, claro, entendió mi frustración. La única norma inviolable en la mansión de los tíos, durante el verano, era que uno debía volver antes de la salida del sol. Si no sucedía eso, uno era libre de salir a donde se le pegara la gana. Así que Teo y yo volvimos a pedir las llaves del Fairmont y pusimos marcha con rumbo a la fiesta de unos amigos suyos, en el Este. El freeway iba, ahora, a vuelta de rueda, colapsado por el tráfico de la tarde. —Acá la mayoría de edad es a los veintiuno, pero para mis jefes que tenga diecinueve ya es ser mayor, como en México —Teo lo decía con satisfacción—. No me la hacen de tos con la cerveza. Nomás de la hierba no les digo nada, porque a lo mejor me salen espantados. Sus padres, de cualquier manera, se habían mantenido a sí 32

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mismos desde la adolescencia, lejos de sus propias familias, y no eran particularmente celosos o sobreprotectores. —Una vez metí a una morrita al cuarto y se quedó a dormir. Y no me dijeron nada al día siguiente, aunque la vieron y todo. Sólo me regañaron porque era güera, gringuita, y no querían problema con su dadi. La gente en Downey, además, era más relajada que en el Este, me dijo. —Allá, en el viejo barrio, te pueden meter un piquete de navaja en la calle para tumbarte el wokman pero son bien persignados. Si te encuentran con la hermana de alguien, foc. Acá es más tranqui. Yo, en vez de seguir sus explicaciones sociológicas, pensaba en asuntos de fisonomía: Teo era corpulento y moreno como su madre, pero el bigotito de ratón que le asomaba en las comisuras de la boca y el gesto de estoicismo eran sacaditos de mi tío Memo. Éramos familia. Esta vez puso a sonar una cinta de otros locales, Operashunaivi, más rítmicos y con menos melancolía. Pero igual de ruidosos. Fui muy feliz. El Este era justo lo que uno podía imaginarse luego de haber visto decenas de películas ambientadas en Los Ángeles: un barrio tan mexicano que sólo podía ser gringo. Rebosaba de murales con vírgenes de Guadalupe o con cholos heroicos agredidos por policías con cara de Ronald Reagan. Las casas eran más pequeñas y apretujadas que las de Downey, aunque también de madera y teja. Pero en vez de los amplios jardines de entrada, lo que tenían enfrente era un apiñadero de autos en diversos estados de abandono, junto con otros flamantes y poderosos pero decorados por alguien con mucha pintura de colores a la mano y unas habilidades plásticas muy discutibles. Había, por allí, torterías, taquerías, negocios de carne en su jugo y hasta licorerías en las que no se expendían cervezas gringas sino mexicanas. Y, desde luego, todos los paisanos del mundo. Por cientos. Altos, bajos, güeros y prietos, gordos como focas o flacos como yonquis. Algunos elegantísimos y otros en camisetas sin mangas y pantalones cortos. Y muchachas more33

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nas, trompudas y llenas de tatuajes que me enamoraron instantáneamente. Dimos algunas vueltas antes de meternos por un callejón y desembocar en un parque oscuro, con banquitas rotas y un par de farolas parpadeantes. —Acá dejamos al Fermon. Apenas bajamos del auto, repentino como un lobo apareció un sujeto que parecía haberse descolgado de un árbol. Delgado como naipe, con un copete enredado y los pantalones gigantescos y a medio caer. —Acá le echo un ojo, morro —nos dijo. Teo y él chocaron los puños. Cuando pasó a mi lado me di cuenta de que apestaba a pegamento. Supongo que yo lo desconcertaba, a mi vez, con mi suéter negro, mis pantalones de mezclilla y mi cabello revuelto, sin recortar. Parecía lo que era: un zapopano de vacaciones. —Buenas noches, güero —me dijo con respeto. Cruzamos el parque, entre el ruidero de los grillos y algún gato escandaloso, y salimos a una calle bien iluminada, de casas tiznadas por el humo de mil barbiquius y rodeadas por toda clase de chatarras sobre ruedas: camionetas, remolques, motonetas. —Acá mero es —informó Teo y se metió por el senderito que conducía a una de las puertas. Resonaba en el aire una mezcla de todas las músicas estruendosas posibles: norteño, banda, mariachi, balada romántica. Pero en la casa a la que nos dirigíamos lo que bramaban las bocinas era puro y buen pankroc. —Uy, ya me pusieron a los Cashualtis —dijo Teo y pateó la puerta con todo y mosquitero. Adentro reinaba el pandemonio. La música estaba tan alta que las paredes y ventanas retumbaban. El bajo resonaba como una patada en los testículos. La sala era ocupada por unos diez o doce punkitos de nuestra edad, flacos como gatos, que se lanzaban unos contra otros al ritmo de los tamborazos. Chicos y muchachas por igual, con los jeans rotos, los tenis desamarrados y las camisas empuercadas de sudor. —¿Nadie viene a callarlos? —pregunté con precaución. En Zapopan, la policía habría sitiado la casa al segundo acorde y 34

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los vecinos estarían quemando incienso para espantar a los chamucos desde horas antes. Teo me tranquilizó. —Si uno sigue hasta la madrugada sí se ponen saicos los vecinos, pero a esta hora todo es desmadre. La casa es de una enfermera y trabaja por la noche. Su hijo la pone para la fiesta. Hay que asomarse. A lo mejor hay banda en el backyard al rato. Fui presentado, en la sala, en la cocina, en los pasillos, con toda una serie de punkis sonrientes, cordiales como cachorritos. Algunos no habían cumplido ni quince años. Pocos habían nacido en México pero todos hablaban español, o al menos lo suficiente para entendernos. Un par eran privilegiados como Teo, con auto y una bolsita de hierba propia. La mayoría, sin embargo, habían tenido que cooperarse para pagar el barril de cerveza y procuraban gorrearles una fumada o un sorbo de alcohol a quien se pudiera. Sus padres eran jardineros, sirvientas, jornaleros, albañiles, enfermeras. Otros eran huérfanos, como yo, y vivían arrimados con abuelas y tías. Simpaticé hondamente con ellos. A todos les pareció muy bien que viniera de Guadalajara (había hijos y nietos de tapatíos por ahí) y se dejaron escuchar varios vivas para las Chivas, mi equipo de futbol. “¿Torta ahogada?”, pudo articular el hijo de la dueña de la casa, que estaba perdido de alcohol y hierba, cuando nos presentaron. “Eso mero”, le dije para hacer como que me divertía, aunque se me habían erizado los pelitos del cogote. Me hice de un vaso de plástico rojo y me aposté en un rincón, más o menos lejos de las bocinas, porque el ruido me gustaba pero el volumen era delirante. Mientras mi primo completaba su ronda y se abrazaba con todos los presentes, me dediqué a observar a las muchachas punkis, tan tatuadas y perforadas, tan pequeñas, atezadas y vivas. —No te claves tanto, güero. Nos vas a poner incómodas. Teo había regresado acompañado por una chica menuda, enfundada en pantalones de camuflaje y con una cresta roja encabritada como un gallo en lo alto de la cabeza. —Perdón —murmuré. Ella se carcajeó y me sacó la lengua. 35

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—Ay, no mames. De verdad estabas clavado. Me lo había soltado al azar, para hacer gracia. Era Nita, la novia de Teo. Una novia, claro, que no podía llevar a su casa ni presentarles a sus padres, porque los tíos serían muy liberales, pero Nita desafiaba todos los instintos heredados por unos padres mexicanos. No era propiamente una belleza, pero estilaba sexo por labios y ojos. Besaba a Teo con algo que podría describirse como gula. Tuve que forzarme a dejar de verlos y migré de rincón con el pretexto de rellenar mi vaso. La realidad era que Nita me había traído de vuelta a la cabeza a Sofía que, aunque fuera más fresa, algo tenía de aquellas insolentes maneras. Me dijeron que estaba por comenzar su actuación una banda llamada Los Manada, cuyo cantante era del barrio, así que me abrí paso entre los grupitos de punkis reunidos por el alcohol o la hierba y conseguí colarme al backyard, un terregal salpicado por heroicas briznas de pasto y rodeado por macetas agrietadas y vacías. Un sujeto con playera punki pero aspecto de apache, con el pelazo reunido en una trenza listonada de colorines, se encargaba de conectar cables. Tras de él estaba la banda, tres chicos rapados con barbitas de chivo. Un chirrido espantoso anunció que el micrófono principal ya estaba en servicio. El vocalista, que era además bajista, se aclaró la garganta y otro chirrido saludó su intento de afinar. —Qué pedo, banda. Nosotros somos Los Manada, de acá mero, de Elei. Y esta rola es “Podrido”. Se produjeron chiflidos de aprobación y unos pocos aplausos de los inexpertos como yo, que ignorábamos que las ovaciones no forman parte del protocolo pankroc. La guitarra de su compañero se arrancó con la potencia de una metralleta, y al segundo la siguió una batería veloz como auto desbocado. Los pankrockers, que se habían reunido en torno al mínimo escenario a nivel de la tierra, comenzaron a bailar una danza hecha de envites, caballazos y patadas. Antes de darme cuenta, alguien me metió una zancadilla y, por no caer, terminé en medio del remolino de empellones y choques. Resistí de pie toda la canción, que duró algo así como minuto y medio. Más o menos lo mismo que tardaría una descarga eléctrica en achicharrar a alguien. 36

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Mi vaso de cerveza, que había apurado justo antes de que comenzaran los golpes, ya era una ruina aplastada en mi mano. —Ésta es “Carnicería” —dijo el cantante y sus huestes nos infligieron una nueva descarga apenas distinta de la anterior. Se reanudó el ballet de los carneros, chicas y chicos por igual, confundidos unos en repulsa de los otros, como un puñado de piedritas que alguien hubiera lanzado por los aires y ahora cayeran al suelo. Como pude, porque mi habilidad y mi fuerza no eran demasiadas, logré retroceder y alejarme del punto central del baile. Nita, alcancé a ver antes de salir del remolino, reinaba ahora en la pista, moviendo los brazos como remos y cabeceando como si estuviera a punto de rematar un balón a la portería. —¿Cansadito? —mi primo Teo estaba allí, con un vaso de cerveza en la mano, mirando el combate dancístico con el humor de un veterano de diecinueve años. Sudaba a chorros y apenas sostenía el aliento, pero le dije que no, que todo bien. —Yo ya no me meto a un mosh, vato. Ya me llevé mis madrazos. Sofocado por el esfuerzo de no ser aplastado, le di la razón y le acepté un nuevo vaso. Me lo empiné de un trago. Caminamos a la cocina, para ver si el barril, que ya estaba en las últimas, aún podía ofrecernos alguna recompensa. —De morro sí me gustaba mucho este rollo del ruidero, pero la neta es que ya prefiero rolas más melódicas, que digan algo —confesó Teo, rascándose pensativamente los bigotitos que se le formaban en las comisuras—. Pero la Nita es brava. Todavía está morrita. Incluso en la cocina se escuchaba el coro de una nueva canción: —¡Rata pordiosera, esbirro de cartón, mueres cada noche cuidando a tu patrón! La intervención de Los Manada duró quizá media hora. Una vez que las notas de la última de sus piezas se agotaron entre chillidos de micrófonos y rechinidos del único pedal de la guitarra, el gentío del backyard, que había crecido hasta alcanzar quizá las cien almas (y, fuera del trenzudo del sonido, nadie 37

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debería tener más de veinte años), volvió a ocupar los espacios de la casa, en tumulto. Alguien reactivó la música grabada y las bocinas, atronadoras, se nos dejaron caer a golpes. —¡Pinche Rito! ¡Ponte una de Los Masacre! —gritaba un panc con tejana y botas puntiagudas. Pero Rito no escuchó el reclamo y solamente fue capaz de subirle, aún más, al ruidero. El indicador de volumen terminaba en diez, pero estoy seguro de que aquella noche alcanzamos el once, como en aquella comedia de cine sobre unos metaleros idiotas. Alguien me tocaba el hombro con insistencia. Era Nita. Trataba de decirme algo que yo no llegué a entender, ni mucho ni poco, aunque lo repitió tres o cuatro veces. Decidí que me estaba ofreciendo un trago de alcohol (iría ya por la sexta cerveza y me sentía muy jovial) y le dije que sí, que por supuesto. Ella me miró con una sonrisa llena de colmillos y volvió a repetir lo que fuera que decía, como si quisiera asegurarse. Como si dijera: “¿Es en serio?” Y entonces me metió a la boca algo que no supe escupir y que me tragué directamente. No era una pastilla: nada tan aparatoso. Era algo más parecido a una hostia, como las que daban en el templo, pero de mucho menor tamaño. O quizá una calcomanía. Nita me sonrió, hizo lo propio (es decir, se metió algo a la boca) y, dándose la vuelta, se perdió entre la multitud. Un minuto después yo estaba de vuelta en la cocina, robándome una lata de cerveza del refrigerador. Por suerte, al terminarse el barril, algunas almas caritativas habían cooperado para traer un par de cartones. No había nadie conocido a la vista, ni mi primo ni su novia, ni cualquiera de los amigos del barrio que me habían presentado. Me agencié una de las sillas del desayunador y me quedé allí, bebiendo mi cerveza y mirando pasar a la gente, como si fuera mi propia tía sentada en el Denys de Plaza del Sol, en Zapopan. Una curiosa alegría, la de aquél que rompe con un largo estado melancólico, como el mío, me ocupaba por entero. Quizá Los Ángeles era justo lo que necesitaba para sacarme de la cabeza a Sofía, a los gatos, al Ojo de Vidrio y todo aquello que había sido tan importante, tiempo antes, pero ya no lo era más. 38

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Una chica a la que no había visto hasta entonces apareció a mi lado. Era bajita, llenaba la camiseta con un par de senos casi desproporcionados y tenía una sonrisa linda. Dijo llamarse Jenny y, sin esperar ningún acercamiento de mi parte, se sentó a charlar. No recuerdo de qué conversamos, pero sí sé que, de pronto, quizá media hora después, me di cuenta de que me dominaba una sensación extrañísima: era capaz de hablar y pensar en otra cosa diferente de la que decía al mismo tiempo. No, no vi formas de sueño ni colorcitos, al menos al principio. Me sentía restaurado, vivaz, podía decir cualquier frase y todas me parecían divertidas. Y por más que bebiera cerveza, era como si pasara agua de horchata: no me embriagaba. Mi locuacidad y mi ingenio no mermaban. Jenny se sacudía por las carcajadas y a mi alrededor había todo un club de admiradores. —Pinche güero, estás loco —me dijo un tipo que debía medir metro veinte, con una cresta de color verde mucho más alta que él. Si ese sujeto pensaba que yo estaba loco es que el mundo tenía, al fin, sentido. Hubo algunos gritos, muchos, y me parece que de felicidad. Quizá eran míos. Otros a lo mejor eran de dolor o de rabia. No lo sé. Pero gritos, hubo. También recuerdo, si me esfuerzo mucho en ello, una sensación diferente de la alegría. Algo similar a esa plenitud que alcanzamos en los sueños, cuando sucede en ellos algo que ambicionamos en la vigilia pero rara vez llegamos a alcanzar: el tacto de un cuerpo, el vuelo sin aeronave, el reencuentro con la chica perdida para siempre. Estaba ya en otro sitio, lejos de la cocina. Quizá era el backyard, porque el suelo estaba cubierto de tierra. —¿La leíste? ¿Por eso estás aquí? Esas palabras aparecieron en mi cabeza cuando, con un sobresalto inmenso, como si acabara de recobrar el sentido en medio de una pesadilla, desperté. Estaba tirado en una cama, con la ropa puesta, medio tapado por una manta. Una cortina negra impedía el paso de casi toda la luz pero un par de rayos se colaban por las orillas. Teo, mi primo, estaba sentado sobre otra cama, a un lado, sin camisa y 39

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con un pantalón de pijama, con el cabello revuelto. Apenas notó el sobresalto que representaba mi regreso al mundo de los vivos, puso la mejor de sus muecas irónicas. —Estás vivo, güero. Su risotada me retumbó en el mismo centro del cerebro. —Eres un loco, pinche primo. No mames. Estás bien cabrón. —¿Qué pasó? —pregunté y mi voz sonaba como la de alguien más, alguien con más años que yo encima: rasposa, quebrada. Teo me miró con asombro. —¿Neta no te acuerdas de nada? ¿Neta? Yo no tenía idea. Me dolían los brazos, la quijada, la espalda. Mi cabeza era un remolino de palabras y sensaciones. La boca me sabía agria, como si hubiera lamido todas las monedas de una alcancía. —No sé, cabrón. Neta. Mi primo se levantó de la cama y, con la compasión de una monjita, echó dos pastillas efervescentes en un vaso de agua y me lo puso en la mano. —Bébete esto. Te va a alivianar. La cosa sabía a burbujas químicas pero, sí, al bajar por la garganta pareció aliviar, de entrada, a mi faringe y estómago. —Nita te ofreció una calca y le dijiste que sí. —¿Una calca? —Ácido, cabrón. Mi cabeza no terminaba de entenderse con la realidad. —Droga, pues. Te pusiste muy divertido. Contaste una pinche historia de unos gatos que comían gente y de cómo te madreó un tuerto. Tenías a la banda meándose de risa. —¿De verdad? La vergüenza de haber hecho el ridículo y el temor de haber dicho alguna imbecilidad demasiado grave luchaban por dominar mi cabeza. —Superloco, güero. Eres un rey. Yo no sabía que eras así. Neta. Te luciste. Teo volvió a reírse y sacudió la cabeza. —Y la armaste buena, además. Hasta provocaste un pleito entre dos morras. 40

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Mi cara de espanto debió ser monumental, porque mi primo volvió a sacudirse por la risa. —Estabas platicando con la Vaquita, una chica de acá del Este. Y te comía con los ojos. Es muy aventada. Ya te había llevado de la cocina a un cuarto, vato. ¿No te acuerdas? Sentía como si una mano helada apretara mi corazón. Quería creer que la tal Vaquita era Jenny, pero temía que me dijeran algo como “es la hermana del Patas y ahora quieren matarte”. Teo, por suerte, desvaneció mis temores. —No, la Vaquita es buen rollo. Pero es feroz. Y te le fuiste vivo porque apareció otra morra, que dijo que era tu novia, carnal. Tu novia de Guadalajara. ¿De verdad no te acuerdas? Creo que nunca antes en la vida había tenido tanto miedo de que alguien concluyera una historia. Ninguna de las miles de narraciones de monstruos, dragones, ghouls y espectros que leía me habían provocado tanta ansiedad. —¿Cómo era? Uy, pues bonita. Así morena, finita, de pelo negro. Con ojotes. Y la voz bien golpeada, como norteña. Vio que la Vaquita te metía a un cuarto y se lanzó como una pantera, güero. Una pinche pantera de verdad. De las greñas la sacó. Le pegó dos gritos y ya. Y mira que la Vaqui es ruda. Sólo había una persona que podía corresponder con esa descripción de apariencia celestial y acciones salvajes. Y no quise decir su nombre, así que esperé a que mi primo lo dijera. Y tuve razón.

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III

La única norma para las salidas nocturnas en casa de mis tíos, y creo que ya la mencioné por acá, era volver antes de la salida del sol. Lo habíamos logrado apenas, me dijo Teo, que tuvo que sacarme de la casa de los panks y guiarme, a tropezones, desde la puerta al automóvil y, luego, al llegar, del automóvil hasta su recámara, aventarme en la cama gemela, cubrirme con un edredón y hacerse el dormido cuando su padre asomó, quince minutos después, para constatar que hubiéramos aparecido. Teo, que debía tener sus propias historias, se había vuelto experto en el arte de fingir los ronquidos y la respiración entrecortada y lenta de alguien que duerme. Nos levantaron a desayunar a las siete, porque mis tíos debían largarse a poner en marcha el negocio pero querían verme la cara antes de irse. Mi conciencia no estaba en su mejor momento: me limitaba a mirar el avance del sol en la ventana y a responder con monosílabos (dichos, eso sí, con mucha amabilidad) a los comentarios de la tía Queta. —Andas enamorado, muchacho —dijo Memo la tercera vez que le respondí con un “claro” alguna pregunta que no podía ser despachada sin prestarle atención. —Anda crudito —deslizó mi primo—. No está acostumbrado y le dieron a beber del barril, anoche. La presunta hazaña alcohólica fue celebrada por mis tíos con risas cómplices, que, desde luego, no se habrían producido si 42

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hubieran estado al tanto de que Nita me había puesto una calcomanía en la boca. Pero, incluso en aquel estado vegetal en que me encontraba, entendí que mi primo me declaraba borracho para justificar mi imbecilidad matinal y que eso era lo mejor. —¿Entonces debí hacerte unos huevitos rancheros en vez de los panqueis? —se burló la tía, sacudiéndome la cabeza con la mano. Yo ni siquiera había reparado en el plato de hotcakes con miel abandonado frente a mi cara. Rebosaban miel. Un asco apenas contenido me hizo sacudirme, como un escalofrío. Por suerte nadie se dio cuenta: estaban muy ocupados planeando el itinerario de la gira que mi primo debería llevarme a hacer para que mi condición de turista se justificara: el paseo de Hollywood, el de las residencias de Beverly Hills, hacia alguna de las playas (cada uno de mis tíos defendía una diferente: Malibú, que era la más característica, o Venice, la más “bohemia”). Y, desde luego, el Barrio Chino, que era pequeño y horroroso, pero en donde uno podía comprarle regalos a la tía Elvira (incluso mis tíos reconocían la estupidez que sería llevar algún jarrito de barro del llamado “mercado mexicano” y regalarlo a alguien que vivía a media hora en coche de Tlaquepaque y Tonalá, cunas de todos los jarritos imaginables). Cuando se fueron, con la promesa de traer unas pizzas excelentes para la cena, si se nos antojaban, mi resistencia colapsó. Corrí al primer baño, anexo al comedor, y vomité copiosamente. La cabeza me pesaba como una piedra de cien kilos. Mis ojos ardían. —Si no te recuperas, no vas a llegar a tu cita —dijo Teo cuando volví a la cocina. Liquidaba los restos de mis hotcakes y se servía una segunda taza de café de olla. El olor a canela también me revolvía las tripas. —¿Qué cita? —Con tu amiga. Quedaron de verse en el Inanaut de Sunset a mediodía. Es un diner de hamburguesas. Rico. ¿Neta no te acuerdas? —mi primo ahora parecía sinceramente extrañado—. No te veías tan mal anoche, cabrón. Eres un atascado. Y volvió a reírse. 43

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Yo no sabía qué carajos era el Inanaut, no me acordaba de nada y me retorcía cada vez que se cernía sobre mí la sombra de Sofía, porque nadie sino ella podría haber sido la protagonista del incidente que mi cerebro se había negado a retener. —Te anotó la cita en el brazo, vato. Revísate. Me levanté la manga de la camisa y sí, allí estaba un rayajo de plumón, con una letra indistinta que podría haber sido la de cualquiera: “In-N-Out Sunset 1 pm!!!”. Los tres signitos de admiración delataban la autoría. —Pinche cara que pones. Se me hace que te hubiera convenido más quedarte con la Vaquita —la risa de mi primo me sacudió cada diente de la mandíbula. En los cines de Hollywood Boulevard había filas inagotables para las funciones de la tarde. Se confundían, los fans tercamente alineados, con los grupos de turistas de todos los países imaginables que daban vueltas como polillas en torno a las estrellas metálicas del paseo de la fama (con los nombres de los principales artistas de la pantalla grabados en ellas), regadas por los suelos como si hubieran caído desde la bóveda celeste. Los turistas se fotografiaban con el ejército de pobres diablos disfrazados como personajes de la pantalla que pululaba por ahí: superhéroes, detectives, extraterrestres. Quizá en otro momento hubiera querido detenerme a admirar esas quince o veinte cuadras que aparecían como fondo en todas las películas del mundo, pero me dolía demasiado la cabeza y, pese a los tres botes que llevaba ya en el buche de Gueitoreid (una bebida reconstituyente de color nuclear que, según Teo, tomaban los basquetbolistas), mi estado no mejoraba. Si cerraba los ojos, veía lucecitas. Dimos vuelta en una esquina y, en vez de carteles de cinco metros con las caras de los actores en pleno empeño dramático, nos topamos con una serie de vitrinas abarrotadas de chamucos, monos de vudú escalofriantes, cabecitas de mono, pipas para fumar cosas que por entonces eran, aún, ilegales. Sunset, en la que desembocamos después de un rato, era una avenida muy angelina, con subidas y bajadas, semáforos colgados de cables a media calle, palmeritas. Todas las personas que 44

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nos rebasaban, a derecha e izquierda, parecían estrellas de rock. Melenudos con las camisas de leñador que estaban aún de moda, por entonces, y botas de obrero, aunque no hubieran trabajado un puerco día en su vida. Glamorosas chicas con cuerpos de gimnasio y manos de hada, en pantalones de cuero que les quedaban más apretados que su propia piel. Gordos negros cubiertos de cadenotas y sonrientes como dioses. —No quiero escuchar los discos de ninguno de estos pendejos —dijo mi primo, cuya ética pankroc era a prueba de balas. Era casi la hora acordada pero estaba tan acobardado que lo único que quería era volver a casa de mis tíos, meterme debajo de doce cobijas y llorar. Teo tuvo que insistir, al menos dos veces, en que no manejaría de regreso ni me daría indicación alguna de cómo volver en autobús si no lo presentaba antes con Sofía. Dejamos pasar los últimos veinte minutos antes de la hora fijada para mi cita sentados en la hierba frente a un edificio de departamentos. Una rubia en bata, con el cabello desarreglado con tanto cuidado que debían haberle cobrado una millonada para dejarlo así, fumaba en su terraza y nos miraba. Se pintaba las uñas de los pies con un barniz de color cereza y chiflaba la tonadita pop que emitía la radio que la acompañaba. —Lo mismo es una estrella de cine que una diseñadora de aviones —me dijo Teo, que la miraba con la distante fascinación que uno le dedica a los cuadros de los museos. Tuvimos suerte y el lugar de la cita, que efectivamente era una hamburguesería, estaba medio vacío. Según mi primo, lo usual a esa hora es que estuviera a reventar de turistas y oficinistas de la zona. Pero encontramos sin dificultades un gabinete vacío junto a la ventana y pudimos pedir un par de refrescos sin demasiadas complicaciones. El reloj clavado encima de los mostradores de atención a los clientes indicaba que era ya la una de la tarde. Pero Sofía nunca en la vida llegaba a tiempo. Pasaron los minutos y mi ánimo comenzó a mejorar. Teo aseguró que no había otro Inanaut cercano, que tenía que ser ése. Quizá todo había sido una suerte de confusión. Quizá la 45

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chica misteriosa era alguna pankrocker de Pasadena o Chapalita que nos había confundido a todos. Me pedí una hamburguesa del tamaño de un plato y las papas más grandes que pudieron servirme. Tanta hambre repentina era producto del rebote de la inapetencia de la mañana, sin duda: para ese momento hubiera podido tragarme un árbol con todo y raíces. Estaba ya en el postre (una malteada de vainilla tan sólida que parecía puré de papas) y esperaba que mi primo volviera del baño cuando un perfume familiar me inundó la nariz. Era ella. Sentada repentinamente en el gabinete, frente a mí, sonreía. Me quitó la malteada de los dedos y, sin decir siquiera buenas tardes antes, ni mucho menos excusarse por la tardanza, se metió el popote a la boca y comenzó a bebérsela. Cuando se la terminó tuvo un pequeño eructo involuntario (casi un hipido) y me miró con su cara adorable. Se veía fresca. Sin maquillar, como acostumbraba, sin aretes ni pulseras y en camiseta. Me tomó la mano. Teo, que acababa de regresar, nos miró con alguna curiosidad. Tuve que recorrerme para que cupiera en mi lado del gabinete. Sofía me soltó. —Yo soy Teodoro, primo de Luis —se presentó el susodicho, como si lo más importante en aquel momento fuera aclarar su presencia en el lugar. —Sí, te vi en la fiesta —dijo Sofía, sin voltear. Me clavaba la mirada con una calidez que, a juzgar por lo que había sucedido durante los últimos meses, estaba completamente fuera de lugar. —¿Te vas a quedar todo el rato? —le dijo entonces a mi primo. Teo, a pesar de ser pank, era un tipo educado, y de padre tapatío. Se le abrieron los ojos ante el tamaño de la descortesía de la muchacha y su boca se torció un milímetro. —No. Ya me voy. Nomás traje a este vato porque no se podía ni poner de pie. El que se puso de pie, entonces, fue él. —¿Dónde te veo para regresarte a la casa? —preguntó con un dejo de amargura. 46

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Yo ni siquiera había terminado de digerir la tormentosa fiesta de la noche anterior y mucho menos la reaparición de Sofía. Me sentía avergonzado por ser amigo de una chica que maltrataba sin motivo a mi primo, pero no sabía qué hacer. —No lo dije para que te fueras —se ablandó Sofía, como si me leyera la mente. Pero Teo era orgulloso y el daño estaba hecho. —Yo lo llevo a tu casa —le prometió a mi primo, cuando se hizo evidente que no iba a quedarse. —¿Tienes auto? —No. Pero me sé mover. Teo sonrió y se guardó el albur que ya tenía en la punta de la lengua, por fortuna. Lo dicho: era un caballero. —En Downey. A la vuelta del Apollo Park. Este vato ya sabe. Yo no sabía nada, claro, pero al menos me creía capaz de dar con la casa de mis tíos si lograban dejarme por el parque. —Yo te lo llevo —dijo Sofía. —O mejor lo llevas al Este, en la noche. Era un poco humillante que estuvieran forcejeando por mí, como si fuera el hijo de unos padres divorciados, pero no hallaba qué decir. —¿Tienen otra fiesta? Teo chasqueó la lengua. —Un cotorreo con unos vatos de allá. Por Saut Fetterly y la Sexta. En Belvedere. Donde oigan desmadre. Sofía asintió. —Va. Allá te lo llevo. Teo me dio una palmada que era casi un zape en la cabeza. —Te cuidas, güero —me dijo y, sin despedirse de mi acompañante, se caló los lentes oscuros y se largó. La campanita de la puerta del Inanaut hizo su clinc. —No tenías que ser grosera —reconvine a Sofía. Ella movió la mano en el aire como si eso bastara para desvanecer una minucia a la que no valía la pena dedicar un segundo. Volteó a la caja. El restaurante comenzaba a llenarse. —Voy por otra malteada, que no he ni desayunado. Y se puso de pie y se dirigió al mostrador con un revoloteo de piernas que me dejó callado, como siempre. 47

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—Míranos: ya estamos acá —Sofía acababa de empinarse la malteada de fresa y, luego de limpiarse la boca con una servilleta, parecía satisfecha. Yo aún no sabía qué decir. Solamente el tamaño monumental de mis malestares me había protegido de la ansiedad: era difícil concentrarse ni siquiera para convocar toda la rabia y decepción que me habían poseído durante los últimos tiempos. —Me da gusto que vinieras —prosiguió ella—. Como ya no me buscaste nunca, pensé que estabas enojado. Pero bueno, te expliqué todo en la carta. Apenas en aquel momento recordé que sí, que me había dejado un sobre en manos de la tía Elvira. Pero mi reacción había sido echarlo al fuego. Sólo que no me atreví a confesárselo. En otro momento hubiera podido utilizar aquel punto como el eje de un discurso devastador, pero me sentía demasiado abatido, confuso y golpeado por las secuelas de la noche. —Pues sí, aquí estamos —dije nada más, como imbécil. Una frase que podría haber dicho el jefe Mario o cualquier otra persona sin demasiadas ideas cruzándole la cabeza. Sofía me contó que estaba viviendo en el departamento que rentaba su hermano en Westwood, cerca de la ucla, en donde estudiaba ingeniería en alguna cosa con mucho futuro. Paulo, alabado fuera Dios, porque no tenía la menor gana de volver a verlo, pasaba el verano en Casas Chicas, con su madre. Y Sofía aprovechaba para quedarse unas semanas en Los Ángeles. Llevaba ya un mes allí: todo el tiempo que yo había pasado levantando el catálogo de la biblioteca de mi barrio. Tuve que pensarlo. Así estaba ordenado el mundo. Ella era una hija de familia con dinero, y yo un huerfanito con problemas para digerir el ácido. Había llegado a la fiesta de la noche anterior, me dijo, casi por casualidad. Una amiga suya, con la que había estado paseándose por la ciudad las últimas semanas, había sido invitada por una prima. Una de esas coincidencias absurdas. Sofía había aceptado ir porque ya estaba un poco harta de centros comerciales y de que los güeros le hablaran en la playa y la invitaran a clubes donde ponían la música demasiado alta. 48

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—O sea que sí fuiste a los clubes —dijo la bestia rencorosa que habitaba en mí y que nunca estaba demasiado apaciguada. Sofía parpadeó como si le hubiera preguntado una obviedad. —Sí, claro. Para conocer. Preferí mirar hacia la calle y quedarme en silencio. Ella debió notarlo porque volvió a tomarme la mano. —¿Qué te pasa? —No me siento bien. —No, pues cómo. Anoche estabas como loco. Yo no sé qué te dieron. Si no te conociera… Y me concedió una mirada compasiva, como si ella misma tratara de decirse que no, que yo era demasiado cobarde o ingenuo para andar metido en estados alterados. —Estaba cansado —dije, pero era una mentira idiota, porque la noche anterior había sido, al menos por un rato, el alma de la fiesta y los panks me habían adorado. —Pues no sabías lo que hacías. La gordita ya te había llevado a un baño. Si no me cruzo… La miré, desafiante. Hubiera querido decirle: pues me hubieras dejado, para conocer. Pero a mí también me habían educado en Zapopan. —Usaste un método muy curioso para ponerla en paz. Pero Sofía no me había citado para justificar su batalla campal con la Vaquita, sino para fines peores, como de costumbre. Ella era así: no podía vivir quieta, era incapaz de dejar que el tiempo pasara y disfrutarlo. Tenía que apresurarlo, hacerlo salirse de sus rieles, intentar retrocederlo o adelantarlo según se le antojara. —No vas a creer lo que descubrí. Levanté la cara a los cielos (al menos, al cielorraso de la hamburguesería) y apreté las manos. Allí estaba, otra vez, la misma Sofía capaz de meterse en la vida de cualquiera para husmear y rebuscar y abrir los cajones que no deberían ser abiertos. —No, no sé. Había perdido la paciencia por completo y comenzaba a notarse. O, mejor dicho, lo habría notado cualquiera que no tuviera la sensibilidad de perro de presa de Sofía. 49

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—Acá está el Ojo de Vidrio. Me llevé las manos a la cabeza. Era la peor noticia del puerco mundo y me la soltaba así, como si me informara de una barata de pantalones. —No chingues, Sofía. Ella, repentinamente entusiasmada, me apretó los dedos. —Sí. Lo sé. Aquí, a mil kilómetros. Estaba eufórica. No podía entender que yo no tenía intenciones de dedicar mi verano a otra de sus delirantes misiones especiales. Quería pasear con mi primo y sus panks, meter los pies en el mar (y hasta allí, porque no sabía nadar) y, a lo mejor, sentarme al lado de una fogata. Quería que una chica linda y buena como la Vaquita (no me importaba que tuviera fama de aventada: a mí me había parecido muy simpática) me quisiera allí, sentadito con ella y conversando, y no corriendo detrás de las huellas de un criminal. —Tenía mis sospechas. ¿Te acuerdas de su casa, donde vivía con su mamá? Se refería a la siniestra mansión del Ojo de Vidrio, desde luego. Ubicada junto a un parque de La Calma, el barrio vecino al mío en Guadalajara, era una suerte de búnker del mal, con la cochera y las habitaciones repletas de chatarra, periódicos, desechos de todo tipo. Cuando Sofía y yo nos metimos en ella, en busca de nuestros gatos desaparecidos, provocamos la caída del reino del Ojo: luego de intentar matarnos (por pura suerte no tuvo éxito), el tipejo se vio rodeado por la policía. Y, aunque consiguió escapar, en mi cabeza seguía siendo un prófugo que viviría a salto de mata. No sabía, entonces, que la policía de Zapopan no se comporta como la de Hollywood y que, a menos que haya un interés muy particular del jefe en que alguien caiga, no hay quien persiga ni ande acosando a un criminal cualquiera. —Tenía muchas cosas de Los Ángeles. Un mapa, en una pared. Y una gorra de los Dodgers. Y… A mí eso no me parecían pruebas de nada. Mi vecino, por ejemplo, jamás había puesto un pie en Barcelona y habría sido incapaz de pronunciar media palabra en catalán, pero no se quitaba la playerita del equipo ni para dormir. 50

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—Y en mitad de los diez millones de personas que viven aquí te lo topaste en la calle —le dije, para ver si se molestaba. Pero Sofía era inmune al sarcasmo y, además, la mejor prueba de que tenía la razón era que me había encontrado a mí en medio de todos esos millones. —No. Yo no lo busqué. Sólo digo que tenía mis sospechas… Por otras cosas que luego te diré. Y las corroboré el otro día, cuando andaba en una plaza. Porque vi que me seguía. La boca se me quedó seca. Lo único peor de que el Ojo de Vidrio anduviera suelto por California era que anduviera siguiendo a Sofía. —¿Lo viste? Carajo. ¿Y llamaste a la policía? Ella hizo una mueca escéptica inapelable. —¿Para que me digan que hay que llamar a la policía de allá y que pidan su extradición? No manches, Luis. No. Ahora fui yo quien, con un impulso que preferí no reflexionar demasiado, le tomé la mano. El Ojo de Vidrio le había dado de comer carne humana a unos pobres gatos callejeros. La sola idea de que anduviera detrás de Sofía me parecía la cosa más trágica y oscura del Universo. —No le dije nada a mis amigas, porque no quiero asustarlas. Me separé de ellas y caminé a un parque y el Ojo me siguió. Muy lentamente. Yo creo que quería que me diera cuenta de que andaba allí. Aquello ya era demasiado. Salimos de la hamburguesería y deambulamos la Sunset hacia abajo (o arriba, porque entre tantas colinas resultaba difícil decirlo). La calle era ancha y pocos automóviles, pese a que serían ya las cuatro de la tarde, la transitaban. —En una hora, esto va a ser un puerquero —corrigió Sofía—. Salen todos del trabajo y se van a cenar. Sunset estaba llena de estudios de grabación y pensé, con culpa, que a mí sí me deslumbraba todo aquel mundo de greñudos y rubias en ropa de licra que a mi primo Teo le provocaba náuseas. Si hubiera podido pedir los legendarios tres deseos a un genio, uno de ellos habría sido tener una banda famosa y grabar en alguno de esos estudios millonarios. 51

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Antes de reflexionarlo, ya estábamos parados frente a una tienda de discos. Nos metimos, quizá más por hacer algo concreto y no deambular como zombis por la calle. Las tiendas que conocía, en Guadalajara, estaban dedicadas a vender la música apestosa que programaban en la radio. O eran, en el caso de las que vendían la que sí me interesaba, tan pobres y llenas de piratería e imitaciones que apenas si daban ganas de adquirir nada. Así que al entrar allí me vi, de pronto, en el paraíso terrenal. Todas aquellas grabaciones, que sólo había conocido por revistas o conseguido en una precaria cinta copiada, estaban en los estantes en sus versiones originales, rodeadas por miles más que yo no conocía ni por referencias. En un segundo me olvidé de Sofía, del Ojo de Vidrio y hasta de mi resaca y me lancé, de estante en estante, de un audífono de muestra a otro, hasta que el dinero que llevaba encima encontró su destino. No: no se crea que me llevé la tienda puesta. Me alcanzó para dos cintas y una playera. Pero eso, para mí, era suficiente. Con todo, Sofía no estaba demasiado impresionada, descubrí cuando me alcanzó, ya en la fila de pago. —Así es todo acá en los Estates. Las tiendas son más grandes y venden más cosas, pero todo es lo mismo. —Tú dices eso porque nunca te falta nada —le repliqué. Y me di cuenta de que uno puede ser más agresivo para defender sus compras que para salvar al mundo. Sobre todo a los dieciocho años. Sofía apretó los labios y, antes de que pudiera reaccionar, sacó un billete del bolso y lo extendió ante el tipo de la caja. —No puedes pagarme las cosas —la reprendí en voz muy baja. —Claro que sí. Va a ser tu cumpleaños. Era verdad. Faltaría una semana para que cumpliera diecinueve. Pocos de mis amigos (de los pocos amigos que había tenido a lo largo de la vida) lo sabían, porque mi cumpleaños caía en mitad del verano, y nunca tuve una fiesta con compañeros de escuela (pues estaban todos de vacaciones para esas fechas) o más regalos que unos tenis nuevos comprados por la 52

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tía Elvira en el tianguis, porque su pensión y el dinero que le mandaba el tío Memo no daba para más. Que Sofía lo recordara y estuviera dispuesta a darme regalos me parecía una maravilla. Acepté, con la cabeza gacha, y recibí el abrazo que me dio, ya en la puerta, con resignación temblorosa. De haber sabido que iba a pagar, hubiera elegido otras siete cintas. Me encimé la playera sobre la que llevaba y me metí las cintas a los bolsillos del pantalón para no ir cargando la bolsa de la tienda, que eché a un basurero. Volvimos a las calles. Sofía me llevó al metro. Había que tomar la línea roja y una vez pasado el Downtown transbordar a la amarilla para llegar cerca de Belvedere, me dijo. Allí estaba la dirección a la que mi primo le había pedido llevarme. Había llegado a tomar el tren ligero de Guadalajara alguna vez, así que entendía el método de comprar el boleto, pasar los rodillos y esperar en el andén. La estación era sórdida, sin decoración. Tampoco había demasiada gente por ahí. No era un metro folclórico y artístico, como el de Nueva York (y tampoco hubiera podido compararlo, porque a NY fui muchos años después). Los angelinos estaban demasiado orgullosos de sus freeways y sus bólidos y sólo los más pobres usaban el transporte público, me dijo Sofía. Como todos los que nos rodeaban cuando subimos al vagón iban mejor vestidos que yo, deduje que mi pobreza sería incluso más dramática que la de ellos. Nos sentamos junto a una de las puertas, uno al lado del otro, y ella me tomó la mano, de nuevo, con naturalidad sobrecogedora. Aunque mi ánimo mejoraba, incluso en aquel estado de resaca terminal, al que las horas mejoraban lentamente pero del que no lograba zafarme aún, podía darme cuenta de que estaba desperdiciando la oportunidad de acorralar a Sofía y decirle algunas verdades que no parecía dispuesta a abordar por sí misma. Por otro lado, la estúpida decisión de haber quemado aquella cartita suya en la estufa en la que la tía Elvira cocinaba los frijoles y, peor, de no habérselo echado en cara cuando me lo preguntó, me dejaba en una tremenda desventaja ante ella. 53

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¿Qué tal que en la carta dichosa se disculpaba y me declaraba su adoración? ¿O qué tal que me ofrecía alguna explicación creíble y lógica sobre qué hacía besuqueándose con el guitarrista imbécil aquél? Bufé, porque la cabeza no me daba soluciones: ya andaba en la línea de arrepentirme por no haberle aceptado la invitación al festivalito de ska, como si eso hubiera bastado para resolver algo. El problema fundamental entre Sofía y yo era evidente: ella era una chica hermosa, arrojada, que tenía ganas de poner los pies en cualquier sitio del mundo que se le ocurriera, mientras que a mí me daba pánico incluso subirme a las lanchas del Parque Alcalde (si te caías de una, lo peor que podía pasar es que te hundieras hasta la rodilla en el agua mugrienta; nadie, que se supiera, había muerto por culpa de un naufragio en el Parque Alcalde). —No digas nada —susurró ella, de pronto, cuando pasamos por un área sin lámparas en el túnel y el vagón se oscureció. Yo no estaba hablando, así que tampoco sabía qué era lo que debía callar. —No he dicho nada. —Cállate, Luis. Ya lo viste, ¿verdad? Dedicado a pensar en ella, había olvidado una regla fundamental: Sofía nunca estaba pensando en mí. Podía ocuparse de indagar misterios, crímenes, desapariciones, secuestros y hasta abducciones de ovnis, desde luego, antes que dedicarme un minuto. Darme cuenta de eso, otra vez, me revolvió el estómago. O quizá era que la hamburguesa gigante del Inanaut había resultado demasiado para mis jugos gástricos. —¿De qué chingados hablas? —Del Ojo. No te voltees. Está al fondo del vagón. Nos viene siguiendo desde Sunset. Por supuesto que lo primero que hice fue voltear. Y allí estaba él, sí, mirándonos, con las manos en los muslos y una seriedad impropia de un demente que liquidaba cristianos, los molía en una máquina de picar filetes y se los servía a los gatos como si se tratara de un plato de carne en su jugo. El Ojo de Vidrio se notaba más flaco que antes, si es que eso era posible. La cara se le había puesto delgada y afilada como la 54

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hoja de un cuchillo, y la barba se le notaba más canosa y desastrada que de costumbre. La cuenca del ojo bueno se le veía negra y hundida y el ojo falso le quedaba ahora un poco grande, como si también la cuenca mala se le estuviera colapsando. Pero su gesto, había que decir, no era de maldad: si yo no hubiera estado tan espantado como estaba, habría jurado que el Ojo era quien parecía más preocupado en aquel vagón. —No hay modo de que hagas una sola cosa bien, ¿verdad? —Sofía sacudió la cabeza—. No debí decirte nada. Pinche miedoso. No-vol-tees. Transbordamos en la línea amarilla y el Ojo, dándonos una ventaja de unos cincuenta metros, nos siguió a paso lento, pero sin perdernos. Sofía, a la vez, pareció darse por vencida, porque no intentó que huyéramos de improviso, o que saltáramos al área de los que tomarían el metro en la dirección contraria, posibilidad que se me ocurrió incluso a mí. —No creo que se atreva a acercarse mucho —se esperanzó—. Aquí hay una multitud y en casa de tus cuates va a brillar como si fuera marciano. Tal y como si fuera un perro regañado que seguía a los amos de vuelta a casa pero a la distancia, el Ojo de Vidrio abordó el mismo vagón que nosotros y se sentó, de nuevo, exactamente en el otro extremo. Y cuando bajamos, ya en el Este, camino de Belvedere, seguía allí, siempre a decenas de pasos, alejado, pero sin renunciar a su persecución. Ya le habíamos dejado en claro, gracias a mi imprudencia, que sabíamos de su presencia allí. Así que ni siquiera se apresuraba. Se había dejado ver, nos seguía y no lo ocultaba más. Esperaba su momento. Sofía me jaló del brazo para guiarme hacia la izquierda, aunque creía recordar que me había dicho que caminaríamos en línea recta de la estación hacia la esquina indicada por mi primo. —Ya sé qué vamos a hacer —declaró. Era, desde luego, otro más de los planes que decidía sin consultarme un carajo. A la salida de la estación comenzaba un camino que se abría, al final, para dar paso a un parque. Comenzaba a caer el sol y, 55

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apenas pisamos la hierba y nos internamos en el prado, tuve la seguridad de que Sofía deliraba. Apenas unos chicos en patineta y un grupo de corredores, que avanzaban por un sendero, juntos y jadeantes, eran visibles en el horizonte. El Ojo de Vidrio, quizá sorprendido por nuestro movimiento, se detuvo un instante en el límite entre la banqueta y la hierba. Pero cuando vio que nos deteníamos, por orden de Sofía, en una banquita de concreto, apretó el paso. —¿Por qué nos quedamos aquí? —mi voz reflejaba claramente mi alarma, mi enojo y el rencor acumulado por los meses de separación. Sofía entrelazó los dedos y suspiró, como si tuviera el penoso deber de, cada vez, explicarme lo evidente. —El Ojo quiere hablar. ¿No te das cuenta? Por eso me siguió y por eso se pasó la tarde dando vueltas detrás de nosotros. Tragué saliva. Dado que la última vez que el fulano me había dirigido la palabra había sido para amenazarnos de muerte, no me parecía que la mejor idea posible fuera detenernos ahí, lejos de la multitud y las miradas de la calle. —Éste es el parque Belvedere. Estamos a cinco minutos a pie de la casa de tus amigos —me dijo ella, como si eso fuera a tranquilizarme—. Además, supongo que no te fijaste pero el edificio del fondo es la estación de policía. Era verdad. Era un rectángulo de piedra colorada que tenía colgado un letrero donde se leía: “Sheriff Patrol Station”. Eso me hizo respirar un poco mejor, aunque no había ningún agente visible por ahí. “Al menos encontrarán nuestros cadáveres pronto si el tipo nos ataca”, pensé. Sofía me hizo una vaga caricia en el cabello y se acomodó en la banquita. A su lado me removía yo, aterrado. El Ojo estaba ya a menos de veinte metros. Caminaba con una cojera visible y se ponía la mano en la cadera para ayudarla a completar los pasos. Al fin, luego de algunos segundos, que transcurrieron lentos como si escurrieran por un precipicio, se plantó ante nosotros. Resopló de cansancio y se abanicó la cara con la mano. Nos arrojó una mirada indescifrable pero ya no avanzó más. Per56

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maneció de pie ante nosotros, como si fuera a pedirnos audiencia. De hecho, eso había ocurrido, al parecer. —Mmmm… —bufó, con su voz ronca y estropajosa—. Mmmmm… Ya los alcancé. No respondimos la frase pero Sofía, instalada en la banquita del parque como una reina en su trono, le hizo un gesto para que continuara. El Ojo pasó saliva y dijo las palabras que menos hubiera esperado escuchar de sus labios. —Necesito… un favor.

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IV

En la inmensa mayoría de las historias que leí desde que era un niño había una división del trabajo muy simple: el papel del monstruo era bloquear el paso de los héroes y perseguirlos. Y el de ellos, aniquilarlo a él. No era lo usual (apenas un puñado de historias perturbadoras lo hacían) que el monstruo se plantara a intercambiar opiniones con sus némesis. El Ojo de Vidrio se pasó la mano por la boca y se atusó los bigotes y la despeinada barba. No debía resultarle muy fácil hablar con nosotros y, en cualquier caso, tampoco parecía del tipo de personas capaces de articular un discurso memorable de un momento a otro. —Se la llevaron… A mi madre. Bajó la cabeza como si el peso de la pena fuera tal que le doblara el cuello sobre los hombros. Sofía y yo cambiamos una mirada de desconcierto absoluto. —¿Quién se la llevó? —ella, claro, era la única capaz de interesarse en un asunto tan turbio como el que seguramente habría allí detrás. El Ojo tenía la boca torcida en una mueca de dolor y pelaba los dientes como un perro recién pateado. —Íbamos a cobrar un dinero… Nos equivocamos. Una gota de sudor escurrió por mi sien. No podía entender el motivo de que estuviéramos allí, en un parque, sentaditos enfrente del tipo que había jurado matarnos, en vez de echarnos a correr y procurar que la policía, el ejército o los superhéroes del rumbo lo aplastaran a golpes. 58

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—¿Por eso me sigues…? ¿Nos sigues? El intento de Sofía por incluirme en la frase quizá era una forma de hacerme una caricia moral y darme una señal de amistad, pero sólo consiguió crisparme otro poco. Que el Ojo la persiguiera era pésimo, claro, pero mucho peor que también fuera detrás de mí. Formar parte de ello no me hacía sentir ni un poquito bien. El Ojo de Vidrio, entretanto, lucía como un montón de basura. Uno muy deprimido. —No conozco gente acá. Llevo días de dar vueltas… A ti te conozco. Es decir que, como si se tratara de una mascota extraviada, se había decidido por perseguir a lo único que había reconocido en medio del remolino de su desesperación. —¿Me encontraste por casualidad? El tipo se encogió de hombros con la cabeza gacha. Su gesto de niño de primaria descubierto robando dulces me enfureció. —Vámonos —le dije a Sofía y la jalé del brazo. No se resistió pero tampoco se puso de pie. A esas alturas era probable que yo tuviera la fuerza suficiente para llevármela cargando, pero no tenía ganas de acabar trenzado a golpes con ella. Y a Sofía no había modo de hacerla ir a donde no quisiera. Como de costumbre, estaba enfocada en sus asuntos. —¿Y qué crees que podemos hacer? Le hablaba al Ojo de Vidrio con lentitud, recalcando las palabras, tal como le hablaría a un extranjero un poco sordo o singularmente torpe. El tipo apretó los puños y su ceño se convirtió en un torbellino de arrugas y cejas. —Hallarla. No pude más y levanté las manos al cielo, invocando algún rayo para que lo chamuscara. Que luego de nuestra historia en común, el Ojo nos rastreara para que lo socorriéramos era un exceso. ¿Ayudarlo? Hubiera preferido bañar al animal de Tacho y darle de comer en el hociquito con una cuchara de plata. La propia Sofía, a la que no faltaba mucho para empujarla a saltar detrás de cualquier brete concebible, estaba atónita. Cruzada de brazos, con la barbilla clavada en el pecho, meditaba. El 59

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Ojo, por su lado, me clavaba su única pupila útil. ¿Qué estaría pensando? Cerré los ojos porque me inquietaba demasiado tenerlo enfrente. Y aunque contar con Sofía a la mano era una especie de seguridad, porque ella era hábil y elusiva como una trucha, uno nunca podía sentirse tranquilo cerca de alguien como el Ojo. Lo recordé como era: pérfido, virulento, atacándome en su casa. Y recordé a su madre apuntándonos con una pistola. Con esa clase de memorias compartidas, resultaba clarísimo que debíamos rechazarlo y exigirle que se largara de vuelta al infierno en el que residiría. “Ándele, a buscar a su madre”, le habría dicho yo. —Bueno, pero tienes que contarnos muchas cosas antes. Abrí los ojos de golpe. Sofía acababa de aceptar que nos convirtiéramos en los socios de un demente que había hecho todo lo que estaba en su mano, un par de años atrás, para liquidarnos. Decir que me indigné sería quedarse fatalmente corto: hubiera deseado llevármela jalando de una oreja a un rincón y dejarla allí durante cuarenta años. El Ojo aceptó con un mohín culpable. Que una bestia de esa calaña tuviera reacciones más o menos humanas que parecían indicar su condición de persona me molestaba muchísimo. Y más me molestó que Sofía se corriera en la banquita para abrirle un espacio a su lado. El tipo, desde luego, olía a cuarto mal ventilado: una combinación de moho, polvo y sudor. Subió las patazas y se abrazó las rodillas. Creo que puse los ojos en blanco al darme cuenta de que se comportaba como niño asustado. —Hace… seis días —dijo, mostrando los respectivos dedos. No era, desde luego, un narrador de primera. Si descontaba a mi profesora de español de la secundaria, que nunca fue capaz de distinguir entre “ahí”, “hay” y “ay” y los utilizaba indistintamente (y los corregía en las tareas igual de mal), pocas personas tan poco dotadas para el lenguaje recuerdo haberme topado en la vida. Gruñía, más que hablar, y empleaba tantos sobreentendidos que Sofía debía, una y otra vez, hacerlo volver sobre sus palabras y explicarse. Y al monstruo le costaba hacerlo, claro. Total, que pudimos sacar en claro dos o tres cosas. Él y su madre habían huido de su madriguera en La Calma luego de 60

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fracasar en el intento de matarnos, sí, pero no se habían ido de Guadalajara de inmediato. Se refugiaron en la casa vacía de una de sus víctimas (el Ojo no le decía así, desde luego, sino “uno al que le cobramos”), cerca del Cerro del Tesoro, y planearon su revancha. Ésta no llegó a consumarse porque en los bajos fondos se corrió el rumor de que la viejita y su hijo no eran sólo prestamistas, sino también ejecutores, y les fue imposible retomar el negocio (y eso que el Ojo ya había capturado una nueva batería de gatos, a los que tuvo que ir a soltar al cerro). La madre, que había conseguido salvar algunos ahorritos en una bolsa que llevaba metida en los calzones (y que jamás llegamos a ver mientras huían, desde luego), fue quien tuvo la idea de emigrar. Eligieron Los Ángeles porque, a fin de cuentas, ellos eran norteños y aquellas tierras les resultaban más familiares, aunque fuera de oídas, que otras zonas blancas en su mapa mental, como el Golfo o el Sureste. En un autobús de línea (la policía, en su momento, anunció un operativo para buscarlos que, como puede verse, fue utilísimo) llegaron a Mexicali y de allí, en un punto mucho menos transitado de la frontera que otros, se cruzaron ilegalmente, junto con un grupo de paisanos. El pollero que los llevó quiso estafarlos, pero el Ojo y su madre no eran personas fáciles de asaltar y terminaron siendo ellos quienes se quedaron con la camioneta y el dinero que el tipo llevaba encima (el Ojo, ante la pregunta específica de Sofía, negó haberlo matado, y sólo comentó: “Lo echamos al desierto… Se fue caminando”). Lo robado y lo ahorrado alcanzó para recomenzar su negocio de prestamistas en una casita mísera de un sitio llamado Compton (el Ojo le decía “Contón”), un barrio del sur de la ciudad que era un hervidero de pandillas. No les iba mal hasta que le facilitaron unos dólares a un sujeto bajito y flaco, con cara de conejo, al que apodaban Pipe. El tal Pipe no cargaba pistola ni resultaba particularmente rudo pero tenía el pequeño defecto de ser hermano del jefe de Los Rigos, una pandilla bastante salvaje. Todo esto, que a un ser humano común le habría parecido la receta de un desastre, no fue reflexionado por el Ojo sino hasta la tarde en que Pipe se presentó en su puerta para anun61

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ciar que no pagaría. Cuando la madre del Ojo lo amenazó, Pipe pegó un chiflido y media docena de fulanos del tamaño de muebles, con bermudas y pañuelos en la cabeza, entraron en la casa por la puerta trasera. Ellos sí cargaban pistolas. Se llevaron el dinero del cajoncito de los préstamos. Y la madre del Ojo los insultó tanto que cargaron también con ella cuando se fueron. “Vamos a darle un paseo, compa”, dijo Pipe, con una risita, mientras salían. El Ojo bramó como un animal (lo estoy suponiendo, la verdad, porque él no mencionó nada ni creo que hubiera sabido de qué manera hacerlo) y los vio marcharse, impotente y vencido. Yo cometí el error de decirle lo que pensaba. —¿Y crees que siga viva? La mirada de odio fulminante del Ojo me convenció de que era una pregunta acertada pero suicida. Nadie a quien le falte una persona que le importa se conformará con reducirse al sentido común. Transportado a un estado de espera perpetua, al lado invisible y tenebroso de la realidad, se resistirá a entender cualquier razonamiento, por sensato que sea. La gente no desaparece. Esa particularidad está reservada a los fantasmas y los duendes. A la gente se la roban, la sacan de la vista. Son sus cercanos quienes desaparecen un poco. Perder a alguien y no saber qué le pasa es meter un pie y una mano y la mitad de la cabeza a una tierra espectral de la que sólo se puede salir con respuestas, por malas que sean. Sofía me miró para callarme y la obedecí. El Ojo, ahora, volteaba hacia la hierba. A lo lejos se veía un lago. Algunos patos nadaban plácidamente por la superficie. Otros retozaban en la orilla. La vida seguía, para los demás. —¿No sabes nada? ¿No te pidieron rescate? —Sofía trató de retomar el hilo del tema. —Dicen que no la tienen. Que le quitaron el reloj y la soltaron por Pasadena —susurró el Ojo, medio encogido. —¿Y les crees? —lo increpé—. No creo que se hubiera tardado seis días en regresar. El sujeto me mostró los dientes otra vez. —Agarré a uno… Y soltó todito. 62

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Nos quedamos callados porque el “todito” en su boca sonaba a tortura, destripadero y desmembramiento. —A lo mejor está en un hospital o algo así —dijo Sofía, para serenar las cosas—. ¿Ya la buscaste por ahí? El Ojo sacudió la cabeza y quiso explicarse. Él era, después de todo, un pillo y estaba en el país del modo más ilegal posible. Lo aterraba la idea de ser descubierto, arrestado y deportado. No sabía qué hacer sin su madre y si lo echaban del otro lado de la frontera la cosa sería peor. Al menos allí, deambulando en una ciudad en la que vivían unos cuantos millones de mexicanos, podría ocultarse de la vista de la Migra y buscar. —Por ahí vamos a empezar, entonces. Hospitales, la policía, albergues. A lo mejor de verdad la llevaron y la dejaron por ahí y algo pasó. Me parecía una presunción demasiado optimista la de Sofía, pero prefería deambular por mostradores de hospital que meterme a Compton y hacer averiguaciones sobre Los Rigos y el cabronazo de Pipe en su medio ambiente natural, en el cual ella y yo brillaríamos como un par de pollos en mitad de una parrilla. El Ojo aceptó y, repentino, tendió una mano al aire, para cerrar el acuerdo. Sofía se la estrechó. Clarito pude ver que el tacto con esa palma callosa le daba asco pero no tembló ni dijo nada. Yo me metí mis propias manos en los bolsillos para reafirmarle al tipo que ni me acercara su garra. —Dame una foto suya, si tienes. Y anótale el nombre. No podemos ir preguntando nomás por una señora. El Ojo asintió con alguna desconfianza. Aunque el argumento era lógico, no debe haberle gustado soltarnos una información tan delicada como un retrato. Extrajo lo solicitado de una cartera grasienta. Era una pequeña foto de estudio que tendría ya sus buenos años. La vieja rancia que recordaba parecía en ella una dama respetable y serena, aunque horrorosa. Ayudado por un lápiz medio mordido que se sacó del pantalón, anotó en el dorso un nombre con su letra de niño bobo. “Hilda Álvarez”, decía. —¿Cómo te buscamos? —preguntó Sofía. 63

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—Yo los sigo —dijo el Ojo, solamente, con su voz de aguardiente ya recuperada de las emociones de confesarse ante nosotros. Se puso de pie. Nos dio un último vistazo y comenzó a alejarse. La cojera, aumentada por la mala postura en el banco y los minutos de quietud, se le acentuaba. Me pareció entender que aquel pandillero de Los Rigos al que interrogó habría luchado bastante antes de dejarse sacar “todito”. Cuando al fin el Ojo se perdió en el horizonte, caminando de regreso a la estación del metro, resoplé con alivio. —Hay que llamar al consulado —dije—. En México lo buscan. Seguro que en más lados que en Zapopan. Que lo metan a chirona. Pero Sofía no volvía en sí. Aún contemplaba la vereda por la que se había marchado el Ojo y su gesto no daba ninguna señal de que estuviera haciéndome el menor caso. —No vamos a llamar a nadie —murmuró, al fin, en una voz tan baja que le pregunté “¿qué?” antes de darme cuenta de que le había entendido. —Ahora vamos a ser sus mandaderos. Ella sacudió la cabeza y suspiró. —No. No es eso. —No me digas que le tienes pena. Mi reserva de ira en su contra no se había agotado por las malteadas y el rato de paseo juntos, ni se desvanecía cada vez que me tomaba de la mano. —No sé si pena. Pero tampoco lo odio —respondió. Y trató de tomarme la mano, de nuevo, pero me sacudí y no la dejé. —Quiso matarnos. —No pudo. —Porque corrimos. Ellos nos hubieran convertido en fajitas y nos hubieran servido en un plato para que tu gato nos desayunara. Por motivos que no pude comprender en aquel momento y que aún después de tantos años no entiendo, sinceramente, ella parecía contenta. 64

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—No entiendes, ¿verdad? La alegata comenzaba a fastidiarme. —No. Sofía sonrió y recordé, espléndida como estaba, por qué había dedicado mis noches y mañanas de tantos años a pensarla. —Si lo ayudamos, se acaba. Ya no van a perseguirnos. Nunca. Era un modo de verlo, desde luego, aunque considerar al Ojo de Vidrio un tipo capaz de regirse por un código en el que hubiera lugar para la gratitud me parecía un disparate. —Ya no vamos a preocuparnos por si regresan o no. Quedamos a mano. Me seguía pareciendo la peor idea del Universo pero, como de costumbre, no tenía argumentos como para contradecirla con éxito. Una ardilla correteó por las ramas del árbol más cercano y yo pegué un brinco, porque al descubrir su sombra lo primero que pensé era que se trataba de una rata. Sofía se dio cuenta, desde luego, y se burló. —Acá las ratas son elegantes. Hice el ademán de levantarme, pero me detuvo, la mano en mi hombro. Ahora no sonreía pero su gesto era dulce. Una invitación. —Siempre acabamos en los parques, ¿te fijas? A mi cabeza vinieron imágenes de los dos dando vueltas en la hierba, en mitad de La Calma, justo frente a las narices del Ojo y su madre. Y de ambos, de nuevo, trenzados, esta vez en el parquecito reseco cerca de la casa de su familia, en aquellas desastrosas vacaciones de Casas Chicas. Siempre terminábamos en los parques, sí, y siempre metidos en líos espantosos, arriesgando el pellejo a cambio de nada concreto. Esta vez no pude rechazarla cuando acercó sus dedos a los míos. Besar a Sofía en la boca, sentir sus manos frías bajo la playera, era lo más parecido que conocía a la perfección. Para cosas así estábamos en el mundo. Aquí, en este momento, podría extenderme durante varios párrafos para hablar del amor. Del piquetazo de entusiasmo ante la cercanía de alguien, por ejemplo, que es como suele comenzar. De los abismos que son los desengaños. Y, sobre todo, de la 65

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mezcla abominable de entusiasmo y desencanto que es, finalmente, la que da forma a cualquier relación. Y más cuando uno tiene los pocos años que ella y yo teníamos por entonces. Sofía, que para todas las cosas parecía tener más respuestas que yo, fue la que decidió los pasos que teníamos que dar, una vez que supimos que aquella hierba del parque Belvedere y el escaso refugio que ofrecían sus árboles y el lago no eran el escenario que necesitábamos en ese momento, luego de besuquearnos, tocarnos, rodar treinta veces uno encima del otro y mordernos como un par de cachorros en juego. El hotel Floral estaba a unas calles detrás del parque, más allá del freeway de Pomona. No tenía un letrero luminoso pero su tamaño y el enorme estacionamiento lo hacían brillar, de cualquier modo. Yo jamás había pisado un hotel de paso y ni siquiera tenía idea de su funcionamiento. Íbamos callados y en el rostro desencajado y los ojos rojos de Sofía pude ver el aspecto que seguramente yo tendría también. El aspecto de un animal comportándose como tal. El tipo de la recepción, un barbón lánguido que probablemente había fumado más hierba que Teo y todos sus amigos juntos, nos preguntó si no llevábamos equipaje con sincera curiosidad. Cuando le dijimos que no, sonrió con un dejo de abatimiento. —Chicos, ustedes buscan un hotel diferente a éste —nos dijo. Pero a fin de cuentas, su establecimiento sólo podía presumir dos estrellas (de cinco posibles), así que aceptó nuestro dinero y nos recomendó una farmacia cercana para comprar “todo lo que necesiten”. Yo, que no hablaba más inglés que el de las canciones, fui comisionado a dirigirme hacia allá mientras Sofía alistaba el cuarto. Por suerte, la farmacia la atendía un mexicano, así que el inglés no fue necesario. Era un tipo muy serio, aunque no demasiado mayor que yo, y supo interpretar como un campeón mis titubeos al pedirle preservativos. También compré chicles y dos botellas de agua. La cabeza me giraba, pero era como si el hambre de ser adulto me diera fuerzas. En alguna de mis películas de caballeros armados se narraba que un rey deseó tanto a una dama que consiguió cabalgar por los aires para 66

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llegar a ella. Así, flotando, volví al Floral, sorteé la recepción y el pasillo y llegué a la recámara. Sofía me abrió la puerta con sonrisa cómplice. Justo la clase de gesto que necesitaba. Volvimos a besarnos. Y caminamos, entonces, hacia la cama: un colchón enorme, ligeramente pandeado en el centro, y recubierto por un edredón genérico de color café con leche. Nada más que Sofía me interesaba en el mundo y sin embargo conservo en la cabeza todos los detalles del lugar. El olor a humedad, la cortina danzando por la brisa, el foco que apenas nos iluminaba. Todavía recuerdo la idea, extrañísima, de que éramos unos niños que jugábamos a ser adultos. De verdad que lo pensé. Pero lo olvidé enseguida, porque lo que quería era estar con ella. Sofía era casi de mi estatura. Había sudado y respiraba con la boca abierta, como si tuviera fiebre. Por primera vez desde que nos conocimos estaba callada. Lo que hacía era sonreír. Nadie en este mundo, ni en ninguno de todos aquellos imaginarios sobre los que tanto leí, ha sido tan hermoso como era Sofía aquella tarde. La caminata hacia Fetterly y la Sexta fue despaciosa. El sol se perdía detrás de las casas de Belvedere y, una vez vuelto a pasar el repleto freeway de Pomona, solamente unos pocos automóviles perturbaban las calles. Habían pasado quizá dos horas desde la última vez que cruzamos más de una frase los dos. Sofía marchaba con los brazos cruzados, como si tuviera frío, aunque el aire era tibio y se sentía una pesadez marina en el ambiente. Después de todo, detrás de aquellas colinas repletas de cemento y vidrio del oeste estaba el océano. Su sonrisa ahora era pequeña, insinuada, y sus ojos, entornados para evitar el reflejo del sol poniente, parecían cansados. El cabello no se le había secado aún, después del duchazo, y se le veía más lacio y ordenado que de costumbre. Me gustaría decir que hice mil reflexiones profundas o que fui capaz de mirarme desde fuera, por unos minutos, y que comencé a entender un poco de todo lo que había cambiado en mi vida en apenas un par de días. La realidad es que nada de eso sucedió. En lo único que podía pensar era en el placer, como si 67

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aún lo experimentara, y en el temblor de rodillas que sentía. A la vez, no deseaba agobiar a Sofía y procuraba mantenerme distante, sin que mis brazos y manos la alcanzaran a cada segundo, aunque querían hacerlo. Nos detuvimos a comprar cervezas y descubrimos que nuestra orgullosa mayoría de edad mexicana no servía de nada en una tienda gringa. Al menos en la de aquel coreano ceñudo, que nos pidió demostrarle que teníamos veintiún años cumplidos y nos echó cuando aceptamos no haberlos cumplido. A cien metros, claro, había una tienda atendida por una pareja de mexicanos gordos y bigotones, que parecían taqueros, y que nos vendieron la cerveza sin ningún problema. Entre el costo del cuarto, la farmacia y el alcohol, el dinero que llevaba encima se había terminado, así que necesitaba con urgencia encontrar a mi primo y garantizar mi regreso a Downey, porque no podría pagar un taxi y me daba miedo, tuve que reconocer, la posibilidad de pedirle a Sofía dormir en su casa. ¿O ella me lo pediría a mí? ¿Estaría esperándolo? ¿Pero qué dirían mis tíos? Una nueva urgencia por toparme con Teo era la de negociar con él la excusa que podría argüirse ante sus padres si es que yo no regresaba a su casa esa noche. El ruidero del buen pankroc nos guió hasta dar con la casa, una pequeña construcción de un piso, con un tejado alto de madera en forma de letra A. No había tanta gente como la noche anterior, pero sí unos treinta o cuarenta muchachos de nuestra edad, con sus pelos con picos, o las cabezas medio rasuradas, enfundados en playeras negras y con los pies metidos en tenis y botas enterregadas hasta el absurdo. No reconocí a nadie pero fuimos saludados con entusiasmo y nos hicieron pasar a una cocina brillante, en la que se apilaban las latas vacías de cerveza y brillaban las nuevas. Sólo entonces descubrí que aquélla era una casa diferente de donde fue la fiesta la noche anterior. —Qué onda, güero. Hoy no te pongas creisi, que mi mam llega temprano —me saludó un chaparro con lentes inmensos que lo hacían parecer una mosca. Acepté el saludo con alguna vergüenza. 68

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Sofía dejó nuestras latas en el refrigerador y apartó un par para bebérnoslas. Al segundo trago, como caído de los cielos, apareció Teo. Nos abrazamos como si fuéramos hermanos en vez de primos. Él ya estaba algo borracho. Saludó a Sofía con una reverencia sarcástica y ella se la devolvió. No se disculpó por su comportamiento de la tarde, pero no tuve ánimos para hacerle ningún reproche. Y cuando le pidió a mi primo las instrucciones para llegar al baño y desapareció, la miré irse con ojos tan cándidos que Teo sacudió la cabeza con incredulidad. —Estás muy cabrón, güero. ¡La traes recién bañada! Eres un loco. Te amo, cabrón. Brindamos con las latas. Teo estaba a punto de pedirme detalles de lo ocurrido, que yo desde luego no iba a darle, pero por fortuna apareció Nita y tuvimos que cambiar de tema. Les mostré la playera y las cintas regaladas por Sofía, que justo en aquel momento regresó y que, casi disimuladamente, me lamió la parte de atrás del cuello, debajo de la nuca. Debí hacer una cara inolvidable porque Teo y Nita abrieron los ojos. Los paisanos resultamos ser menos remilgados de lo que hubieran esperado. —Y qué vamos a hacer —le pregunté a Sofía cuando volvimos a quedarnos solos. Mi pregunta era intencionadamente vaga, porque podía referirse lo mismo a nuestra asumida misión de buscar a la madre del Ojo de Vidrio, por ejemplo, que a dónde dormiríamos aquella noche o, incluso, a nuestro futuro juntos. —Yo te llevaría a la casa —dijo ella—. Pero mañana llega una amiga a quedarse. Vino al shopin y pues ni modo. O sea que vamos a tener que gastar mucho dinero en el Floral —sonrió. Creo que nunca antes estuve tan alborotado en mi vida. Aunque no tenía demasiado dinero, sólo mis ahorros del trabajo y unos dólares que me había dado la tía Elvira para emergencias, confiaba en que mis tíos quisieran darme algunos billetes más a modo de regalo de cumpleaños adelantado si es que se los pedía. Pero, claro, los planes de Sofía involucraban muchas otras cosas. —Mañana tenemos que vernos temprano. En la estación de metro. Voy a sacar una lista de hospitales y albergues donde podría estar la señora y nos ponemos a trabajar. 69

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Un grupo bastante numeroso apareció en aquel momento en la puerta. Hubo alborozo y hasta aplausos, porque los recién llegados traían consigo un par de barriles de cerveza y unas bolsas sangrientas (que me provocaron un escalofrío) y que estaban repletas de filetes de carne. No todos eran panks, pero todos sin duda eran mexicanos, de cachucha, bigotitos y enormes playeras blancas. —¡Ya vinieron los pinches norteños! —decía el anfitrión, que parecía haber olvidado sus reservas sobre la hora en que llegaría su madre del trabajo ante la perspectiva de la carne. Resultó que los invitados eran gente de Chihuahua, de la Baja y de Casas Chicas, que acababan de mudarse a unos departamentos cercanos y habían prometido hacer una carne asada si los vecinos les ponían enfrente un jardín y un asador. —Uh, ya se armó sabroso —dijo mi primo Teo. Sofía quería ver las estrellas, así que salimos al backyard. En vez de escenario y mosh pit, esta vez había dos chicas armando un asador con unas rejillas de estufa y muchos ladrillos, dirigidas por el chaparro de los lentes de mosca. Alguien apareció con la carne y un pank sin camisa correteó al perro de la casa, un cocker polvoriento, para convencerlo de quedarse detrás de una reja, en una especie de gallinero. —Sí: guárdenlo o se traga la mitad de la cena —decía el dueño. Los filetes comenzaron a ser desplegados sobre unas brasas que rápidamente fueron convocadas gracias a una estopa bañada en gasolina. —Esto va a saber a llanta —le dije a Sofía, que se encogió de hombros y me puso la cabeza contra el pecho como si quisiera decirme que no importaba, que miráramos las estrellas, mejor. Ajeno al mundo de la carne asada, tal como era, contemplé con asombro a los norteños recién llegados sacudir el salero y el pimentero sobre los filetes como unos orates y discutir, incesantes, sobre el punto exacto en que deberían ser servidos. El consenso, que me pareció inaceptable, fue que el filete debería durar menos de dos minutos por lado sobre la parrilla, para que su centro resultara aún sangriento y chorreante cuando lo mascaran. 70

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—A lo mejor deberías pedir tu carne ya, porque si la pides más quemada te van a decir jotito —sugirió Sofía cuando regresó con su plato. Odiaba, y odio aún, la carne cruda. En realidad me costaba acostumbrarme a la idea de que un filete medio flameado en gasolina fuera una cena suculenta. Así que esperé a que pasaran quince minutos antes de acercarme. El grupo de norteños formaba un cerco impenetrable en torno a las brasas (los panks, una vez cenados, se habían dispersado para beber más, que era lo que preferían) y tuve que abrirme paso a empujones porque todos parecían incapaces de oír los tímidos “permiso, permiso” con que los abordé. —¿No tienen un filete quemado? Me miraron con desaprobación evidente. —Clarito se ve que no sabes comer carne, cabrón —la frase, demasiado descortés incluso para un norteño, me dejó frío. Los asadores deben haber pensado lo mismo, porque retrocedieron para revelar a quien me había soltado el trancazo. Era un tipo desmelenado, con pantalones verde militar remetidos en las botas y la camisa desfajada. El cabello le caía sobre los ojos, abundante y caótico como las ramas de un árbol tropical. En medio de su barbita de candado, el tipo sonreía con dientes manchados de tabaco. Lo conocía, desde luego. Félix Franco era un periodista de Casas Chicas, a quien habíamos recurrido cuando Paulo, el hermano de Sofía, desapareció de su casa. Félix era experto en el tema: llevaba años detrás de la pista de una prima perdida. Agitamos tanto las cosas entre Sofía, él y yo que Paulo reapareció. Luego todo se había jodido, pero Félix demostró ser un buen tipo. Nos palmoteamos la espalda. Valiente ciudad era Los Ángeles, que podías encontrarte a la mitad de las personas que conocías en el mundo en unas horitas, pensé, y recordé la historia de un profesor de derecho romano, que ahorró durante cinco años para pasar unas vacaciones de Navidad en Barcelona y que, luego de los vuelos y los controles de seguridad y el taxi y el registro en el hotel, salió al fin a la calle. Y en la primera esquina se encontró a su colega de derecho 71

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comercial y al director de carrera, emborrachándose juntos en un cafecito callejero, tan quitados de la pena. —¿Qué chingados haces acá, plebito? —Félix mascaba un bocado de carne que aún parecía vivo. —De vacaciones. —¿Y tú también? ¿Ya viajan juntos y todo? Pinches vatos, ya están peludos. Ya crecieron. Sofía se había acercado y le asestó un zape en la cabeza. —Cada uno por su lado. Además, tú ya sabías que yo iba a andar acá. No mames. Félix rio con la boca desbordante de carne. Era un poco asqueroso, sí, pero era nuestro amigo. —Pues sí, morra. Yo vine a resolver unos asuntos que ya sabes, y estos vatillos con los que me estoy quedando me trajeron acá. Le pegó un sorbo infinito a su cerveza y al terminársela aplastó la lata y la arrojó con pericia al bote de la basura. Levantó la mano, como un basquetbolista, para festejar el acierto. —¿Lo que me dijiste? —Sofía no sabía estarse quieta, sin interrogar a la gente. Félix le dio otro mordisco al filete. —Eso mero. Parece que alguien vio a mi prima por acá. Seguí investigando. Y acá estoy. A ver qué. Entonces, pues, ellos habían estado en contacto (finalmente ambos eran de Casas Chicas, me dije, aunque no supe qué pensar sobre el hecho de que se siguieran hablando) y sabían que andarían en Los Ángeles. El aparecido era yo. Nos callamos, porque sabíamos que el tema de la prima desaparecida era terriblemente serio y Félix nunca bromeaba al respecto. Le ofrecí una nueva lata de cerveza, que aceptó de inmediato. Y mejor nos pusimos a charlar sobre la carne asada y la ciudad, y las rubias satinadas de Sunset y de todo lo imaginable bajo el sol. Todo lo que no se relacionara con su cruzada y el viaje. Sofía sirvió un par de filetes en un plato y se metió a la casa. La seguí con la vista: Félix estaba muy entretenido en referir su discusión con un agente de migración, en el aeropuerto, cuando le dijo que era periodista. 72

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—”¿Y vienes a hablar mal de mi país?”, que me dice el vato. Y le respondo: “no, cómo crees, si yo soy gringo del alma”. Le reí el chiste. La cerveza, el cansancio, la revolución entera que estaba viviendo me dio la fortaleza para atreverme a hacerle una pregunta. —¿Y Sofía y tú se vieron en Casas Chicas o cómo sabían que andaban acá? Félix le dio un trago a la cerveza y me observó por un segundo. —Un par de veces. Ya la conoces: seguido me pregunta por mi prima. No sé qué cara habré puesto porque él me dio una palmada tranquilizadora en la espalda. —No te pongas celoso, carnal. Somos cuates todos. Ya la conoces. Era una frase tan vaga y malintencionada que tuvimos que reírnos los dos. Y mientras reíamos, pude ver que Sofía regresaba al patio ya sin el plato de carne. Venía de la calle, supuse. El Ojo de Vidrio habría tenido una buena cena, después de todo.

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V

El restaurante de mis tíos parecía sacado de las ensoñaciones enloquecidas de un tapatío enfermo de nostalgia. Papel picado como telarañas en las paredes, manteles de colores encima de las mesas, acuarelas de la Minerva, el Hospicio Cabañas y el lago de Chapala sobre el muro y, en las bocinas, un eterno popurrí del Jarabe, la Culebra y el Son de la Negra. La vajilla era puro barro de Tlaquepaque y las bebidas eran servidas en jarros del mismo material, lo que les daba el esperado sabor a lodo (la famosa “tierra mojada” de la canción), así se pidiera uno un agua mineral tan inocua como la mía. Mis tíos estaban tan entusiasmados por tenerme en su local que me prepararon un menú jalisciense por los cuatro costados (chilaquiles y frijoles refritos en manteca) y me sirvieron además una jericaya que sabía a insecticida diáfano. Agradecí sus atenciones, desde luego, pero chilaquiles y frijoles los comía mejores en mi casa y hubiera preferido que me sirvieran algo ligeramente más exótico (para mí). Y no: no pensaba en sushi o cocina thai, sino en algo como un buen corte de carne, por ejemplo, que llevaba años sin probar (desde Casas Chicas), porque la tía Elvira consideraba que los precios de la carnicería Real de Las Águilas eran un robo y se negaba a pagar algo más costoso que la molida de segunda con la que hacía las albóndigas con que salpicaba, en ocasiones, la vasta soledad de sus caldos, o los tropezones de la deshebrada que le echaba al fideo seco. Y por74

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que la carne asada de la noche anterior me había sabido a pura amargura. Mi primo Teo parecía igual de desganado que yo: nos habíamos desvelado otra vez, después de todo, y ya llevábamos encima un par de resacas (y la mía, como referí, tremenda). En fin. De cualquier forma, arrasamos con los platos y la tía Queta, su madre, nos recompensó con una segunda jericaya, que me llevó al borde mismo del vómito. Porque, claro, me la comí: soy un huérfano y nunca tuve el cinismo de rechazar un platillo regalado. Siempre pensaba en los desafortunados del mundo y le hincaba el diente a lo que fuera antes que despreciarlo. Teo no había hecho demasiadas preguntas sobre mi cita de la tarde anterior, pero parecía molesto con la idea de que la reaparición de Sofía y Félix hubieran convertido mi agenda en algo tan distinto del paseo por Los Ángeles que tenía planeado. Sin embargo, como ya dije, algo de tapatío conservaba mi primo en las venas, porque en vez de decirme la verdad, es decir, que estaba encabronado, aseguró que mis amigos le habían caído muy bien y le parecía perfecto que me fuera a pasar el día con ellos de nuevo. Pero clarita se notaba su indignación: en vez de ofrecerse a llevarme en el auto a donde había quedado de ver a Sofía aquella mañana, por ejemplo, me dio instrucciones muy precisas de qué autobús tomar y hacia dónde caminar. Y se quedó en el restaurante. Salí a la calle, pues, con el estómago revuelto, con un incipiente dolor de cabeza que me obligaba a entornar los ojos (el sol angelino era avasallador) y con un palillo de dientes encajado entre los molares, porque alguna fibra de la carne que mi tío Memo le echaba a los chilaquiles (y que, sospechaba yo, provenía de los restos no consumidos de los tacos de asada que servía) se negaba a abandonar su escondite en mis encías. Mis tíos, que como buenos angelinos adoptivos agarraban el coche hasta para ir a comprar la leche, me habían advertido que en los autobuses urbanos podía ir “gente muy rara”. Como no iba acompañado por Sofía, tuve ojos y tiempo para detenerme a observar la fuente de sus inquietudes en cuanto abordé uno. Y la verdad que no era para tanto. En mi autobús, enorme y 75

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medio vacío, apenas eran visibles una pareja de jóvenes negras, con camisetas y gorras de alguna cadena de comida chatarra, enfrascadas en repasar un manual. Seguían las líneas de texto con el dedo y ponían gestos de angustia. Parecían fastidiadas y con toda la razón: qué horror tener un empleo en aquel verano caluroso y andar sudado y a la carrera para que los turistas y los nativos se hincharan de comer hamburguesas o pollo frito. También iban un par de pasajeros con cara de mexicanos, desde luego. En cierta medida, subirse al autobús era como seguir en Guadalajara, aunque los camiones de mi ciudad no hubieran podido circular en Los Ángeles más que en los años cincuenta. Y quizá lo habían hecho, en realidad, y alguien nos los había vendido después, cuando ya no les servían a ellos ni para transportar ganado. A mis tíos el autobús les parecía digno de indigentes y para mí, que venía de una ciudad detenida en el tiempo, el de Los Ángeles era un transporte de primera. A mitad del viaje, finalmente me rendí. Mi prioridad, desde que abrí los ojos en la mañana, había sido no pensar en Sofía. Pero Sofía era, a la vez, lo único en lo que podía concentrarme. No era un asunto que pudiera elegirse con libertad: se imponía a hachazos en el cerebro. Sencillamente, era incapaz de eludir el recuerdo de su olor y sus piernas, aunque las cosas se hubieran vuelto tan peculiares entre nosotros apenas unas horas antes. Sofía iba y venía de mi vida como una especie de cometa y su paso abría el cielo en dos. Dos veces habíamos dejado de hablarnos y de vernos durante meses interminables y dos había ella reaparecido como si nada, y yo había vuelto a engancharme en su estela. Me fui a Los Ángeles para olvidarme de las amarguras que me hizo pasar y resultó que ella estaba en la ciudad y se había apoderado de mis vacaciones y mis pasos. Y de mi cabeza, claro. Y en aquel momento me dirigía a encontrarme con ella, sí, pero no para besarla en un prado, como hubiera querido, ni para volver al hotel Floral, en donde nuestros devaneos habían encontrado, al fin, una sede perfecta, sino para acompañarla en la búsqueda más demente posible: la de la madre del Ojo de Vidrio. Díganme si no era pura mala suerte, la mía. 76

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El parque Belvedere, por la mañana, no era el oasis sereno que habíamos visitado la tarde anterior, en el que se dejaban ver más pájaros que cristianos. Ahora era un hervidero. Los policías de la estación vecina, en playera y pantalón corto, desfilaban al trote en un apretado grupito, entonando rimas corales, como si se prepararan para la Olimpiada. A su alrededor, otros doscientos gringos, altos y bajos, rubios y morenos, gordos y atléticos, hacían flexiones, o rodaban por la hierba, o se paraban de cabeza, o corrían desaforadamente (de hecho, un negro musculoso e inmenso, de cabeza rapada y con lentes de sol, me dejó atrás con la misma facilidad con que un avión rebasaría a una bicicleta y se perdió, en segundos, por el horizonte). Olía a hierba húmeda y en los árboles asomaban las caras peludas y roedoras de las ardillas. Sofía, en playera y jeans, y con el cabello aún muy peinado, como si acabara de salir de la ducha, se encontraba en la misma banca del día anterior. En posición de flor de loto y con la cabeza detenida en las manos, me esperaba. Parecía aburrida. Ahora era yo el que llegaba con retraso: me había tomado media hora más de lo planeado llegar por culpa de mi primo, que me envió en autobús en vez de llevarme en su auto. Eso le expliqué y le planté un beso en la boca a modo de buenos días y ella lo aceptó y devolvió, pero soltó un bufido de burla apenas nos separamos. —Andas cariñosito. No dije nada pero me indigné. Sofía se comportaba como si no hubiéramos pasado juntos el día, como si no hubiéramos compartido la cama, la saliva y el sudor, como si… Pero era Sofía, claro. Esperar que se comportara como uno desearía era más o menos tan sensato como intentar ponerle chalequito y moño a una foca y pedirle que se bailara un mambo. No me había citado allí, en el Belvedere, por ninguna clase de sentimentalismo relacionado con la tarde pasada, claro, sino porque allí al lado pasaba el autobús que nos acercaría al primer punto de nuestro periplo en busca de la mujer perdida: el East Los Angeles Doctors, el centro médico en el que solían ser atendidos los paisanos en esa zona de la ciudad. 77

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—Ya nos viene siguiendo el güey —me dijo ella, apenas ocupamos el par de asientos delanteros del autobús. Hablaba del Ojo de Vidrio, desde luego. Y sí: allí estaba, con su apariencia de zopilote oscuro. Lo vi alcanzar el paradero y sentarse a esperar, con toda calma, el siguiente autobús. Nos seguía, a la distancia. Para hacernos saber que estaba allí. —Anda rondando desde temprano el parque. Cuando llegué ya andaba por ahí, escondiéndose de los policías. Tuve que tragar una saliva espesa como nieve de garrafa. Yo esperaba que el hospital fuera una torre modernísima. Como las que aparecen en las series sobre médicos heroicos de la televisión, esos astutos especialistas que salvan pacientes afligidos por enfermedades que sólo los libros conocen: infecciones tropicales por beso de mandril, parásitos de la tundra ártica, gripas lunares y demás. Y que, claro, se enamoran y se acuestan con la mitad del elenco femenino o masculino. Pero, en fin, el hospital, aunque grandote, era horrendo y no se parecía a un set de televisión. Un edificio de un par de pisos, con recubrimiento de ladrillo y unos murales tan feos que podrían haber pertenecido a mi preparatoria, en Guadalajara. Representaban a los mismos tipos esforzados, sudando por el bien de su pueblo, y a los mismos elotes chuecos. La recepción olía a cloro y a enjuague para ventanas. Y, tuve que pensar, también a muerte. Desde que había conocido el anfiteatro de Casas Chicas, junto con Sofía, todas las instalaciones médicas me daban tufo a cadáver. Era imposible evitarlo. Y por eso las odiaba. Desde el vestíbulo se alcanzaba a ver una abarrotada sala de espera repleta de viejitos derrengados, albañiles caídos del andamio y chamacos con vendas en la cabeza. En el mostrador principal operaban un par de mujeres anchas y robustas, vestidas de blanco y muy eficientes, ocupadas en atender a la vez los tres teléfonos y a cinco personas desesperadas por auxilio. Una de ellas tenía cara de paisana y nos hizo señas para que esperáramos nuestro turno. Había que tomar una ficha y aguardar a que un contador de números rojos y brillantes, fijado en la pared, señalara la cifra marcada en la ficha. Fue su compañera, 78

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una negra con los ojos casi escondidos entre las mejillas inmensas y la frente amplísima, la que se desocupó primero, quizá veinte minutos después, y nos llamó. —Tuenisix. Éramos nosotros, el tuenisix. Sofía le habló en su mejor inglés de niña de colegio bilingüe y yo puse cara de que entendía a la perfección lo que una y otra se decían. La mujer le dio un vistazo (sus ojos aún más pequeños, aún más entornados) al retrato que Sofía le puso en la mano, el de la madre del Ojo de Vidrio, y luego revisó el monitor de su computadora. Al fin, tras teclear varias veces y rascarse la cabeza, como si algo no terminara de salirle bien con la encomienda, puso cara de compungida y devolvió la fotografía. —Dice que no hay nadie así. Anoche se llevaron a una mujer que más o menos da la edad, pero era blanca, güera. Cuarenta minutos después de haber entrado estábamos en la calle de nuevo. El sol arañaba la piel y me arrepentí de no haberle pedido alguna cachucha prestada a mi primo (y lamenté, de nuevo, haber perdido la mía). Ni siquiera tenía, como Sofía, unos lentes de sol que me protegieran de los desbordes de la luz californiana. Cruzamos la calle para aproximarnos a la parada del autobús. Estaba vacía. Nos sentamos en los asientos disponibles (paradas con asientos, sí, nada que ver con Guadalajara, en donde uno se apostaba en una esquina, quizá entre dos autos mal estacionados, y esperaba allí). Estaba a punto de tomar la mano de Sofía, porque me moría de ganas de besarla, pues, para qué mentir, cuando me di cuenta de que al otro lado de la calle nos miraba el Ojo. Con las manos en los bolsillos y un gesto de perro con problemas gástricos, daba un poco de pena. Levantó los hombros para preguntarnos por el resultado de la búsqueda en el primer hospital. Nosotros negamos con las cabezas a la vez: nada, mala suerte, seguimos. El White Memorial Medical Center era un sanatorio religioso, fundado por los Adventistas del Séptimo Día, un grupo protestante con varios miles de seguidores en aquella parte del mundo. En la recepción despachaba una mujer albina de gesto 79

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muy dulce y que además debía estar un poco sorda, pensé, porque nos sonreía como loca en vez de hacernos caso. —Necesitan identificarse antes de pedir nada —nos dijo un médico con acento de caribeño que pasaba por ahí. —Sólo queremos un dato —se quejó Sofía. Tuvimos que sacar los pasaportes y la albina los contempló con la misma impasible sonrisa beatífica y anotó algunos números en una bitácora, comprobándolos dos veces, como alumna aplicada. Sólo entonces aceptó darle una mirada al retrato que Sofía le había colocado en el mostrador, debajo de sus narices, desde que habíamos llegado. Lógicamente, tampoco allí tenían a la mujer perdida. A un par de calles del hospital adventista estaba la Mariachi Plaza, llamada así porque se llenaba de conjuntos de paisanos sombrerudos con guitarrones y violines todas las noches. A mediodía lucía polvorienta y abandonada. Nos sentamos en una banquita de concreto y el Ojo de Vidrio, que nos seguía a un par de decenas de metros, se nos aproximó con la cabeza gacha y el talante apagado. —¿Nada? Sacudí la cabeza. Sofía se mordía el labio y, creo, le daba vueltas a algo en el cerebro. Mientras lo hacía, y para mi sobresalto, el Ojo de Vidrio se acercó, paso a paso, y con desconfianza, como si yo fuera a echármele encima, ocupó el espacio a mi lado en la banca de concreto. ¿Cómo describir su olor? Era como una alfombra que hubiera sido abandonada en el bosque durante unos años y que alguien, por accidente o imprudencia, encontrara y decidiera plantar en la sala de tu casa una mañana. Puro moho. Pura suciedad. Barro, sudor: su hígado debía estar más podrido que un trapo de baño público. Tuve que aclararme la garganta, aunque resistí todo lo que pude, porque temía que el tipo pensara que iba a dirigirle la palabra. Pero finalmente pasó. Y él, claro, reaccionó como el diablo de Tasmania. —¿Qué? —me bramó, alejándose unos centímetros. 80

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Era tan tranquilizador como compartir asiento con un monstruo de Gila. Antes de que pudiera aclararle nada, Sofía nos interrumpió. —Vamos a perder mucho tiempo si vamos de hospital en hospital. Necesitamos un directorio telefónico y monedas. Vamos a hacer una lista de sanatorios y albergues y los llamamos. Si alguno cree que podría estar allí, vamos. Si en ninguno hay alguien que se parezca, pues llevamos la denuncia a la policía… Tanto el Ojo como yo saltamos esta vez. Yo, porque no me interesaba presentarme en una comandancia a que me interrogaran y me preguntaran por mi relación con una mujer, como la madre de nuestro bestial compañero, que no sólo había sido capaz de despachar a varios cristianos de este mundo, sino que le había dado a comer sus restos a unos viles gatos. Entre ellos el detestable Tacho, el minino de mi tía Elvira. El Ojo, desde luego, tampoco estaba conforme con recurrir a las autoridades y pareció ofenderse mucho cuando llamé “carnicera” a la autora de sus días. Sofía extendió las manos para acallar nuestras protestas. —Tenemos que ir con la policía en algún momento si la señora no aparece en los hospitales. ¿Quién nos dice que no está arrestada? ¿O que la tiene Migración? El Ojo de Vidrio se persignó al oír esa última palabra. Quedaba claro que su peor miedo era que lo fueran a apartar para siempre de su madre, quien, a la vez, era con toda seguridad el cerebro de su equipo criminal. Porque el grandulón apestoso podía meter miedo y torcerte el pescuezo, sin duda, y eso lo hacía muy bien, pero era su madre quien ideaba cómo y por qué. Abandonado por ella, o al menos privado de su guía, el Ojo no era sino un animal torpe y desorientado. La peor parte, sin embargo, estaba aún por venir. Sofía decidió que nos dividiéramos en dos equipos con el fin de conseguir las cosas que necesitábamos para proseguir con la búsqueda. Ella iría a cambiar un par de billetes a un mall más o menos cercano, la Japanese Village, y a hacerse de las monedas de un cuarto de dólar necesarias para las llamadas; nosotros debíamos encontrar el directorio telefónico. 81

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La miré fijamente, para ver si caía en la cuenta de que me estaba dando esquinazo, y no solamente eso, sino que estaba enviándome a recorrer las calles junto con el Ojo de Vidrio, un comprobado salvaje. Uno que había intentado arrancarnos la cabeza del cuerpo no demasiado tiempo atrás. Como no daba la impresión de haber notado mi escándalo ni mi furia, la tomé del brazo y me la llevé detrás de la jardinera de un árbol. —¿Qué carajo te pasa? —protestó. —No vas a mandarme con este loco. Sofía me plantó la cara. —Mira, necesito ir a un baño y una amiga trabaja en una tienda en la Japanese Village. No tiene caso que vengas conmigo: si tomo el autobús, tardo diez minutos. En menos de media hora regreso con las monedas, y ustedes ya tienen el directorio. No le veo lo complicado. A veces era desesperante tratar con ella. Nunca escuchaba otra cosa que su propia voz. —¿No? Claro, es la mejor idea del mundo, mandarme a pasear con el demente que quiso matarnos. —¿Prefieres que me lo lleve? La sola imagen de ambos alejándose juntos era estremecedora. Una abejita y un camaleón listo para comérsela. Y no, no era capaz de resistirla. Bajé la cabeza. Ella se soltó de mi agarre y se alejó. —Media hora. Aquí. El Ojo de Vidrio, entretanto, se había mantenido en la banca, con la mirada perdida en la punta de los pies. La cara se le veía oscura en partes, y era difícil decidir si se debía a la tupida barba que le crecía hacia abajo a partir de las ojeras o porque tenía el rostro decorado por churretes de mugre milenarios. La ropa le quedaba demasiado holgada y se detenía los pantalones con un cable eléctrico amarrado con un nudo bastante endeble. Quizá incluso antes de que su madre desapareciera ya atravesaba por una mala racha y por eso se le veía así de consumido. —Te hace enojar, ella —dijo el Ojo, con un sarcasmo que me irritó. —Ándale, vamos a buscar el pinche directorio —respondí. 82

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¿Dónde conseguir algo así? Uno da por sentadas ciertas cosas y luego es incapaz de lidiar con el hecho de que los objetos del mundo no crecen en los árboles y que, en ocasiones, resulta muy difícil obtener lo que se desea. Que me lo dijeran a mí. Ni el Ojo ni yo dominábamos precisamente el inglés y a él, además, le daba miedo entrar a cualquier tienda, por si a alguien se le ocurría espantarse de su aspecto de hombre lobo deprimido y marcarle a Migración. Cruzamos, sin saber qué hacer, bajo un puente por la Primera Avenida y a unas cuatro o cinco cuadras adelante, ya sobre una calle llamada Soto, dimos con un hotelito. Una construcción deprimente de color roca. Y justo allí tuve una idea: el día anterior, en el Floral, había visto una guía telefónica en la recepción, junto a un aparato de monedas. Aquélla era la solución. Así que le hice señas al Ojo de que me siguiera. Lo hizo cautamente, y mirando a ambos lados de la calle vacía antes de cruzarla. —En la recepción van a tener un teléfono. Yo distraigo al que esté en el mostrador y tú agarras el directorio. El Ojo no dijo nada pero al menos no se negó a recibir mis órdenes y eso me hizo sentir un poco menos idiota que diez segundos antes. Entré primero y dejé la puerta medio atorada para que el resorte de la parte superior no la cerrara. Casi todas las puertas de los negocios de Los Ángeles eran así, listas para cerrarse por sí solas y evitarles molestias a los güevones de los dependientes. El Ojo se coló justo detrás. Tuvimos suerte: el mostrador estaba un tanto arrinconado y, fuera de su línea de visión, junto a la entrada, se abría una salita con una pareja de sillones individuales forrados de plástico verdoso y remachados con un metal deslucido. Al fondo se destacaba el teléfono público, que le señalé al gigante a mis espaldas con una expresiva inclinación de cabeza. Un tipo de unos setenta años, gordo y en mangas de camisa, miraba un partido de beisbol en el televisor sujeto en la pared frente al mostrador principal. Tenía un ventilador apuntándole directamente a la cara: estábamos, después de todo, a más de treinta y cinco grados. Era calvo pero de gesto agradable. No 83

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me notó lo mexicano a primera vista, supongo, porque me habló en inglés. —What’s up, kid? —Buenas tardes. Se bajó los lentes al oírme hablar en español. —Houla. —¿Hablas español? —Poquitou. Le sonreí. Mi cabeza aún no decidía qué pretexto poner para haber aparecido allí, porque era claro que no pensaba hospedarme en un lugar como aquél que regenteaba, en el que hasta los piojos más sucios tendrían miedo de contagiarse de algo. —¿La calle Soto Sur? El gordo entornó los ojos, porque era claro que la palabra sur no la entendía muy bien. —¿Soto South? —repetí, echando mano de mi reducido arsenal de la lengua de Mark Twain. —Oh! South Soto Street! The next block! To the righ side! Levantó su brazo del tamaño de un tronco de árbol para señalar un punto inexacto en el aire. Yo me deshice en caravanas y, retrocediendo sin voltear, como si estuviera en presencia de un rey, salí del lugar. —You’re welcome! Un gringo muy amable, me dije al volver a la calle, bajo el sol. Al menos. El Ojo ya estaba sentado en las escaleritas de la entrada. Tenía en las manos el directorio telefónico. Y también el aparato de teléfono, dos ceniceros, una pequeña lámpara de mesa y una copa de cristal llena de dulces. —¿Para qué queremos todo eso? Me miró ofendido, como si resultara evidente para cualquiera la conveniencia de robar. Le arrebaté el directorio y nos pusimos en marcha. El Ojo se atrasó porque estaba empeñado en acomodarse el botín en los bolsillos del gabán que lo cubría, pese al solazo: los ceniceros en las bolsas más amplias del frente, los dulces en los pantalones, la lámpara en una bolsa interior… 84

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La Mariachi Plaza seguía medio desierta, aunque un par de indigentes (no, no eran mexicanos, sino rubios, barbones y con cicatrices en el rostro, lo que les daba un aspecto más bien terrible) ocupaban la banca en donde habíamos estado sentados un rato antes. Llevaban una botella de alcohol metida en una bolsa de papel y, por turnos, le pegaban unos sorbos de antología. Yo me mostraba partidario de que nos instaláramos en otro lugar pero el Ojo de Vidrio no era, de ningún modo, alguien que se achicara ante un par de simples vagabundos, por más rudos que parecieran. Se les paró enfrente, como si fuera un árbol, tapándoles el sol. Los vagos, melenudos, mugrosos y con unos gabanes muy similares al del Ojo encima, se volvieron para indagar el motivo del repentino oscurecimiento de su día. —Get out, mudafuka! —dijo el más bajo, sin gritar, como si intentara espantarse a un pájaro inoportuno de su jardín. El Ojo, de un solo movimiento, sacó una navaja del tamaño de una raqueta de ping-pong de la manga y se la acomodó justo debajo de la nariz. Los dos tipos dieron un brinco. Su botella rodó de la banca y se estrelló en el piso y se hizo migas, pese al papel que la envolvía. —¡A chingar a su madre! —les berreó el Ojo y los sujetos retrocedieron. —Mudafuka! Mudafuka! —repetían. Pero igual terminaron por desaparecer, aún dando de gritos. Por suerte, ningún policía ni cualquier clase de testigo incómodo atinó a asomar por allí. Me di cuenta de que había estado aguantando la respiración… Estaba, sin duda, en la peor compañía del mundo. —Ya estuvo —dijo el Ojo, como si fuera una gracia. Me senté lo más lejos que pude de él y apreté el directorio de teléfonos de la ciudad de Los Ángeles contra el pecho. Sofía tardó quizá otros cuarenta minutos en llegar. Cuando finalmente lo hizo el caos sobrevino con ella. Según su eterna costumbre. ¿Cómo evitarlo? Lo que sucedió, según me dijo después, fue que su plan había cambiado. Ligeramente. Luego de tomar el autobús, visitar el baño del negocio en el que traba85

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jaba su amiga en la Japanese Village y obtener el cambio para el teléfono, se había encontrado con Félix Franco. No, no había sido por casualidad: la noche anterior, en la fiesta, Sofía le había referido a Félix la historia de nuestra misión de búsqueda y al reportero le había parecido bastante curiosa. Más que curiosa: extraordinaria. Quiso saber más sobre el Ojo de Vidrio y su madre y, aunque no dijo por qué, había citado a Sofía. “Pon al Luisito a que cuide a ese cabrón y lo tenga vigilado”, le recomendó. Por eso, y no por el pretexto estúpido del directorio, era que me había dejado con él. Y sin avisarme: cómo no. Félix mismo venía detrás de Sofía, pues, y no me di cuenta, hasta que casi lo tuve enfrente, de que la cara le había cambiado y ahora tenía una expresión rabiosa que nunca antes le había visto. Hice el intento de levantar la mano para saludarlo pero él fue más rápido. Se lanzó como un tigre sobre el Ojo de Vidrio. Apenas si pude pegar un brinco a un lado para no verme envuelto en la pelea. Caí al suelo y me arrastré atrás, hasta que mi espalda dio contra otra banca. El Ojo de Vidrio también había sido tomado con la guardia baja y él y Félix ya rodaban por los suelos de la Mariachi Plaza. Escuché sonidos de vidrio rompiéndose y supe que los ceniceros y la lámpara hurtados del hotel del gringo amable ya eran historia. Sofía parecía sorprendida pero mucho menos que yo. Claro: a ella Félix ya la había puesto en antecedentes… —¿Qué madres pasa? —le dije cuando se me acercó y me tendió la mano para ayudarme a poner de pie. —Ahorita te cuento todo. Hay que esperar a que lo controle. Pero era más fácil decirlo que conseguirlo. Sí: Félix era un norteño grandote, con brazos como pesas, y sabía, al parecer, meter un buen golpe. Pero incluso tomado por sorpresa y sometido a una lluvia de golpes desde el inicio del pleito, el Ojo no era cualquier rival: peleaba como un pulpo del abismo negro y, pronto, Félix se vio contraatacado, con el Ojo sentado sobre su pecho, pegándole puñetazos en la cara. —¡Hijo de puta! —gritaba el periodista, sofocado. —¿Y de dónde se conocen éstos? —le pregunté a Sofía. Mi amiga me hizo una seña para que la aguardara. Al menos 86

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un momento. Recorrió las cercanías con la mirada y, luego de escrudiñar y descartar algunos objetos, tomó un trozo de tubería que había sido abandonado en una jardinera. Quizá provenía de alguna reparación de los hidrantes de la plaza. Misterio. El tubo tenía el largo de una pala para voltear hamburguesas. Sofía lo estrelló contra la nuca del Ojo de Vidrio y éste, tomado nuevamente de improviso, recibió un golpe seco y efectivo. Emitió un chillido angustioso, como el de un gato atropellado, y se encogió sobre sí mismo, con las manos en la nuca, los ojos cerrados y los dientes expuestos en una mueca de intenso dolor. Casi tuve lástima de él: se torcía como un futbolista abatido por una patada criminal. Félix, entretanto, aprovechó el momento para incorporarse. Le metió un par de patadas en las costillas al Ojo y, cuando éste volvió a chillar, invirtió la posición hegemónica y se le sentó encima. Pero esta vez no habría otra vuelta de tuerca: el periodista puso la hoja de la navaja del Ojo contra el cuello de su propietario y lo amenazó. —Quietecito, cabrón. El Ojo, adolorido, nos buscó con la mirada. Seguro que en su mente desfilaban toda clase de insultos. “Traidores, judas”, habrá pensado. Y muchas palabras peores, desde luego. Sofía, aún con el tubo en las manos, le sonrió. —Mejor hazle caso. Se conocían, sí. Mucho más tarde, enfrente de unas cervezas, en el departamento que Félix compartía con media docena de nativos de Casas Chicas, obtuvimos la historia completa. Habíamos abordado un taxi, con el Ojo de Vidrio aún arisco pero ya casi resignado a ser nuestro prisionero. Tuve que viajar a su lado en el asiento trasero, sabiendo que Félix le tenía la navaja colocada junto al costado al otro lado para evitar cualquier intento de fuga. Sofía iba adelante, con el conductor, distrayéndolo con su plática y haciéndose la graciosa para llamar la atención y evitarnos preguntas incómodas. El Ojo, ahora, estaba arrinconado en casa de Félix, con las manos atadas a la espalda con cinta. Gruñía. Rechazó la cerveza 87

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que le ofrecimos pero permitió que Sofía le pusiera un pañuelo en la cabeza (un hilo de sangre le escurría entre los mechones de pelo grasiento) y hasta se comió un sándwich que mi amiga le preparó y le puso frente a la boca. Cada mordisco me hacía pasar saliva: qué miedo alimentar al Ojo y correr el riesgo de que te fuera a lanzar una tarascada. Félix también estaba bastante magullado, sobre todo de un pómulo, gracias a un derechazo de su apestoso contendiente. Se puso una bolsa del supermercado con unos hielos encima de la hinchazón. Yo destapé una segunda ronda de cervezas. Había logrado salir limpio de la trifulca, pero estaba más asustado que un conejo. —Llevaba años buscando a este cabrón —dijo el periodista. El Ojo lo miró con odio infinito durante un instante pero luego bajó la cabeza y se dedicó, de nuevo, a su sándwich. Sofía nos alcanzó en la mesa. Era apenas el inicio de la tarde y los compañeros de departamento de Félix, por suerte, no volverían antes de la medianoche, empeñados en toda clase de empleos agotadores, como enfermeros, jardineros, albañiles, carpinteros… —¿No saben nada de este pendejo? Pues no los culpo. Yo tampoco sabía que estaba acá. Si no, hubiera hecho algo antes —Félix volvió a acomodarse los hielos en la cara—. Me sabía lo de la aventura que tuvieron con los gatos y esa madre, pero nunca pensé que aquellos cabrones fueran estos mismos… Sofía y yo intercambiamos una mirada. Ella sabía más que yo, sí, pero no demasiado. —Anoche brincaste cuando te mostré la foto de la señora —deslizó ella. El periodista se incorporó un momento para reacomodarse en la silla. Le dio un buen sorbo a su cerveza. —Sí. Porque la reconocí. Del pueblo. Tú no te acuerdas porque estás muy morrita. Así que el Ojo y su madre eran de Casas Chicas, me dije. Claro: un par de animales silvestres de tanta peligrosidad tenían que venir de aquel pueblo polvoriento y malhadado en medio del desierto del norte. 88

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—La señora siempre fue prestamista. Aunque era menos brava en el pueblo, porque allá la gente no se anda con pendejadas. Y el hijo estaba metido en la policía municipal. ¿Pueden creerlo? Este hijazo de la chingada era de los buenos… Yo lo creí sin ninguna clase de problema. Después de todo, los agentes del orden que conocía eran todos ineptos o abusivos o una mezcla de ambas cosas. El Ojo se había dejado caer sobre unos almohadones. Dormía o quizá solamente lo estaba fingiendo. Cómo saberlo: el pecho le subía y le bajaba rítmicamente, pero debajo del párpado cerrado de su ojo bueno el globo se removía. En algún documental de la televisión había visto que las personas no suelen mover los ojos cuando recién conciliaron el sueño, sino solamente cuando ya es profundo… —¿Te acuerdas de la banda de secuestradores que agarraron en el pueblo hace unos años? Pues este cabrón fue uno de los que los agarró. Pero no porque fuera Sherlock Holmes, sino porque él les pasaba información. Alguno de esos perros conoció a la madre y ella les vendió los servicios de su pinche retoño de la policía… Sofía, fascinada, se tapaba la boca con la mano. Seguro que ella, aunque fuera más joven que Félix, había oído bastantes historias acerca de aquella época. Era su pueblo, después de todo. Yo, por primera vez desde que había tomado el avión, hubiera querido estar de vuelta en Zapopan, en mi vieja biblioteca, con las narices metidas en uno de esos libros de fantasía que tanto me gustaban. Y no allí, enterándome de esas cosas aterradoras. Félix se encendió un cigarro. Me ofreció otro pero lo rechacé. El sabor del tabaco no había acabado de conquistarme. Para mi sorpresa, Sofía lo aceptó, y el periodista se lo encendió con el suyo. —Pues sí. Esos trabajitos hacían estos cabrones. Pero metieron la pata. Porque un día alguien se llevó a unas chicas de una fiesta en un rancho, a las afueras. Tres chicas menores de edad, de diecisiete. Una de ellas era mi prima. La cara se le ensombreció al decirlo. Y la boca se le debe haber quedado seca, porque tuvo que vaciar la botella de cerveza antes de hablar de nuevo. 89

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—Se armó un escándalo, porque eran muchachas del pueblo, no ganaderos ni gente de lana como la que habían estado levantando por ese tiempo. Y no volvió a saberse nada de ellas. Nada. Cuando la gente salió a la calle, cuando mi tía y otras mujeres se plantaron enfrente de la alcaldía, este cabrón delató a los otros secuestradores. Los puso. Y los agarraron. Pero ellos no tenían nada que ver con lo de las chicas. El Ojo se removió en su rincón y nos dio la espalda. Era como un niño que, castigado, tuviera que escuchar el relato de la peor parte de las hazañas que lo habían llevado al rincón. Félix mordió el cigarro y echó a volar la humareda por los aires. —Y estoy seguro de que algo sabía y sabe este idiota sobre los que se llevaron a mi prima y a las otras muchachas. Porque lo amenazaron. ¿Verdad? —y levantó la voz, para no dejar duda de que lo escucharan. El Ojo, en respuesta, emitió un ronquido que sonó, debo decir, bastante falso—. Algo les dijeron, a su madre y a él. Porque salieron volando de Casas Chicas. Este güey dejó su patrulla estacionada a la salida de la carretera. En su casa nomás faltaban la ropa y los papeles. Pero ya nadie los vio en el pueblo. Sofía, ansiosa, se encendió un segundo cigarro. Me miró, sin decir nada, a lo mejor calibrando la conveniencia de que estuviéramos metidos en algo que se ponía más turbio cada vez. Aunque tratándose de ella, lo dudo. Los problemas la atraían como el azúcar a las hormigas. —Yo creo que eso puede ser —dijo de pronto, con una vocecita temblona inusual en ella, que rara vez dudaba. Félix y yo volteamos. —¿Qué? —Lo de la madre del Ojo. Si los que la levantaron no la tienen… Y si no está en los hospitales ni por ahí… A lo mejor se topó con aquellos tipos. Los que la amenazaron. Nos quedamos helados. Félix resopló y cerró los ojos. Yo sentí un escalofrío en la espalda a pesar de los casi cuarenta grados del departamento al sol de la tarde. Del rincón llegó un sonido que ya no era un ronquido falso. Era algo más parecido a un gemido. Ahogado. El Ojo de Vidrio estaba llorando. 90

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VI

Tener capturado al Ojo de Vidrio no era asunto fácil. Ningún dragón se rinde sin pelear. Cuando se cansó de fingirse dormido, el Ojo se sentó en el rincón, con la cabeza encajada entre las rodillas y la boca bien cerrada. No hacía caso cuando se le dirigía la palabra y apenas parpadeaba. Era como si pudiera permanecer agazapado en su propia cabeza por horas y más horas y el mundo exterior se le desvaneciera. Félix se terminó la cuarta cerveza y jaló una silla del comedor para colocarla enfrente del prisionero. Aunque no era ningún enano, el Ojo lo sobrepasaba en tamaño, e incluso plegado sobre sí mismo, tal como se encontraba, resultaba formidable. Un yeti doblado pero no roto. —Qué vas a contarnos, pues. El tipo se removió en el suelo pero no dijo nada. Entretanto Sofía, que siempre iba un paso adelante, se metió a una de las habitaciones. La escuché haciendo llamadas en inglés (aunque tachonadas de mentadas de madre en español si es que no la entendían o tardaban en atenderla) a hospitales y albergues y a las comandancias de policía de cada condado imaginable. El sistema municipal y policiaco gringo resulta más o menos imposible de comprender para un mexicano, por más series de televisión que haya visto, así que debió haber pasado más de una hora cuando finalmente dejó el aparato y vino de regreso, estirándose como un gato que hubiera dormido la siesta en una postura incómoda. 91

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—En ninguna parte hay nadie parecido a la madre. Tienen algunas mujeres viejas, pero ninguna es mexicana. Y hay mexicanas pero ninguna es vieja. El consulado necesita la foto para hacer un cartel de “Se busca”. Pero tampoco saben nada por ahora. O no lo dicen por teléfono. Dicen que hay que ir. Parecía satisfecha de que su intuición aún no hubiera sido desmentida. Porque si los captores originales de la madre del Ojo de Vidrio no la tenían ya, y si tampoco se encontraba en hospitales, albergues o estaciones policiales (ni en las oficinas del forense, aseguró Sofía, a donde también había realizado las llamadas correspondientes), sólo quedaban dos opciones: la había agarrado la Migra, y ya no habría modo fácil de localizarla, o, peor: la tenía alguien más. El interrogatorio del periodista al malviviente, entretanto, no había avanzado un milímetro y Félix comenzaba a desesperar. Y no había que olvidar que, a fin de cuentas, era tan nativo de Casas Chicas como el Ojo, así que estaba acostumbrado a encarar los problemas de un modo un tanto más cerril de lo que los manuales de comunicación aconsejaban. La primera bofetada se estampó sobre la oreja del prisionero y casi podría jurar que el ojo falso estuvo a punto de salirle disparado de la cuenca. —Ya me cansaste, pendejo. Me vas a contar o qué. A mí la violencia me sobresaltaba siempre pero a Sofía la indignaba como casi nada más en el mundo. La tomé de la mano, porque ya estaba por irse a atravesar para asegurarse de que Félix no se pasara de lanza. —Déjalo. Está buscando a su prima. —No puede pegarle, Luis. No mames. Tuve que mirarla con severidad. —¿Ahora lo defiendes? ¿No que le tenías tanto pinche miedo? Le retiré la mano de la mía, casi bruscamente. —O sea que a ti te parece bien que le peguen —se quejó. El sonido de una segunda bofetada me provocó un escalofrío en la nuca. Félix no estaba para silencios y su paciencia hacía mucho que estaba agotada. —Se robaron a su prima. Y este pendejo sabe quién fue —argüí. 92

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Pero Sofía persistió y me tomó ambas manos con las suyas. Su tacto era, como siempre, preocupante. —Le prometimos ayudarlo —opuso, ya sin mucha fuerza. —A encontrar a su mamá. No a guardarse una respuesta como ésta… El Ojo seguía derrengado, allí, a merced de los empellones y golpes, aunque miraba retador al periodista que lo enfrentaba. Se estará encabronando, pensé, y no nos conviene que se ponga loco. Demasiado bien lo recordaba del pasado, persiguiéndonos en su covacha y jurándonos la muerte. No: nadie quería verlo disgustado. Tuve una idea. Me libré de Sofía y me acerqué al lugar del interrogatorio. Félix, que sudaba ya a chorros, quiso intervenir pero lo callé con un gesto. —Déjame hablar. El Ojo de Vidrio me miraba con desconfianza. A lo mejor se había dado cuenta de que no intenté defenderlo, pensé, pero lo mejor era actuar como si nada de eso importara. Con dureza. —Tu mamá no está en ningún lado. Llamamos a los hospitales y a todos lados. Ni en el consulado saben. El tipo hizo un gesto inocultable de contrariedad. Sabía, como nosotros, que la falta de opciones era la peor noticia. —Vamos a llevar la foto al consulado para que hagan un cartelito y la busquen. Si nos dejas… El Ojo aceptó con un mohín angustiado pero sin hablar aún. Sólo sacudió la cabeza para dar su permiso. Sofía, que nunca se perdía nada, se había dado cuenta de que mi táctica prometía dar mejores resultados que las trompadas de Félix. Sabiéndose bien la persona más carismática del departamento, se acercó hasta arrodillarse junto al Ojo y le puso una mano en el hombro. —Te prometí ayudarte y lo estoy haciendo. Pero tú tienes que ayudarnos a nosotros. También estamos buscando a su prima —y señaló a Félix—. Y él cree que tú sabes quién se la llevó de Casas Chicas. El Ojo tenía el ceño fruncido. Si hubiera sido un perro, le habría gruñido al periodista, que se había levantado por otra 93

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cerveza y, ahora, se mantenía a la expectativa. Pero ya fuera por el encanto de Sofía (que era inconmensurable) o la zozobra de tener a su madre (y cerebro) perdida, o por el simple paso del tiempo, o la amenaza de seguir recibiendo bofetones toda la tarde, el caso es que el Ojo pasó saliva y soltó la primera palabra de la tarde. —No. Recibió un zape desnucador de parte de Félix como premio y la cabeza le rebotó como si tuviera un resorte integrado. —Es mi prima, cabrón. No te vas hasta que me digas algo. Lo siguiente sucedió a una velocidad alucinante. Aunque tenía las manos amarradas, el Ojo logró afianzarse lo suficiente en el suelo para lanzarle una patada a Félix, que se tropezó. Y entonces, con un grito de guerra, se le echó encima. Era como si el espíritu de la lucha libre lo hubiera poseído: forcejeó con la cadera y los muslos hasta hacer una presa en torno al cuello del periodista y comenzó a apretar. Sofía fue la primera en reaccionar y logró asestarle un sillazo al Ojo en la espalda. Pero lo único que consiguió fue que la presión sobre el cuello de Félix aumentara. Y nuestro amigo comenzaba a padecerlo: ya estaba medio morado. —¡Suéltalo, cabrón! —gritó Sofía, intentando, sin éxito, abrir las tenazas de las sucias piernas del agresor. Félix respiraba con dificultad. Con los ojos desorbitados, intentaba decir algo pero no podía. Apenas si pasaba aire ya… Cometí entonces uno de mis peores errores del día. Me eché encima del Ojo y comencé a golpearlo. En un segundo, sin que yo lo hubiera planeado (pero los instintos siempre saben más que uno y el de hacer daño lo tenemos bien metido en el fondo del cerebro), mis dedos estaban sobre su cara. El tipo gritó cuando mis dedos pasaron por sus párpados y los abrieron. Entonces ocurrió. Como si se tratara de una canica, el ojo postizo fue escupido por la cuenca y aterrizó sobre el brazo de Sofía. Ella gritó (debía ser la cosa más asquerosa que le hubiera sucedido, y eso que había besado a aquel metalero tarado en el Roxy) y se echó de espaldas, rodando sobre sí. El Ojo aprovechó nuestro desconcierto para meterme un mordisco espeluznante. Era como si una 94

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ratonera de hierro se me hubiera prendido de los dedos. Grité y conseguí retroceder y recobrar mi mano, que ya sangraba. Nuestro enemigo, entretanto, ya era el dueño de la situación. Soltó al medio inconsciente Félix y se puso de pie. Resoplaba como la máquina de un tren y su cara, despojada de la prótesis de ojo, se le torcía en un gesto de rabia suprema. De dos jalones logró desembarazarse de la cinta que le había mantenido las manos atadas a la espalda. Sofía y yo, en el suelo, nos abrazamos casi involuntariamente junto a donde Félix tosía y se toqueteaba la garganta con las manos, como si de ese modo pudiera librarla del ahogo. El Ojo nos arrojó los restos de cinta a la cabeza y nosotros nos encogimos igual que habríamos hecho si aquello que nos cayera fuera un cuchillo… Buscó su prótesis, la levantó, la limpió contra la manga de su gabán y, con mucho cuidado, volvió a colocarla en su sitio. Y contemplamos con horror cómo la cuenca negra se abría para recibir la canica de cristal. Estábamos vencidos. Y él lo sabía. Su historia era muy simple y ahora mismo me resulta todavía un misterio por qué se puso a contarla, en la mesa del comedor de Félix, en vez de matarnos o simplemente salir de allí. El Ojo enderezó la silla con la que acababa de ser golpeado y se sentó. Nosotros y el periodista, que aún se tallaba la cabeza y tomaba aire como alguien que acaba de conseguir escaparse de un remolino, estábamos a sus pies. Parecíamos los nietecitos en espera de la historia del abuelo, si es que el viejo de la imagen tradicional de las postales navideñas pudiera haber sido un homicida que le daba de comer carne humana a los gatos. Sí, aceptó, él y su madre se habían ido del pueblo por miedo. La bandita de secuestradores de la zona nunca pasó de levantar ganaderos gordos de sus ranchos. No: la otra gente, la que llegó, era mucho peor. Eran de otro lado y el Ojo supo por primera vez de ellos porque se le acercaron en un bar. Un table dance, en realidad, reconoció. Básicamente un burdel. “Estamos buscando 95

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muchachas”, le dijeron. Pero no querían a aquellas treintonas profesionales, llenas de tatuajes y malicia, remarcaron, sino jovencitas. Si el Ojo les ayudaba a conseguirlas, le pagarían bien. A él le gustaba el dinero, como a todos en Casas Chicas, pero les tuvo miedo desde el principio. Le parecieron personas elegantes, dos güeros como venidos de la ciudad, uno de ellos tenía acento extranjero, identificó él, pero como nunca se había alejado más de cien kilómetros del pueblo, no pudo precisar de dónde. Se vestían bien y olían a colonia. Muchachas chiquitas, eso querían. “Para llevarlas al otro lado”, le dijeron, y allá… Y nada más. Ni le mencionaron para qué ni él quiso preguntarlo. Les contestó que ya vería y se quedó con una tarjeta que le ofrecieron (Félix saltó pero se apagó enseguida: luego de tantos años, habría sido imposible que aquella tarjeta tuviera, aún, un dato útil, incluso si el Ojo la hubiera conservado). “Mi mamá se espantó porque le cayeron al negocio a los pocos días”, siguió el Ojo, con la mirada escapándose por la ventana del departamento y las manos entrelazadas. Parecía que iban de uno en uno recorriendo a cada persona que se dedicara a algo ilegal en Casas Chicas (la policía municipal incluida). A la mujer le dijeron que estaban dispuestos a pagar las deudas que cualquier chica tuviera con ella, en su negocito de préstamos, si la madre aceptaba citarla en su casa y “dejárselas”. “A mí sólo me piden prestado señores que van a perder la casa con el banco o muchachitos que se meten droga”, les dijo la madre. No le gustaba nada que fueran tan guapos y limpios y sonrientes. Dijo que uno hablaba como gringo, recordó entonces el Ojo. “Yo no lo noté pero mi mamá dijo eso: como gringo. El más güero. El otro era mexicano pero fino”, insistió. “Fresita. Como ella”, y señaló a Sofía, que tuvo que estremecerse por la comparación. Los primeros casos de desapariciones no tardaron en ocurrir. A lo mejor se las procuraron, a las muchachitas, o a lo mejor hubo gente con menos escrúpulos que ellos (el Ojo, claro, no usó esa palabra, sino que dijo “con menos ñáñaras”). La policía le echó la culpa a la vieja bandita de secuestradores de la región, 96

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aunque el mismísimo alcalde se daba cuenta de que las desapariciones no eran de ganaderos gordos esta vez… “Y allí vino lo peor”, dijo el Ojo. Un compañero de la fuerza le comentó una noche, ya medio borracho, que conocía al mexicano elegante de la pareja. Era un comandante de la Federal. O lo había sido, años antes. Lo recordaba por un caso de autos gringos robados. Algunas piezas aparecieron en Casas Chicas y el tipo fue a investigar. Le juró que era o había sido policía. Y de los pesados. Y si él estaba metido, quién sabe lo que podría hacerle al que se metiera donde no debía, pensó el Ojo. Cuando fueron siete las muchachitas perdidas en la zona (morenitas, jóvenes, núbiles todas), la presión comenzó a crecer. Algunas madres, hartas de oír cada vez el mismo cuento de la banda de secuestradores (que con ellas no se comunicaban ni pedían rescates), se plantaron en la placita de Casas Chicas armadas con pancartas y paciencia. Y resistieron a pie firme la intimidación de la policía municipal. “Nos mandaban a rodearlas y a decirles de cosas, que sus hijas eran unas putas, que se habían ido con el novio”, aceptó el Ojo, sin expresión en la cara. No parecía arrepentido de haberlo hecho. —Una de ellas es mi tía —dijo Félix, y habló en presente, porque su tía debía seguir allí, de pie, en espera de una respuesta, tan firme como las piedras—. Está allí desde que se robaron a mi prima de la fiesta aquella… El Ojo no parpadeó. Si era capaz de sentir piedad, lo ocultaba muy bien. Lo único que conmovía sus emociones, al parecer, era lo que sucediera con su madre. Y justo por eso fue que su situación en Casas Chicas se complicó. Su madre hizo unas oscuras matemáticas y cuando el par de tipos elegantes volvieron a su negocio, para ver si es que tenía alguna muchachita para ellos, les pidió una tajada a cambio de no delatarlos. “Seguro que la policía va a querer saber lo que pasa con todas esas chamacas”, les dijo. “Y yo tengo un hijo policía.” Ellos le sonrieron. Ampliamente, al parecer. Se rieron, de hecho. Se cagaron de risa. “Que se cuide la policía de nosotros”, le dijeron. Y por la noche le metieron unos balazos a su negocio, cuando ya estaba cerrado. Y el Ojo supo que la cosa iba mal. 97

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Su jefe, el comandante de la municipal, los juntó en una sala por la mañana y les dijo: “Hay que soltar la sopa, cabrones. El que sepa algo de los secuestradores que lo diga, porque tenemos el pinche fuego en las nalgas con esto”. “¿Aunque sean los otros, los que levantan ganaderos?” El Ojo lo dijo con cierta inocencia. Todos se rieron. “De ésos hablamos, pendejo.” A las cuarenta y ocho horas ya habían atrapado a la mitad de la banda y puesto en fuga a la otra mitad… Pero el Ojo y su madre habían hecho mal los cálculos, desde luego. A la gente como esos tipos elegantes no les gusta que nadie trate de sacarles ventaja. Los balazos que le metieron al negocio no eran una simple advertencia. Y una tarde de sábado, cuando estaba cambiándose, luego de terminar su turno, el Ojo se vio rodeado, en los vestidores de la estación de policía de Casas Chicas, por unos compañeros muy preocupados por su salud. “Cómo andas, David”, le dijeron. —¿Te llamas David? —Sofía se rio como una niña al saberlo. Yo, debo aceptarlo, también. El Ojo se limitó a mirarnos con el odio esperable y prosiguió su relato. Los compañeros lo habían cercado, allí. “No debiste ponerte pendejo con los señores”, le dijeron. “Fue mi mamá”, arguyó él. “Pues ella. Se les puso pendeja y ya ni modo”. “A mi mamá no le dices pendeja”, bufó él y les desenfundó la pistola antes de que ellos pudieran hacer lo propio. Todos levantaron las manos. “Cálmate, cabrón. Nomás te vinimos a decir. Calmado.“ Salió de allí a toda velocidad para buscar a su madre. Manejó como un loco. Ni siquiera pasaron de nuevo por el negocio (si volvían, seguro que lo iban a incendiar con ellos dentro). Metieron ropa y algunas cosas en un par de mochilas. No le pusieron ni la llave a la puerta. Pero afuera de su casa ya había un municipal junto a su automóvil, esperándolos. Les apuntaba con una pistola. “Pendejos —les dijo—. De aquí no se va nadie.” “Pero el pendejo era él —dijo el Ojo—, porque quiso subirnos al coche y llevarnos en vez de chingarnos ahí mismo.” Al estar subiéndose a su vehículo, madre e hijo se le echaron encima. El forcejeo fue tremendo, el tipo era un casachiquense típico, es decir, una especie de 98

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búfalo salvaje. La pistola, al fin, se les disparó dos veces. La primera bala se llevó por delante parte de la cara del Ojo de Vidrio. La segunda, se le metió en el pecho al invasor. Echaron su cadáver al suelo y antes de darse cuenta de que estaban, por el momento, a salvo, la madre pisó el acelerador y salieron del pueblo. El Ojo sangraba profusamente y se puso un trapo sobre el rostro herido porque no encontró a mano nada mejor. A las afueras de Casas Chicas pararon una camioneta. Le apuntaron con el arma al conductor y le dejaron las llaves del otro auto. Volvieron a repetir los robos dos o tres veces aquel día, a medida que se alejaban por la carretera, para despistar. Funcionó: les perdieron la pista casi de inmediato. Un médico en una unidad de urgencias de Nayarit, ya muy al sur de Casas Chicas, día y medio después, fue el primero en revisar los destrozos de la bala. El tiro había sido solamente un rozón, concluyó, o el herido estaría muerto desde muchas horas antes. Pero la bala había golpeado la retina del ojo izquierdo, provocándole una quemadura terrible. “Le vaciaron el ojo”, le dijo el médico a la afligida madre. “Necesita cirugía.” Él no tenía ni el instrumental ni el equipo de apoyo para intentarlo siquiera. Les recomendó que tomaran la autopista a Guadalajara y se presentaran en el Hospital Civil, en el que el tratamiento era gratuito… Y lo demás ya era historia. El viaje se hizo y la operación se realizó un par de semanas más tarde. Y con los pocos ahorros que habían logrado salvar, tras la precipitada salida de Casas Chicas, adquirieron el famoso ojo postizo para que la cuenca no se retrajera, al estar vacía, y la cara se le fuera deformando aún más al hombre. Y así era como el Ojo de Vidrio había obtenido su imagen clásica y se había instalado en mi ciudad. Ya no llegó a contarnos cómo fue que se habían hecho de recursos para volver al negocio de los préstamos, cómo llegaron a crecer tanto que pudieron hacerse con la casa de La Calma y el local de artículos para gatos que tuvieron en la placita Copérnico, muy cerca del hogar de mi tía. Pero no era difícil llenar esa pequeña laguna: era claro que un par de monstruos como ellos, curados de es99

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pantos luego de la huida de su pueblo natal, habrían hecho lo que fuera para sobrevivir. Incluso robar gatos y alimentarlos con la carne de los tipos que se negaban a pagarles… El Ojo terminó su historia y ahora guardaba silencio. Al ver que no reaccionábamos (ni siquiera Félix, que era el más aguerrido del grupo, se sentía capaz de volver a enfrentarlo) se puso de pie. —Sigan buscándola. A mi madre. Caminó hacia la puerta del departamento sin darnos ni una mirada, con sus pasos pesados y torpes de Frankenstein. —Yo los busco a ustedes —gruñó. Dio un portazo al salir. Y a mí me volvió el alma al cuerpo, debo aceptarlo, en cuanto se fue. Uf. Félix estaba mucho peor que yo. Porque a él le habían partido la madre. Se recostó en el suelo en cuanto el Ojo de Vidrio desapareció de la vista y cerró los ojos. Sofía le puso la mano en el hombro, como para que sintiera nuestro apoyo moral. Poco más podíamos hacer: en el forcejeo, el Ojo nos había sacudido con la misma facilidad que se habría quitado de encima un par de moscos. Aunque la historia de nuestro recién escapado prisionero me había quedado bastante clara, seguía sin entender cómo era que Félix estaba tan convencido de que el Ojo y su madre sabían la identidad de los secuestradores de su prima. Se lo pregunté apenas pareció recobrar un poco de fuerza, o al menos la suficiente para incorporarse y caminar a la mesa del comedor. Sofía, solícita, le trajo una cerveza, la última del refrigerador, y él se la empinó. —¿Cómo sabía? Porque su madre es una hija de la chingada. Cuando supo que los tipos comenzaban a robar muchachas y la gente reaccionaba, se fue a la plaza y buscó a mi tía. Y le ofreció información a cambio de una lanota… Pese al agotamiento y a la paliza que le habían dado, nuestro amigo había vuelto a enfurecer. 100

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—Lo peor es que mi tía se puso a reunirla. Vendió un carro y hubiera vendido el alma… Pero antes de que pudiera hablar con ella de nuevo, pasó lo que nos contó este cabrón. Desaparecieron del pueblo. Ya no se supo nada. La policía lo hizo parecer como que los malos habían asesinado al otro agente y secuestrado a este pendejo y a su madre… El auto apareció afuera del pueblo. Si hubiera sabido que el tuerto de sus aventuras era él… Sofía y yo intercambiamos una mirada de angustia. Pero, en verdad, habría sido imposible que hubiéramos podido saberlo. Para cuando conocimos a Félix, el Ojo de Vidrio también estaba en nuestro pasado y nunca se nos hubiera ocurrido que tuvieran relación… En la cara de Sofía se notaba, claramente, que se sentía culpable. Mientras vivió en Casas Chicas, no llegó a prestar mayor atención a asuntos como las desapariciones o los tiroteos. Hasta el día en que su propio hermano fue secuestrado. Ahora fui yo quien le puso la mano en el hombro para animarla. Quedaba claro que estábamos en la lona y necesitábamos algo que nos animara. Así que sólo había una cosa que hacer. Salimos a la calle. Félix compró varios seises de cerveza en una pequeña tienda y nos encaminamos a la casa de los amigos de mi primo, en el East. Después de todo ya estábamos en el barrio, y en la casita de madera de los punks las fiestas eran infinitas durante el verano. La música estruendosa anunciaba que habíamos tomado la mejor decisión. Un par de chicas con arracadas en la nariz y cresta colorida estaban sentadas en las escaleritas frente a la puerta y se recorrieron para abrirnos paso. Adentro, para variar, había todo un gentío: el verano era el momento ideal para sacudirse el calor y ponerse hasta el copete de alcohol y otras cosas aún más abrasivas. No había escuela ni obligaciones, para la mayoría, porque eran pocos los que tenían un empleo estable o edad, siquiera, para buscarse uno. Sofía se metió al baño en el que había tenido su encuentro de pugilato con la Vaquita un par de noches antes. Félix se encargó de entregar nuestro cargamento de cerveza al abrazo de la nevera. 101

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En medio del empujadero topé al fin con mi primo Teo, que estaba besuqueándose con Nita, su novia. Esperé con paciencia a que separaran las trompas y terminé admirando el hilo de saliva que las unió después de que las alejaron. Tenían los ojos muy rojos y sus sonrisas eran blancas y enormes. Teo se limpió la boca con la manga de la playera. A los dos les dio un pequeño acceso de risa. —Qué onda, carnal. Me abrazó como si ya todo estuviera bien y eso me tranquilizó. El episodio de celos familiares de la mañana había quedado atrás. —Qué chido que viniste. No te guaché en todo el día. Sofía estaba ya a mi lado, con un par de cervezas. Ella y Nita cruzaron una educada inclinación de cabeza pero poco más. Aún se recordaba la arrastrada que Sofía le había infligido a la pobre de la Vaquita… —¿Todo bien, morra? —le dijo Teo, en buen plan. —Todo chido —respondió Sofía, aún a la defensiva. Como ya no estaba dispuesto a estar de salero en medio de sus pinches tensiones, los jalé a todos a la cocina, con el pretexto de presentar a Teo con Félix. La verdad era que no quería que acabaran odiándose, porque mi primo y su banda me caían muy bien y porque Sofía… Bueno, era Sofía y había que negociar con eso. Nita no parecía demasiado ansiosa por mejorar las cosas, porque torció la boca y se perdió entre el gentío. —Van a tocar orita en el backyard —explicó mi primo, para disculparla. Los compañeros de departamento de Félix no estaban en la fiesta esta vez (andarían todos en sus mil empleos), así que el periodista estaba solo, sentado en una silla de la cocina, con una botella de cerveza helada detenida sobre la frente, en el punto en que el Ojo le había metido un codazo. Mi primo se alarmó al ver el estado de nuestro amigo y le estrechó la mano blandamente, como si Félix fuera a desarmarse frente a nuestros ojos si se la apretaba demasiado. —Qué onda, vato. ¿Qué te pasó? Félix nos miró, desalentado. 102

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—Me partió el hocico, ¿verdad? Nosotros le habíamos jurado que se veía normal y por eso aceptó salir a la calle. —Un poco jodido —susurró Sofía—. Pero tampoco tan mal. —Voy a contarle a Teo —les avisé. Y antes de que pudieran desautorizarme, le jalé una silla a mi primo y me puse a hablar. Teo guardó un largo silencio cuando terminé mi relato. Félix no había intervenido, así que sólo Sofía había interrumpido un par de veces para hacer puntualizaciones (básicamente, que yo no era bueno para los golpes, o que ella me había salvado esta o aquella vez, etcétera…). Mi primo soltó una risita, luego un “tsssssss”, que demostraba que estaba impresionado, y luego otra risa más. Eran demasiadas historias, demasiados nombres, demasiados detalles en unos minutos como para esperar que hubiera entendido demasiado. Incluso si hubiera estado sobrio y en sus cinco sentidos. —O sea que están en broncas. —Sí —acepté. Era un resumen tan bueno como cualquier otro. Teo se lamía las puntas de los dientes. Sus pelos puntiagudos y una incipiente barbita le daban la apariencia de un sátiro tanto como la de un pankrocker. —Y este güey, el tuerto, ¿se los quiere chingar? Me encogí de hombros. —Espero que no. Quiere que lo ayudemos. Félix me miró con un dejo de amargura y le dio un largo buche a su cerveza. Aún estaba sofocado por la pelea con el Ojo y estaba claro que lo mejor aquella noche hubiera sido que se quedara a descansar. —Está cabrón —dijo mi primo con filosofía. Y le extendió a Félix un cigarro mal amarrado pero bastante nutrido. —Para los dolores, vato. El periodista levantó una ceja pero, igual, lo aceptó. Y un 103

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minuto después ya lo había encendido y succionaba el humo sanador. —¿Y ahora? Teo había hecho la pregunta que no habíamos sido todavía capaces, ni siquiera, de plantearnos. El camino lucía tan enredado y tan turbio a la vez que resultaba imposible predecir nada. Sofía era, claro, la que había estado reflexionando y fue la primera en hablar. —Hay que buscar algún policía local. Alguien que pueda mostrarle fotos al Ojo de Vidrio, fotos de los tipos sospechosos de prostituir menores. Por si reconoce alguno… Ante la mención de los policías, mi primo torció el gesto. —Los cops son una mierda, morra. No van a ayudarlos. Además, ese compa de ustedes, el tuerto… No creo que haya modo de que lo sienten con un cop. Nunca. No mames. Tenía razón, claro. Si el Ojo hubiera querido recurrir a las autoridades, hubiera podido hacerlo desde el primer minuto, sin necesidad de seguirnos ni reclutarnos. Félix lucía, luego de algunas fumadas, un poco más relajado. Cuando le devolvió el cigarro a mi primo parecía haber recobrado la cordura. —Un poli no, pero a lo mejor un periodista. Me recomendaron con una colega de acá, del LA Times, que está especializada en esto. —Eso suena más chido —aceptó Teo. Claro, eso podría servir para avanzar la búsqueda de la prima de Félix, pero no sonaba muy útil para ubicar a la madre del Ojo. —Nosotros vamos a buscarla —dijo Sofía—. El Ojo no puede ir con la policía o a la embajada pero nosotros sí. Y pedir que Migración nos diga si la tienen. Y que circulen la fotografía. Félix asintió con la cabeza. Pese a lo accidentado del día, quizá pudiera decirse que estábamos terminándolo con alguna mejora. —Bien. Y nos juntamos mañana en la tarde en mi departamento —concluyó. —Y yo los llevo en el auto a sus ondas —ofreció mi primo, mirando a Sofía, quizá porque ya intuía que todas mis decisiones pasaban antes por su consideración. 104

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—Claro. Gracias —respondió ella. Y yo volví a respirar. Félix se marchó después de un rato y Teo propuso trasladarnos al backyard y oír a los gritones de la noche. Pero Sofía tenía otros planes. —Yo te lo llevo a tu casa —le dijo. —¿Sabes dar? Ella me miró con una sonrisa. —Sí, sí se acuerda, ¿verdad? Mi primo aceptó con alguna reticencia pero sin hacer mayores escenitas, por fortuna. —Te cuidas, carnalito —me dijo y me abrazó al estilo angelino, chocando su hombro con el mío mientras me estrechaba la mano. Yo le di un trago a mi propia cerveza y miré a Sofía con resquemor. Temía que hubiera decidido precipitar alguno de sus planes y me obligara a salir corriendo justo cuando el sol se perdía detrás de las colinas y los edificios y la noche se enseñoreaba en la ciudad. Ella me tomó de la mano y me sacó a la calle. Caminamos en silencio por Fetterly. Los perros de las casas nos ladraban y algunos paisanos, sentados en butacones en sus jardines delanteros, nos decían “buenas noches” maquinalmente, mientras miraban jugar a sus chiquillos. “Buenas”, respondíamos. Una luna enorme y colorada surgió del horizonte y se plantó encima de nuestras cabezas. Ninguno había dicho nada pero nuestros pasos eran cada vez más apresurados. Lo que sentía no era ansiedad, debo decir. Era algo más parecido a la expectativa. Lo que sentiría uno cuando estuviera a punto de subir por segunda vez en su vida a un avión. —¿Ya sabes a dónde vamos? —preguntó ella, con una sonrisa apenas insinuada. —Al Floral… Mi premio por acertar fue que me tomara de la mano. La noche, en cierto sentido, apenas estaba por comenzar.

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VII

El aire acondicionado salía de una rejilla polvorienta. Unas tiras de plástico servían de alarma: si revoloteaban, como en aquel momento, era porque el aire circulaba perfectamente. En caso contrario había que revisar que el apagador estuviera en “on” o llamar a la recepción y reportarlo. Eso decía el folletito de instrucciones que estaba enmarcado encima de la cabecera de la cama, justo en el lugar en el que otros colgaban un crucifijo. Tuve que girar para leer completo el instructivo porque estaba bocabajo y con mi movimiento la desperté. Sofía no protestó ni se dio la vuelta para seguir dormida. Bostezó y se desperezó. Yo me sentía sensacional. Me recosté junto a ella para acariciarla. —¿Sabes por qué vine a Elei? —dijo ella, destapándose y acomodándose para que pudiera acariciarla sin el estorbo de la sábana. Le puse la cabeza en el hombro. No tenía demasiadas ganas de charlar. —Por Félix. Lo vi hace un par de meses en Casas Chicas. Andaba como loco, porque alguien le dijo que habían visto una muchacha parecida al retrato de su prima que circula hace años. Me resigné a salir del paraíso y volver a los asuntos tenebrosos que teníamos entre manos. —El de la Procuraduría. —Ése. Lo traen todas las policías, también la gringa. 106

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—Ah. Si esperaba que mi desganada respuesta fuera a disuadirla de continuar por esa ruta, me equivocaba. —Félix tardó un poco para que le dieran la visa y juntar el dinero que necesitaba para venir. Y yo me decidí a darme una vuelta por otra cosa… Un eco de esperanza revoloteó en mi cabeza. Después de todo, ella y yo habíamos hecho planes para ir a la ciudad a pasar un verano y en mi cabeza, para qué negarlo, apareció el oscuro deseo de alguna suerte de hotel Floral ensoñado. Quizá un poco más limpio, pero similar. —En la tele pasaron un reportaje sobre Los Ángeles, recorrieron algunos barrios. Y ahí lo vi. Al Ojo de Vidrio. Se sentó con un movimiento casi repentino y yo tuve que hacer lo mismo para seguir mirándola a los ojos, aunque había mucho más que ver. —Hasta grabé el reportaje. Esperé a que volvieran a pasarlo, me eché como dos días de tele antes de que volvieran a ponerlo y lo grabé. Y lo vi cien veces. Era el Ojo. Estaba formado en una tortillería en Compton. Inconfundible. Así que la única y estúpida casualidad era que yo hubiera asomado mis narices por allí. Sí: Sofía y Félix habían acordado tomarse un café en Elei para ponerse al día. Y sí, el Ojo había sido quien dio con Sofía primero y no al revés, pero todos estaban en la ciudad por un motivo preciso. Y yo, claro, solamente para pasear con mi primo y comer los chilaquiles grasosos de la tía Queta. Me puse la ropa y fui al baño. Mi cara en el espejo mostraba, casi a mi pesar, la extraña frustración que siempre terminaba por provocarme Sofía, aunque a veces la pasáramos tan bien como en aquel rato. —Ya hay que irnos o te regañan —advirtió ella, de pronto, al revisar su reloj de pulsera. El riesgo era más o menos cierto. Teo me había advertido que la única norma en la casa de mis tíos era estar allí cuando salía el sol. Pero faltaba mucho aún y tampoco me quedaba claro que el castigo fuera demasiado temible. Me resultaba difícil creer que Teo jamás hubiera vulne107

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rado la regla, con un grupo de amigos como el suyo, capaz de armar una fiesta cinco veces a la semana. Tuve que detenerme a mirarla mientras se vestía. Sofía era una especie de milagro de la evolución humana. Morena, alargada, eléctrica. Con los rasgos suaves y el cabello aterciopelado. Ella notó que la miraba embobecido como un niño y me sacó la lengua. —Te me vas a malcriar —dijo. Y sonrió. Se acercaba la medianoche y yo no podía, como ella, permitirme taxis de veinte dólares así nada más. Alcanzamos uno de los últimos autobuses de la ruta que llevaba a Downey. Solamente había alguien más a bordo, un paisano que dormitaba con la cabeza recostada contra el vidrio, seguramente agotado por trabajar todo el santo día. Así que nos besamos sin preocupaciones. —No debimos irnos —murmuró ella, y creo que fue lo más lindo que me había dicho desde el día que nos conocimos hasta entonces. Aunque la competencia era poca, debo decir. Muy amartelados seguimos hasta que el autobús llegó a Downey y tocó bajarse. La acompañé a un local de taxis y me aseguré de que se subiera al vehículo de un anciano de aspecto hindú, que me pareció el menos peligroso de los conductores. A ella le daban risa mis precauciones. —No me voy a romper —susurró. El beso de despedida no fue veloz. Caminé las calles que faltaban hasta la casa de mis tíos silbando alguna canción indistinta. O inventándola. Me sentía ligero, y la brisa que se levantó fue como una prolongación de las caricias de mi amiga. Amiga. Sí: la llamaba así ante mí mismo porque “novia” era una palabra dolorosa. La había creído mi novia antes de encontrarla besándose con el guitarrero idiota aquél. Entonces decidí que prefería que no fuéramos nada. Y luego reapareció, en las vacaciones. Pensar que era una amiga con la que me acostaba era infinitamente mejor. Y ahora que estaba tan inquieto por su cercanía con Félix era mejor no tomarse en serio nada. Y así lo dejé. 108

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En casa de mis tíos no había nadie. Las luces del jardín delantero estaban encendidas, sí, pero porque eran automáticas, según me había contado mi primo, y se prendían en cuanto se ponía el sol. Ninguno de los automóviles estaba en su lugar. La puerta principal, desde luego, estaba cerrada. “Soy el único imbécil que corre para llegar a una casa donde no hay nadie”, pensé con alguna autoconmiseración. La verdad era que no me hubiera molestado quedarme tendido en la hierba, esperando a Teo o a mis tíos, si las emociones de la jornada y el revolcón nocturno no me hubieran dejado famélico. No había vuelto a comer desde los chilaquiles de la mañana, que ahora me parecían un recuerdo añorado. Finalmente, luego de una hora, la camioneta blanca de mis tíos apareció por la calle, rodando despacio, sin prisa alguna, antes de ocupar el sitio estelar del garaje. Me puse de pie y entré al halo de luz de los faros para que no fueran a pensar que se les estaba echando encima un delincuente. —¡Muchacho! ¡Qué haces aquí! El tío Memo fue el primero en reconocerme. Le expliqué brevemente que tenía sueño y había tomado el autobús, porque Teo seguía con sus amigos, a la espera de oír una banda. —Ese chamaco, siempre con su pinche ruidito. Ándale, pásale a la casa. ¿Ya cenaste? Orita te echamos unas tortillas. La tía Queta me dio uno de sus abrazos de calamar gigante antes de que pudiera decir nada más. —Mira, así cenamos juntos, porque casi ni te vemos el pelo. Nos instalamos en la cocina. Lo de “echar unas tortillas” era metáfora, porque lo que hicieron fue sacar una caja de waffles del congelador y meterlos a un horno eléctrico. Me los sirvieron junto con un refresco que resultó ser de sabor cereza y que apestaba a jarabe para la tos. No era lo que hubiera querido pero el hambre arreciaba y me lo eché todo al gañote casi instantáneamente. Queta encendió un televisor que estaba atornillado a la pared, encima del microondas, y se puso a mirar un noticiario en español. —Luego de hablar con gringos todo el día, es un descanso —explicó. 109

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La conversación fue la que uno podría suponer en la cena tardía de unos parientes que se conocían tan poco como nosotros. “¿Qué te parece la ciudad?” y esas cosas. Claro: yo trataba de darles respuestas tranquilizadoras, sobre todo respecto de las actividades de Teo, que no dejaban de mirar con sospecha. —Yo hubiera querido que cambiara de amistades cuando nos vinimos a Downey, pero pues no. Sigue viendo a esos pankrockers del Este —dijo mi tío, con amargura. Y es que ellos estaban seguros de que la mudanza era un ascenso social pero que la familia debía honrarlo convirtiéndose en gente “de bien”, como sus vecinos güeros, que paseaban a sus perros, asistían a la iglesia en bola y se ponían suéteres tejidos en Navidad, aunque estuvieran a veinticinco grados a la sombra. —Teo es muy tranquilo —les dije—. Y sus cuates se ven medio raros pero son buena onda. Era lo que correspondía decir. Cualquier otra observación habría equivalido a traicionar a mi primo de la peor manera posible. Pretexté el sueño (que era bastante verídico) para marcharme a dormir. Y lo hice casi al instante, demasiado cansado como para perderme en la serie de ideas que generalmente me atormentaban por las noches. Quizá habían pasado dos o tres horas cuando me despertó un golpe en la ventana. Unos arañazos. Alguien intentaba entrar. Antes de que pudiera incorporarme y encontrar algún objeto defensivo (luego del incidente con el Ojo de Vidrio estaba un poco paranoico), una sombra abrió la ventana y se coló a la habitación. Era Teo. Para entrar había corrido la persiana y la luz de la calle lo hizo reconocible. —Qué pues, carnal. Ya te desperté. Estaba muy borracho. Más de lo que lo había visto hasta entonces, y eso que habíamos bebido todas y cada una de las noches desde mi llegada a Los Ángeles. Se quitó los tenis con algunas dificultades (entornaba un ojo, para que sus dedos le atinaran al nudo de las agujetas) y luego se dejó caer en su colchón. Ni siquiera se puso la pijama. Volví a dormirme de inmediato, pero cuando Teo se puso a chilletonear desperté y tardé algunos segundos en entender 110

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quién era y dónde estaba. “Ya está Tacho pidiendo salir a la calle”, fue lo primero que pensé. Pero el gato de mi tía estaba a mil kilómetros y, en cambio, mi primo se encontraba allí, en la otra cama del cuarto, lamentándose. —¿Qué pasa? —pregunté con cautela. Teo moqueaba, envuelto en la cobija como un tamal. —La pinche Nita… —dijo al fin. Y agregó algo más que no entendí porque el llanto lo enturbió de tal modo que el resto de la frase parecieron solamente alaridos. ¿Qué hacer? Si el escándalo subía de tono, era probable que mis tíos terminaran por despertarse y acabáramos todos en la cocina, comiendo más waffles de congelador. O, peor, en una escena de regaños, diosmíos y gritos (mi primo estaba más ebrio que un militar en su día franco). Así que encendí la luz y traté de sacar a Teo de su escondrijo entre las sábanas. —Calma, cabrón. Va a venir mi tía —le advertí. Mi primo sacó la cara de en medio de las cobijas y me miró. Apenas si podía abrir los párpados. —Ya, güey. Ya déjame. —Nomás que te calmes. ¿Quieres agua? Teo forcejeó con sus mantas antes de conseguir sentarse. Su apariencia era lamentable. El foco reveló que su playera estaba cubierta de vómito. —No, carnal. No quiero nada. Se abrazó las rodillas y hundió la cabeza en el regazo. A mí me fastidiaba, debo confesar, estar despierto a esas horas, pero mi primo era buena bestia y me preocupaba verlo así de mal. Aunque había dicho que no, fui a la cocina y serví un vaso enorme de agua. Luego abrí un cajón junto al de los cubiertos del que había visto a mí tía sacar un par de aspirinas durante la cena. Tomé una tira de pastillas para el malestar de estómago y otra de comprimidos para el dolor de cabeza. Saqué una de cada cual y me las llevé conmigo. Mi primo hizo gestos pero aceptó el agua y las pastillas. Puso gesto de asco porque se le había desecho una en la boca antes de tragársela. 111

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—¿Estás bien? Él sólo asintió con la cabeza. —Sí, vato. Ya. Pero no dio señales de volver a acostarse ni de apagar la luz. Dejé que pasaran unos diez minutos antes de insistir. Entretuve la espera trayendo una toalla mojada del baño y poniéndosela en las manos para que limpiara un poco de la basca pegoteada en su playera y en la sábana con que había cubierto aquel desastre. Incluso, mientras lo hacía, me asomé por la ventana para ver que el jardín no estuviera pisoteado o el automóvil no estuviera de cabeza o estampado en la cerca. Por suerte no era así. Teo había conseguido llegar a casa sin romper el auto de su padre por el camino. —¿Mejor? Él volvió a asentir, aunque con menos énfasis esta vez. Hasta la trompa se le notaba hinchada. A lo mejor le metieron unos madrazos, me dije. Y de inmediato me sentí culpable por no haber estado allí, en la fiesta, para apoyarlo. Claro: mi culpabilidad era muy relativa, porque no habría cambiado el rato en la cama con Sofía por ninguna escena de solidaridad familiar en el mundo. —Estoy bien, carnal. Sólo que… La pinche Nita. Y Teo sacudió la cabeza, como si se negara a recordar las imágenes que lo estarían rondando. —Me la jugó feo. Me mandó al nabo. Allí estaba, al fin, la explicación de su borrachera y sus gimoteos. Mi primo, luego de confesarlo, eructó. No hizo el menor gesto de contención. Claro: a pesar de las pastillas y el agua y la toalla mojada, su borrachera no iba a esfumarse así nada más. No sabía qué más decirle pero, por suerte, luego de tallarse la cara por unos segundos, las palabras volvieron a su boca. —Discutimos por una pendejada. Nita quería que tu amiga se disculpara con la Vaquita. Y yo le dije que le bajara, que la Vaquita ni bien le cae, siempre le anda diciendo arrastrada, pinche vieja y esas cosas. Pero ella se emperró… Y ya. Me mandó a la chingada. Parecía que el motivo, en efecto, era débil. Pero cuando uno no quiere seguir con alguien es capaz de argumentar lo que sea 112

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o incluso no argüir nada y sencillamente evitarlo, cerrarle la puerta, hacer oídos sordos y fingir que ya no existe. Si lo sabría yo, que era experto en hacer como que Sofía no estaba en el mundo cuando pensar en ella me resultaba intolerable. —¿Así nada más? —Sí. Bien cabrón. Sin embargo, faltaba un dato para calibrar la seriedad del asunto. —¿Es la primera vez que terminan? Teo parpadeó un par de veces, como si no le terminara de quedar claro lo que trataba de decirle o no entendiera la pertinencia de mi pregunta. —Varias veces. Hace un mes fue la última. Suspiré. Eran, pues, la clase de pareja que se entrega a ese tipo de forcejeos, de patearse y buscarse de nuevo cuando la marea cambiaba. Cómo culparlos. —A lo mejor estaban pedos y se le pasa mañana —deslicé. Teo frunció el ceño, decidido. —Ni madres. No quiero verla. Decidí que era importante mostrarle que la cosa no era para tanto y, luego de pasar saliva, comencé a contarle mi historia con Sofía. —¿La morenita? ¿Tu amiga? —preguntó él, que pensaba con lentitud. —Esa mera. Y le narré cómo nos conocimos, cómo buscamos a nuestros gatos y dimos con el Ojo de Vidrio, cómo arriesgamos la vida juntos. Y cómo dejamos de vernos tanto tiempo sólo para volver a encontrarnos en casa de su hermano y luego en unas vacaciones desastrosas en Casas Chicas, en medio de desapariciones, pleitos, celos y golpes. Sólo para volver a vernos en Guadalajara durante un tiempo y alejarnos luego y… Teo roncaba con gran satisfacción. Doblado sobre sí mismo, con la cabeza apoyada en una mano, como si aún pudiera prestarle atención a mi palabrería. —Hijo de la chingada —dije en voz baja. Y me levanté a apagar la luz. 113

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Mi venganza consistió en levantar a mi primo a eso de las nueve de la mañana con un poco de su música estruendosa. Había quedado en que pasaríamos por Sofía a las diez y no quería atrasarme ni siquiera un minuto. Yo ya estaba bañado, vestido, desayunado y listo desde una hora antes, aprovechando que mis tíos se largaban a la salida del sol para dirigir las compras del día para el restaurante. —Ya párate, cabrón. Ya vamos tarde. Teo no parecía muy convencido de cumplir su compromiso de ayudar, pero igual se puso de pie y, con pasos lentos de crudo, caminó a la regadera. Aún me escocía que me hubiera dejado hablando sobre mi vida unas horas antes, así que le serví un plato de waffles de congelador a modo de desayuno, aunque mi tía había dejado preparados unos chilaquiles mucho mejores que los de su comedero. —Puta: waffles. Mi primo puso cara de agobio pero terminó comiéndoselos y apurándose para seguirme a la calle, como si no supiera de sobra que era él quien manejaba y no tenía sentido apurarse, porque el carro lo llevaba él. Sofía nos esperaba ya frente al edificio de su departamento. Cruzada de brazos, metida en un vestido corto y detrás de unos lentes oscuros, mientras se recargaba en una jardinera con aire apacible, uno podía tomarla por estrella de cine. Tuve la debilidad de decirlo en voz alta mientras Teo detenía el auto. —Ay, carnal. Te traen de la lengua, ¿verdad? No pude negarlo. Comenzaron los problemas. Teo, asombrosamente, nos confesó que no tenía la menor idea de dónde estaba el consulado mexicano, al cual iríamos para llevar el retrato de la madre del Ojo de Vidrio y pedir apoyo para su búsqueda. Sobrevino la confusión, porque el automóvil ya estaba en movimiento y nos metimos a un freeway cuyas indicaciones mostraban que se dirigía hacia Santa Mónica. Sofía sacó la cabeza por la ventanilla y cuando vio que íbamos junto a una camioneta en la que viajaban, evidentemente, unos paisanos, les preguntó a gritos por el consulado. Al fin, luego de que 114

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intercambiamos algunos berridos más y mi primo y yo nos dimos un par de manazos, dimos la vuelta y emprendimos la ruta, por la carretera diez, con rumbo a la ciudad. —Está en Westwood —dijo Sofía—, cerca del Centro de Convenciones y el Staples. Yo no entendía nada de direcciones pero sabía que en el Staples jugaban los Lakers, el equipo de basquetbol de la ciudad. Pasé la mitad del camino encaramado al asiento y sin cinturón, para hacerle plática a Sofía, que iba sola en el asiento trasero. Me hubiera pasado a su lado gustoso, pero temía las iras de mi primo si lo dejaba como taxista, abandonado adelante. Qué horrenda es la vida cuando lo único que haces es preocuparte por cómo se sienten los demás. El consulado mexicano no dejaba lugar a dudas sobre el hecho de que era una sede de autoridades nacionales. Era un cubo espantoso, con ventanas cuadradas y una lona tricolor que avisaba de las próximas fiestas patrias con un menú de actividades que incluían grito, verbena, música de mariachi y un ballet folclórico. En la puerta había un tipo con uniforme, nunca supe si de policía o de guardia contratado, que tardó diez minutos en comprender que no queríamos tramitar un pasaporte ni denunciar su pérdida, sino reportar a una persona desaparecida. Cuando lo entendió se le puso roja su cara más bien pálida y se disculpó con fuerte acento norteño. —Ay, qué caray. Dejen reportar por radio para que los atiendan. Se puso a recitarle claves a un aparato que llevaba en la mano, unas contraseñas ineptas que sonaban a improvisadas. —A ver, Cero Dos, acá Cero Uno. Hay unos cuatro pidiendo apoyo porque hay un noventa y ¿qué? Noventa y eso. Noventa… Una persona perdida. ¿Procedo a once o le doy veintiuno? Había que tener mucho temple para repetir tantas imbecilidades con ese aspecto solemne de héroe en libro de texto gratuito. —Once, once, Cero Uno. Páselos con Maldonado. El uniformado volvió a colgarse el radio de la cintura y nos señaló la puerta principal del cubo. 115

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—Al final del primer pasillo, al fondo, hay dos puertas. Una es el baño pero no tienen autorizado pasar. La otra es la oficina del licenciado Maldonado, que va a recibirlos. Y se cuadró como si se encontrara frente a un general. Teo y yo nos miramos con sarcasmo. Sofía le obsequió al tipo una sonrisa enorme. Y sólo entonces me di cuenta de que era probable que el sujeto nos hubiera enviado al demonio de no ser porque una belleza como mi amiga había sido quien le solicitó auxilio. —O sea que le ayudó al vestidito y no a tres ciudadanos mexicanos —me quejé en cuanto salimos de su vista. —No seas pendejo —me cortó Sofía. —Yo ni mexicano soy —confesó Teo. Volteamos a verlo. Con sus bigotitos, su peinado erizado y sus rasgos de chichimeca épico, mi primo hubiera podido ser la imagen de México en cualquier festival típico concebible. —Nunca me registraron allá. Soy un faking gringo. Perdón. El interior del consulado era aún más feo que la fachada: un enorme galerón iluminado por neones, repleto de sillas para la espera y ventanillas para la atención. Una pequeña multitud pululaba por allí, entre los asientos, las ventanillas y el pasillo, acomodando papeles, rellenando formatos, maldiciendo en voz baja tanto pinche trámite. Seguimos el pasillo hasta su final y, ante la mirada atónita de un guardia vestido exactamente igual al anterior, nos sentamos en las sillas de espera frente a la puerta que no contaba con una identificación de baño colgada. —¿Tienen cita? —murmuró el fulano. —Su compañero Cero Uno nos mandó para acá a hablar con Maldonado —le informó Sofía, con el tono de patrona de rancho que le surgía del fondo del alma en cuanto alguien amenazaba con obstaculizar sus asuntos. El guardia se cuadró también ante la mención del nombre del funcionario y se regresó a su puesto de custodia en el umbral del pasillo. —Estos güeyes ya nos habrían agarrado a putazos al güero y a mí —reflexionó Teo, admirado por la destreza de Sofía. —Hay que pararles las patas —respondió ella. 116

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Habremos esperado quizá veinte minutos. Al fin, una mujer salió apresuradamente por la puerta sin señalización de baño y nos encaró. Tendría unos cuarenta años, estaba algo entrada en carnes, pero en sus ojos brillaba algo que rara vez se ve en las oficinas gubernamentales: la inteligencia. Era Cero Dos. —¿Ustedes son los que vienen con el licenciado? —Nos mandó el Cero Uno de la puerta —le dijo Sofía. Ella pareció conforme. —Muy bien, síganme, por favor. Tras la puerta, como en pesadilla burocrática, había otra sala de espera, que compartían tres oficinas con puertas de vidrio cerradas. Eran los despachos principales, conjeturé. Dos de ellos, el del cónsul y el vicecónsul, estaban vacíos y apagados y solamente los rótulos en su puerta daban cuenta de la identidad de sus ocupantes asignados. La tercera oficina, que no tenía rótulo, era la de Maldonado. Era un tipo muy funcionarial, antes que nada. Un poco calvo, delgado pero fofo, alto, sí, pero de esos que se joroban al andar. Tenía una barbita de tres días muy cuidada y unos lentes redondos que le daban una apariencia monacal. Su traje, eso sí, era de un verde botella que jamás había visto aplicado a una prenda de ropa. Su corbata era oscura y su camisa blanca. Cualquiera habría dicho que Maldonado se dedicaba a vender alfombras o enciclopedias y no a atender asuntos internacionales. Cero Dos nos hizo pasar y, ya que nos vio encaminados hacia la puerta de la oficina correcta, se instaló en su escritorio. Sobre él lucía la contraparte de la radio que colgaba de la cintura del Cero Uno de la puerta principal. Maldonado tecleaba desesperadamente en un teléfono inalámbrico. Nos hizo una seña para que nos sentáramos. Sólo había dos sillas ante su escritorio, así que Sofía y yo las ocupamos. Teo tuvo que resignarse a quedarse dos pasos atrás, sobre un sofá un poco pulguiento en el que era probable que Maldonado se durmiera las siestas luego de la hora de comer. —Claro que sí, cónsul. Usted no se preocupe. Así le hacemos. Yo hablo con la policía y la prensa. Usted no se preocupe. 117

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Eso fue lo primero que le oímos decir. Luego colgó el teléfono y nos miró, con una sonrisa como de dependiente de supermercado. —Buenos días. ¿Paisanos? ¿En qué puedo servirlos? Ando medio de prisa, pero díganme. Y se recostó un poco en su silla de rueditas y entrelazó las manos detrás de la nuca, como si se sintiera muy cómodo. Sofía se aclaró la garganta y me miró, para dejarme en claro que era ella la adecuada para fungir de vocera. Y recurrió al mismo tonito inocente con el que había avasallado al Cero Uno. —Mi tía está perdida. Ya la buscamos por los hospitales y con la policía. Y colocó el retrato de la madre del Ojo de Vidrio enfrente de Maldonado que, tomado por sorpresa, abandonó su pose cómoda y se caló los lentes. —… Ajá… Tu tía. ¿Es mexicana? ¿Cuándo se perdió? Sofía titubeó y me sentí llamado a intervenir. —Mañana hace ocho días. Maldonado ni siquiera volteó. Miraba el retrato con los labios apretados. La serenidad con la que lo habíamos encontrado un minuto antes había dado paso a una ligera agitación. Quizá era que se trataba de un tipo muy competente. O quizá no. —¿Nombre? —Hilda Álvarez. Era el que el Ojo había anotado al reverso de la fotografía con su letra de niño bobo. —Mexicana, entonces… ¿Migrante legal? Sofía le otorgó una de sus mejores sonrisas. —No, creo que no. Ya se vino hace mucho… —Nosotros sí somos legales —me apresuré a aclarar. —Yo soy un faking gringo, de hecho —dijo Teo desde su sofá. Maldonado puso una sonrisa como de hiena y se reacomodó los lentes sobre la nariz. —Bueno, nosotros no nos metemos con eso. Solamente lo pregunto porque, si fuera legal, estaría en nuestra base de datos. Si no, pues es más difícil… ¿Puedo quedarme con la foto? Y como Sofía titubeó, agregó él: 118

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—O sacarle una copia… Le dijimos que sí. Se puso de pie sin dejar de mirar el retrato, que fotocopió en una máquina del rincón. Resultaba curioso que le empeñara la mirada a un objetivo tan desagradable como el rostro de bruja de pueblo de la madre del Ojo de Vidrio. Antes de salir de su despacho, sacó un cartapacio de un cajón que tenía una etiqueta pegada. “Reportes 1997”, decía. Maldonado lo revisó por un minuto, como si buscara una coincidencia de la foto con algún listado o papel que estuviera contenido allí. Una vez satisfecho, volvió a cerrarlo y lo dejó junto al teléfono. —Denme un minutito… Y salió. Sofía reaccionó como un gato. Me indicó con la cabeza (y con un gesto feroz) que siguiera a Maldonado a la salita de espera y le estorbara. O al menos eso fue lo que me imaginé que quería decirme con sus gesticulaciones. Así que me puse de pie y lo seguí. El sujeto estaba a unos metros, cuchicheando con Cero Dos. —… Y hay que corroborar con la policía, por favor. Los tomó de sorpresa mi llegada. A mí también me sorprendió que se callaran al verme aparecer y se volvieran hacia mí, no sabría decir si solícitos o encabronados. —… El baño… Quería saber si puedo pasar. La mujer levantó la mano como para hacerme saber que aquello estaba prohibido (la puerta, de hecho, rezaba: “Esta instalación es solamente para el uso de los empleados de este consulado”) pero Maldonado la interrumpió. —Nomás date prisa, que nos regañan. La mujer lo miró con desaprobación y me puso en la mano una llavecita. —Tiene maña. Jala hacia ti. El pretexto había sido casual, así que me encontré en un pequeño gabinete de baño. Junto con la luz (un neón verdoso y repulsivo) se encendía un extractor de aire. Dejé perderse unos minutos y me mojé la cara y las manos. Al volver a la antesala, Maldonado escoltaba ya a la salida a Sofía y a mi primo Teo. Mi amiga se veía contrariada y la son119

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risita de recepcionista de Cero Dos, que caminaba a su lado, conseguía hacerla ver más irritada. —Pues apenas sepamos algo, les damos aviso al número que me dejaron —decía Maldonado—. Pasaremos la foto a los otros consulados y a las asociaciones de mexicanos para que la circulen. No se apuren. Esperemos que aparezca. La mujer y el funcionario se quedaron en el umbral mirando cómo nos alejábamos. Cruzamos otra vez el galerón del consulado, abriéndonos paso a codazos entre los paisanos reunidos. Logramos salir. Cero Uno estaba en la puerta, muy obsequioso, con su mohín de mono entrenado. —¿Ya los atendieron, muchachos? —Muchas gracias —le sonrió Sofía, hipócrita y seductora, por si llegaba a ser necesario regresar allí. Caminamos un par de calles hasta el sitio donde Teo había dejado el auto estacionado. Sofía, una vez abordado el vehículo, pudo dar curso a su mal humor. —La pinche secretaria ésa se lanzó sobre mí en cuanto te fuiste al baño. Ya no pude ni ver la carpeta. Les dejé un número falso porque me da miedo darles el de mi departamento. —¿Y qué había en la carpeta? —pregunté. —No sé. Algo que Maldonado no nos dijo. Seguro que ni creyó que fuéramos parientes de la señora. Habíamos avanzado un par de calles en silencio cuando Teo comenzó a reírse. Bajito, de un modo ladino que no le conocía. —No nos siguen, o sea que ya chingamos —dijo. —¿Con qué? —Con la carpetita. Y se la sacó del interior de la playera negra que llevaba, estampada con el logotipo de Los Crudos, una banda de pankrockers latinos. “Reportes 1997” estaba en nuestro poder.

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VIII

Recuerdo a un maestro de derecho romano, seguramente el peor que hollaba la Tierra en la época que lo traté, que nos ponía a leer a Cicerón, bajaba la cortina, prendía los neones del salón y se dormía la siesta en clase. Cuando una compañera más quisquillosa (o responsable) que el resto de nosotros dio aviso al coordinador de carrera y el profesor, que era un cincuentón deprimido, fue citado ante el comité escolar, algunos terminamos por compadecernos. Lo sacaron de dar clases pero, como era el hermano mayor de uno de los pesos pesados de la universidad, fue exculpado en la práctica: le encargaron supervisar, de allí en adelante, los eventos extracurriculares de la escuela o, en fin, le dieron alguna de esas posiciones en las que no hay demasiado que hacer y uno puede estar ebrio a las once de la mañana sin que el mundo se venga abajo. “Es que este puesto me llegó tarde en la vida”, le explicaba el profesor a los alumnos si se los topaba en la cantina cercana a la facultad, ya armado de un coñaquito y con gesto de colapso nervioso inminente. Tenía fama de haber sido una lumbrera, incluso ejerció la cátedra de derecho romano en una universidad gringa algunos años atrás, pero la afición al trago y los desastres amorosos (la esposa, decían las malas lenguas, lo había dejado por un monitor de yoga en Estados Unidos) lo redujeron al dormilón valeverguista que conocimos. “Me llegó 121

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tarde en la vida”, pues, se convirtió en la frase de cajón con la que en la universidad le escurríamos el bulto a las tareas pesadas y desagradables. A mí, qué quieren que les diga, aquel viaje a Los Ángeles me llegó tarde en la vida. Llegamos al departamento de Félix a eso del mediodía, luego de una parada de urgencia en unas hamburguesas, porque yo me negué a pasar otro día sin almuerzo, como el anterior. Teo y yo elegimos paquetes normales, con papas fritas y refrescos como compañía, y Sofía se pidió una ensalada y, además, una hamburguesa sin queso para Félix, que era alérgico a los lácteos. —Uy, yo mejor me pego un balazo que dejar el quesito —confesó Teo, a quien ya había visto, claro, echarle tres cucharadas de crema extra a los chilaquiles. Félix ya estaba en casa. Nos recibió sin grandes aspavientos: quizá se sentía humillado, todavía, por la paliza que le había asestado el Ojo de Vidrio la tarde anterior. No agradeció la hamburguesa que Sofía le puso en las manos, sino que la revisó detenidamente, como si fuera aduanero y su almuerzo, una mercancía exótica. —La pedí sin queso —explicó ella. Félix gruñó una respuesta incomprensible. Estaba cansado, además. Había pasado la mañana, nos dijo cuando al fin se decidió a comer, mirando fotos de traficantes de personas en la oficina de la reportera del LA Times especializada en los casos de trata. Y, luego de varias revisiones y confirmaciones de datos en los archivos del diario, había conseguido reducir la lista de sospechosos a media docena de caras probables. Ya tenía consigo las fotografías, que la reportera había accedido a prestarle, para mostrárselas al Ojo de Vidrio y obtener, si todo salía bien, y sus cálculos eran correctos, una confirmación. —¿Y cómo los descartas o qué? —preguntó mi primo, con ese escepticismo irritante de los pankrockers, mientras intentaba tomar uno de los retratos en la mano. Félix le soltó un sape. 122

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—No mames. Estás comiendo tu pinche hamburguesa, morro. Me vas a ensuciar la foto. Espérate. Teo lo taladró con la mirada. El periodista, decididamente, estaba nervioso. La búsqueda de su prima, que durante tanto tiempo no había significado para él más que una fuente de neurosis y una serie de vueltas estériles en círculos, parecía revivir. Félix, sin embargo, no quería esperanzarse. —Falta que el loco del tuerto reconozca a alguno de éstos. No es tan fácil. Unos nunca pusieron el pie en México, otros estaban presos o en otro país cuando los secuestros. Revisando esa info, que la reportera sacó de los archivos de la policía a lo largo del tiempo, fue como me quedé con estos cabrones. Le referimos nuestra aventura en el consulado y él la escuchó sin voltear siquiera, mascando su comida con la mirada clavada en la mesa. Pero cuando le dijimos que mi primo se había robado la carpeta del archivo de Maldonado, pegó un manazo y brincó. —No mamen, morros. Los pueden meter a la cárcel por esto. Pinches locos. Sofía, que había permanecido callada, comiendo su ensalada con pequeños bocados, se engalló al fin. —Encima de que te ayudamos, nos regañas. No mames. Félix suspiró. Y bajó la cabeza. Entendía, al parecer, que estaba yendo demasiado lejos. —Ya, pues. A ver, qué tiene la carpeta. Teo seguía molesto con el trato que le había deparado el periodista, y me la entregó a mí, que ya había terminado de almorzar y hasta me había lavado las manos en el fregadero de la cocina (costumbre adquirida a fuerza de oír los gritos de mi tía Elvira). —Ya que acabes de comer te la damos —dijo mi primo, que como buen pankrocker era muy descortés cuando lo provocaban. Félix ni siquiera se tomó la molestia de responder. Abrí el archivo con la etiqueta de “Reportes 1997” con todo cuidado. Tampoco es que estuviera abarrotada de papeles: adentro había quizá quince fotografías y algunos documentos. Casi todos eran retratos ampliados de alguna imagen anterior, me 123

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pareció, por la mala definición. Sin datos, sin nombre. Caras de ancianos, de niños, de mujeres sobre todo. Muchas de ellas jovencitas de cabello oscuro. Demasiado jóvenes como para haber desaparecido de cualquier sitio que no fuera la carpeta aquélla. Comencé a desplegar algunas de las fotos, las que más me llamaban la vista, sobre la mesa. Entre ellas, claro, la carota de sacerdotisa diabólica de la madre del Ojo de Vidrio. —Parece que va a brincarte —comenté al aire. Solamente Sofía, que conocía de primera mano aquella mueca inconmovible y siniestra, pareció aquilatar mis palabras. Levantó las cejas y resopló. —Todo un monstruo, la doña. La última foto fue la que causó el daño. Apenas Félix la vio depositarse sobre la superficie de la mesa, le brincó la mano como si se la hubiera botado un resorte. —Carajo —atinó a decir por toda protesta. La imagen, que no pude contemplar sino hasta que volvió a dejarla caer y se alejó, dando pasos imprecisos hacia la cocina, como si fuera a caerse, correspondía al rostro de una chica muy parecida a las otras. Pero en la que noté, alertado por lo pálida que se había quedado Sofía, un aire familiar. Y entonces recordé: Casas Chicas, las mantas, los volantes con fotografías, la muchacha sobre la que estaba escrito “¿Dónde está?”. Era su prima. —Hay que darle agua —murmuró Sofía, dándose cuenta de que el periodista estaba al borde del síncope. Pero Félix no era un chamaco (como nosotros). Ya tenía veintitantos años y era bastante capaz de dominarse si lo necesitaba. Se frotó la cara con las dos manos y volvió a la mesa. —O sea que es cierto. Acá anda. O anduvo —dijo, fúnebre. La carpeta tenía también unos documentos. Un informe en inglés de dos paginitas, que le di a leer a Sofía, y un papel escrito a máquina, en español, en el que se enumeraban quince nombres, doce de ellas de chicas jóvenes, bajo el mismo encabezado de la carpeta: “Reportes 1997”. 124

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—¿Y cómo sabes que anda acá? —preguntó Teo, con la voz ya un tanto menos alzada. Aunque no sabía la historia completa, la reacción de Félix hacía recomendable la prudencia. El periodista bebió un largo trago de agua y se encogió de hombros. —Hace unos meses, una organización de derechos humanos con la que tengo contacto me pasó un reporte. Una chica a la que rescataron de una casa donde la tenían medio secuestrada, como sirvienta a fuerzas y esclava de un tipejo, reconoció la foto en los carteles que tenían clavados en su pizarra. Dijo que había visto a una muchacha muy parecida en una casa en la que estuvo presa… “Ahí tienen chicas… Las prostituyen, las drogan. Como animales.” No supo dar una dirección pero aseguró que estaba allí. Que era muy callada, dijo. Que la vio muy perdida… La voz se le fue, al final. Y Teo torció la boca y me miró como si quisiera encontrar algún apoyo para el abismo que se le había abierto de pronto bajo los pies. —No mames, carnalito. Chale —murmuró. No había modo de decir nada mucho mejor que aquello. Lo que le había pasado a la prima de Félix era una maldición espantosa. Su urgencia por encontrarla, luego de años en poder de sus raptores, resultaba más que comprensible. —Esto está muy cabrón —advirtió, de pronto, Sofía, que no había participado en la charla. Hablaba del informe que estaba revisando. Era, dijo, una comunicación oficial del FBI a las autoridades mexicanas. —Es del mes pasado. Parece que andan vigilando una propiedad en San Fernando… Félix se retorció de inmediato y, otra vez, lanzó la mano como una cobra para hacerse con los papeles, que Sofía soltó, desconcertada, en cuanto sintió el jalón. El periodista releyó el documento a toda prisa y luego más despacio. Se mordía los labios. Sus ojos saltaban por las líneas de texto como conejos en el prado. —San Fernando. Ahí está. Se encimó una chamarra e hizo la finta de salir del departamento. Pero Sofía se interpuso en la puerta. Y no era sencillo quitarla de en medio. 125

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—¿Te vas a ir así nada más? Félix levantó las manos, con las palmas abiertas, para decir que sí y que cuál era el problema. Teo y yo observábamos a la distancia. —Hay que pensar qué hacer primero. Félix la tomó de los hombros para retirarla de su camino. Sofía no se movió. Por un momento pude percibir que la tensión entre ellos no era precisamente normal. Y mi estómago, de repente, se precipitó al vacío. Al mismo oscuro lugar al que había caído cuando me topé a mi amiga aquella noche con el pendejete del guitarrista. El sitio del que había huido largándome a Los Ángeles para las vacaciones. Félix había inclinado la testuz. Regresó a la mesa del comedor y se dejó caer en la silla pesadamente, como si lo avergonzara el impulso de salir corriendo. Traté de ocultar mi ánimo negro pero Sofía debió notarlo al verme la cara. Era yo demasiado transparente. Resopló y se mesó el cabello por unos segundos, como si estuviera tratando con un grupo de imbéciles que le complicara la vida. En ésas estábamos cuando alguien abrió la puerta principal de una patada tremenda que la hizo azotarse contra el marco y regresar, golpeando al agresor. Escuchamos un “ay, carajo” y la puerta, más lentamente, se abrió de nuevo, para revelar la fisonomía del Ojo de Vidrio en persona. Su intento de entrada espectacular había terminado rompiéndole la boca. No me apené en lo más mínimo. Creo que fue Teo el primero que reaccionó. Rápidamente se dio cuenta de que este era el tuerto de mis anécdotas. Pero en vez de calibrar el peligro, se burló. —Qué pendejo. El Ojo de Vidrio, muy ofendido, se aguantó el madrazo y se acercó a la mesa con pasos torpes, indecisos. Al ver el retrato de su madre algo se le agitó en el interior de su pastoso cerebro, porque lo señaló y gruñó. —¿Hubo algo? Félix lo miró, dolido. No se atrevía a ponérsele bravo luego de la paliza recibida a manos del animalón aquél, pero tampoco 126

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le simpatizaría mayor cosa. Solamente atinó a mirarse los zapatos y a lamerse los labios, rabioso. Fue Sofía la encargada de explicarle al Ojo nuestros avances en el consulado. El tipo ni siquiera parpadeó ante la referencia al robo de los papeles. Pero cuando le dijeron que Félix tenía los retratos de los sospechosos de tráfico de personas su ceño se frunció y se entregó a la ira. —¿Y eso a mí qué? —Es un favor —explicó Sofía—. Te ayudamos y tú nos ayudas. Félix lleva años buscando a su prima, ya lo sabes. Además… Antes de proseguir me buscó la mirada. Yo suponía, porque era lógico, que al Ojo no iba a gustarle la idea de que los mismos secuestradores de los que había huido en Casas Chicas fueran los responsables de la desaparición de su madre en Los Ángeles. Pero era necesario decírselo si es que íbamos a seguir juntos en esto. —Creo… Creemos… Que ellos pueden ser los que se llevaron a tu mamá. El Ojo apretó los párpados y los puños, como si sus pesadillas lo hubieran alcanzado. Y resultaba un poco terrible mirar a un monstruo rebasado por el miedo, debo decir. Si el que te asusta teme algo, mala cosa. —… Creemos que por eso tienen las fotos juntas en el consulado. La carpeta que nos llevamos tiene un informe de los federales. Andan siguiendo a unos tipos. Y puede que sean los que buscamos. Noté que el Ojo parecía más abatido que sorprendido. Metió las manos en los bolsillos del gabán mugroso que siempre llevaba encima y pareció encogerse. Sofía le puso la mano en el hombro y eso pareció sacarlo de su abismo. —… ¿Para qué nos hacemos pendejos? Seguro que la tienen. El Ojo de Vidrio emitió una especie de chillido ahogado. Ni siquiera podía llorar bien, pensé. Demasiado miedo le tendría a los tipos aquéllos, los elegantes, como para estar temblando de esa manera. —Pues si hay una carpeta —dijo Teo, que era, de lejos, el más sereno en varios metros a la redonda— a lo mejor los federales se meten y ya. Y liberan a todos. 127

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Lo decía con un tono esperanzado que era impropio del pesimismo natural de los pankrockers. Quizá para alentarnos. Pero Félix no era tan idealista y su cara era de escepticismo. —A veces siguen a estas bandas por meses o años. Los escuchan, los estudian. Luego resulta que tienen un agente encubierto. O que son sus informantes en un caso de drogas y ni los tocan. Ve tú a saber. Si hay una carpeta de reportes del año, a lo mejor hay de otros años. Y van dejando los casos abiertos… Era imposible saber nada concreto. Sólo hacer especulaciones. Y las teorías sirven de muy poco cuando tienes a alguien de tu sangre perdido. Todos lo sabíamos. Sofía condujo al Ojo hasta la mesa, haciéndole gestos categóricos a Félix para que sacara los otros retratos, los que le había pasado su colega del LA Times. Los de los tipos malos, pues. Unos pocos aparecían en imágenes no muy claras, tomadas de lejos, seguramente con un teleobjetivo. Pero más de la mitad figuraban con la fotografía de su pasaporte. O al menos eso parecía. Quizá serían de alguna otra licencia o permiso. Y Félix puso dos, sacadas al final del sobre, encima de todas. Eran las más claras. A color. Dos hombres sonrientes. Blancos, ambos. Uno, rubio; el otro, de cabello castaño claro. Quedaba muy claro que eran los indicados porque el Ojo perdió los estribos al verlos y rugió como un animal. Boqueó palabras que no tenían sentido (o no fui capaz de hallárselo) y al fin, con un esfuerzo supremo, se sentó en una silla. —Carajo —dijo, sin fuerza—. La jodimos. El resto de los presentes nos miramos. No es que esperáramos que el Ojo se comportara estoico pero verlo tan tumbado daba escalofríos. Sobre todo porque parecía arrepentido de algo que no atinaba a explicar. Félix guardó sus fotos y acomodó también la carpeta del consulado. Quizá el espectáculo del desmoronamiento del Ojo de Vidrio le había devuelto, paradójicamente, la serenidad. —¿Qué hicieron, pues? El Ojo parecía un perro recién arrollado. Parpadeaba estúpidamente. No babeaba pero era como si lo hiciera. Así de débil y extraviado se veía sin su madre. 128

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Teo sacó la pachita de sus pantalones. Por si nunca han tenido una en las manos, una pachita es una pequeña cantimplora, generalmente de metal o cuero, en la que se guarda alcohol. Y mi primo, sin dudarlo, se la puso en las manos al Ojo de Vidrio, que la miró con cierto horror. Porque sabía que allí dentro había fuego. —Ya no tomo. Nos miró casi suplicante. Pero antes de que mi primo pudiera recuperar la pachita, le pegó un trago inmenso, terminal. Luego se aclaró la garganta. El ojo bueno se le había puesto vidrioso, como el de un pescado. —La jodimos —repitió. Y hundió la cara entre las manos. La habían vuelto a joder, sin duda. El Ojo no nos había contado la historia completa y se puso a hacerlo en aquel momento. Sí, a su madre la habían sacado de su casa Los Rigos, o al menos aquellos de la hueste que obedecían directamente al Pipe. Pero la primera amenaza no había venido de ellos. No. Una semana antes de ser llevada a rastras de su hogar, la madre del Ojo había recibido otra visita. Uno de los tipos elegantes, el mexicano, se había materializado en su puerta, una mañana, con la sonrisa de siempre en los labios. La recordaba, por supuesto. Y cuando alguien le contó que había una prestamista con pinta de bruja en Compton quiso saber si no sería aquella mujer que, un tiempo atrás, había intentado extorsionarlo en Casas Chicas. La mujer no se arrugaba ante nada ni lo hizo tampoco en esa ocasión. “Se me larga o le marco a la policía”, le dijo al tipo elegante, que no dejó de sonreír ni siquiera por eso. “¿Sabe quién va a venir si usted llama? La policía, sí. Mi amigo el gringo. ¿Se acuerda de él?” El Ojo se había quedado detrás de un biombo, aterrado, sin asomar ni la cara. La última vez que habían entrado en conflicto con esa gente debieron huir de su pueblo y él casi se muere. Perdió el ojo. No era cualquier antecedente, no. Su madre no era afecta a las charlas en las que no imponía condiciones. “Pues si la policía de acá está con usted le llamo a los federales. Se me larga.” Y le tronó los dedos. El hombre 129

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elegante le dijo: “Para qué le rasca, señora. Yo no vine a buscarle pleito. Sólo tenía la curiosidad”. No: no había pronunciado una sola palabra de amenaza pero el Ojo de Vidrio sintió que su madre estaba en peligro y salió de detrás del biombo, al fin, ceñudo, para hacer fuerte a su mamá y mirar a la cara al visitante antes de que se fuera. “Mire, acá tiene a su hijo. Ya vi que no te fuiste limpio, vato. Se te nota la herida.” El Ojo tomó a su madre por los hombros y se dio cuenta de que temblaba, pese al gesto de fiereza y la pose de ama y señora, con las manos en la cadera. “Cuídense, pues”, dijo el elegante y se fue. “Cuídense.” Aquélla podría ser una forma de despedirse, simplemente. O no. Sofía hizo las conexiones que le faltaban a su teoría. No era improbable, dijo, que el repentino engallamiento del Pipe fuera producto de algún favor o incluso alguna orden de los elegantes… Así, en vez de soltar a la madre del Ojo de Vidrio, como le habían asegurado, quizá se la habían entregado a ellos… O la habían soltado y ellos la habían agarrado. Eso era lo de menos. El caso es que la tenían, seguro. El siguiente problema era, desde luego, explicar para qué. Nadie le había pedido un rescate al Ojo de Vidrio ni era probable que unos tipos que conseguirían una fortuna con sus negocios sucísimos necesitaran el dinero que les pudiera conseguir un prestamista de barrio. El panorama, pues, era más que negro. Nadie quiso decirlo en voz alta pero estoy seguro de que todos pensamos que el único motivo posible para que esos hijos de la tiznada quisieran hacerse con la señora era, invirtiendo el término, para deshacerse de ella. ¿Por qué? Pues por venganza o, simplemente, porque podían perpetrarlo sin consecuencias. —Hay que buscar en la casa de San Fernando —dijo Félix. Ya a esas alturas, de plano, estaba todo tan mal que su frase me dio hasta risa: ¿qué íbamos a hacer nosotros para enfrentarnos con unos mafiosos como aquéllos, que hacían lo que querían con la ley? Pero las cosas iban a empeorar todavía más, desde luego, porque no hay modo en que un camino torcido te lleve a buen 130

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puerto. Y mientras discutíamos qué hacer, y Sofía, Félix y yo no nos poníamos de acuerdo sobre si dar aviso al FBI (la policía local nos parecía cancelada como opción luego de lo que había contado el Ojo de Vidrio) o lanzarnos por nuestra cuenta y riesgo, Teo encendió el televisor. Era una costumbre en su casa: ponían la tele a la menor provocación. Mi primo fue pasando los canales en busca de algo con que entretenerse mientras nosotros discutíamos, hasta que, de pronto, sin que nos diéramos cuenta, se quedó en el noticiario. Una cosa había llamado la atención a mi primo y era la carota del licenciado Maldonado ante los micrófonos. Sin importarle nuestras palabras, le subió el volumen al aparato y, pronto, las voces nos hicieron callar. Y voltear… “… Nosotros, como autoridad consular, estamos ofreciendo todo el apoyo a la policía para colaborar a esclarecer estos lamentables sucesos…” Ahí fue cuando apareció en pantalla, recuadrada, la imagen de la mujer. Era, fuera de toda duda, la madre del Ojo de Vidrio, en la versión fotocopiada del retrato que se quedó el licenciado Maldonado. “La mexicana fue encontrada, hace unas horas, en las laderas de una colina, en San Fernando, California, y ahora las autoridades tratan de entender qué sucedió…” Sofía intentó, a la desesperada, hacerse con el control remoto que mi primo tenía en la mano. Y Félix, que entendió de inmediato lo que podría pasar, se levantó de la silla y se interpuso entre el Ojo y nosotros, previendo quizá que tendría que servir como última línea de resistencia… El Ojo de Vidrio miraba la pantalla. No podría decir que haya ardido enseguida. Siguió la nota mientras duró, quizá otros treinta segundos más. Quizá no podía quitar los ojos del rostro de su madre. Se puso de pie lentamente, como un ebrio. Como sin ganas le dio un manotazo a un vaso, que cayó sobre la misma mesa y rodó al suelo. No se rompió al caer, curiosamente, sino que siguió rodando hasta nuestros pies. El Ojo de Vidrio tenía la mirada perdida. Se había quedado pálido. 131

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¿Qué decirle? ¿Qué palabra habría servido para el oído de alguien que acaba de escuchar en la televisión que su madre está muerta? ¿Qué frase de consuelo o apoyo podría servirle de algo? Ninguna, por supuesto. Cualquier cosa que hubiéramos intentado, incluso si a alguno de nosotros se le hubiera vuelto de oro la lengua y hubiera sido capaz de abrir la boca y soltar un discurso memorable, habría sido sólo ruidero para él. El canto de los grillos o la estática de un radio mal sintonizado, que nunca significa nada aunque haya palabras allí. El Ojo se dirigió a la puerta, la abrió sin violencia y se largó con sus pasos vacilantes de bestia desconcertada. No fuimos capaces de seguirlo. La búsqueda había terminado. Para algunos, al menos. Permanecimos en silencio quizá otra media hora. Teo era el único que parecía pendiente de los demás y su mirada saltaba de uno a otro, como un perro que quisiera llamar la atención. Los demás nos habíamos sumergido en nuestras propias ideas, sin fuerza para decir nada. —Al menos se fue ese cabrón —murmuró mi primo, al que la compañía del Ojo, desde luego, no tranquilizaba. —Pfffssst —gruñó Félix, como para dejar en claro que el comentario le parecía fuera de lugar. Mi primo le hizo un gesto categórico con el dedo medio para indicarle lo que pensaba de él. Sofía recogió el vaso que el Ojo había tirado al suelo y lo puso a buen recaudo. El silencio había regresado al departamento. Si alguien, meses atrás, me hubiera dicho que iba a ponerme sombrío la muerte de la madre del Ojo de Vidrio, seguramente me habría dado un ataque de risa. Pero así era. El episodio nos había descarrillado y ninguno teníamos ánimos como para más. —No vamos a quedarnos así —dijo Sofía, de vuelta a la mesa. Ella siempre había sido fuerte pero era como si una neblina oscura hubiera aterrizado en el lugar y nos consumiera todas las energías. —Ándale —me jaló del brazo y me puso de pie. 132

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La obedecí y la seguí unos dos o tres metros hasta la puerta. Mi primo hizo lo propio. —¿Y qué vamos a hacer? —Vamos a ir a San Fernando, claro. Sofía me miró con inquietud, como si no pudiera creer que no entendiera la importancia de lo que decía. —¿Ahorita? —Sí. Me di cuenta de que lo que trataba era hacer que Félix reaccionara. El periodista había desplegado las fotos, todas, las de los desaparecidos y las de los acusados de tráfico, delante de él y las miraba. Al vernos de pie, levantó la cabeza. —Cálmense, morros. Ni saben cómo está la onda allá. Se puso de pie, se echó las llaves al bolsillo y se colocó al frente del grupo. —Vamos, pues. ¿No vienen? Sofía puso los ojos en blanco. No teníamos ningún plan y la insensatez de meternos en el terreno de los enemigos era muy obvia. Y, de todos modos, lo seguimos.

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IX

Comenzaba a caer la tarde y el pesado sol de Los Ángeles taladraba la nuca. Ni siquiera en el interior del Fermon de Teo era posible mantenerse a salvo: los dedos del astro lograban colarse por las rendijas de las ventanas y quemar. La piel hervía. Félix iba adelante, junto a mi primo. Sofía y yo atrás. Hubiera querido abrazarla o al menos darle la mano. Mi amiga, a pesar de la resolución que había mostrado para embarcarnos en el periplo a San Fernando y, de paso, enviarnos a los peligros impensables que podrían aguardarnos allí, tenía el rostro desencajado y abatido de quien sufre de mucho miedo. Intenté llamar su atención, mirarla para ver si me devolvía la mirada, le acaricié incluso el cabello. Pero Sofía estaba demasiado hundida en sus pensamientos como para que le importaran mis atenciones. Tenía los retratos de la carpeta “Reportes 1997” en las manos y los revisaba, como si aquellas caras sonrientes (y que resultaban muy inquietantes, cuando se enteraba uno que correspondían a desaparecidos) pudieran decirle algo que se nos hubiera escapado. Algo crucial. O como si necesitara verlas para darse ánimos. ¿Vengarlos, salvarlos? Nadie lo sabía. Y yo esperaba lo peor porque siempre nos sucedía lo peor. Nos detuvimos en una tienda de souvenirs antes de subir al Highway 5, que era el que nos llevaría hacia nuestro destino, con la idea de comprar un mapa. Félix discutió durante unos diez minutos con el metiche del dependiente, un treintón grin134

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go con aires de sabihondo, que estaba empeñado en encontrarnos él mismo la dirección que necesitábamos y que nos advirtió que no era lo mismo “la ciudad de San Fernando” que “el valle de San Fernando”, un sitio, dijo, mucho más amplio, que contenía a la primera y en donde vagaríamos sin remedio si no cedíamos y le hacíamos caso. —Este pinche güero no entiende —dijo Félix, con los puños apretados—. Todo lo que me dice ya lo sé. La discusión prosiguió hasta que Teo, que hablaba mejor inglés que el periodista, terció en los manoteos de los otros dos y dio con lo que buscábamos: una casa sobre la calle Fermoore, en la ciudad de San Fernando. El gringo torció la boca cuando se demostró que lo único que había hecho era quitarnos el tiempo y que éramos perfectamente capaces de arreglárnoslas sin él. El Highway 5 estaba repleto de personas que volvían a sus hogares desde sus trabajos en el centro o el sur de la ciudad y, en la lentitud de la tarde, o quizá por la mezcla de angustia, expectación, calor y enfado que nos dominaban, fuimos incapaces de conversar sobre nada concreto. Los lados del camino, aislados de las casas vecinas por unos muros enormes (que los habitantes de los barrios aledaños les exigían colocar a las autoridades, para sufrir un poco menos el ruidero, explicó Teo), estorbaban la visión. Podríamos dirigirnos a cualquier parte, en realidad, o estar en cualquier lugar en el mundo entero. Era, avanzar por ese Highway, como correr por un túnel sin sentido, cuya única finalidad en el Universo consistiera en servir como tubo digestivo para la masa infinita de automóviles que intentaban, una y otra vez, cambiar de carril, adelantarse, ganar el paso, largarse lo más pronto posible de allí. Al fin, luego de una eternidad contenida en tres cuartos de hora, apareció un letrero que indicaba que debíamos tomar la próxima salida, y así fue que bajamos del Highway hacia una pequeña calle rodeada de palmeras. El sol aún no se ponía en el horizonte pero un viento fresco (que quizá viniera del mar) anunciaba que el atardecer no podría durar para siempre. La perspectiva de andar de noche por San Fernando me resultaba siniestra. Y mucho más porque no estábamos de paseo o de 135

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visita casual, sino en una misión de reconocimiento y, si alcanzaba a leer correctamente entre líneas las intenciones de Sofía y Félix, incluso de rescate. Nos detuvimos en una gasolinera, por indicación del periodista, para consultar el mapa y ubicar con certeza la casa que íbamos a investigar. Teo aprovechó la pausa para bajarse del coche y caminó a un pequeño autoservicio anexo. Volvió con un seis de cervezas y una lata de papas fritas. Esto último para mí era novedad absoluta y me entusiasmó, pero la buena impresión se desvaneció casi inmediatamente, porque las papas dichosas sabían a cartón diáfano. —Ya estamos bastante cerca —murmuró Félix, estirando la mano hacia una de las latas de cerveza y abriéndosela con gesto experto—. Es cosa de seguir por esa calle de allá, derecho, y girar a la izquierda en la First. Y de allí hasta Fermoore, que es la del parque… El Layne Park —leyó, señalando el punto con el dedo. —¿En esa casa la tienen, a tu prima? La pregunta de Teo era justificada pero imprudente a todas luces. Félix emitió un bufido y se encogió de hombros. —Vamos a ver primero qué hay. Ésa es la casa que mencionan en el informe que se robaron del consulado. El periodista se quedó pensativo, con la mirada clavada en aquel mapa a medio desplegar sobre sus rodillas. Sofía, a mi lado, se agitaba. No miraba el mapa ni a mí: su vista escapaba por la ventana. Parecía más nerviosa que nunca antes, al menos hasta donde recordaba. —¿Saben qué? Voy a hacer una llamada. Antes de que pudiéramos decir otra cosa, Félix abrió la portezuela y se dirigió a la caseta de teléfono público levantada a unos metros de la puerta del autoservicio. Esperamos su regreso en silencio. Sólo la voz de Teo irrumpió un instante para decir, muy bajito: —Pinche Nita. Cada quien estaba metido en su propio infiernito, pues. Félix volvió con un gesto peor que el que se había llevado en la cara al irse. Estar tan cerca del objetivo que había perseguido por años lo estaba conduciendo a la neurosis, pensé. 136

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—Hablé con mi contacto en el periódico. No reconoce la dirección exacta pero sí sabe de rumores sobre la calle Fermoore de San Fernando. Y sobre otras. No creo que esta casa sea la única. Teo sacó el automóvil del estacionamiento con morosos giros de volante, como si no se animara a pisar el acelerador. Estábamos, después de todo, a unas pocas cuadras de distancia del lugar señalado por el informe que robamos. ¿Para qué apurarse? ¿O era, quizá, que él tampoco, como yo, quería llegar? El primer enigma de la tarde nos asaltó en cuanto dimos con el parquecito, un rectángulo de pasto con columpios y unos pocos árboles junto al cual se suponía que se encontraba el lugar que habían vigilado los federales. Las construcciones sobre la calle Fermoore, que arrancaba allí mismo, eran unas casitas bajas de madera, con menos de diez metros de frente y unas rejitas tras de las que ladraba algún perro faldero. En dos de ellas habían colocado estampitas del Sagrado Corazón en las ventanas, imágenes que han sido siempre, en la historia humana, una ostentación de nacionalidad mexicana tan grande como la bandera nacional. Ninguna de aquellas fincas parecía ser una casa de seguridad, en el interior de la cual una banda de desalmados traficantes de personas tendría atrapadas a unas chicas. El segundo enigma era que el número de la finca del informe no parecía coincidir con los que lucían pintados en los buzones y las puertas. O, mejor dicho, no coincidía en absoluto. Bajamos del automóvil y recorrimos a pie los alrededores: nada. Una bodega de material (vacía, polvorienta y en poder de las ratas: me asomé por una ventana rota) era la única construcción de cierto tamaño en las inmediaciones. —¿No había fotos de la fachada en el informe? —preguntó Teo, un poco desanimado. Sofía negó con la cabeza, sin abrir la boca. Tanto silencio en ella, siempre dada a decir lo primero que se le pasaba por la mente, ya me estaba intimidando. —El número no está por el parque —gruñó Félix, que venía ya de calle abajo—. Mejor subimos al carro y avanzamos. A lo 137

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mejor lo registraron mal. O a lo mejor los estaban protegiendo y lo falsearon… —insinuó. La Fermoore estaba en calma chicha. Apenas si vimos un par de gatos y una viejita, de cabello muy blanco y envuelta en su bata, que regaba el jardín con una manguerita que arrojaba un chorro poderoso, como de regadera, en el que se dibujaba un arcoíris. No fue sino hasta que cruzamos la Cuarta Avenida cuando dimos con la casa a la que el número del informe parecía señalar, aunque le sobraba un cero (¿estupidez o corrupción en el informe?). También era baja, como las otras, pero al fondo le brotaba un segundo piso, medio cubierto por el tupido ramaje de unos fresnos. La coronaban un tejado inclinado y dos ventanales y la completaba un jardín, que se perdía por el andador lateral, que sería, deduje, más amplio al fondo. Estaba toda pintada de blanco, con tejas de color ladrillo. Aunque el terreno era grande, la disposición de la finca la ocultaba convenientemente de las miradas: volteada hacia dentro, con cortinas ahuladas para tapar la luz y muchos matorrales encubridores, pocos voltearían a verla una segunda vez. Un sitio pensado, sin duda, para ser discreto. O que lo habría sido, en general… Pero aquella noche lo encontramos muy concurrido. Habían instalado unas sillas de playa justo ante el andador lateral y las ocupaban un par de sujetos con chamarras de piel, a pesar del calorón y del sol poniente. Dos tipos anchos y con la cabeza medio rapada. Gemelos en la obesidad, ambos estaban recostaditos en las sillas, las manos enlazadas en la nuca, lentes oscuros y una paz notable, que casi les irradiaba. A su alrededor pululaban una serie de jovencitos vestidos de meseros, con bandejas llenas de copas y canapés en las manos. Corrían, chocaban, volvían. Un automóvil se detuvo en el espacio de banqueta disponible: deportivo, pequeño y gris. Un tipo de lentes y pelo cano bajó de un brinco y uno de los gordos se paró con muchos trabajos de su tumbona y se precipitó a recibirle las llaves. —¡Ya empezaron a llegar, güey! —bramó, mientras su camarada corría jardín adentro, quizá para dar aviso de la llegada. 138

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—Aquí va a haber una fiestota —dijo Teo, deduciendo lo obvio. No había que ser de Los Ángeles y conocer aquellas calles para adivinarlo. —Eso va en contra de la idea de que tengan secuestrados allí dentro —dije yo, no sé si porque lo pensé así, tal cual, o porque ya estaba dispuesto a decir cualquier cosa que nos hiciera vacilar y, mejor aún, largarnos lo más pronto que se pudiera. Mi convicción aventurera nunca fue demasiada y mi apetito por obtener justicia se tambaleaba ante la amenaza del mínimo peligro. —No seas miedoso —murmuró Sofía, abriendo la boca por primera vez en hora y media. Me volví hacia ella, muy ofendido, pero mi amiga ya estaba mirando fijamente a Félix. —Qué vamos a hacer —le preguntó al periodista, que se debatía en el asiento delantero del Fermon, quizá indeciso, y se retorcía las manos. Supongo que él hubiera preferido entrar a golpe limpio, pero luego de la paliza que le había atizado el Ojo de Vidrio quedaba claro que sus capacidades pugilísticas no eran lo que antes. No dio respuesta alguna. —La policía se sentaría a ver qué pasa, como hicieron los federales o el que sea que escribió el informe. Mejor nos esperamos. Y ya si vemos algo, pues entonces… No pude terminar mi nuevo llamado a la prudencia porque un segundo automóvil se detuvo, otro deportivo pero éste de color rojo y con chasis alargado, y de él descendieron un segundo tipo canoso, con camisa rosa pálido, y su acompañante, una chica espléndida en vestido azul y tacones. No era ni mexicana ni jovencita, la mujer. Era rubia, alta, de treinta y tantos. El gordo de la entrada los saludó con una reverencia profunda y les recibió las llaves y la pareja desapareció por el andador que llevaba al jardín. —Tenemos que colarnos —dijo Sofía, apretando la quijada. Superada la melancolía pensativa de los recientes minutos, mi amiga parecía, otra vez, poseída por su ansia eterna de meterse en donde nadie la llamaba. 139

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—Pues como no nos vistamos de meseros… —deslizó Teo, que, como buen primo mío, conservaba también la costumbre de ver imposibles en todos lados y prefería los sarcasmos a las proclamas. Nunca lo hubiera dicho: Félix y Sofía cruzaron una mirada y quedó claro que un plan se había formado de inmediato en sus mentecitas. —Ése es un modo, de hecho, mi cabrón. Voy a buscar un supermercado en el mapa —dijo Félix y se puso febrilmente a desdoblar el pliego de papel. —Y yo necesito un vestido y zapatos —agregó Sofía, por su lado. Teo los miraba con incredulidad, la boca medio abierta y una ceja levantada. —¿Neta…? “Así de listos son siempre”, hubiera querido decirle, pero preferí omitirlo. Según el mapa, estábamos metidos en un buen problema. El supermercado más cercano que aparecía en la publicación estaba ubicado del otro lado del Highway 5 y, peor aún, a una carretera más, a unas cinco millas de donde nos encontrábamos. Así que arrancamos de inmediato. Y aunque el tráfico de la zona era escaso, al menos hasta donde habíamos podido sufrirlo, tardamos casi veinte minutos en llegar allá, a un sitio llamado Panorama City, que tenía calles muy derechitas y casas mucho más altas que las de San Fernando. —Acá hay menos paisas, clarito se ve —explicó Teo. Estacionar el Fermon fue un lío para mi primo, en medio de la multitud de gringos reunidos en el centro comercial, cruzándose con sus carritos de compra repletos y sus perros. Finalmente lo consiguió, en un cajón solitario en el extremo opuesto a la entrada del supermercado. Tuvimos que correr y hacerlo bajo el sol de la tarde, que ya se ponía en el horizonte, era una labor francamente cansada, sí, pero no tanto como abrirse paso entre esos repentinos cinco millones de rubios ensimismados, de todos tamaños, o esos otros cinco millones de mexicanos sonrientes, que comían helado y chancleaban por los 140

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pasillos y se convertían en obstáculos impasables. Por no hablar de las manadas de hijos, de unos y otros, que retozaban por todos lados o se limitaban a plantarse como arbolitos, de repente, y bloqueaban todos los caminos. Para parecer meseros, Teo y yo tuvimos que elegir de los anaqueles de ropa y calzado el paquete completo de zapatos de charol (plásticos y de ínfima calidad), pantalones negros y camisa blanca. Félix, que ya iba de pantalón negro y con zapatos oscuros, solamente tomó una camisa. Compramos también un bote de gel para aplacar un poco las melenas del periodista y la cresta de mi primo. Nos cambiamos en los incómodos gabinetes del baño y terminamos de colocarnos los disfraces ante los espejos de los lavabos. Descubrí, con cierto horror, que el único que parecía un mesero de verdad era yo. Sofía estaba esperándonos afuera, en el pasillo, ya muy arreglada. Su apariencia causaba un efecto innegable: una mujer gordísima, casi albina, la miraba con horror, los ojos como cuchillos. Pero su hijo adolescente, a su lado, devoraba con la mirada a mi amiga. Claro: Sofía se había metido en un vestidito rojo con minifalda de volantes y un escote muy descarado. Y usaba unos tacones antinaturalmente altos. Un vestido, vaya, caricaturesco. Se le veía tanta piel que tuve que recordarla en la cama del Floral y el pecho se me contrajo con esa sensación placentera y dolorosa que siempre me provocaba estar a su lado. —Te vestiste de… Sofía le puso la mano en la boca a Félix para callarlo. —No seas idiota. A correr. El camino de regreso lo hicimos debajo de una luna incipiente, porque la noche comenzaba a caer. Cruzamos las carreteras por debajo de los puentes y volvimos a internarnos en San Fernando unos minutos después. Para cuando llegamos a las cercanías de la casa de la calle Fermoore, toda una legión de automóviles ya estaba estacionada por allí, en las banquetas, sobre algunos jardines y también sobre la Cuarta Avenida. Un nutrido grupo de tipos solitarios o de parejas melosas parecía hacer fila sobre la acera frente a la casa. Los gordos con lentes de 141

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sol (que se conservaban en su sitio, pese a la oscuridad) organizaban a todos con gestos sumisos que se pretendían graciosos. Corrían los dos de un lado a otro haciendo caravanas. Una columna entera de meseros circulaba por el andador y se metía por la puerta principal con sus bandejas cuajadas de copas y vasos. Los disfrazados y Sofía nos miramos, unos a otros, en el interior del Fermon. Nuestro plan solamente alcanzaría, si es que resultaba, para entrar a la fiesta. ¿Y ya dentro qué? ¿Buscar a la prima de Félix? ¿Qué tan libre andaría por allí, en el caso de que se encontrara, una muchacha que llevaba quién sabe cuántos años secuestrada? —Vamos a buscarla —ratificó el periodista, como si me leyera la mente—. Ya le avisé a mi colega del LA Times que estamos aquí. No se preocupen. Pues como la reportera dichosa no tuviera el teléfono del ejército o de Batman a la mano, no veía qué clase de tranquilidad podría darnos su conocimiento de nuestro estúpido plan. Eso pensé pero no lo dije porque ya estaba de un humor pésimo y me ponía peor a cada minuto que pasaba, pero no tenía ánimos para discutir. Estaba preocupado. Ideas negras rondaban mi cabeza y estaban a punto de llegar a mi lengua. Bajamos del automóvil a una cuadra de la casa y, en filita india, avanzamos, yo el último de todos. Había tanta gente en la lenta espera de ser registrada y entrar a la casa que fue muy sencillo colarse sin ser detectados, rodear a la muchedumbre y abrirnos paso por el andador. Conté a otros cinco meseros por ahí, todos mexicanos y apresurados, al primer golpe de vista. —Tráete otra bandeja de sandwichitos o algo, que estos güeyes comen como huérfanos —me ordenó un tipo alto, de traje oscuro impecable, cuando me lo topé. Había visto mis manos vacías y, claro, supuso que era un mesero y que estaba haciéndome tonto. Aunque yo mismo era huérfano y el comentario debería haberme ofendido (pero eran tiempos en los que uno se resignaba a esas cosas), obedecí al desconocido y desandé el camino, detrás de otro par de meseros desocupados, hasta llegar a la entrada de la casa. Adentro reinaba el desorden. Media docena de hombres vesti142

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dos de blanco, con gorros de cocinero, armaban bandejitas de canapés a toda prisa sobre una mesa metálica. Otra media docena, con camisas negras, servían copas y preparaban cocteles y tragos. Uno de los gordos del principio asomó para pegar un grito: —¡Más vino al jardín! Alguien me puso en las manos una bandeja y, como pude, porque no caminaba con comodidad con los zapatos recién comprados, me interné entre los grupitos de bebedores y volví a dar la vuelta. Y conseguí llegar al jardín sin rodar por los suelos. Noté que había una barda, al fondo, cubierta por enredadera y un seto espinoso que disuadiría a cualquiera de brincarse. La superficie de hierba, verde y recortada, no estaba cuidada con demasiado esmero; sin embargo, había espacios de tierra desnuda y pequeños pozos como cavados por un perro. El pisoteo de los invitados no le haría más daño que el poco afecto con que había sido tratada, me dije. Algunas series de focos, parecidas a las de los árboles navideños pero con luminarias de tamaño doble, iluminaban los aires. La mujer rubia que habíamos visto llegar en el primer deportivo se me acercó entonces, sonriente. El estómago se me encogió: en mi papel de falso mesero, había perdido de vista a mis amigos, y ahora resultaba que una desconocida se me plantaba enfrente con sabría Dios qué intenciones… —Good evening —dijo y tomó una copa de la bandeja. Tenía los labios muy pintados. Sólo entonces me di cuenta de que llevaba, del talle, a otra muchacha, mucho más joven y con un aire distraído o desorientado, embutida en un vestidito curiosamente similar al que Sofía se había conseguido en el súper. Antes de que pudiera yo hacer ninguna elucubración, el tipo de pelo blanco que había llevado a la mujer brotó de la oscuridad, a mi derecha, se hizo de otras dos copas de la bandeja y se las llevó. Cerré los ojos durante un segundo y suspiré. Entonces sentí el codazo en las costillas. —Qué pasó, güero. El segundo susto fue mucho peor que el primero, porque en mi estado de alerta no reconocí la voz de Teo, mi primo, y casi dejo caer a la hierba la bandeja con las copas y vasos. 143

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Teo parecía muy divertido. Lo habían armado con una provisión de sandwichitos de pepino (o algo así) y él sostenía la bandeja muy profesional, con una sola mano. Claro: había pasado cientos de mañanas y tardes y largas vacaciones como ayudante en el restaurante de sus padres y estaba más que acostumbrado. —Ubico de vista a dos o tres de los meseros, son raza del Este. Digo, por si sirve de algo. Mi primo, claro, era mucho más astuto de lo que alguien como Félix hubiera podido suponer: encontrar aliados en aquella finca enemiga era un alivio. Qué grande era Teo, carajo. —¿Nos ayudarían si se arman los madrazos? —pregunté, sigiloso. —Chance… —se apresuró a responder él—. No veo al supervisor. A lo mejor hay alguien de la casa que les lleva el control. Está medio raro cómo manejan todo esto… Fue al volver de mi siguiente viaje para reabastecerme de licores cuando vi al primero de los hombres elegantes. Era el mexicano: un tipo de cabello castaño, amplia sonrisa y ropas de modelo de escaparate. Nada de cadenotas o pulseras: un reloj discreto, una camisa clara, el cabello muy peinado. Era idéntico al retrato que Félix le había mostrado al Ojo de Vidrio. Ver al tipo ahí, al fondo del jardín, rodeado por un grupo de personas muertas de risa por alguno de sus chistes, me provocó un miedo peor que el de los sustitos que me acababa de llevar. Ese cabrón había sido el causante de que el mismísimo Ojo de Vidrio huyera de su pueblo natal, mucho tiempo atrás. ¿De qué no sería capaz? Teo repartía bocadillos y sonrisas entre los gringos a unos diez metros a mi izquierda. De Félix no se veía huella alguna. Y Sofía, descubrí en ese momento, estaba justo ante el ventanal que separaba la casa del jardín. Parecía absorta en la charla de un hombre, que, de espaldas a mí, acariciaba el borde de la copa y parecía querer inclinarse y besar a mi amiga. La noche estaba destinada a los sobresaltos, sin duda. Cuando el tipo se alejó, al pasito, quizá para ir al baño, me las ingenié para dejar con la mano tendida a dos ancianitos y alcancé a Sofía. 144

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—¿Qué onda con ese tipo? Parece que te va a comer. Ella me miró con una expresión ilegible, que mezclaba pena (por mí), escepticismo (también por mí) y un poco de condescendencia. —No podemos hablar ahorita. Vete. —Toma una copa de la bandeja. Tarda en elegir y contéstame. Ella puso los ojos en blanco pero obedeció. —Qué quieres que te diga. Algo en mi cabeza habló entonces por mí, debo suponer, porque lo que dije no tenía que ver con la fiesta, al menos no exactamente. —Que me digas qué diablos te pasa, por qué no me hablas y por qué estás así. Primero me dejaste por un tarado metalero y luego volviste como si nada y ahora resulta que algo tienes con Félix… Ya estaba. Lo había soltado. La bilis negra me había llegado a la boca. Cuando uno dura demasiado tiempo con las cosas metidas entre los dientes sucede eso: se tiende a escupirlas a la menor provocación. Y así me había sucedido. Sofía era una experta internacionalmente reconocida en el arte de pasarme por alto, pero en aquel momento no pudo hacerlo. Lo que sí pudo fue enfurecerse. Las aletas de la nariz se le abrieron; los ojos le llameaban. Quizá deseaba propinarme una bofetada pero el riesgo de llamar la atención de los malvados resultaba demasiado alto. —Eres un idiota —me dijo y se dio la vuelta. Yo me alejé, claro, con mi bandeja de copas, de regreso hacia los gringos que tanto me las habían reclamado. Me intimidaba la ira de Sofía, como le pasaría a cualquier persona sensata, pero no había dejado de notar algo: cuando a la gente la acusas de algo sin ningún fundamento, es muy fácil que llore o, cuando menos, que se le humedezcan los ojos, y los de mi amiga podrían haberme cortado en dos, de tan afilados, pero estaban más secos que mi boca. El desconocido había regresado con Sofía y ahora, apoyados los dos contra un muro en el fondo, donde terminaba el ventanal, conversaban animadamente. Ahí sobrevino el siguiente susto de 145

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mi noche, porque descubrí que el amable conversador se trataba del segundo hombre elegante, el gringo, con su cabello rubio y su facha de intelectual benévolo. Un pequeño escalofrío me sacudió la nuca y la espina dorsal cuando el tipo tomó la mano de mi amiga, le dio la vuelta y se dedicó a escudriñarle la palma como si fuera a leérsela. Recordé lo que Artemisa, una auténtica vidente (si es que en tal profesión cabe una palabra como “auténtico”), le había dicho a Sofía un tiempo atrás: “Te gustan los problemas y no van a faltarte”. O algo así. A ella le había fascinado la profecía pero a mí, en aquel momento, tan lejos de casa, me horrorizó más que la primera vez que la había escuchado. —Sofía está con el gringo elegante —le dije a Teo cuando nos cruzamos, en la cocina, durante una expedición de recarga de suministros. Mi primo parecía entregado legítimamente al servicio y se movía al ritmo del resto de los meseros. Yo, debo aceptar, era un flojo y paseaba y miraba alrededor mucho más de lo que trabajaba. —Por ahí anda también el otro tipo, el paisa —murmuró él, alejándose—. Hay que estar truchas… En ocasiones, ni siquiera encontrarte en mitad de una malaventura como aquélla basta para que el cerebro deje de funcionar como normalmente lo hace. Era claro que sobrevivir a esa ratonera mortal debería ser lo primero que me ocupara, pero mi enojo con Sofía era tan grande que me costaba contenerlo en mi simple cabeza. Por eso la busqué de vuelta, en el jardín, y no le quité la vista ni el oído de encima a su plática con el gringo elegante mientras repartía copas a derecha e izquierda y respondía con “ouyes, madam” y “ouyes, sor” a las palabritas amables que me soltaban los invitados en pago a mis servicios. Eludí a un tipo gordo como una foca para acercarme de nuevo a Sofía, quien estaba sola una vez más, porque el gringo se había ido a buscarle un trago (algo, quizá, más fino que lo que estábamos ofreciendo, porque meseros éramos más de siete a la vista y alternativas de servicio tenía). 146

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—¿Ya le sacaste algo? —le dije, haciéndome el profesional. Ella ni siquiera volteó a verme. Tenía un cigarro entre los labios y lo apachurraba al fumar. —Mucho. Nada directo pero ya entiendo más o menos cómo está todo el rollo. Tienen casas y reciben gente y… Nos quedamos allí, sin decirnos más. Yo estaba enojado y no pensaba justificarme pero Sofía daba la impresión de estar, precisamente, en espera de que me disculpara con ella. Tuvo que agarrar una copa apresuradamente de mi bandejita porque el gringo estaba de vuelta. Antes de que pudiera alejarme, el tipo me puso la mano en el hombro: le había quitado la copa a mi amiga y me la regresaba. —Hey, boy: take this with you. Él le había llevado un trago muy distinto, de color verde esmeralda, servido en una copa ancha con una sombrillita en la orilla. Sofía le acercó los labios al popote y succionó. El líquido debía ser nauseabundo porque, a pesar de su sonrisita, la mueca de asco fue inocultable. Por suerte, para el gringo yo era menos importante que una polilla que estuviera rondando sus focos. Pude escurrirme de vuelta a la cocina y resurtir de nuevo mi bandeja sin que nadie reparara, ni por un momento, en el hecho de que yo era un extraño. Menos mal que hacía tanto calor y a nadie se le había ocurrido que los meseros llevaran sacos y moñitos: resultaba muy fácil hacerse pasar por uno de ellos. —¿No has visto a Félix para nada? —le pregunté a Teo la siguiente ocasión en que nuestras rutas de servicio nos hicieron encontrarnos. —Hace mucho que no. Cuando llegamos pidió permiso para ir al baño y alguien lo escoltó a un patio, detrás de la cocina. Ya no lo vi. Aunque lo que había atestiguado mi primo podía ser considerado alarmante, si uno era muy mal pensado, nada hacía deducir que el periodista hubiera sido descubierto aún: nadie andaba buscando otros intrusos entre los presentes, por ejemplo. Ni siquiera parecía haber un gran dispositivo de seguridad, pensé. Fuera del par de gordos que se había encargado de recibir las 147

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llaves de los autos y de formar a la gente que esperaba su ingreso (pero la acera ya llevaba rato vacía y todos los invitados andaban ya en el andador o el jardín y los gordos habrían vuelto a sus tumbonas), ninguno de los que tonteaban por allí parecía estar encargado de ejercer algún operativo de vigilancia. La mayoría eran viejos o tipos ya muy marchitos que habían llevado a tomar un trago a sus chicas o que andaban en busca de alguna… Como Sofía, por ejemplo. Volví a procurarla con la vista pero ya no la encontré. Quizá habían pasado por delante de mí mientras me concentraba en repartir copas, pensé, irritado por mi peligrosa distracción. O quizá, y eso resultaba más inquietante, se habría metido a la casa con el gringo… Caminé hasta los ventanales. Las persianas estaban levantadas. Una puerta corrediza a medio abrir (o cerrar, según se viera) daba paso a un saloncito aireado, bien iluminado, lleno de muebles oscuros y romos. No había nadie allí. Pero como la gente del jardín no parecía haber reparado en mi incursión en la casa (un muro de espaldas sudadas era lo que podía ver si volteaba hacia allá), me atreví a avanzar. Abrí una puerta, al azar, y resultó ser la de un baño que olía a lavanda y en el que no había nadie. La siguiente puerta daba paso a una escalera estrecha, apenas iluminada por un foquito vacilante que era sacudido por una corriente de aire que llegaría de quién sabe dónde y que subía hasta una puerta más. Una escalera de servicio, pensé. No me atreví a ascender sus peldaños y volví a cerrar la puerta. Tenía compañía. El mexicano elegante había llegado allí sin que lo oyera. —Tú no eres de por acá —afirmó. Llevaba en la mano una copa exactamente igual a la que le había dado su colega a Sofía, pero sin líquido verde, con el popote y la sombrillita colgando por ahí. —Yo… Yo soy mesero —expliqué. —¿Sí? —eso fue todo lo que repuso el tipo. Me señaló la puerta de la escalera. Yo volteé y la vi pero no di un paso. Al fondo, en la cocina, los cantineros y chefs y el 148

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resto de los meseros se debatían como locos. Estarían a unos veinte metros de mí. Si corría hacia allá, quizá tardaría cinco o diez segundos en alcanzarlos y entonces podría confundirme entre ellos. El tipo elegante debió haber pensado lo mismo porque sacó una pistola de la espalda (que nunca le noté pese a la camisita tan delgada que la cubría) y me apuntó desganadamente. —Vamos arriba, con tus amigos. Las rodillas me flaquearon. Abrí la puerta de la escalera de servicio con lentitud. Me faltaba el aire. Ese fulano había matado a quién sabe cuántas personas y no dudaría en pegarme un tiro si lo desobedecía. La sola idea me impedía, paradójicamente, obedecer. Sólo el golpecito del cañón del arma en la espalda me animó. Subí paso a paso, sofocado, con el corazón saliéndoseme por la boca. La segunda puerta se abrió sin un rechinido. Allí, en una salita, estaban Sofía y Félix. Ella estaba sentada, con la cabeza de él sobre las rodillas. Lo acariciaba. Tenía las piernas llenas de sangre porque la cabeza de Félix estaba abierta.

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No, Félix no estaba muerto, sólo descalabrado. Parpadeaba estúpidamente y se había quedado muy pálido, pero seguía vivo. Apenas el mexicano elegante se fue, cerrando la puerta de la escalera con llave y dejándonos una risita detestable, me acerqué a mis amigos. Félix batalló para enfocarme con la mirada, que se le nublaba, y cuando lo logró, trató de incorporarse. Pero lo habían noqueado bien y, fracasado el intento, volvió a caer sobre las rodillas medio flexionadas de Sofía. —Le pegaron con una lámpara —explicó ella, desolada. Todo les había salido mal. Félix, explicó mi amiga, se había impacientado y se coló al segundo piso a los quince minutos de nuestra llegada a la fiesta. Para su mala fortuna, uno de los gordos lo vio y, pensando quizá que un mesero trataba de robarse algo o colarse a donde no debía (eso estaba muy cerca de la verdad), lo siguió y se lo descontó con lo primero que tuvo a mano: una lámpara de pie con la que le abrió un boquete en la cabeza. A Sofía la habían descubierto por pura mala suerte: estaba mareada y había subido al segundo piso del brazo del gringo elegante, pero se toparon con el bulto que era Félix y a ella se le escapó un chillido tan preocupado que el cabrón sospechó. —Aunque le puse una toalla en la cabeza, no para de sangrar —dijo ella con un hilo de voz, como si estuviera al borde del desmayo. 150

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—Las heridas en la cabeza son muy escandalosas —respondí, malhumorado. Era justamente lo que mi tía Elvira habría dicho en un momento como aquél. No supe si alegrarme de que mi herencia familiar estuviera manifestándose así. La habitación en donde nos encontrábamos era una suerte de recibidor o de cuarto de tele, pero sin tele, claro. No había cuadros en las paredes, sólo tres puertas. Una era la de la escalera de servicio, que el elegante había cerrado con llave. Otra daba acceso a un pequeño baño, de donde, era de suponerse, había sacado Sofía la toalla con que trató de curar la cabeza medio hendida de Félix. La última, al fondo, daba entrada a un pasillo largo, con otras tres puertas cerradas. Mis opciones eran aventurarme por esos lares o sentarme en el suelo (porque ya no quería estar ni un centímetro cerca de Sofía). Lógicamente, hice esto último. Me aposenté en un rincón, me crucé de brazos y me dediqué a angustiarme con plenitud. ¿Cómo diablos íbamos a salir de la madriguera de esos malditos criminales, incluso en medio de una fiesta en la que podrían distraerse y olvidarse un rato de nosotros, si nos habíamos dejado atrapar como moscas? ¿Quién iba a conducir la escapatoria si Sofía, por lo general tan valerosa, estaba ahora apagada y entregada al extraño deporte de cuidarle la cabeza a Félix? No: no eran, aquéllas, épocas en las que uno pudiera resolver las cosas a golpe de teléfono. Nadie que yo conociera cargaba un celular en aquellos días y, de cualquier modo, los aparatos existentes eran gigantescos, más parecidos a un walkie-talkie que otra cosa. Y yo no tenía uno en el bolsillo, desde luego. Ir a la puerta y gritar era un modo seguro de atraer a los elegantes o a los gordos y aumentar las posibilidades de que nos cosieran a tiros. No es que mi cabeza me ofreciera muchas alternativas más. Félix roncaba quedamente, con la lengua fuera de la boca. Sofía le acariciaba una oreja con el dedo y clavaba la mirada en el piso. La impulsividad de los dos nos había llevado a todos allí pero ya no parecía capaz de sacarnos del agujero. —¿No hay ventanas? —pregunté. Ni en la salita en la que estábamos ni en el pasillo tras la 151

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puerta del fondo se veía ninguna. Sofía apenas salió de su ensimismamiento para sacudir la cabeza. —No sé —dijo. Me puse de pie y, oficiosamente, traté de girar la chapa de la puerta que daba a la escalera. Estaba tan cerrada como antes. Crucé la salita, mirado desaprobatoriamente por Sofía, que parpadeaba como una ebria. —¿Qué vas a hacer? —susurró. No le respondí. Abrí la puerta del pasillo y me interné en él. Mis pasos resonaban. No había un solo mueble ni un cuadro ni una maceta: nada que acallara el sonido de los zapatos en el mosaico. Decidí, sin motivo, sólo porque estaba allí, abrir primero la puerta a mano derecha, de las tres que se enfrentaban al final del corredor. En el centro de una habitación pequeña, sin ventana (o la había, pero tapiada con ladrillos), se extendía una cama de tamaño doble, que sólo dejaba pequeños huecos entre ella y la pared. Y en aquella cama dormitaba una muchacha, medio desnuda, flaca, de piel morena pero palidecida, supuse, por el encierro. Al escuchar la puerta se incorporó, adormilada. —Hola —dijo, volviendo a entornar los párpados y descubriéndose de la poca sábana que tenía encima. Y fue peor ese saludo que un grito. Retrocedí y salí de la habitación. La segunda puerta estaba allí, enfrente, pero no me decidí de inmediato a darle vuelta a la chapa. El vello de la nuca se me había erizado como un gato. Al lado del espectro que acababa de encontrar, todo lo visto y entrevisto en la vida, salvo quizá aquel viejo cadáver en el anfiteatro de Casas Chicas, era nada. Me atreví y giré la segunda chapa. Otra habitación idéntica y con la ventana tapiada, otra cama enorme, otra chica adormilada, anestesiada, incapaz de ponerse de pie. La única diferencia, sin embargo, era notable: la chica tirada en este colchón era la prima de Félix, la de los letreros de “¿Dónde está?” vistos tantas veces en su pueblo, la del expediente del consulado. Ni siquiera pudo articular una palabra y sólo se removió en alguna clase de sueño químico. 152

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Mi primer impulso fue sacarla de allí a rastras. Después de todo, a eso habíamos ido a San Fernando, a aquella calle y esa fiesta maldita, cuyos invitados serían, todos, me dije, unos malnacidos de mierda si es que sabían que sobre sus cabezas se encontraban cautivas esas mujeres. Pero era obvia la inutilidad de perturbar a la muchacha. ¿Llevarla al pasillo a qué? ¿A que nos acompañara mientras alguno de los elegantes o de sus gordos de servicio volvían y nos metían un tiro en la cabeza? Mejor no hacer nada y esperar. La tercera puerta era la de una habitación como las otras, pero sin inquilina. Olía a cera de pisos. Seguro que el gringo había querido llevarse a Sofía a esa cama, pensé. Contuve apenas una arcada. Volví a la sala con pasos lentos. Félix seguía inconsciente y Sofía apretaba los ojos como si estuviera dedicada a imaginar cómo podíamos irnos de allí. O no lo sé. Imposible, para mí, concebir cualquier cosa que pasara por su mente. Había renunciado a entenderla. —Ahí la tienen —le dije. Ella no volteó, de entrada. Volví a sentarme en el suelo, en un rincón, con las piernas extendidas. De pronto me sentía muy cansado. —¿A… a la prima? —preguntó entonces, como si recobrara la conciencia, un minuto después. —Sí. En el cuarto de la izquierda. Hay otra muchacha en el otro. Están como atontadas. Drogadas o no sé. Una poca de la vieja energía brincó a sus ojos. Sofía suspiró y se puso a remover el bulto inerte que era Félix. Sacudidas de brazos y de espalda. Desanimadas, pese a todo. Pero continuas. —¿Te pasa algo? —atiné a preguntar. Sofía continuaba removiendo al periodista como una lenta máquina. —Algo me pusieron en el trago, yo creo. No me he caído pero me siento muy mal. La luz se hizo en mi mente. Claro: el gringo elegante se había olido el plan (para algo era policía, supuestamente) y se había encargado de neutralizar a la muchacha aparecida de Dios 153

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sabría dónde. O quizá había sido solamente por lujuria: la dopó para llevársela a un cuartito. O era lo mismo, pero peor, porque esperaba quedársela, como a las otras. Me puse de pie y me uní a las sacudidas a Félix, hasta que, luego de un par de minutos desesperados, éste abrió el ojo. La pupila se le fue al cielo de inmediato pero otro empujón simultáneo consiguió hacerlo reaccionar. —Ya la encontré —le dije—. A tu prima. Está aquí a diez metros, metida en un cuarto. Viva. Félix abrió la boca como para decir algo, pero no supo o no pudo hacerlo y la cerró otra vez. Las fuerzas se le iban. Hizo un último esfuerzo por recobrarse y salir del pozo oscuro en el que el descontón lo había metido pero fue inútil. Se derrumbó encima de Sofía y se quedó quieto. Ella bajó la cabeza. Lo que fuera que le hubieran administrado había sido fulminante, al parecer. Así que quedaba yo. Sólo yo. Nunca me había planteado la posibilidad de tener que sacar a mis amigos de un problema. A remolque de unos y otros, desde pequeño, jamás fui de los que encabezan los planes ni las aventuras. Prefería ir dos pasos atrás y quejarme de los desatinos del líder que echarme en los hombros a nadie. Había ido a Los Ángeles huyendo de la infelicidad pero la infelicidad me había alcanzado de todos modos. Y una serie de casualidades funestas, empujándose la una a la otra como las piezas de un dominó, me habían derrumbado. Era tan claro en ese momento: Sofía había hecho sus planes para ir a la ciudad con Félix y sin mí. Ella quería dar con el Ojo de Vidrio; Félix, con su prima. Los dos, desde su punto de vista, tenían una misión en curso que explicaba su llegada. Mi razón era mucho más tibia y vacilante. Podría haberme quedado el verano entero en casa de la tía Elvira y postergar el viaje para ver a mis parientes hasta la Navidad. O hasta nunca. Si llevábamos tantos años sin vernos pues no pasaría nada en el Universo si la cosa se mantenía así. Sofía. Hacia ella regresaba mi pensamiento como jalado por una cuerda. Ni siquiera se había tomado la molestia de negar 154

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que tuviera alguna clase de relación con Félix cuando la confronté. Tampoco lo había hecho, de viva voz, al menos, respecto del idiota del guitarrista. ¿Qué habría dicho aquella cartita suya que eché a la estufa? ¿Y qué me quedaba por hacer a mí? ¿Intentar rescatarlos a todos de alguna manera? ¿Salvarme yo, si es que me era posible huir de algún modo de esa trampa de ladrillos y puertas? Mi amiga le puso la cabeza en el hombro al desmayado y cerró los ojos. El sedante o lo que circulara en sus venas parecía empeorar sus efectos cada vez, en lugar de desvanecerse. O quizá era que las fuerzas se le habían acabado. Pero qué otra cosa esperar de unos tipos dedicados profesionalmente a robar personas, sino que te drogaran y te jodieran. ¿A poco nadie antes que nosotros habría intentado resistirse, alejarse, huir de ellos? Seguro que muchos. Caminé a la habitación donde se encontraba enjaulada la primera muchacha. La ventana estaba sellada, sí. Al fondo se abría un baño, sin puerta. Pasé bajo su umbral. Necesitaba algo: un cuchillo, un desarmador, algo afilado o contundente para defenderme o, al menos, para intentar abrirme paso y tumbar la cerradura que custodiaba la escalera de servicio. El toallero, pensé. Era perfecto. Un tubo metálico, ajustado a dos soportes de cerámica con una rosca. Era mucho más sólido que otros de su tipo que había visto antes. Lo saqué de su sitio y una toalla, pegajosa e inmunda, cayó al suelo. Armado, me encaminé a la escalera. La chapa era redonda, común, pero no metálica sino de plástico. Aún con la llave echada, pensé, parece floja. Claro: a un par de muchachas drogadas hasta las cejas bastaba para contenerlas. Pero yo, a esas alturas, era un loco, un dios, un guerrero cimerio capaz de pelear contra cualquier mago demente que se me interpusiera. El primer golpe mandó a volar una esquirla de plástico del recubrimiento de la chapa, que se cimbró. No hubo el gran estruendo que temía. Si no habían dejado un guardia en la escalera, quizá nadie me escucharía. Ése era el camino, pensé. Y di el segundo golpe, con más fuerza aún, levantándome sobre las puntas de los pies por el esfuerzo, como si hubiera macha155

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cado una estaca en el suelo con un marro. La chapa crujió y mostró ahora decenas de grietas. El tercer golpe la sacó totalmente de lugar. Resoplé. La puerta se abrió y ante mí brilló el foco de la escalera, su lucecita mediocre, titilante. Bajé los escalones de dos en dos y me enfrenté a la puerta de abajo, la que llevaba a la sala. Giré la chapa sin dificultad. Iba a salir cuando escuché pasos. Solté de inmediato la cerradura y levanté el toallero metálico sobre mi cabeza. Si alguien iba a subir, no me encontraría con la guardia baja. Sonó una voz y luego otra. Ambas confianzudas y vulgares, ambas muy seguras de sí mismas. Eran, deduje, los gordos. —¿Neta los tienen a todos allá arriba? —masculló uno. —Sí, me dijo el patrón. Los encerraron allí. Están todos cagados. Son unos chavitos —respondió el otro, doctoral. —Y qué chingados vinieron a hacer. —Es lo que no sabemos. Igual los mandaron los federales y están microfoneados, aunque basculearon a dos y no les hallaron nada. —O van por la libre y quieren robar. Se oyó un “tssssss” escéptico. —Nah, ¿tú crees? Habrían de ser muy pendejos para meterse con los patrones. Todo mundo sabe que ésta es una de sus casas: los federales, los locales… Dos risitas de puercos sarcásticos coronaron el diálogo. —Y qué hay que hacerles o qué —insistió el primero. —Pues sabe. Lo que nos digan. Por lo pronto, esperar a que se vayan los invitados. Como en una hora empiezan a largarse. Ya entonces nos dicen. Las voces se alejaron y yo, que había permanecido quieto y conteniendo la respiración, pasé saliva y aire a la vez y casi me orino encima. Quedaba claro que los tipos no tenían una idea muy clara de quiénes éramos y ésa era una ventaja. Otra, la última, era que no se hubieran percatado de que Teo venía con nosotros. Ni siquiera lo habían mencionado. ¿Se habría dado cuenta mi primo de que ya no estábamos a la vista? ¿Sería capaz de tomar 156

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alguna medida? ¿O escaparía por su vida, si se daba cuenta de que nos habían descubierto? ¿Y cómo culparlo si lo hacía? Me arriesgué y di vuelta a la chapa. La sala estaba vacía, pero al fondo, en el jardín, vivaqueaba la multitud. Y hacia el otro lado, en la cocina y la sala del interior, los empleados se afanaban por preparar bebidas y viandas. Y allí estaba Teo. Me vio y levantó las cejas interrogatoriamente. Yo señalé con el dedo la planta superior e hice un par de gestos que querían significar “están todos arriba y les pegaron”. Mi primo abrió los ojos como platos y retrocedió un paso. Y yo, para tratar de pasar inadvertido, me lancé hacia la cocina y me colé entre el equipo, aún con el toallero en la mano. No: ya no iba a soltarlo por nada del mundo. —¿Dónde andas metido? Lleva más copas al jardín. El tipo con camisa negra me miraba, indignado. Me extendió una charola, que tomé con las puntas de los dedos de una mano. Él no se lo esperaba y se encogió, como si temiera que todo fuera a rodar por el suelo. No fue así. Mantuve el equilibro y, como no se me ocurría qué otra cosa hacer, obedecí y caminé. Y allá estaban los gordos, en la entrada del andador, de espaldas a mí, fumando, cruzados de brazos. Como si nada. El mexicano elegante hablaba con ellos. Le puse la charola en la mano a un mesero que regresaba. Y al querer volverme a la cocina antes de que me vieran, descubrí que los problemas estaban apenas por comenzar. Al otro lado de la calle, con un cigarro en los labios y los ojos entornados como un toro de lidia, estaba el Ojo de Vidrio. Creo que los gordos no tardaron más que unos segundos en darse cuenta de que el tipo de pie en la banqueta al que el elegante les señalaba debía ser recapturado. El tipo era yo. Habituados a actuar como perros de presa, los gordos se lanzaron sobre mí. Pero más tardaron en llegar y comenzar a zarandearme que el Ojo en cruzar la calle, hecho un huracán. Se echó sobre ellos como un luchador, brincando y abriéndose cancha a codazos. Los derribó y, a puñetazo limpio, en las mandíbulas de uno y otro, los contuvo. 157

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Logré alejarme y pegué un grito de alarma, porque entendía bien que sobrevendría la confusión y eso sólo podía ser bueno en una casa demencial como aquélla, en donde capturaban personas como si fueran moscas. Entré como un poseído a la cocina y grité: “¡Al jardín, al jardín, están armados!”, para evitar que los meseros, cantineros y chefs se solidarizaran con los gordos y se le echaran encima a su repentino atacante. ¿Cómo carajos había aparecido el Ojo por allí? Claro que no lo pensé en aquel momento, mientras se desataba una estampida de trabajadores hacia el jardín, que chocó de frente con los invitados que, en vez de rodear por el andador lateral, entraron por la vidriera buscando acercarse para enterarse de qué sucedía. El Ojo, sin embargo, era un experto en seguirle los pasos a uno (teníamos pruebas abundantes de ello) y había tenido la referencia de la casa de San Fernando ante los ojos. Quizá había memorizado la dirección en su cabeza rencorosa. O quizá sólo había rondado por allí y al ver el automóvil de Teo estacionado en las inmediaciones descubrió que el objetivo estaba al alcance. Como haya sido, lo importante era que estaba entre nosotros, como un chacal iracundo, repartiendo puñetazos, patadas y mordiscos sobre los dos gordos de la vigilancia. El mexicano elegante apareció en ese momento entre la multitud. Me había seguido a la distancia. Intenté retroceder pero había demasiada gente manoteando a mi alrededor y me retenía. El tipo sacó la pistola y apuntó. Y sólo un caballazo espontáneo que recibió en aquel momento, justo antes de disparar, evitó que me volara la cabeza. El elegante se desequilibró y su disparo, desviado desde el nacimiento, reventó la lámpara de la cocina. Un griterío horrorizado saludó su mala puntería. Era como estar, otra vez, en el centro de uno de los bailes de las fiestas pankroc de mi primo Teo. Empujones bestiales, gente rodando por los suelos, el estruendo del gentío que no quiere o no sabe estar ni junto ni separado. Me escondí de un nuevo disparo (que pegó en el techo, desprendiendo un trozo de madera y provocando una lluvia de astillas) y hui: confiaba en que el Ojo de Vidrio hubiera sometido a los guardias y la vía de la calle estuviera despejada. 158

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Lo que no esperaba era el cuadro con el que me topé: la casa vomitaba invitados y meseros, por igual, pero dos de ellos se habían acuclillado junto a los cuerpos de los gordos y los miraban con curiosidad. —Éste es el Parker —dijo Teo, mi primo, que era uno de los espontáneos, señalando a su compañero—. Es banda del Este. El sujeto llamado Parker era, pese al mote, un mexicano de los pies a la cabeza, con bigotito y el coco bien afeitado. —Yo creo que a estos cuates ya se los cargó —fue su conclusión. Un tercer disparo resonó y los tres nos agachamos, aunque el tiro se había producido en el interior de la casa. Los gordos no parecían respirar. Estaban tan cubiertos de sangre que sus rasgos básicamente eran indistinguibles. La rabia del Ojo había sido fulminante. —¿Y si nos vamos? —dijo ahora Teo, poniéndose de pie y sacudiéndose las rodillas. Otro balazo, medio asordinado por los gritos, le respondió. Su propuesta era, seguramente, la mejor. Pero por más que estuviera disgustado con ellos, no podía dejar a Sofía y a Félix así nada más. Ni a las chicas prisioneras. No podía, simplemente, aceptar, correr al auto y volver a Conway y luego a Guadalajara y hacer luego como si nada hubiera pasado. No dije nada de eso, claro. Sólo sacudí la cabeza y mi primo y Parker entendieron que quedaba trabajo pendiente. —¿Nos haces paro? —preguntó Teo. Y Parker, al que casi derrumba la rubia del primer deportivo, que ahora corría como loca con los zapatos en la mano, inclinó la cabeza para decir que claro, que contáramos con él. La cocina aún era zona de desastre, así que optamos por acercarnos por el andador lateral, en donde solamente un tipo canoso tapaba el paso, derribado como un perro. —A éste ya se lo sentaron —avisó Parker, con una mueca de espanto en los belfos. Y sí: en la espalda del cuerpo lucía un manchón rojo. Quizá le habían acertado en el jardín y logró llegar hasta allí antes de que se le escapara el último respiro. 159

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—¿Contra quién chingados disparan? —preguntó Teo a la siguiente detonación. —Acá anda el Ojo de Vidrio —atiné a responder—. Y éstos son los güeyes que le mataron a la madre… Un pequeño grupo de invitados y un par de meseros habían quedado atrapados al fondo del jardín, de espaldas a la enredadera. Ninguno de ellos se atrevía a moverse. Una pistola estaba por allí, en la hierba, quizá ya sin balas. Y ante el improvisado público, dos hombres daban vueltas, amenazándose con la mirada y las manos extendidas, como si pudieran lanzarlas como garras y atrapar al rival. Eran el elegante gringo y el Ojo. Sudorosos, mostrando los dientes, se aquilataban, uno y otro. El gringo tenía la boca abierta y la sangre ya le llegaba al pecho. El Ojo se veía igual de sucio y desesperado que siempre. Un silencio de piedra, apenas roto por un gemido apagado, o un cuchicheo, nos rodeaba. —Falta el otro cabrón. Seguro ya se subió —le dije a Teo y le indiqué que iría hacia allá. Mi primo dijo que sí pero no se movió ni desvió la mirada del duelo en el jardín. Era como si tuviera que ver aquello, como si no le quedara otra opción. Me metí a la casa. De la escalera bajaba el elegante que sobraba, el mexicano. Le jaló a la pistola en cuanto me tuvo enfrente pero se había quedado sin balas. En aquel momento ni siquiera me asusté. Blandí el toallero metálico y me lancé sobre él. Me eludió con facilidad y acabé embarrado en los escalones bajos. Él me pateó el trasero. Apenas pude volverme antes de que me conectara otra vez. Tuve suerte: el elegante falló, le dio a la orilla de un escalón y se paralizó. Debe haberse roto los dedos del pie. Y mientras trataba de reponerse le estampé el toallero en un ojo, con un mandoble que ya hubiera querido Aragorn de Gondor para un día domingo. El tipo pegó un bramido espantoso y se llevó las manos a la cara. Conseguí levantarme y comencé a darle tantos golpes como me fue posible sobre cabeza, hombros y cara. Algunas gotas de sangre me salpicaron. Me detuve porque el elegante, doblado sobre sí, no paraba de gritar. Lo pisé sin pudor para saltarlo y escuché crujir su mano bajo mi zapato. Estaba como poseso. 160

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Todavía le aticé una patada en la cabeza y lo hice deslizarse por los escalones y caer al suelo. Luego me quedé allí, mirándolo retorcerse. En la escalera había un reguero de sangre. No sé si le saqué el ojo con el toallero, pero eso parecía. Las fuerzas se me terminaron. La respiración se me hizo pesada y las gotas de sangre en mi pecho y mi cara me parecieron intolerables. Cerré los ojos y los apreté. Unos pocos días antes yo era un tipo muy normal, a dos mil quinientos kilómetros de allí, un tipo que estudiaba derecho, el primer semestre, con promedio de setenta y dos. Un tipo al que la chica había dejado sin más explicación que una cartita. Y que no leyó la cartita. Pero que, igual, acababa de dejar fuera de combate a un criminalazo. Subí dos o tres escalones arrastrando los pies. El brazo me ardía y ya no aguantaba el hombro. Tuve que sentarme dos minutos a recobrar el aliento. ¿Cómo carajos hacían los personajes de las novelas de fantasía heroica para pasarles por encima a ejércitos enteros sin colapsar? A mí me había bastado con una victoria afortunada (si el elegante no hubiera llegado a patear el escalón, lo más probable es que me hubiera matado) para quedar exhausto. En fin: como el tipo se removía pero no llegaba a recobrarse, subí. Cuando abrí la puerta alguien saltó sobre mí y me hizo caer. Era Sofía, recobrada del sedante por el paso del tiempo (o por el susto de los balazos). Tuve que levantar las manos para protegerme de sus puñetazos, hasta que se dio cuenta de que era yo el que llegaba. —Ah —resopló. Y volvió al sillón en donde Félix había conseguido, con muchas dificultades, sentarse. El periodista se sostenía la cabeza y en la cara tenía huellas claras de haber vomitado. Ni siquiera quise mirar a sus pies. —Tenemos que irnos —dije, con una voz que ya se me quebraba—. Abajo hay un muertero y un desastre. Fue una labor titánica ponerlos a ambos de pie y que me ayudaran a entrar a las habitaciones y avivar a las chicas prisione161

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ras. Tuvimos que repartir cachetadas, sacudidas y hasta agua fría antes de que las dos, cada cual por su lado, recobraran un poco de sentido. Yo iba de un cuarto al otro y me esforzaba en apurar la marcha. No me di cuenta de que Félix estaba llorando hasta que llegamos a la escalera y lo vi abrazado a su prima, por primera vez en no sé cuánto tiempo. Ella, que no se percataba muy bien de lo que le sucedía, parecía sonreír. Estaba más que flaca: era un palo. Y tenía, noté apenas entonces, los brazos llenos de piquetes. Si hacerlos levantar fue complicado, el descenso de la escalera resultó mucho peor. Tuve que encabezar la marcha y convertirme en barrera humana, porque las tres mujeres y el periodista se escurrían, tropezaban y amenazaban con rodar a cada paso. Al pie de la escalera ya no estaba el elegante abatido pero sí quedaba la suficiente sangre como para llenar un par de botellas de a litro, pensé. Pisoteamos el mugrero como caballos, sin reparar en él. En el jardín estaba el Ojo de Vidrio. Y él tenía a los elegantes. Sometidos a golpes (uno de ellos por mí, se me ocurre destacar, aunque en aquel momento estaba demasiado ocupado ayudando a caminar a las prisioneras como para ponerme a hacer reivindicaciones). De rodillas, derrotados. El Ojo se había hecho con un cuchillo de la cocina y daba vueltas en torno a ellos, que respiraban pesadamente, rotos, supongo, de dolor. Al tuerto se le veía magullado de la cara y uno de sus puños sangraba, me pareció notar, y tenía pelados los nudillos. Pero era una herida ofensiva. Se le había hecho de tanto pegar. —¿Pero es el Ojo? —dijo Sofía como entre sueños—. ¿Está aquí? Yo no dije nada y me afané en alejarlos y en que nadie contemplara la escena por venir. Y se escucharon algunos gemidos quedos y unos ruidos de ahogo. No quise volver la cabeza ni ver. Porque aspiraba a volver a conciliar el sueño algún día. Justo afuera de la cocina, ya en la puerta de la casa, estaban Teo y el Parker, medio ocultos detrás de una mesa volcada. Apenas nos vieron aparecer se precipitaron a auxiliarnos. 162

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—¿Qué chingados les pasó? —dijo mi primo, aterrado. —Se puso feo allá —le dije, solamente, a modo de resumen. Conseguimos abrirnos paso entre las copas, vasos y platos quebrados y las sillas despatarradas hasta llegar a la calle. Aún estaba cuajada de carros estacionados. Las llaves se habrían quedado, claro, en los bolsillos de los gordos, y los invitados y empleados habían preferido ponerse a salvo que detenerse a recuperarlas… Justo en aquel momento sonaron las sirenas, mucho más cercanas de lo que se hubiera esperado. Y como caídas del cielo aparecieron tres patrullas, que nos cerraron el paso al instante. Unos enormes policías locales bajaron pegando de gritos en inglés (“Mudafuka, mudafuka”, creí entender) y nos apuntaron con sus armas antes de darse cuenta de que éramos un grupo lamentable, que algunos de nosotros estábamos heridos y otros apenas si podían dar un paso. Entonces nos asistieron. El jefe era un negro muy serio, que abrió los ojos como niño sorprendido cuando vio a las prisioneras a la luz de las torretas. La noche había caído pero, pese a la oscuridad, le quedó claro que aquellas chicas acababan de emerger del infierno. —Call the ambulance! —berreó y uno de sus subalternos se precipitó a obedecerlo. Recostamos a las chicas en la parte trasera de las patrullas y uno de los oficiales sentó en la banqueta a Félix, que ya se estaba desmayando otra vez. —¿Qué carajos está pasando? —me preguntó Sofía, con la mirada aún medio perdida y la boca estropajosa, pero más lúcida que antes. —El Ojo les saltó. Yo creo que… Pero en ese momento nos distrajo la gritería. Dos policías armados con garrotes quisieron cerrarle el paso al tuerto, que acababa de aparecer por el andador lateral. Saltando como un zorro, el Ojo se lanzó hacia la esquina y cruzó a la velocidad de la luz la calle perpendicular. Un tiro de advertencia, al aire, no lo contuvo. Los agentes con garrotes y el que había disparado se lanzaron en su persecución y todos se perdieron en la oscu163

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ridad en unos segundos, acompañados por los airados bocinazos del par de automóviles que trataban de cruzar. —Catch that asshole! —gritaba el jefe, frenético, mientras el tipo del radio pedía refuerzos o algo así. Supongo que, porque me vieron menos mal que a los demás (y porque Teo y Parker se habían hecho a un lado discretamente, con las cabezas bajas y los ojos esquivos, porque la policía no les gustaba nada), los tipos se dirigieron a mí y me preguntaron qué demonios estaba pasando. —Esta gente tenía presa a su prima —dije, señalando a Félix—. Vinimos a sacarla. Uno de los agentes, el que entendía español, pese a ser rubio como un pollo, silbó apreciativamente. —Where are they now? Hice una seña como de delfín que saltara para indicarles que los responsables estaban en el jardín, al fondo. —El tuerto… The one eyed guy, killed them —dije, con mi pobre inglés. Los agentes cruzaron una mirada de horror. —Why? Me encogí de hombros. Aunque nadie me había apaleado y aunque al fin estábamos libres de peligro y hasta habíamos encontrado a la prima de Félix, tenía unas enormes ganas de llorar. —Well, I don’t know… El jefe, con el ceño fruncido, se encaminó al jardín trasero a través del andador. Volvió luego de un par de minutos. Se veía aún más ceñudo. —Son pero si bien muertous… —se limitó a declarar, con su corto español angelino.

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XI

Era ya casi la medianoche. A Sofía, Félix y las chicas se las llevaron al hospital en un par de ambulancias apresuradas. Ellas tenían signos de envenenamiento en diferentes grados y el golpazo en la cabeza del periodista iba a requerir, cuando menos, una decena de puntadas y más de alguna radiografía. Mientras, Teo y yo fuimos a dar a la estación policial de San Fernando, que se levantaba, por cierto, a menos de veinte calles de distancia de la casita de los horrores. “Los guardianes de la ley no tenemos rayos equis ni leemos la mente”, me había dicho alguna vez el jefe Mario, en Zapopan, para justificar que su patrulla jamás hubiera considerado sospechoso al Ojo de Vidrio y anduviera, en lugar de eso, acosando muchachitos en patineta o parejitas en los parques. No: los cuicos de Los Ángeles no tenían rayos equis. O estaban más maiceados que gallinas de corral. Y así era como los elegantes habían operado aquella casa, y quién sabría cuántas más, sin ser molestados, con total serenidad. Casi podía imaginarlos saludando con la cabeza a la patrulla de su calle cuando pasaba frente a su jardín. La comandancia dichosa parecía más la oficina de ventas de un fraccionamiento campestre que un recinto oficial: tejadito inclinado, arcos de piedra, arbustos, ventanales. “Un estilo californiano que recuerda la vieja misión española de San Fernando, en torno a la cual se pobló el Valle, y que la ciudad 165

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inmortalizó en su escudo de armas”, informaba, en inglés y español, un póster enmarcado en la pared. Nos quedamos sentados, mi primo y yo, en unas incómodas sillas para visitantes en mitad de un pasillo, mientras el jefe del escuadrón que nos había llevado hasta allí se encargaba de informarles a sus superiores del desastre que estaba por caerles encima. Antes de que nos llevaran a la estación, el automóvil de Teo había sido objeto de un detenido cateo y debimos presenciarlo. Los policías nos quitaron, en algún momento, la carpeta de “Reportes 1997” y con ella los retratos de los desaparecidos y el informe de los federales sobre la vigilancia a los elegantes. También se llevaron cinco latas de cerveza vacías y una cerrada (“es absolutamente ilegal beber en el auto”, nos dijo uno, malhumorado) y una pequeña pipa de hierba que estaba regada por ahí, debajo de uno de los tapetes. Teo se quedó pálido: no recordaba si había o no cargado la pipa en algún momento en los tiempos recientes. Y si tenía hierba dentro, la cosa podía complicarse (pues faltaban muchos años, en aquel entonces, para que llegara la legalización en esos lugares). —¿Y tus jefes no crees que se hayan dado cuenta? —le pregunté entre susurros. Mi primo se encogió de hombros. —Mi pá nunca revisa nada. Yo lavo el Fermon. Y mi má tiene su van… Una agente de cabello cenizo, muy jovencita, fue a llevarnos café en algún momento a nuestros puestos en el pasillo y a preguntarnos, en buen español, si necesitábamos algo más. —Van a tardarse todavía otro rato en llamarlos a comparecer, porque los jefes están hablando primero con todo el mundo —nos informó con cierta pena en la voz, como si le hablara a un par de gatos rescatados. Al fin, luego de tenernos allí con los brazos cruzados durante un par de horas (de pronto, alguno de los oficiales vestidos de azul se ponía de pie en su escritorio para darnos una mirada y constatar, supongo, que no habíamos decidido saltar por una ventana), la chica vino de nuevo. —Ya van a entrevistarlos. Vengan. 166

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Parecía una educadora de jardín de niños, pensé: paciente, resignada. —Está bien guapa, la lady cop —dijo mi primo. —Puedo oírte —respondió ella. Nos llevaron a un cuartito iluminado, sin ventanas y con una cámara de circuito cerrado en la esquina, junto al techo. Un detective con saco, moñito y apariencia de empacador voluntario del supermercado estaba sentado frente a la mesa metálica. Ante él estaba la carpeta de “Reportes 1997”, el informe de los federales y los retratos de los desaparecidos. Como el tipo no hablaba español y parecía convencido de que nosotros éramos incapaces de mascar su idioma, le pidió a la agente jovencita que se quedara a cumplir labores de traducción. Ella se sentó en la silla junto al detective y Teo y yo ocupamos las del otro lado de la mesa. El diálogo, desde luego, fue grotesco. Primero que nada nos explicaron, por medio de la traductora, que no éramos considerados, aún, sospechosos de ningún crimen. Pero querían estar bien seguros de lo que había sucedido y la única forma era interrogándonos. Cuando aceptamos (el detective pidió que dijéramos que sí con la cabeza, sin perder su inquietante sonrisa de muñeco inflable), comenzó el interrogatorio. —Pregunta el detective qué fueron a hacer a la casa de la calle Fermoore. —Buscábamos a la prima de nuestro amigo Félix. La chica tradujo. El tipo del moñito asintió. —Pregunta que cómo se llama la chica. Mi primo y yo nos encogimos de hombros. —No lo sabemos. —Bueno, yo sí sé pero no me acuerdo. —¿Y la encontraron? Tuve que levantar las cejas, claro. —Sí. Ustedes se la llevaron al hospital, junto con el resto de nuestros amigos. El sujeto anotaba cada una de las palabras que la policía jovencita le decía. Se rascaba la cabeza, de pronto, como si no entendiera nada. —¿Ustedes son migrantes legales? 167

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Teo puso los ojos en blanco. Él ni siquiera era mexicano pero al detective lo primero que se le había ocurrido, seguramente, era deportarnos y quitarse de problemas. —Él es gringo. Yo estoy de vacaciones. Y tengo visa —dije. El sujeto pareció muy sorprendido y dijo un “ah”. Era ridículo que lo preguntara, por otro lado, porque nos habían revisado los documentos dos veces antes de pasarnos con él. —¿Conocen al hombre tuerto acusado de asesinar a las víctimas? Sin ponernos de acuerdo, Teo y yo sacudimos la cabeza y echamos mano de las muecas más escépticas de nuestro repertorio. Conocíamos al Ojo de Vidrio de sobra, pero sentarnos a explicar la extrañísima relación que guardábamos con él resultaría un suicidio ante esos policías de pueblo con cabezas de piedra. —No, para nada. —Quién sabe de dónde salió. —¿Ya lo agarraron? Eso último lo pregunté para ver si el detective se iba con la finta y dejaba el punto. —No. Todavía están buscándolo. Ya dieron la alerta a todos los departamentos de la ciudad… Mi primo, con los dedos enlazados y los codos encima de la mesa, miraba con rostro angelical a la policía. Ella tuvo que aclararse la garganta para llamarle la atención. —Basta. Concéntrate. Pero quedaba, desde luego, una explicación pendiente y era la más complicada de dar: la carpeta de “Reportes 1997” hurtada por Teo del consulado. El detective se aflojó el cuello de la camisa, quizá demasiado ajustado por el moñito que llevaba, y nos encaró. —Dice que cómo consiguieron el reporte de los federales y las fotos. ¿Alguien se los vendió? Cruzamos, mi primo y yo, una mirada un poco desesperada, porque no teníamos ningún acuerdo sobre qué decir. Era un lío, además, porque seguro que les pedirían sus versiones a Sofía 168

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y Félix apenas pudieran abrir la boca y decir cosas con cierto sentido. —La tomé del consulado mexicano. De encima de un escritorio. La policía y el detective (cuando le tradujeron mis palabras) abrieron mucho los ojos, como si fuera la primera vez en la vida que escucharan que alguien confesara algo que no fuera exactamente legal. —Queríamos encontrar a la prima de nuestro amigo —expliqué—. Y nadie nos ayudaba. ¿A poco apenas se enteraron de que aquí tienen casas en las que explotan muchachas? Los representantes de la autoridad de la ciudad de San Fernando se removieron en sus sillas, incómodos. —No podemos hablar de investigaciones en curso. Pero por sus miradas de desconcierto era más o menos sencillo deducir que no tenían la menor idea de nada. O que se hacían pendejos. Eran, finalmente, parte de un pequeño departamento de policía más preocupado, en aquella época, por indagar el destino de los espejos robados a un automóvil o el de un duende de jardín desaparecido de su puesto junto al cedro del Líbano de una viejita que dotado para entrometerse en un caso de primera línea. Los oficiales se fueron. La chica volvió, veinte minutos después, para ofrecernos café y dos hamburguesas recién traídas del Inanaut que, a pesar de su saborcito a fertilizante, devoramos en cosa de segundos. El reloj clavado en la pared decía que eran más de las tres de la mañana. Los federales llegaron a eso de las cuatro, con sus trajecitos oscuros y sus corbatas y muy peinados, como si acabaran de salir de la peluquería. Tampoco sabían español, ninguno de los dos que aparecieron, así que la policía jovencita volvió a cumplir labores de traductora. Teo hablaba inglés perfectamente, claro, pero a nadie se le había ocurrido que pudiera hacerlo. Mejor así, pensé. Mejor que se esforzaran ellos que nosotros. Los federales eran altos y anchos como puertas. Uno rubio y el otro de cabello negro. Habrían sido una pareja formidable de nado sincronizado: se alisaron los sacos a la vez al sentarse, 169

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desplegaron ante sí dos carpetitas de cuero idénticas y hasta se tronaron los dedos antes de comenzar su interrogatorio. Fue el rubio el que se desmarcó primero. Mostró el informe que nos habían quitado los policías de San Fernando y lo colocó en la mesa, frente a nosotros. —De dónde sacaron esto —tradujo la agente. —Lo tomé del escritorio de un tipo del consulado mexicano —repetí. No quería embarrar a mi primo, aunque el ladrón, a decir verdad, había sido él. Teo decía que sí con la cabeza y le sonreía a la traductora, que ya a esas alturas nomás ponía los ojos en blanco. —¿Y cómo es que lo tenían ellos? —dijo el tipo del pelo negro. Nos encogimos de hombros. La posibilidad de que algún superespía nacional le anduviera robando a las agencias gringas de investigación para darle información a nuestro consulado daba un poco de risa, francamente. —Fueron muy imprudentes —dijo entonces el rubio, vía la agente jovencita—. Afectaron una investigación federal y pusieron en peligro a testigos… Teo y yo volvimos a mirarnos. —¿Ustedes protegían a los mudafukas ésos? —dijo mi primo y sacudió la cabeza. Los federales no esperaban, supongo, ninguna clase de recriminación, porque se enderezaron y se aclararon las gargantas a la par. —No podemos hablar de investigaciones en curso —dijeron. No tenían forma de acusarnos, así que nos soltaron justo antes del amanecer. Se negaron a decirnos nada sobre la casa y sus propietarios o sobre el estado de salud de nuestros amigos y de las rescatadas. Hubo que ir a una ventanilla en un sótano oloroso a polvo y humedad para que nos devolvieran nuestras cosas (carteras, las llaves del automóvil, etcétera). La pipa de hierba se esfumó de la faz de la Tierra pero preferimos no reclamarla. El agente que atendía, un gordo con aspecto de no haber dormido en cien años, nos hizo firmar cerca de cuarenta hojitas a cada uno antes de dejarnos ir. 170

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En la puerta la oficial jovencita nos rebasó, ya en ropa de calle. Su turno había terminado. Teo levantó la mano para llamar su atención y parecía que iba a decirle algo ingenioso (o a intentarlo) pero la chica lo miró con tal fastidio o cansancio que mi primo optó por cerrar la boca. Menos mal.

Ya eran las seis menos quince. Era imposible que llegáramos a la casa de mis tíos antes de la salida del sol. Y así, violaríamos la única regla inamovible en la familia. Hubo que caminar a un lote, a unos doscientos metros de la comandancia, para recuperar el automóvil. Teo lo arrancó lentamente y así, como caracol, inició la marcha de regreso. Apenas cuando subimos al Highway aumentó la velocidad. —¿Se va a poner cabrón con tus papás? —le pregunté, porque mi primo no había dicho nada desde que comenzó a manejar. —Yo creo que sí, güero. Nunca, nunca en la vida se me pasó llegar. Un gesto de angustia lo dominó. Eran las seis y media de la mañana cuando logramos meternos a Downey y escurrirnos hasta la casa. Las luces de la cochera estaban encendidas pero aún no la de la cocina. Eso nos dio una mínima esperanza. Teo estacionó el Fermon con la delicadeza de una ancianita y lo apagó lentamente. La máquina guardó un silencio satisfactorio, sin toser ni resonar. La ventana del cuarto estaba abierta y como pudimos, ayudándonos y jalándonos los brazos después, logramos escalar. Llevaríamos diez minutos metidos en las respectivas camas cuando la puerta se abrió. Un rayo de sol entraba desde la parte baja de la cortina. —Arriba, chamacos. Ya es de día. Mi tío lucía su clásica sonrisota bajo el bigote y parecía fresco y relajado. Ya estaba vestido y olía a recién bañado, a jabón y loción. —Tu mamá tiene que ir a arreglar unos asuntos de impuestos municipales, así que necesito que me ayuden con unas cosas del restaurante —anunció. 171

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Mi primo se incorporó en la cama pero no fue más allá de quedarse sentado, con la manta aún encima. Yo sentía algo como arena crujiente entre las pestañas. No había más que cerrado los ojos un momento y ya era incapaz de parpadear. Los pies me latían. Un bostezo se abrió paso desde lo profundo de mi alma negra y abrí una boca de león. —Ándenle. No sean güevones —remachó mi tío antes de irse. —Carajo —dijo Teo. El final perfecto para una noche infernal. Por más que pasamos el día espiando el canal de las noticias en la televisión no vimos una sola sobre los incidentes en que nos habíamos visto envueltos la noche anterior. Ni una palabra sobre la casa del mal ni sobre los muertos de la fiesta. Nada sobre el Ojo de Vidrio. Nada, tampoco, sobre nuestros amigos. Y quizá eso era lo peor. Mi tía apareció pasadas las doce del día y nos dejó ir luego de asegurarse de que habíamos apuntado debidamente las reservaciones para la tarde y los pedidos para llevar. Teo era partidario de largarse a su casa y dormir un poco pero yo no podía quedarme así como así y le pedí que volviéramos a San Fernando. En alguna parte deberían estar Sofía y Félix y no era capaz de sentarme a esperar, sencillamente, a que se comunicaran. Si es que lo hacían. ¿Qué tal que los desaparecen, qué tal que ya no sabemos nunca más de ellos? Eso argüí. —No mames, güero. Esto no es México. No va a pasar nada —dijo Teo, pero supongo que lo inquieté lo suficiente para que volviera a pedirle el Fermon a mi tío. El camino de regreso a la ciudad de San Fernando (curiosa forma de llamar a ese barrio al que ni un río ni una montaña ni nada más que carreteras separaban del resto de Los Ángeles) pareció interminable, a través del tubo bardeado del Highway 5. Había demasiado tráfico y eran las dos de la tarde cuando pudimos bajar a la calle de las palmeras y estacionarnos un momento en la misma gasolinera del día anterior para consultar el mapa. El hospital más cercano estaba al otro lado del camino, en Mission Hills, y decidimos acercarnos allí porque no teníamos 172

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ninguna gana de volver a la comandancia a preguntar el paradero de nuestros amigos. —A lo mejor está la güerita de ayer en la estación —se esperanzó Teo. —¿La que ponía cara de que ojalá te murieras? —lo desinflé. El Providence era un hospital de dimensiones bastante respetables, si lo comparábamos con los que habíamos visitado en Los Ángeles en busca de la madre del Ojo de Vidrio. De frente parecía un estadio, con vidrieras de colores y enormes paredones de concreto. Resultaba tan elegante que nos pareció difícil creer que allí estuvieran nuestros amigos, pero de cualquier modo decidimos pasarnos y averiguarlo. La señorita del mostrador era flaca, plácida y eficiente. Fue muy amable desde la primera frase. Hablaba español y no tardó ni cinco minutos en informarnos que, en efecto, allí habían llevado la noche anterior a nuestra gente. —¿Es un hospital público? —pregunté, listo para asombrarme: en Zapopan era difícil distinguir el hospital público de una coladera. —Es privado pero tiene convenio con el estado para urgencias policiacas —respondió ella. Y marcó unos números en su teléfono y en menos de dos minutos llegaron los dos federales de la noche anterior a la recepción, muy sonrientes, con dos enormes vasos de café en las manos. —Oukei, oukei —dijo uno, como si nos hubiera atrapado en alguna movida sospechosa. Parecían listos, el par de animalones, para echarnos la culpa de algo, de lo que fuera. —We came to see our friends —los atajó Teo (o sea: “Venimos a ver a nuestros cuates”). —And how do you know they are here? (es decir: “¿Cómo saben que están aquí?”). —The cops told us —mintió mi primo. Buena estrategia, me dije, culpar a los policías de San Fernando. Los federales levantaron la cara al cielo simultáneamente, como si debieran soportar la tremenda carga de la imbecilidad de sus contrapartes de la ciudad. 173

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—The idiots told them everything! —se quejó el rubio con su compañero. Nosotros nos encogimos de hombros una vez más. Aceptaron, luego de algunos gruñidos más, escoltarnos al segundo piso, que era en donde estaban Sofía y Félix. Aunque de momento ambos se encontraban ocupados, nos dijeron. Les hacían algunas preguntas extra sobre lo que el rubio llamó “the incident”. Nos hicieron sentar en una salita al fondo de un pasillo y se fueron. “Unos minutos —dijeron—. Ahora vienen por ustedes.” —Huele a agencia de autos —dijo Teo. Era verdad. Sonaba, además, una musiquita de fondo meliflua y enfadosa. Encima de la cabeza de mi primo colgaba un cuadro enorme con un Sagrado Corazón de tonos tan pastel que parecía osito cariñosito. Estábamos ya muy aburridos y a punto, me parece, de levantarnos de allí y ponernos a buscar cuarto por cuarto cuando escuchamos pasos. Venían por nosotros, al fin. Pero no eran los federales. Eran Maldonado y Cero Dos. Los funcionarios del consulado nos sonrieron irónicamente y se sentaron a nuestro lado. Maldonado junto a Teo y Cero Dos con su gran cadera rozando la mía. —Vean nomás. Nuestros paisanos —dijo Maldonado dándole una palmadita a mi primo en la espalda. —Él es gringo —recordé. Y Teo asintió con la cabeza, muy serio. Cero Dos me pasó la mano por el cabello y sentí un escalofrío que nada tenía que ver con que me pareciera guapa (la verdad no era fea pero, fuera de Sofía, nadie me parecía arrebatadora). Era puro miedo lo que sentí. —Y la armaron buena, ¿verdad? —el tonito de sabelotodo de Maldonado, completado por sus lentes redondos y su saquito, lo hacía un tipo detestable. Cero Dos suspiró, como si se compadeciera de nuestra mala suerte. O como si quisiera darnos a entender que habíamos arruinado todo. —Se robaron unas pinches copias —dijo, muy digno, Maldonado—. ¿Se creen muy listos? ¿Creen que no tenía originales? 174

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Y volviéndole a dar una palmada a Teo, agregó: —Fuiste tú, ¿no? Porque tu amigo estaba en el baño. Mi primo le dio un manazo a Maldonado para quitárselo de encima. —Sáquese —le dijo. Los funcionarios cruzaron miradas antes de proseguir. —No saben lo que provocaron —dijo Cero Dos. —Un problema internacional —dijo Maldonado. —Enorme. —Un desastre. —Tremendo. —Un dolor de cabeza para el cónsul, el embajador y el secretario. Ya hubo que pedirles perdón a no sé cuántas personas del gobierno gringo. Todo porque unos idiotas se robaron un informe confidencial —Maldonado ya se había puesto un poco rojo. No demasiado: no creo que tuviera suficiente sangre en el cuerpo para enojarse de verdad. Nada de eso. Sólo le alcanzaba para mostrarse desdeñoso. —Pero ustedes se lo robaron a los gringos, ¿no? O algo así —dijo Teo. —Ellos estaban muy enojados… —añadí. Cero Dos no pudo contenerse y me dio un mínimo tirón de oreja, como si fuera una profesora de jardín de niños a la que le molestara el cinismo de sus alumnitos. Decidí que debíamos contraatacar. No: no es que supiera demasiado del caso. Era Félix el experto, después de todo, además del principal interesado. Pero me fastidiaba que aquel par de buenos para nada, ante cuyas narices desfilaban los casos de desapariciones sin que pudieran decirles a las familias otra cosa que: “Daremos aviso”, se pavonearan ante nosotros como si los hubieran sacado de una película de James Bond. —Nos llevó un día venir a San Fernando y encontrar y rescatar a la prima de nuestro amigo. Un día. Maldonado y Cero Dos parecían bastante más sombríos que cuando habían llegado. —Éste no es nuestro país. Ponemos estos casos en manos de las autoridades —explicó el funcionario, a la defensiva. 175

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—Con mucho éxito —dije. Maldonado se crispó. —Qué quieres decir. —Que haces muy bien tu trabajo —le dijo Teo. Un rayo de ira le partió el belfo al funcionario y habría podido jurar que iba a darle un sape a mi primo y a ponerle a girar su cabezota de pankrocker. Pero no. El relámpago murió en sus ojos y Maldonado se limitó a sorber la nariz y a poner, de nuevo, su cara de papá de los pollitos. —Este güey es gringo —dijo, señalando a Teo con el pulgar—, pero tú sí eres mexicano. Y creo que sería mejor que te regresaras allá —deslizó. —Y como por qué —respondí, engallado. Cero Dos me sujetó del antebrazo y antes de que yo pudiera recorrerme o soltarme, se me encaramó al oído. Luego me susurró: —Porque eres un pendejito que se mete en lo que no le importa. Me estremecí. Su voz era chirriante, amenazadora. Los compatriotas se pusieron de pie, sacudieron las cabezas y, sin decir adiós, se largaron. Félix tenía la cabeza vendada y los ojos inyectados. Su diagnóstico era fisura de cráneo. El golpe había sido lo suficientemente fuerte para noquearlo y dejarlo tonto un rato pero no tanto como para que necesitara cirugía. Me senté en la incómoda sillita junto a la cabecera de su cama terapéutica. El periodista tenía un suero y algún otro medicamento fluyendo hacia unas agujas clavadas en su mano derecha. Le habían dado bien: la mirada se le iba un poco, noté. Y debo confesar que me dio gusto. —Cómo vas —le dije, en voz tan baja que tuve que repetirlo dos veces. —Jodido —respondió él y dejó caer la cabeza en la almohada, como si quisiera estirarse—. Me quedan dos semanas o más. No se ha terminado de desinflamar el cerebro o algo así. —Bueno, al menos te quedó un poco —le dije. 176

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Félix levantó una ceja. Siempre nos habíamos llevado bien y, en general, el viejo Luis jamás se le habría puesto al tiro ni le hubiera dicho algo tan vil como aquello. En el monitor, la frecuencia cardiaca del periodista subió un punto. —¿Qué traes, pinche morro? —gruñó. Quizá alguien más, que no fuera yo, o quizá yo mismo, pero no en esa época, hubiera preferido apoyar a un amigo en un momento así en vez de mostrarle su mal humor. Pero yo no encontraba sentido en fingir que me importaba la salud de Félix. Ya no. —Qué onda contigo y Sofía —le solté, casi escupiéndole la cara. El periodista suspiró. Volvió a acomodarse en la cama terapéutica. Era evidente que no estaba bien. —¿Puedes llamar a la enfermera? Es un botón, allí, a tu lado. Bajé la mirada y, sí, había un cable con un mando gris con un botón en medio. Lo pulsé y una luz roja se encendió sobre el lecho. A los dos minutos entró una mujer de unos doscientos kilogramos metida a fuerzas en una batita de colores. —Ok, ok. It hurts? Manipuló una de las sondas unidas a la mano de Félix y le dijo que con eso bastaba. Y se fue. El sedante burbujeó. Yo no abrí la boca. Félix estaba un poco pálido. Se lamió los labios y suspiró y se acomodó de nuevo. Y cerró los ojos. Quizá pasaron tres o cuatro minutos así. —Por mi lado nada, morro. Salimos en el pueblo unas veces. ¿Qué te digo? Yo no sabía que ustedes se veían todavía ni nada. Ni pregunté, la verdad. Tú conoces a Sofía. Para mí eso bastaba. Era una confesión. Apreté las manos y salí de su recámara sin siquiera preguntar cómo estaban las chicas rescatadas, si habían podido hablar con ellas o si sus familias estaban en camino para recobrarlas. Sólo me obligué a irme al pasillo y caminé. Me quedaba el peor paso por dar, claro. Pero luego de la charla con Félix estaba tan enojado que decidí mandarlo todo al demonio. ¿De qué iba a hablar con Sofía, si lo único que quería era 177

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huir de ella otra vez y esconderme en mi cama, o en mi rincón en la biblioteca, y no volver a saber de ella nunca? Teo había bajado a la cafetería, para tomarse una “soda” mientras yo visitaba a los internos, y fui a buscarlo. Pero en vez de topármelo a él me topé con Sofía. Apareció cuando se abrieron las puertas del elevador. Llevaba una flor en la mano y parecía estar perfectamente bien. Al verme se me abalanzó y me dio un abrazo. Y sin desanimarse por el hecho de que yo no lo respondiera, se lanzó a su habitual parloteo. —Qué bueno que te veo. Félix no ha comido nada. Yo creo que lo que le dan acá no se le antoja. La comida es horrible. Anoche me dieron puro caldo de pollo, ¿crees? Cómprale una hamburguesa en la cafetería y la colamos al cuarto, ¿no? Déjame ver cómo está. Supongo que ni mi expresión de rechazo absoluto ni el hecho de que no le contestara la puso sobre alerta. —Yo estoy bien ya. Me dieron de alta en la mañana pero me entretuvieron mucho tiempo los imbéciles de los federales. Y los putitos del consulado. ¿Ya hablaron contigo? Los odio. Parecen de caricatura. Uno inicia las frases y el otro las acaba… Comenzó a caminar a la habitación en donde el periodista estaba hospedado, pero no hice el menor gesto por seguirla y Sofía se detuvo. Pero no: no había entendido nada aún. Pensaba, al parecer, que yo de verdad tenía urgencia por correr a conseguirle el almuerzo a Félix. —Sin queso, por favor. Lo odia. Voy a ver cómo sigue y a ver qué onda con las chicas. Tienen policías en la puerta y todo. Los federales las pusieron en custodia, como testigos. Mañana llega la familia de la prima de Félix… De la otra chica nadie sabe nada todavía… Pero bueno, ahorita que subas te cuento. Y, dándose media vuelta, siguió pasillo abajo. A mí la quijada se me iba a caer del asombro. “Le importas menos que el caldo de pollo de la cena”, me dije. Sentía un huracán en el pecho y el estómago vacío, como si no hubiera comido en mil años. Mi cabeza hervía. Pedí el elevador, que tardó un par de minutos en llegar. Lo hizo al fin y, lento como la muerte, bajó. La musiquita ambien178

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tal era espantosa. Yo no podía sentirme peor. Me metí las manos en los bolsillos y apreté la quijada. No: no iba a morirme. Eso decidí. Teo estaba en la cafetería, mirando las noticias. Hablaban de los calores del verano, de un concurso de surf y de la moda en las playas. Nada de lo que sabíamos. Nuestra aventura sería enterrada y olvidada. —Ya vámonos —le dije. Debía tener una cara inolvidable, porque mi primo nomás agachó la cabeza y me siguió hacia el estacionamiento. Recorrimos por última vez el túnel amurallado del Highway con la música a todo volumen pero en silencio. El ruido melancólico de Souchiadistochia era lo que necesitaba en aquella hora negra para no ponerme a chillar. Mis últimos días en Los Ángeles se pasaron bien. Nita volvió al nido y, un par de noches después de nuestra aventura en San Fernando, apareció en una fiesta a la que fuimos, en el Este, y en menos de dos minutos se abalanzó sobre Teo y lo besó. Yo aplaudí pero el resto de los panks, acostumbrados como estaban a verlos ir y venir todo el tiempo, solamente manotearon y les sacaron unas lenguas rojas como de culebras. Conocí Santa Mónica y Malibú. Vi muchas rubias en patines y bikini y muchos pankrockers en las calles, con bermudas y las cabezas asoleadas y llenas de colores. Compré un jarrón chino para la tía Elvira y un tanquecito para armar para Mateo, el bibliotecario. E incluso acepté ir a ver una película de terror en compañía de la Vaquita. Teo se dio cuenta de que tenía el corazón hecho puré de papas y él y Nita decidieron que lo que me hacía falta era que aquel pequeño demonio que era la Vaquita me sacara a tomar el aire (y lo que pasó fue que nos sacaron del cine porque una familia de gringos nos denunció con los acomodadores por estar besándonos descaradamente desde antes de que apagaran las luces). Mi última noche en la ciudad, mis tíos arruinaron los planes de irnos a beber a la playa y decidieron organizarme una cena 179

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de despedida en su comedero. Y allí conocí a la tía Lupita, al primo Néstor, al cuñado Joe y a todos aquellos personajes que me había resistido a ver y que aparecieron de golpe, al final, como si hubiera un contrato que obligara a incluirlos en la historia. Teo me llevó al aeropuerto en el Fermon, junto con un piquete de pankrockers resacosos. El verano tocaba a su fin. —Goodbye, mi güero —me besó la Vaquita, ya nostálgica. —Pinche güero, estás bien loco —me dijo Nita, haciendo el ademán de meterme a la boca otra calcomanía. —Te quiero un chingo, carnal —dijo Teo, ya casi en la fila para pasarse a las salas de abordaje—. Ya que salgas de todas tus broncas vente de nuevo y la armamos en serio. Nos abrazamos y les dije adiós con la mano a mis panks y me fui. Justo cuando estaba por llegar a la puerta de embarque, descubrí que un afanador trapeaba el pasillo y obstruía el paso. Era casi mi hora y tenía que eludirlo. Di un salto y lo empujé. Y como lo oí gruñir, me volteé para decirle algo desagradable: no estaba de humor. Me quedé de piedra. El afanador era el vivo retrato del Ojo de Vidrio. ¿O era él? Cuando quise reaccionar, el sujeto se metió por una puertita que decía Authorized personnel only y desapareció. ¿Era tuerto siquiera? ¿Era aquel desgraciado? ¿Cómo había llegado hasta allí? Y casi puedo jurar, incluso hoy, que me estaba sonriendo.

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XII

El gato estaba más gordo que nunca y la tía Elvira tan gruñidora como siempre. Aunque se puso contenta al verme regresar entero y más se alegró con la ofrenda del jarroncito chino que le llevé de Los Ángeles: lo colocó en mitad de la mesa del comedor, y la mañana siguiente lo encontré lleno de flores. El otro regalo no llegué a entregarlo, porque, la verdad, me habría sentido bastante ridículo apareciendo en la biblioteca, poniéndoselo enfrente a Mateo y diciéndole: “Mira, te lo traje de mis vacaciones”. El tanquecito para armar se quedó, pues, abandonado en el escritorio de mi recámara. Una noche, Tacho, el gato, le cayó encima al saltar desde la ventana y la caja cayó a la alfombra, detrás de un buró. La encontré varios meses después, empolvadísima, cuando estaba en busca de una moneda que me había rodado de los pantalones. Tantos empeños inútiles, tantas acciones sin sentido: con eso nos llenamos. Envejecemos cuando su peso comienza a hacerse sentir en el lomo y los hombros. Volví a la escuela de derecho en septiembre, como era costumbre por aquel entonces, y me entregué a los estudios con tal denuedo que mi promedio pasó del siete punto dos al siete punto tres. Si yo poseía algún talento natural para la abogacía, lo mantenía bastante oculto de las miradas. Inclusive de la mía. No tuve noticias de los angelinos por un buen tiempo. Ya por noviembre me escribió Teo. No era una carta larga la suya, sino 181

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más bien un recado para acompañar el par de discos de Souchiadistochia que enviaba. Me contaba que había vuelto a romper con Nita, que iba a formar una banda de pank y que la Vaquita y la gente del Este mandaban saludos. Total: la vida había vuelto al ritmo soñoliento de costumbre y también yo. Los trabajos de la escuela me ocupaban las tardes, pero algún sábado perdido asomaba por la biblioteca aún y me ponía a leer, aunque los libros eran los mismos de toda la vida, y ya fastidiaban un poco, porque los conocía de memoria y hubiera sido capaz de recitarlos. —Ya no han mandado presupuesto para comprar más y la gente sólo dona revistas viejas o tonterías de superación personal —me contó Mateo un día, ante el desaliento que mostré de pie ante aquellos libreros que me habían hecho tan feliz unos años antes. Un viernes, ya por la noche, mi tía esperó a que terminara de cenar para referirme una noticia que consideraba sensacional y que acababan de revelarle sus compañeros del grupo de oración: los falsos guardias de seguridad que perpetraron el asalto a la panadería habían reaparecido en el barrio. Aquella mañana vaciaron la caja (y los anaqueles) de la farmacia de la placita que se localizaba un par de calles antes de la falda del Cerro del Tesoro. —Estaba sola la hija del boticario. Alabado sea Dios que los malvivientes no le hicieron nada. La metieron a un baño y se llevaron el dinero y un montón de medicinas y nadie en la calle notó nada, ni siquiera los muchachitos que se la pasan en las maquinitas de la tienda de al lado, y eso que son unos chismosos. —Pues es que los tipos van vestidos de guardias de seguridad. Y mucha gente debe pensar que son policías —expliqué, sin ganas de oír el resto de la historia. Pero la tía Elvira no iba a ser disuadida tan fácilmente de seguir la diatriba. —Pues claro que deben ser policías. No me extrañaría ni tantito. Puro barbaján. Y también esos chamacos, que enfrente de las narices hay un asalto y ni hacen nada… 182

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Entendí, tarde, que aquella frase era un reclamo velado sobre el robo que había presenciado unas semanas antes sin darme cuenta. Pero no tenía ninguna gana de discutir. Masqué mi mollete con frijoles, asistí al repelente ritual de la alimentación de Tacho y me fui al cuarto a escuchar una y otra vez a Souchiadistochia. No me quedaba mucho más que hacer. Un mes después recibí otro paquete de mi primo. Contenía un breve recado y algunas hojas dobladas de una edición del periódico LA Times de un par de semanas antes. Firmado por Linda Robinson, aparecía en ellas un artículo sobre el tráfico de mujeres desde México hacia California. Y allí, en la segunda columna, se mencionaba the incident: “Hace unas semanas, una fiesta privada en una residencia en la calle Fermoore, en San Fernando, terminó en un baño de sangre. Según versiones recogidas entre algunos asistentes, que también fueron interrogados por las autoridades, en el lugar se produjo un enfrentamiento entre tratantes y un grupo de personas que intentaban recuperar a una muchacha mexicana presuntamente secuestrada. Dos sospechosos y un invitado terminaron muertos, aunque la comandancia de la policía local se negó a proporcionar mayores informes sobre el episodio, pues aseguró que eso le correspondía a los federales, que atrajeron la investigación desde la misma noche de los hechos. Fuentes consultadas por este diario señalaron que al menos uno de los tratantes caídos en la refriega, de nacionalidad estadounidense, era considerado un informante federal en temas de tráfico de estupefacientes y armas. La oficina federal declinó dar comentarios y aseguró que su política es no hablar de investigaciones en curso”. No se mencionaba el rescate de las chicas ni la condición de prófugo del Ojo de Vidrio. Creí entrever la mano de Félix detrás de la noticia. Seguro que Linda Robinson era aquel contacto suyo en el periódico, la especialista en el tema. En el párrafo final, sin embargo, aparecía un guiño inesperado: “Un representante oficial mexicano, Mr. Maldonado, quien labora en el consulado, también declinó referirse al tema de los sucesos de San Fernando en específico y, en una respuesta por escrito, 183

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afirmó que la labor de su legación es ver por los derechos de sus compatriotas y colaborar en todo momento con las autoridades locales y federales”. Otra nota de Robinson, en recorte aparte, de una fecha posterior, ofrecía algunos datos extras: “Autoridades federales y estatales desmontaron una red de tráfico de personas desde México y realizaron anoche una operación para liberar a quince mujeres y alrededor de veintidós hombres que eran mantenidos bajo condiciones de virtual esclavitud en residencias en la zona norte de Los Ángeles, alrededor del valle de San Fernando. “Las mujeres habrían sido obligadas, según versiones, a prostituirse, en algunos casos, o a realizar labores de aseo y servicio doméstico en otros, mientras que los hombres habrían sido empleados como trabajadores agrícolas, pero estos extremos no fueron confirmados en el reporte oficial. “Aunque la policía local fue firme al mantener en reserva las identidades de los liberados, las mismas fuentes cercanas a la indagación afirmaron que algunos de ellos eran buscados desde hace tiempo en territorio mexicano, de donde habrían sido captados o incluso secuestrados por la banda. Agentes federales se negaron a confirmar los rumores de que policías o ex policías de México y California habrían estado relacionados con esta red, y se mantuvieron en la línea de no hablar sobre casos en desarrollo. “El consulado mexicano en Los Ángeles emitió un comunicado en el que repitió los datos manejados por las corporaciones policiacas y aseguró que el gobierno de su país seguirá cooperando con las autoridades y proporcionará a sus ciudadanos el apoyo médico, psicológico, legal y logístico necesario para que regresen a sus lugares de origen…” Mi primo había circulado la nota con un plumón y le había agregado algunos signos de admiración (solamente los de cierre, como buen gringo). No les creía una palabra, por supuesto. Ni yo tampoco. Si la red de los elegantes había crecido de tal modo durante tantos años y si operaba con absoluta tranquilidad, y sin ser molestada, hasta la noche en que nuestra intervención y la del Ojo de Vidrio la decapitó, quién podía asegurarnos que 184

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alguna de esas agencias tan elocuentes iba a meterlos en cintura alguna vez. No, era muy improbable que nadie se atreviera. Creo que por aquella época se fortaleció decisivamente mi inveterada costumbre de no creerles nada a los personajes a los que se supone que debes oír y atender. Maestros, policías, funcionarios: para mí todos son disfraces gritones, incapaces de salvarte de nada. Metí los recortes en el cajoncito del escritorio y traté de olvidarme de ellos. ¿Qué más iba a hacer? Si alguien había llegado a pensar que estudiaba derecho por mis ganas enormes de hacer justicia en el mundo, pues iba a llevarse una curiosa decepción. No, no pensaba convertirme en picapleitos o, peor aún, en político. Lo que tenía en mente era menos heroico: armar contratos comerciales, ganar mucho dinero y alejarme un par de miles de kilómetros de Tacho y la tía Elvira. Salí de clases a mitad de diciembre, pero tuve que quedarme un par de días a sacar adelante dos exámenes extraordinarios a los que me condenaron un par de profesores enemigos del género humano. Por suerte, el único propósito de los sinodales era salir de vacaciones con la menor cantidad de estorbos posible y pasé las pruebas caminando. Llevaba ya un par de meses como asistente en un despachito del centro de la ciudad, a un solo camión de distancia de mi facultad. No ganaba demasiado, francamente, pero el licenciado (el jefe) estaba ebrio o resacoso la mayor parte de los días, así que mis labores como archivista y primer redactor de toda clase de documentos aburridísimos (la asistente principal, una chica de noveno semestre, era la que debía dar el visto bueno a todo lo que el licenciado firmaba) resultaban bastante serenas. Y como mis clases eran por la tarde, podía dedicar cinco horas de la mañana al trabajo. De eso se trata crecer: de encontrar un sitio cómodo en el que pudrirte. El sábado después de salir de vacaciones, y ante la amenaza de la tía de ponerme a limpiar la sala para que ella pudiera colocar el nacimiento y comenzara con la decoración navideña, inventé un pretexto y hui. Vagué hasta el mercadito de la avenida Cruz del 185

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Sur, desayuné unos chilaquiles medianamente pasables y, al final, sin demasiadas ganas de quemarme el dinero que llevaba en el bolsillo (había visto un reproductor de discos barato en Plaza del Sol y pensaba dármelo como regalo de fin de año), me encaminé a la biblioteca. Me resultó curioso ver, a la distancia, mientras recorría la espesura del parque, un nutrido grupo de personas reunido ante la puerta. “Nomás me falta que ahora todo mundo quiera ponerse a leer”, me dije. Pero no. Eran todos empleados municipales. Estaban sacando los libros y apilándolos junto a unos cubos llenos de basura. Mateo, cruzado de brazos, con un gesto que no supe si interpretar como de fastidio o pena, los observaba ir y venir, recargado contra el muro de la entrada. Fumaba. Nunca antes lo había visto fumar. —¿Qué pasa? ¿Van a pintar? El flaco bibliotecario abrió la boca para responderme pero volvió a cerrarla de inmediato. La nuez de adán se le removió en el cuello y supe que estaba a punto de romper en llanto. —Decidieron cerrarnos. Dicen que esto no sirve de nada. Sentí como si me enterraran una navaja en las costillas. —No jodas. El bibliotecario bajó la cabeza. Su gesto incómodo me conmovió y le di una palmada en el hombro. —Y qué van a hacer con el edificio. —Remodelar. Ahora va a ser un centro cívico. O algo así. —¿Y los libros? Mateo sorbió ruidosamente. Ya no podía contener las lágrimas. Supe que el destino de los cientos de ejemplares era directamente el camión de la basura. Debí poner una cara de terror impresionante, porque ahora era él quien me palmeaba la espalda. —Llévate los que quieras. Los que siempre leías. Tengo unas cajas… La idea me hizo reaccionar. Salté. —¿De verdad? —Lo prefiero a que los tiren. 186

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Perder para siempre aquellos textos que sabía de memoria y que quizá no volviera a leer en años era lo último que necesitaba en el mundo. Las desgracias me asaltaban. Crecí sin padres, arrimado en casa de una tía anciana. No me gustaban los gatos y era el portero de uno. Mi novia me había alternado con un vecino suyo, con un guitarrero y, después, de nuevo, con otro tipo. Y aunque ya no era mi novia, al final me había hecho sentir el mismo infierno. Y el que fue mi mejor amigo llevaba años sin dirigirme la palabra. No: no iba a perder los libros. Detuve un taxi y, con la ayuda del esquelético de Mateo y de los empleados municipales (a los que les ofrecí un par de billetes para que se los gastaran en cerveza si me echaban la mano), toda la sección de libros de fantasía y aventuras de la biblioteca fue subida a la cajuela y al asiento trasero del auto. —No me digas que vas a cargarme de basura, chavo —me regañó el taxista. —Son libros. El tipo puso los ojos en blanco. Al menos ya no dijo nada más: los libros nunca apestaron la tapicería de ningún imbécil. La cara de mi tía Elvira era un poema cuando llegué acompañado por diez cajas y, con ayuda del sobornado conductor, comencé a meterlas a mi habitación. —Qué carajos es esto, Luis. —Quesque libros… —le respondió el metiche del taxista, con sonrisa cómplice. —¿Libros? Válgame Dios —mi tía Elvira puso los ojos en blanco. Aun sin conocer El Quijote, estaba segura de que leer esas cosas polvosas y rectangulares me había vuelto loco. No quise desmentirla. Para qué. Faltaban unos días para Navidad. La vida seguía. Los ladrones vestidos de guardias de seguridad atracaron el recién instalado centro cívico la noche anterior a la inauguración y se robaron un futbolito y un televisor. ¿Para qué diablos los querían? No dejaba de preguntármelo. ¿Quién había sido tan idiota como 187

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para condenar a muerte una biblioteca e instalar en su sitio unas pinches teles y unos juegos? Como en casa de mi tía las fiestas consistían en rosarios por la mañana y posadas con canciones y buñuelos por la tarde, me pasaba el día fuera con el pretexto del trabajo. Aunque, claro, el despacho estaba cerrado, como casi todo en la ciudad durante las fiestas. Un lunes fui a Plaza del Sol y me dirigí a la tienda donde compraría mi reproductor de discos (aquí podría entrar en una disquisición sobre las diferencias entre el viejo tocadiscos para acetatos y el reproductor de discos compactos, por entonces en auge, pero se las ahorraré, mejor, porque seguro que no quieren saber más de vejestorios). Allí me la encontré. Llevaba una falda corta y una chamarra, y las piernas se le veían infinitas. Tenía las manos metidas en los bolsillos pero no creo que fuera por frío: el clima de Guadalajara siempre le pareció demasiado tibio. Me sonrió ligeramente y se detuvo. No llevaba bolsas de compra ni nada. Sólo estaba allí, como perdida. Otra vez nos había pasado por encima la mitad de un año sin vernos ni un día. Y otra vez el azar me la ponía enfrente. Pero algo había cambiado. Ni Sofía parecía tan terriblemente segura de sí como siempre ni yo estaba dispuesto a desarmarme en brincos y festejos por verla. Llevaba poco más de un año en la escuela de derecho pero eso me bastaba. Ahora era un trabajador, un estudiante, alguien distinto del niño que la seguía para todos lados. Eso me dije y me planté frente a ella y la saludé. —Hola —respondió. Noté que tenía ojeras y no iba maquillada. Quizá por eso mi respuesta fue cualquier cosa menos cortés. —¿Estás enferma? Me miró por un instante. —Voy saliendo de la gripa. Es el primer día que me asomo a la calle como en… diez. Caminamos por la plaza. Era temprano y la mayor parte de las tiendas estaban cerradas aún. Los dependientes fregoneaban el piso frente a los locales con escobas y jergas y conversaban a 188

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gritos. Algunas mujeres y sus hijos ocupaban ya las banquitas junto a las fuentes, como gárgolas en espera de que llegara la hora de las compras navideñas. Juguetes, zapatos, ropa, adornitos. Todas esas porquerías. La invité a desayunar en cuanto dimos quince pasos. Mi autocontrol, desde luego, nunca fue notable. Sofía aceptó. En el centro de la plaza había un café en cuyas mesas solía sentarse mi tía cada vez que íbamos por allí. Siempre junto a los ventanales, para ver pasar a la gente y hablar mal de ella. En ese deporte la tía Elvira era una diosa. Nos metimos allí, nos sentamos en lados opuestos de un gabinete. Aun sin maquillaje y con el cabello recogido simplemente, Sofía era hermosa. —¿Supiste de los robos? —me preguntó, mientras analizaba el menú. Como no respondí nada (decidí concentrarme en revisar los ingredientes de algo llamado “omelette austriaco”), ella agregó: —Son tus amigos, los que me contaste. Los que asaltaron la panadería cuando estabas… —Sí. Sí vi. Llevan varios. No era eso de lo que esperaba hablar, desde luego. En realidad, pensé justo en ese momento, es que no quería hablar de nada. Estar allí, con ella, era un error y estaba destinado a terminar muy mal. —Robaron una farmacia y el centro cívico del parque… —Y la papelería de la vuelta de donde vivo —dijo Sofía—. Andan muy activos… Se pidió un plato de hotcakes del tamaño de un sombrero y me arrepentí de inmediato de haberme encargado el estúpido omelette con espinacas. ¿De dónde sacaron la idea, en aquel café, de que fueran austriacas las espinacas? ¿Por qué me había parecido inteligente pedirme esa basura? Tuve que ahogar mi culpa en café. —Quise dejarte otra carta con tu tía —me dijo ella, de pronto, antes de meterse trescientos gramos de hotcake con miel a la boca. Si su expectativa era hacerme sentir pésimo, lo consiguió. Y con honores. Mi tía, claro, no me había dicho nada del tema. —Pero me contó que la primera la echaste a la estufa. Y que hiciste un cochinero. 189

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Sofía me miraba, quizá con legítima tristeza. Me concentré en el omelette austriaco y en pasarme las espinacas guisadas sin vomitar. —Pues sí. Mi genial comentario, desde luego, no la detuvo. Andaría recién aliviada de la enfermedad, pero era aún una fuerza natural y no soltaba una presa. —¿No quieres que te cuente lo que decían? —¿Las cartas? Se guardó el previsible comentario burlesco. —Sí. Me encogí de hombros y me empiné el café para terminar de disolver los restos de espinaca entre mis dientes. Qué error. Todo: el omelette, el restaurante, la Plaza del Sol, el Sistema Solar. Ella se lamió los labios. —¿No? —Como quieras. Su resoplido de frustración fue evidente. No se la estaba poniendo fácil y ella lo sabía. —Pues te decía varias cosas. Explicaciones. No voy a repetirlo todo. Me reí por lo bajo y sacudí la cabeza. Lo único que quería en ese momento era hacerla sentir mal. Levantar los puentes, cerrar las puertas y ventanas y mirarla, atrás de la cortina, y decidir si se estaba esforzando lo suficiente. Era, desde luego, una idiotez. Sofía ya estaba muy crispada. Su nariz era como un abrecartas afilado. —No soy tuya, Luis. No soy una cosa. Desvié la mirada. Ella, supuse, ya no podía echarse atrás y diría todo lo que llevara en el buche. —Me siento estúpida por tener que decirte esto. Pero no… No soy tu gato o tus zapatos, ¿me entiendes? Elegí ese momento para llamar al mesero. Le pedí la cuenta y un vaso de agua. Sofía, me parece, aceptaba mi grosería como inevitable pero de todas formas se estaba amargando. —¿Y por qué no le dices eso a Félix? —le dije al fin, ya abriendo mi juego. 190

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Ella se pasó la mano por la cara, impaciente. —Porque él no se pone como tú. Ya lo sabía, pero el hecho de que aceptara frente a mí la relación con el periodista terminó de partirme el hígado en dos. Dejé un par de billetes en la mesa y salí del café. Pero a Sofía era difícil sacarle la vuelta. Se vino detrás de mí y me alcanzó apenas diez pasos después de la puerta. —No te pongas como niño. Me detuve un segundo. Hubiera querido decirle alguna salvajada pero me contuve y, mejor, volví a caminar. Ella lo hizo a mi lado. En algún momento chocamos y solté un manazo al aire. Quizá intentaba tomarme del brazo pero luego de mi reacción desistió de hacerlo. Cruzamos Mariano Otero a pie y nos internamos hacia Residencial Victoria, una de esas colonias de parquecitos y bardas altas que rodeaban Plaza del Sol. Desde ese punto a la puerta de mi casa se hacía menos de media hora a pie, pero el ingreso promedio de los vecinos de por allí sería diez o veinte veces mayor que el de los míos. Siempre había presentido y resentido ese tipo de diferencias, pero estar en la universidad me daba mejores bases para entenderlas. “Te me vas a hacer rojo”, decía mi tía. Pero no: yo lo único que quería era ganar dinero y largarme. Que otros arreglaran el desastre. Hacía frío. Nos colamos en la espesura de matorrales y pinos de uno de los parquecitos y nos sentamos en una banca, a la sombra de un abedul. Uno de esos sitios ideales para besarte con alguien, a menos que los curiosos o la policía decidan que no. O que una suerte de barrera tremenda lo impida. Una como la que teníamos en medio ella y yo. —Y qué estás estudiando —le pregunté sin venir a cuento, para salir del paso. En Los Ángeles me contó, en algún momento, que iba a salirse de la escuela de administración porque se aburría demasiado, pero no entramos en detalles ni seguimos con la charla. Estábamos, claro, en el Floral y teníamos mejores cosas de que ocuparnos que del futuro académico. Ni modo que yo me hubiera puesto a decirle: “Pues creo que puedo sacar más de siete punto dos si me afano”. 191

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—Entré a arquitectura —y como no añadí ningún comentario al suyo, completó—: Está padre. Un pájaro caminó frente a nosotros, ocupado en la búsqueda de lombrices. Lo envidié profundamente. Seguro que se sentía mejor que yo. —Félix se quedó en Los Ángeles —dijo Sofía en voz baja y tuve que pedirle que lo repitiera, porque no le entendía nada—. Se quedó allá. Con la reportera del periódico. Cazando traficantes… Quizá su intención era transmitirme cierta seguridad con la frase. No lo consiguió, desde luego. Subí los pies a la banca y me giré para que sirvieran de muralla. Se había nublado y el aire corría en ráfagas frescas que quitaban el aliento sólo un poco. Ése era mi clima favorito. Nunca me gustó el sol. —Pues qué bueno. Ojalá le vaya bien y cace a muchos. Ella suspiró y también subió los pies. Volteó al cielo encapotado, a las ramas zigzagueantes. Estaba cansándose. —No sé qué quieres que te diga —gruñó al fin. —Nada que puedas decirme —respondí. Fui sincero. Ya no podía hacerse nada. Sofía tenía lágrimas en los ojos. —Ni mi mamá me da órdenes, fíjate. Entonces sucedió. El parque cerraba, a unos treinta metros de nosotros, ante el muro de una casa habilitada como escuela de modelaje y “personalidad”: la Academia Valdivia. Debían estar de vacaciones, como todos los demás. Sin embargo, la puerta de la Valdivia se abrió y aparecieron tres sujetos vestidos de guardias. Llevaban computadoras en las manos. Se echaron a andar hacia la esquina, donde un cuarto colega los esperaba al pie de una camioneta. Estaban robando, tan quitados de la pena. Sofía se irguió como un sabueso que hubiera venteado la presa. Estirada, con el cuello, las piernas y los brazos en tensión y los ojos relampagueantes. —Son esos cabrones. Saltó de la banca y dio dos pasos hacia ellos. —Vente, vamos a anotar la placa. 192

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Yo no podía creerlo. Allí estábamos de nuevo, Sofía y yo, a punto de lanzarnos encima de los delincuentes que habían puesto en jaque a todo el sur de la ciudad. Pero no: ya era demasiado. No iba a volver a pasarme. No iba a permitirlo de nuevo. Los ladrones me daban exactamente lo mismo. El mundo era enorme y oscuro y mi trabajo no era resolver ninguna clase de entuertos sino, acaso, sobrevivir. Me puse de pie muy lentamente. La espalda me mataba. Y un dolor en la boca del estómago anunciaba lo que estaba por venir. Los falsos guardias comenzaron a acomodar las computadoras hurtadas en la caja de su vehículo. Uno de ellos silbaba, incluso. Eran, sin duda, los mismos que habían asaltado la panadería y no faltaba ninguno: el gordo, el alto, el asno de la cicatriz, que ahora llevaba chaleco antibalas. —Apúrate —me urgió Sofía. —No. Ella se quedó un momento de pie allí, mirando cómo los ladrones disponían de su botín. Luego se volvió. Estaría furiosa o impaciente. Apretaba los puños y un gesto de desesperación le torcía la boca. Pero no dijo nada. —No voy a ir. Sofía me miró con los ojos arrasados. Estaba triste, supongo. Quizá tanto como yo. Pero seguía siendo la misma: no suplicó. Me di la vuelta para largarme. Estaba muy cansado de ella o, mejor dicho, de quien era yo junto a ella. Detestaba las persecuciones, las averigüetas, los gritos. Era hora de acabar con todo. La memoria suele indicarme que entonces, justo cuando di el primer paso, ella dijo algo en voz baja pero audible. Sería mentira decir que lo entendí. He querido componerle varios significados a lo largo de los años. He querido recordar que dijo “no te vayas” o “adiós”, según se acomode mejor con el estado de ánimo que me gobierne. Pero en el fondo nunca sabré lo que salió de sus labios, como ignoro lo que habrían podido decirme esas cartas que no leí, la que eché a la estufa y la que nunca me dio. Me fui del parque. Cuando estaba a punto de cruzar la calle me rebasó la camioneta de los falsos guardias de seguridad. Me detuve para que 193

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pasaran y el conductor, el gordo con labios de pescado y ojos verdosos, me agradeció con una inclinación de cabeza. Y pisó el acelarador. Se largaron, triunfantes. Imbatibles. Sofía estaba aún de pie junto a la banca, detenida como estatua, con los brazos caídos. Igual me fui. No quería una sola aventura más. Ya era un maldito adulto. Otro. Quisiera decir que no volví a verla jamás: sería mentira. Pero pasaron tantos años antes, y nos afectaron de tal modo, que lo que sucedió ya no cabe en estas líneas ni importa en absoluto. A Sofía le fue mal siempre. Quizá porque un mundo tan estrecho y miserable como aquél en que crecimos no podía hacer más que lastimarla. Supongo que merecía algo mejor: una mejor ciudad, mejores amigos, mejores enamorados que yo. Por mi lado, no puedo quejarme. Logré lo que deseaba, por más ridículo que suene. Me gradué en derecho, llegué a tener un puesto en el despacho en el que trabajaba desde el principio de la carrera. Y luego me fui a la capital, a un trabajo mejor. Los contratos comerciales pueden ser complicados y cuando se rompen suelen venir juicios desastrosos para todas las partes… Menos para el abogado. Pero no son, tampoco, la actividad más peligrosa del mundo. Uno se acomoda. A los veinticinco años comencé a usar gafas. “Tienes la vista cansada”, dijo el optometrista. Sí. Era verdad. La capital siempre fue más hermosa que Zapopan (en algunas zonas) y mucho más terrible (en muchas otras). Pero era siempre un lugar interesante. Aunque los nativos solían sermonearme, disfrutaba caminar por las calles y era más bien alérgico a tomar los taxis “seguros” que preferían mis compañeros de oficina. —Un día me lo van a destripar, licenciado —decía la preocupona de Lupe, la secretaria del director, una mujer de unos sesenta años que oficiaba como madre sustituta del bufete de abogados. 194

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Claro: a los tres días de eso iba yo por una calle peatonal en el Centro Histórico, a eso de la una de la mañana, cuando un par de muchachos con navaja me saltaron de un portal oscuro y me pidieron la cartera. Eran jovencísimos, flacos y desesperados como gatos. Yo venía de beber unas cervezas (varias, a decir verdad) con algunos amigos y no me alteré. Saqué la cartera y la extendí en el aire para que la tomaran. Nunca salía con las tarjetas bancarias a la calle (tampoco era tan arrojado) y las identificaciones y el dinero que llevaba encima no me importaban mayor cosa. Pero ellos no hicieron nada. Miraban, demudados, a alguien a mis espaldas. —A ver, cabroncitos. Sáquense —dijo una voz lenta, torpe, conocida. Los chamacos bajaron la cabeza. —Sí, patrón. Perdone. Y se dieron media vuelta. No pude moverme. El vello de la nuca se me erizó. —Ándate con cuidado, güero. Acá está muy bravo el bisne. El Ojo de Vidrio me dio una palmada en el hombro al emprender el camino detrás de sus pupilos. Sonreía. Llevaba encima un parche muy colorido pero apenas si pude distinguir cualquier detalle más de su cara, medio cegado por las sombras de la noche. Pero el Ojo era inconfundible. Y había ganado, alcancé a notar mientras se alejaba, algo de peso. Y se veía bastante bien vestido, para su costumbre: chamarra de piel, botas… No le iba mal, deduje. Era un negociante próspero, ahora. Un maldito bandido con suerte. No éramos amigos, así que no nos dijimos más. ¿Qué íbamos a hacer: ponernos al día? ¿Tomarnos un café? El Ojo de Vidrio estaba libre, vivito y en plenitud. Y el mundo sería peor cada minuto que lo hollaran sus pies. Pero al menos esa noche me libró de un robo. Devolví la cartera al bolsillo interior de mi saco y me di la vuelta. Si me apresuraba, aún podría alcanzar a mis amigos en la cantina y tomarme otras cuatro o cinco cervezas. Y la anécdota del robo frustrado iluminaría, quizá, la noche entera. 195

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Envejeces. Envejeces y está bien. Es probable que a los veinte años te avergüences de los juegos de los siete. Y a los treinta quizá no entiendas qué diablos pensabas a los diecinueve. La mayoría de las cosas se nos van o nos vamos de ellas. Los libros rescatados de la biblioteca del parque, aquellos en que me perdí por años, que me ponían a ensoñar en la noche y daban sentido al día, se quedaron en casa de mi tía Elvira cuando me mudé. Y ella, a los pocos meses, los donó al camión de la basura. “Nomás juntan polvo”, me dijo. Estaba abatida por la muerte de Tacho (“Ah, qué caray”, fue mi reacción cuando me llamó, llorosa, para contarme que le habían dormido al gato, aquejado de un mal que olvidé en cuanto lo mencionó) y preferí no discutir. Quizá se vengaba, del único modo que podía, del hecho incontrovertible de que siempre hubiera odiado a su gato. O de que ahora estuviera tan sola como siempre estuvo, hasta que me recogió. Las cosas, pues, se van. La gente se esfuma, se aleja. Otros llegan. ¿Para qué lamentarse? La mayor parte de las personas no son mejores que el Ojo de Vidrio. Y nosotros, aceptémoslo, tampoco somos la gran cosa. En fin: no hablaré más de mi vida. Me va muy bien. Que eso les baste. Rara vez echo de menos mi pequeño y viejo barrio al sur de Zapopan y ahora me cuesta, incluso, recordar las caras de mis padres, a los que perdí de niño. Apenas recuerdo sus fotos, descoloridas, caricaturescas. ¿Qué más decir? A veces, en las tardes, extraño a Sofía. Y cuando cierro los ojos la veo, de pie y quieta, hermosa, espléndida y sola, en un parque al que no voy a regresar.

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El Ojo de Vidrio, de Antonio Ortuño, se terminó de imprimir y encuadernar en septiembre de 2018 en Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. (iepsa), calzada San Lorenzo, 244; 09830 Ciudad de México. El tiraje fue de 8 000 ejemplares.

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«No rehúye la realidad cruel que se está viviendo en muchas zonas del país, y sin embargo lo hace manteniéndose fiel a la naturaleza hasta cierto punto frágil de los adolescentes, con quienes simpatiza en sus descubrimientos sobre el amor, la traición, la maldad, la máscara indiferente y patética de muchos adultos, la vida como tragedia y carnaval.» ANA GARCÍA BERGUA, LA JORNADA

«Antonio Ortuño es un escritor muy sólido. En todas las dimensiones del adjetivo. Pese a la ironía incesante —en parte gracias a ella—, hay solidez en esa voz, por momentos musical, que nunca le tiembla […]» JORGE CARRIÓN, THE NEW YORK TIMES

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Sofía iba y venía de mi vida como una especie de cometa y su paso abría el cielo en dos.

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Luis ll llega a Los Á Ángeles l a pasar sus vacaciones i d de verano con sus tíos, a quienes apenas conoce. Rápidamente, su primo Teo lo introduce en su mundo de pankrocker, con fiestas interminables en las que abundan cerveza y hierba, y con chicos que al bailar crean remolinos tan violentos como los que se forman en la cabeza de Luis cada vez que piensa en Sofía. Ha pasado medio año desde la última vez que se vieron, pero el azar vuelve a ponérsela enfrente. Después de todas las malaventuras que han compartido, Luis sabe que seguirla es suicida, pero el imán que es Sofía lo atrae de nuevo y pronto se ve envuelto en persecuciones, crímenes, desapariciones y, lo peor, frente al tipo que había jurado matarlos hace años: el Ojo de Vidrio. Con esta segunda entrega, Ortuño concluye la exitosa novela de El rastro, con la que incursionó en la literatura juvenil.

©Álvaro Moreno

ISBN 978-607-16-5852-4

[…] Me fui a Los Ángeles para olvidarme de las amarguras que me hizo pasar y resultó que ella estaba en la ciudad y se había apoderado de mis vacaciones y mis pasos. Y de mi cabeza, claro. Y en aquel momento me dirigía a encontrarme con ella, sí, pero no para besarla en un prado, como hubiera querido, ni para volver al hotel Floral, en donde nuestros devaneos habían encontrado, al fin, una sede perfecta, sino para acompañarla en la búsqueda más demente posible: la de la madre del Ojo de Vidrio.

Nació en Zapopan Zapopan, Jalisco Jalisco, en 1976 1976. Es escrito escritor, periodista i y, ante todo, un lector insaciable desde niño. En 2010 la edición mexicana de la revista GQ lo eligió como escritor del año y también fue incluido en la prestigiosa lista de los mejores narradores jóvenes en lengua castellana por la revista británica Granta. Algunas de las novelas que ha publicado son Recursos humanos, finalista del Premio Herralde de Novela en 2007; La fila india (2013) y Méjico (2015), ambas seleccionadas como libros del año por diferentes medios mexicanos y latinoamericanos; El rastro (2016), novela publicada por el FCE y ganadora del Premio Fundación Cuatrogatos en 2017, y La vaga ambición (2017), obra ganadora del V Premio Ribera del Duero. Novelas y relatos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, francés e italiano, entre otros idiomas.

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