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El Último Guardián


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El Último Guardian

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El Último Guardián En la bruma del pasado, largo tiempo antes del comienzo de la historia, estaba el mundo de Azeroth. Toda clase de seres mágicos vagaba por la tierra entre las tribus humanas, y todo estaba en paz, hasta la llegada de los demonios y los horrores de la Legión Ardiente y su pérfido señor Sargeras, el dios oscuro de la magia caótica. Ahora los dragones, los enanos, los elfos, los goblin, los humanos y los orcos luchan por la supremacía a través de reinos dispersos; parte de una grandiosa y maléfica intriga que determinará el destino del mundo de los Guardianes de Tirisfal: un linaje de campeones imbuidos con poderes casi divinos, cada uno de ellos encargado de luchar en una guerra solitaria a lo largo de las eras contra la Legión Ardiente. Medivh estaba destinado desde su nacimiento a convertirse en el más grande y el más poderoso de esta noble orden. Pero desde el principio una oscuridad manchó su alma, corrompiendo su inocencia y volviendo hacia el mal los poderes que deberían haber combatido por el bien. Desgarrado por dos destinos, la lucha de Medivh contra su malicia interior se hizo una con el destino del mismo Azeroth. Y cambió el mundo para siempre.

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Jeff Grubb

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PRÓLOGO a mayor de las dos lunas había sido la primera en salir ese anochecer, y ahora colgaba preñada y de un blanco plateado contra un cielo despejado y punteado de estrellas. Bajo la luna llena, las cimas de las Montañas Crestagrana se esforzaban por llegar al cielo. A la luz del día, el sol había resaltado los tonos magentas y óxido entre los grandes picos de granito, pero a la luz de la luna estos quedaban reducidos a fantasmas altos y orgullosos. Al oeste se encontraba el Bosque de Elwynn, con su densa cubierta de grandes robles y satines que corría desde las estribaciones hasta el mar. Al este se extendía el desolado pantano de la Ciénaga Negra, una tierra de marismas y colinas bajas, ciénagas y riachuelos, asentamientos fallidos y peligros acechantes. Una sombra cruzó brevemente ante la luna, una sombra del tamaño de un cuervo, rumbo a un agujero en el corazón de las montañas. Aquí se había arrancado un trozo de la solidez que era la cordillera de Crestagrana, dejando un valle circular. Puede que alguna vez hubiera sido el lugar de un primitivo impacto celestial o el recuerdo de una explosión que sacudió la tierra, pero los eones habían erosionado el cráter con forma de cuenco hasta convertirlo en una serie de empinados y redondeados altozanos que ahora se asentaban entre las abruptas montañas que los rodeaban. Ninguno de los antiguos árboles de Elwynn podía alcanzar esta altitud, y el interior del anillo de colinas estaba desnudo excepto por la maleza y los enmarañados matorrales. En el centro del anillo de colinas se alzaba un cerro desnudo, tan calvo como la coronilla de un maestro mercader de Kul Tiras. De hecho, la propia forma en la que se levantaba el cerro, con una pendiente muy pronunciada que se suavizaba en su parte superior hasta hacerse casi llana, era de forma parecida a un cráneo humano. Muchos se habían dado cuenta de esto a lo largo de los años, aunque solo unos pocos habían sido lo bastante valientes o poderosos o sin tacto como para mencionárselo al propietario. En la cima aplanada del cerro se alzaba una antigua torre, una inmensa protuberancia de piedra blanca y cemento oscuro, una erupción levantada por el hombre que surgía sin esfuerzo hacia el cielo, escalando más alto que las colinas que la rodeaban, alumbrada como un faro por la luz de la luna. Había un muro bajo en la base de la torre rodeando un patio de armas, dentro del cual se encontraban los restos desvencijados de un

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establo y una herrería, pero era la propia torre la que dominaba el interior del anillo de colinas. Una vez este lugar se llamó Karazhan. Una vez fue el hogar del último de los misteriosos y secretos Guardianes de Tirisfal. Una vez fue un lugar vivo. Ahora estaba sencillamente abandonado y perdido en el tiempo. Había silencio en la torre, pero no tranquilidad. En el abrazo de la noche unas siluetas revoloteaban de ventana en ventana, y formas fantasmagóricas danzaban en balcones y parapetos. Menos que fantasmas pero más que recuerdos, eran nada menos que trozos del pasado que se habían desprendido del paso del tiempo. Estas sombras habían sido arrancadas del pasado por la locura del propietario de la torre, y ahora estaban condenadas a interpretar sus historias una y otra vez en el silencio de la torre abandonada. Condenadas a interpretar pero desprovistas de audiencia alguna que lo apreciase. Entonces, en el silencio se oyó el suave roce de una bota sobre la piedra, y luego otra. Un destello de movimiento bajo la luna llena, una sombra contra la piedra blanca, el susurro de una andrajosa capa roja en el frío aire nocturno. Una silueta caminaba sobre el parapeto superior, en la espira almenada más alta, la cual años antes había servido de observatorio. La puerta que conducía del parapeto al observatorio chirrió sobre sus antiguas bisagras, y se detuvo congelada por la herrumbre y el paso del tiempo. La figura envuelta en la capa se paró un instante; entonces colocó un dedo en la bisagra y murmuró unas pocas palabras. La puerta se abrió en silencio, como si las bisagras fueran nuevas. El intruso se permitió una sonrisa. Ahora el observatorio estaba vacío, y los instrumentos que quedaban, rotos y abandonados. La figura intrusa, casi tan silenciosa como uno de los fantasmas, recogió un astrolabio aplastado, retorcido en algún momento de cólera ya olvidado. Ahora era simplemente un pesado trozo de oro, inerte e inútil en sus manos. Hubo otro movimiento en el observatorio, y el intruso levantó la vista. Ahora cerca de él había una figura fantasmal junto a una de las muchas ventanas. El fantasma/no fantasma era un hombre ancho de hombros, con pelo y barba que una vez fueron oscuros pero ahora encanecían prematuramente en los bordes. La figura era uno de los fragmentos del pasado, separado de este y ahora repitiendo su tarea, tuviera público o no. Por el momento, el hombre de pelo oscuro sostenía el astrolabio, el gemelo intacto del que estaba en las manos del intruso, y trasteaba con una ruedecilla en uno de sus costados. Un momento, una comprobación y un giro de la ruedecilla. Sus oscuras cejas se fruncieron sobre unos fantasmagóricos ojos verdes. Un segundo momento, otra comprobación y otro giro. Finalmente la figura alta e imponente suspiró hondo y dejó el astrolabio en una mesa que ya no estaba allí, y luego se desvaneció. P á g i n a |5

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El intruso asintió. Tales apariciones eran habituales incluso en los tiempos en que Karazhan estaba habitado, aunque ahora, arrancadas del control (y de la locura) de su amo, se habían vuelto más osadas. Y a pesar de todo, esos fragmentos del pasado pertenecían aquí, mientras que él no. Él era el intruso, no ellos. El intruso cruzó la habitación hasta la escalera descendente, mientras tras él el anciano volvía a hacerse visible con un parpadeo y repetía su acción, observando con su astrolabio un planeta que hacía mucho que se había movido a otra parte del cielo. El intruso bajó por la torre, cruzando los pisos para llegar a otras escaleras y otras estancias. Ninguna puerta estaba bloqueada, ni siquiera las cerradas con llave y clavadas, ni las selladas por el óxido y el tiempo. Unas pocas palabras, un toque, un gesto y los remaches se soltaban, el óxido se disolvía en montoncitos rojizos y las bisagras quedaban restauradas. En uno o dos sitios seguían brillando las antiguas protecciones, manteniendo su poder a pesar del tiempo transcurrido. Se detuvo ante ellas durante unos instantes, pensando, reflexionando, buscando en su memoria la clave adecuada. Dijo la palabra correcta, realizó el movimiento indicado con las manos, hizo pedazos la débil magia que quedaba, y siguió adelante. Mientras avanzaba por la torre, los fantasmas del pasado se agitaban y se volvían más activos. Teniendo ahora una posible audiencia, parecía que esos trozos del pasado querían representar su papel, aunque solo fuera para librarse de este sitio. Cualquier sonido que hubieran poseído se había desvanecido hacía eras, dejando solo las imágenes moviéndose por las estancias. El intruso pasó junto a un mayordomo vestido con una librea oscura, mientras el frágil anciano avanzaba lentamente por el pasillo, llevando una bandeja de plata y unas anteojeras puestas. Después cruzó la biblioteca, donde una jovencita de piel verde estaba de pie leyendo un antiguo libro, dándole la espalda. Atravesó un salón de banquetes, en cuyo extremo un grupo de músicos tocaba sin sonido alguno y unos bailarines danzaban una gavota. En el otro extremo ardía una gran ciudad, y sus llamas inofensivas lamían las paredes de piedra y los tapices podridos. El intruso atravesó las silenciosas llamas, aunque su rostro se volvió macilento y se tensó cuando contempló una vez más la poderosa ciudad de Ventormenta ardiendo a su alrededor. En una habitación tres hombres jóvenes se sentaban en torno a una mesa y se contaban mentiras hoy ya olvidadas. Había desparramadas jarras de metal en la superficie de la mesa, al igual que bajo ella. El intruso se quedó observando la imagen algún tiempo, hasta que una fantasmal posadera trajo una nueva ronda. Entonces agitó la cabeza y siguió avanzando. Casi había llegado hasta la planta baja, y salió a un balcón que colgaba precariamente del muro, como un nido de avispas sobre la entrada principal. Allí, en el P á g i n a |6

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amplio espacio que se extendía ante la torre, entre la entrada principal y los establos que había al otro lado del patio, ahora derrumbados, había una sola imagen fantasmagórica, solitaria y aislada. No se movía como las demás, sino que permanecía allí, esperando vacilante. Un fragmento del pasado que no había sido liberado. Un fragmento que lo estaba esperando. La imagen inmóvil era de un hombre joven con una franja blanca recorriendo su desordenada cabellera oscura. Los dispersos fragmentos de una barba reciente podían verse en su rostro. Una ajada mochila estaba a los pies del joven, que tenía agarrada una carta con un sello rojo como si le fuera en ello la vida. Este sí que no era ningún fantasma, sabía el intruso, aunque puede que el propietario de la imagen hubiera muerto ya, caído en combate bajo un sol extranjero. Este era un recuerdo, un fragmento del pasado, atrapado como un insecto en ámbar, esperando ser liberado. Esperando su llegada. El intruso se sentó en la balaustrada de piedra del balcón y miró hacia fuera, más allá del patio, más allá del cerro y más allá del anillo de colinas. Había silencio bajo la luz de la luna, y las mismas montañas parecían estar conteniendo el aliento, esperándolo. El intruso levantó la mano y entonó una serie de cánticos. La primera vez, las rimas y ritmos llegaron suavemente, luego más fuerte, y finalmente con mucha más fuerza, haciendo pedazos la calma. En la distancia los lobos oyeron su cántico y lo devolvieron con el contrapunto de sus aullidos. Y la imagen del joven fantasmal, que parecía tener los pies atrapados en el barro, respiró hondo, se echó al hombro su mochila de secretos y avanzó a duras penas hacia la entrada principal de la torre de Medivh.

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CAPÍTULO UNO KARAZHAN hadgar se aferraba a la carta de presentación con el sello rojo e intentaba desesperadamente recordar su propio nombre. Había cabalgado durante días, acompañando a varias caravanas y finalmente haciendo en solitario el viaje hasta Karazhan tras atravesar el inmenso y agreste Bosque de Elwynn. Luego la larga escalada hasta la cima de las montañas, hasta este lugar sereno, vacío y solitario. Incluso el aire parecía frío y distante. Ahora, deshecho y cansado, el joven de barba desaliñada estaba plantado en el patio bajo el crepúsculo, petrificado ante lo que tenía que hacer. Presentarse ante el mago más poderoso de Azeroth. Un honor, habían dicho los eruditos del Kirin Tor. Una oportunidad, habían insistido, que no había que desaprovechar. Los mentores académicos de Khadgar, un cónclave de influyentes eruditos y hechiceros, le habían dicho que llevaban años intentando introducir un oído amigo en la torre de Karazhan. Los Kirin Tor querían aprender los conocimientos que el mago más poderoso de la tierra tenía ocultos en su biblioteca. Querían conocer las investigaciones que desarrollaba. Y más que nada querían que este mago solitario e independiente empezase a preparar su legado, querían saber cuándo el grande y poderoso Medivh planeaba entrenar a un heredero. El gran Medivh y los Kirin Tor llevaban años en un tira y afloja por esos asuntos y por otros, aparentemente, y solo ahora había hecho aquel algunas concesiones. Solo ahora tomaba un aprendiz. Fuese por un repentino arrepentimiento de su reputadamente duro corazón, una simple concesión diplomática o una percepción del mago de su propia mortalidad, eso no les importaba a los maestros de Khadgar. La única verdad era que este poderoso (y para Khadgar, misterioso) mago había solicitado un asistente, y los Kirin Tor, que gobernaban el reino mágico de Dalaran, estaban más que felices de acceder a la petición. Así que el joven Khadgar fue seleccionado y enviado con una lista de instrucciones, órdenes, contraórdenes, peticiones, sugerencias, consejos y otras solicitudes de sus arcanos maestros. Pregúntale a Medivh por los combates de su madre contra los demonios, pidió Guzbah, su primer instructor. Entérate de todo lo que encuentres en su

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biblioteca acerca de la historia de los elfos, solicitó Lady Delth. Busca entre sus libros si tiene algún bestiario, ordenó Alonda, que estaba convencida de que había una quinta especie de troll que todavía no estaba registrada en sus volúmenes. Sé directo, sincero y honesto, le aconsejó el artífice jefe Norlan; parece que el gran magus Medivh valora esos rasgos del carácter. Sé diligente y haz lo que te digan. No haraganees. Que siempre parezca que estás interesado. Cuando estés de pie, ponte derecho. Y por encima de todo mantén los ojos y los oídos abiertos. Las ambiciones de los Kirin Tor no es que preocuparan horriblemente a Khadgar; su educación en Dalaran y su temprano aprendizaje en el cónclave le habían dejado claro que sus mentores poseían una curiosidad insaciable acerca de la magia en todas sus formas. Sus continuas acumulación, catalogación y definición de la magia quedaban impresos en los jóvenes estudiantes desde muy temprana edad, y Khadgar no era diferente a la mayoría. De hecho, se daba cuenta, puede que hubiera sido su propia curiosidad la que había provocado su difícil situación. Sus propios vagabundeos nocturnos por las estancias de la Ciudadela Violeta de Dalaran habían descubierto más de un secreto que el cónclave preferiría no revelar. El gusto del Artífice Jefe por el aguardiente, por ejemplo, o la predilección de Lady Delth por los jóvenes donceles de apenas una fracción de su edad, o la colección secreta de Korrigan el bibliotecario de panfletos que describían (de un modo más bien escabroso) las prácticas de los adoradores de demonios del pasado. Y había algo acerca de uno de los grandes sabios de Dalaran, el venerable Arrexis, una de las eminencias grises que incluso los otros respetaban. Había desaparecido, o muerto, o le había pasado algo terrible, y los demás decidieron no mencionarlo, incluso hasta el punto de borrar el nombre de Arrexis de los libros y no volver a nombrarlo. Pero a pesar de todo Khadgar lo había descubierto. Khadgar poseía la capacidad de encontrar la referencia necesaria, hacer la deducción correcta o hablar con la persona adecuada en el momento adecuado. Era un don que podía llegar a ser una maldición. Cualquiera de estos descubrimientos podía haber provocado que él consiguiera esta prestigiosa (y a pesar de todos los planes y advertencias, posiblemente fatal) misión. Quizá pensaron que el joven Khadgar era demasiado bueno descubriendo secretos; y mejor para el cónclave mandarlo a donde su curiosidad le hiciera algún bien a los Kirin Tor. O, al menos, donde estaría lo bastante lejos para no descubrir secretos acerca de los demás habitantes de la Ciudadela Violeta. Y Khadgar, en su incansable fisgoneo, también había oído esa teoría. Así que Khadgar partió con una mochila llena de notas, un corazón lleno de secretos y una cabeza llena de grandes exigencias y consejos inútiles. En la última semana antes de partir de Dalaran, había hablado con casi todos los miembros del cónclave, cada uno de los cuales estaba interesado en algo acerca de Medivh. Para tratarse de un mago que P á g i n a |9

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vivía en mitad de ninguna parte, rodeado de árboles y de picos ominosos, los miembros de los Kirin Tor tenían una curiosidad extrema acerca de él. Ansiosa, incluso. Respirando hondo (y recordando al hacerlo que aún estaba cerca de los establos), Khadgar avanzó a grandes zancadas hacia la torre propiamente dicha, y sintió los pies como si estuviera arrastrando su pony de carga por los tobillos. La entrada principal bostezaba como la boca de una caverna, sin portón ni rastrillo. Eso tenía sentido. ¿Qué ejército se abriría paso por el bosque de Elwynn para escalar las paredes del cráter, y todo para luchar contra el magus Medivh en persona? No había constancia de que nada ni nadie hubiera intentado alguna vez sitiar Karazhan. La entrada envuelta en sombras era lo bastante alta como para dejar pasar a un elefante con todos sus arreos. Colgado sobre ella había un amplio balcón con la balaustrada de piedra blanca. Desde allí, uno estaría a la misma altura que las colinas circundantes y tendría a la vista las montañas que había al otro lado. Hubo un destello de movimiento en la balaustrada, un leve movimiento que Khadgar sintió más que vio. Una figura envuelta en una túnica, quizá, que se movía por el balcón hacia el interior de la torre propiamente dicha. ¿Incluso ahora lo observaban? ¿No había nadie para recibirlo o es que esperaban que se aventurase solo en la torre? —¿Eres el nuevo joven? —dijo una voz baja, casi sepulcral; y a Khadgar, que mantenía levantada la cabeza, casi se le salió el corazón por la boca. Se giró para ver una figura delgada y encorvada que emergía de las sombras de la entrada. La cosa encorvada parecía marginalmente humana, y por un momento, Khadgar se preguntó si Medivh estaría mutando animales del bosque para que trabajaran como sus criados. Este parecía una comadreja sin pelo, y su alargado rostro estaba enmarcado por lo que parecía ser un par de rectángulos negros. Khadgar no recordaba haber respondido, pero la persona comadreja salió más de las sombras. —¿Eres el nuevo joven? —repitió. Cada palabra fue pronunciada por separado, encapsulada en su propia cajita, articulada y separada de las demás. Salió por completo a la luz y se reveló como nada más o menos amenazador que un anciano delgado como un fideo vestido con una librea oscura de estambre. Un sirviente; humano, pero sirviente. Eso, o mejor dicho, él, llevaba unos rectángulos negros a los lados de la cabeza, como si fueran unas orejeras, que se extendían hacia delante en dirección a su prominente nariz. El joven se dio cuenta de que estaba mirando como un pasmarote al anciano. —Khadgar —dijo, y tras un momento le entregó la carta de presentación—. De Dalaran. Khadgar de Dalaran, en el reino de Lordaeron. Me envían los Kirin Tor. De la Ciudadela Violeta. De Dalaran. En Lordaeron. P á g i n a | 10

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Se sentía como si estuviese tirando piedras de conversación a un gran pozo vacío, con la esperanza de que el anciano respondiera a alguna de ellas. —Por supuesto que lo eres, Khadgar —dijo el anciano—. De los Kirin Tor. De la Ciudadela Violeta. De Dalaran. El sirviente tomó la carta como si el documento fuera un reptil vivo y, tras alisar sus picos arrugados, se la guardó en el chaleco de la librea sin abrirla. Tras llevarla y protegerla durante tantos kilómetros, Khadgar sintió el dolor de la pérdida. La carta de presentación representaba su futuro, y no le gustaba verla desaparecer, ni siquiera un momento. —Los Kirin Tor me envían a ayudar a Medivh. A Lord Medivh. Al mago Medivh. Medivh de Karazhan. Khadgar se dio cuenta de que estaba a medio paso de ponerse a farfullar, y con un esfuerzo titánico cerró la boca firmemente. —Estoy seguro de que sí —dijo el criado—. De que te mandaron, quiero decir. Palpó el sello de la carta y una delgada mano se sumergió en su levita, sacando un par de rectángulos negros unidos por una estrecha banda metálica. —¿Anteojeras? Khadgar parpadeó. —No. Quiero decir, no, gracias. —Moroes —dijo el criado. Khadgar movió la cabeza. —Me llamo Moroes —dijo el criado—. Mayordomo de la torre, senescal de Medivh. ¿Anteojeras? —Volvió a levantar los rectángulos negros, idénticos a los que enmarcaban su alargado rostro. —No, gracias, Moroes —dijo Khadgar, con una mueca de curiosidad en el rostro. El criado se dio la vuelta y le hizo un leve gesto con la mano a Khadgar para que lo siguiera. Khadgar recogió su mochila y tuvo que trotar para alcanzar al sirviente. A pesar de toda su aparente fragilidad, el mayordomo se movía a buen paso. —¿Está usted solo en la torre? —aventuró Khadgar mientras empezaba a subir un tramo curvo de escaleras anchas y bajas. La piedra estaba hundida en el centro, gastada por el paso de miles de pies de sirvientes y huéspedes. —¿Eh? —respondió el criado. —¿Está usted solo? —repitió Khadgar, preguntándose si se vería reducido a hablar como lo hacía Moroes para que lo entendieran—. ¿Vive usted aquí solo? —El Magus está aquí —respondió Moroes con una voz sibilante que sonaba tan débil y muerta como el polvo de una tumba. P á g i n a | 11

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—Sí, por supuesto —dijo Khadgar. —No tendría mucho sentido que tú estuvieras aquí si él no estuviera —continuó el mayordomo—. Aquí, quiero decir. Khadgar se preguntó si la voz del anciano sonaba así porque no la usaba muy a menudo. —Por supuesto —asintió Khadgar—. ¿Alguien más? —Ahora tú —siguió Moroes—. Más trabajo cuidar de dos que de uno. Y no es que se me consultara. —¿Así que normalmente están solos usted y el mago? —dijo Khadgar, preguntándose si al mayordomo lo habrían contratado (o creado) con su naturaleza taciturna en mente. —Y Cocinas —dijo Moroes—. Aunque Cocinas no habla demasiado. A pesar de todo, gracias por preguntar. Khadgar trató de contenerse para no levantar la vista al cielo, pero no lo consiguió. Tuvo la esperanza de que las anteojeras a ambos lados de la cara del mayordomo hubieran impedido que este viera su respuesta. Llegaron a un descansillo, una intersección de pasillos iluminada por antorchas. Moroes cruzó inmediatamente hasta otro tramo de escaleras desgastadas que había justo al frente. Khadgar se detuvo un momento para inspeccionar las antorchas. Puso una mano apenas a unos centímetros de la titilante llama, pero no sintió calor. Khadgar se preguntó si el fuego frío sería común por toda la torre. En Dalaran usaban cristales fosforescentes, que relucían con un brillo estable y constante, aunque sus investigaciones hablaban de espejos reflectantes, espíritus elementales vinculados a lámparas y, en un caso, enormes luciérnagas cautivas. Y, sin embargo, estas llamas parecían estar congeladas en su sitio. Moroes, que había subido la siguiente escalera hasta la mitad, se dio la vuelta y carraspeó. Khadgar corrió para alcanzarlo. Aparentemente las anteojeras no limitaban tanto al viejo mayordomo. —¿Por qué las anteojeras? —preguntó Khadgar. —¿Eh? —replicó Moroes. Khadgar se tocó el lado de la cabeza. —Las anteojeras. ¿Para qué? Moroes contrajo su rostro en lo que Khadgar solo pudo suponer que era una sonrisa. —La magia es fuerte aquí. Fuerte, y a veces no está bien. Se ven… cosas… por aquí. A menos que tengas cuidado. Yo tengo cuidado. Los otros visitantes, los que vinieron antes que tú, ellos tuvieron menos cuidado. Ahora se han ido.

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Khadgar pensó en el fantasma que podía o no podía haber visto en el balcón y asintió. —Cocinas tiene unas gafas de cuarzo rosa —añadió Moroes—. Dice que son lo mejor. —Hizo una pausa durante un instante y añadió—: Cocinas es un poco tonta. Khadgar tenía la esperanza de que Moroes fuera algo más comunicativo una vez que tuviera más confianza. —¿Lleva mucho tiempo al servicio del mago? —¿Eh? —volvió a decir Moroes. —¿Lleva mucho tiempo con él? —repitió Khadgar, esperando mantener la impaciencia fuera de su voz. —Sí —dijo el mayordomo—. Lo suficiente. Demasiado. Parecen años. El tiempo aquí es así. —El ajado mayordomo dejó inacabada la frase y los dos subieron las escaleras en silencio. —¿Qué sabe acerca de él? —preguntó finalmente Khadgar—. Del Magus, quiero decir. —La cuestión es —dijo Moroes mientras abría una puerta para revelar otro tramo de escaleras—: ¿qué sabes tú? Las investigaciones de Khadgar acerca del asunto habían sido sorprendentemente improductivas, y los resultados frustrantemente escasos. A pesar del acceso a la Gran Biblioteca de la Ciudadela Violeta (y el acceso subrepticio a unas cuantas bibliotecas privadas y colecciones secretas) había bastante poco acerca de este grande y poderoso Medivh. Y esto era doblemente raro, puesto que los magos más antiguos de Dalaran parecían sentir un temor reverencial hacia ese Medivh, y querían una cosa u otra de él. Algún favor, algún servicio, algo de información. Medivh parecía ser un hombre joven, para lo que era normal entre los magos. Solo tenía unos cuarenta y tantos años, y durante gran parte de este tiempo parecía no haber tenido ningún impacto en su entorno. Esto sorprendía a Khadgar. La mayoría de las historias que había oído y leído decían que los magos independientes solían ser bastante escandalosos, imprudentes a la hora de entrometerse en secretos que el hombre no debería conocer, y solían morir, quedar mutilados o malditos por mezclarse con poderes y energías más allá de su control. La mayoría de las lecciones que había aprendido de niño sobre los magos que no eran de Dalaran siempre acababan igual: sin límites, autocontrol ni reflexión, los magos espontáneos, autodidactas, sin el entrenamiento adecuado, siempre acababan mal; a veces, aunque no a menudo, destruyendo gran cantidad de las tierras circundantes. El hecho de que Medivh no hubiera llegado a derrumbar sobre su cabeza un castillo, o a dispersar sus átomos por todo el Vacío Abisal, o a invocar un dragón sin saber P á g i n a | 13

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controlarlo, indicaba o bien un gran autocontrol o un gran poder. Por todo el jaleo que los eruditos habían organizado con su nombramiento, y la lista de instrucciones que había recibido, Khadgar se inclinaba por lo último. Y a pesar de todas sus investigaciones, no había logrado averiguar el porqué. No había indicios de ninguna investigación de importancia de este Medivh, ningún descubrimiento significativo, ningún logro determinante que explicase la evidente reverencia que los Kirin Tor sentían por este mago independiente. No se le conocían grandes guerras, grandes conquistas ni poderosas batallas. Los bardos eran notablemente lacónicos cuando se trataba de Medivh, y heraldos que por lo demás eran diligentes se encogían de hombros a la hora de discutir sus logros. Y aun así, se daba cuenta Khadgar, aquí había algo importante, algo que creaba en los estudiosos una mezcla de miedo, respeto y envidia. Los Kirin Tor no consideraban sus iguales en conocimiento mágico a ningún otro mago, y de hecho solían tratar de obstaculizar a los magos que no estaban afiliados a la Ciudadela Violeta. Y sin embargo inclinaban la cabeza ante Medivh, ¿por qué? Khadgar solo tenía unos mínimos indicios: algo acerca de sus padres (Guzbah estaba especialmente interesado en la madre de Medivh); algunas notas marginales en un grimorio mencionando su nombre y referencias a sus ocasionales visitas a Dalaran. Todas estas visitas habían sido en los últimos cinco años, y aparentemente Medivh solo se había entrevistado con los magos más ancianos, como el desaparecido Arrexis. En suma, Khadgar sabía bien poco de este presunto gran mago para el que le habían encargado que trabajase. Y puesto que él pensaba que el conocimiento era su armadura y su espada, se sentía terriblemente mal preparado para el encuentro que se avecinaba. —No mucho —dijo en voz alta. —¿Eh? —respondió Moroes girándose en las escaleras. —He dicho que no sé mucho —dijo Khadgar levantando la voz más de lo que hubiera deseado. Su voz reverberó en las paredes desnudas de la escalera. Esta se curvaba, y Khadgar se preguntó si la torre era realmente tan alta como parecía. Le dolían las pantorrillas de la subida. —Por supuesto que no —dijo Moroes—. Que no sabes, quiero decir. La gente joven nunca sabe mucho. Eso es lo que los hace jóvenes, supongo. —Quiero decir… —dijo Khadgar irritado. Hizo una pausa para tomar aliento—. Quiero decir que no sé mucho acerca de Medivh. Usted preguntó. Moroes se detuvo un instante, con el pie apoyado en el siguiente peldaño. —Supongo que pregunté —dijo al fin. P á g i n a | 14

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—¿Cómo es? —preguntó Khadgar con gesto suplicante. —Como todo el mundo, supongo —dijo Moroes—. Tiene sus cosas, tiene sus días. Buenos y malos. Como todo el mundo. —Se pone los pantalones por los pies —dijo Khadgar con un suspiro. —No, se los pone levitando —dijo Moroes. El viejo criado miró a Khadgar, y el joven pudo distinguir el leve indicio de una sonrisa cruzando el rostro del anciano—. Una escalera más. La última escalera era de caracol, y Khadgar supuso que estarían llegando a la espira más alta de la torre. El viejo criado abría la marcha. La escalera se abría a una pequeña habitación circular, rodeada por un amplio parapeto. Como había supuesto Khadgar, estaban en la cima de la torre, que tenía un gran observatorio. Las paredes y el techo estaban atravesados por ventanas de cristal, limpias y sin empañar. En el tiempo que les había llevado la subida había caído la noche, y el cielo estaba oscuro y salpicado de estrellas. El observatorio en sí estaba oscuro, iluminado por unas pocas antorchas de la misma luz fija que había en los demás sitios. Pero estas estaban cubiertas, ya que habían sido tapadas para poder observar el cielo nocturno. En el centro de la habitación reposaba un brasero apagado listo para ser usado más tarde, puesto que la temperatura bajaría a medida que se acercara la mañana. Había varias mesas grandes ovaladas repartidas junto a las paredes del observatorio, cubiertas con todo tipo de aparatos. Niveles de plata y astrolabios de oro servían de pisapapeles para mantener antiguos textos abiertos por ciertas páginas. En una mesa había una maqueta a medio montar que mostraba el movimiento de los planetas por la bóveda celestial, junto con los finos alambres, las bolas y unas delicadas herramientas. Había cuadernos de notas apilados contra una pared, y más en cajas atestadas que había bajo las mesas. Un mapa enmarcado del continente mostraba las tierras meridionales de Azeroth y Lordaeron, la patria de Khadgar, junto con los reinos enano y élfico de Khaz Modan y Quel’Thalas, tan dados a aislarse. En el mapa había clavadas multitud de chinchetas, constelaciones que solo Medivh podía descifrar. Y Medivh estaba allí, porque para Khadgar no podía ser otro. Era un hombre de edad mediana, con el pelo largo y recogido en una cola de caballo. En su juventud su pelo seguramente habría sido negro como el azabache, pero ahora ya estaba encaneciendo en las sienes y la barba. Khadgar sabía que esto les pasaba a muchos magos, por la tensión de las energías mágicas que manipulaban. Medivh iba vestido con ropas sencillas para un mago, bien confeccionadas y ajustadas a su recia osamenta. Un corto tabardo, no adornado por decoración alguna, colgaba hasta su cintura, sobre unos pantalones remetidos en unas botas excesivamente P á g i n a | 15

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grandes. Una voluminosa capa marrón colgaba de sus anchos hombros, y tenía la capucha echada hacia atrás. Cuando los ojos de Khadgar se acostumbraron a la oscuridad, se dio cuenta de que estaba equivocado acerca de que la ropa del mago no estaba decorada. De hecho estaba entretejida con filigrana de plata, de una factura tan delicada que era invisible a primera vista. Observando la espalda del mago, Khadgar se dio cuenta que estaba mirando al rostro estilizado de un antiguo demonio legendario. Parpadeó, y en ese instante la tracería se transformó en un dragón enroscado, y luego en el cielo nocturno. Medivh les daba la espalda al viejo criado y al joven, ignorándolos por completo. Estaba de pie junto a una de las mesas, con un astrolabio dorado en una mano y un cuaderno de notas en la otra. Parecía perdido en sus pensamientos, y Khadgar se preguntó si esta sería una de las «cosas» acerca de las que le había prevenido Moroes. Khadgar se aclaró la garganta y dio un paso al frente, pero Moroes levantó una mano. Khadgar se quedó inmóvil, como si hubiera quedado paralizado por un conjuro mágico. En su lugar el viejo sirviente caminó en silencio hasta un lado del maestro hechicero, esperando que Medivh advirtiera su presencia. Pasó un minuto. Un segundo minuto. Y luego un periodo que Khadgar juró que era una eternidad. Finalmente, la figura de la capa dejó el astrolabio e hizo tres rápidas anotaciones en el cuaderno de notas. Cerró en seco el libro y dirigió la vista hacia Moroes. Al ver su rostro por primera vez, Khadgar pensó que Medivh era mucho más viejo de los cuarenta y tantos años que se le suponían. El rostro estaba arrugado y envejecido. Se preguntó qué magias blandiría Medivh que habían escrito una historia tan profunda en su rostro. Moroes se metió la mano en el chaleco y sacó la arrugada carta de presentación, cuyo sello escarlata parecía ahora rojo como la sangre bajo la uniforme luz de aquellas antorchas que no parpadeaban. Medivh se dio la vuelta y observó al joven. Los ojos del mago estaban hundidos bajo unas pobladas cejas oscuras, pero Khadgar se dio cuenta enseguida del poder que yacía bajo ellos. Algo danzaba y parpadeaba bajo esos ojos de color verde oscuro, algo poderoso y quizá incontrolado. Algo peligroso. El maestro mago le echó una ojeada, y en un momento Khadgar sintió que el mago había examinado el total de su existencia y no la había encontrado más interesante que la de un escarabajo o una pulga. Medivh apartó la vista de Khadgar y miró la carta de presentación, que seguía lacrada. Khadgar se sintió relajado casi de inmediato, como si un depredador grande y hambriento hubiera pasado de largo sin hacerle caso.

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Su alivio duró poco. Medivh no abrió la carta. En vez de eso frunció ligeramente el ceño y el pergamino estalló en llamas con una explosiva ráfaga de aire. Las llamas se agolparon en el extremo opuesto al que él sostenía el documento, y temblaron con una tonalidad intensa y azulada. Cuando Medivh habló, su voz fue a la vez grave y divertida: —Bueno —dijo, ignorando el hecho de que sostenía el futuro de Khadgar ardiendo en su mano—. Parece que por fin ha llegado nuestro joven espía.

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CAPÍTULO DOS ENTREVISTA CON EL MAGUS

—¿A

lgún problema? —preguntó Medivh, y Khadgar volvió a sentirse súbitamente bajo la mirada del archimago. De nuevo se sentía como un escarabajo, pero esta vez como uno que inadvertidamente hubiera atravesado la mesa de trabajo de un coleccionista de insectos. Las llamas ya habían consumido media carta de presentación, y el sello de lacre se estaba derritiendo, goteando sobre las losas del suelo del observatorio. Khadgar era consciente de que tenía los ojos desorbitados, el rostro demacrado y pálido y la boca abierta con la mandíbula colgando. Intentó obligar al aire a salir de su cuerpo, pero lo único que pudo conseguir fue un siseo estrangulado. Las pobladas cejas oscuras se arquearon en una mirada divertida. —¿Estás enfermo? Moroes, ¿el muchacho está enfermo? —Cansado, quizá —dijo Moroes en un tono neutro—. Ha sido una larga subida. Finalmente, Khadgar logró recuperar la suficiente compostura para gritar. —¡La carta! —Ah —dijo Medivh—. Sí, gracias, casi me olvidaba. Caminó hasta el brasero y dejó caer el pergamino ardiendo sobre los carbones. La llamarada azul se alzó espectacularmente hasta la altura más o menos del hombro, y luego disminuyó hasta convertirse en una llama normal, que llenaba la habitación con un brillo cálido y rojizo. De la carta de presentación, con su pergamino y su sello escarlata inscrito con el símbolo de los Kirin Tor, no quedaba ni rastro. —¡Pero si ni la ha leído! —dijo Khadgar. Entonces se dio cuenta—. Quiero decir, señor, con todo respeto… El archimago soltó una risita y se sentó en una gran silla hecha de lienzo y madera oscura tallada. El brasero iluminaba su rostro, resaltando las arrugas que formaba su sonrisa. A pesar de esto, Khadgar no lograba tranquilizarse. P á g i n a | 18

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Medivh se inclinó hacia delante en la silla. —Oh, grande y respetado magus Medivh —dijo—, Archimago de Karazhan: Le traigo saludos de los Kirin Tor, la más letrada y poderosa de todas las academias, gremios y asociaciones mágicas; consejeros de reyes, maestros de los eruditos, reveladores de secretos. Y siguen así un buen rato, dándose más aires con cada frase. ¿Cómo voy hasta ahora? —No sabría decir —respondió Khadgar—. Me dieron instrucciones… —De no abrir la carta —acabó Medivh—. Pero lo hiciste de todos modos. El archimago levantó la vista para mirar al joven, y a Khadgar se le hizo un nudo en la garganta. Algo parpadeó en los ojos de Medivh, y Khadgar se preguntó si el archimago tendría el poder de lanzar conjuros sin que nadie se diera cuenta. Khadgar asintió lentamente, preparándose para la respuesta. Medivh soltó una carcajada. —¿Cuándo? —En el… en el viaje desde Lordaeron hasta Kul Tiras —dijo Khadgar, inseguro de si lo que diría iba a divertir o a irritar a su posible mentor—. Tuvimos calma chicha un par de días y… —La curiosidad pudo contigo —Medivh volvió a acabar la frase por él. Sonrió, y fue una limpia sonrisa blanca bajo una barba entrecana—. Yo probablemente la habría abierto en el mismo momento en el que hubiera perdido de vista la Ciudadela Violeta. Khadgar respiró hondo. —Lo pensé, pero supuse que tendrían activado algún conjuro de adivinación, al menos a ese alcance —dijo. —Y querías estar lejos de cualquier conjuro o mensaje que te llamara de vuelta si abrías la carta. Y la volviste a cerrar lo bastante bien para burlar una inspección superficial, seguro de que yo rompería el sello enseguida y no notaría la manipulación. —Medivh se permitió una risita, pero su rostro adquirió un gesto de concentración—. ¿Cómo lo he hecho? —preguntó. Khadgar parpadeó. —¿Hacer qué, señor? —Saber lo que ponía en la carta —dijo Medivh, mientras bajaban las comisuras de su boca—. La carta que acabo de quemar dice que encontraré al joven Khadgar muy impresionante por su capacidad deductiva y su inteligencia. Impresióname. Khadgar miró a Medivh, y la sonrisa jovial de unos segundos antes se había evaporado. El rostro sonriente era ahora el de algún dios primigenio labrado en piedra, crítico e implacable. Los ojos que antes habían chispeado de diversión ahora parecían

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ocultar a duras penas una furia contenida. Las cejas estaban fruncidas juntas como los nubarrones de una tormenta en formación. Khadgar tartamudeó unos instantes antes de empezar a hablar. —Ha leído mi mente. —Posible —dijo Medivh—. Pero incorrecto. Ahora mismo eres un manojo de nervios, y eso dificulta la lectura de mentes. Una mal. —Ya ha recibido usted antes este tipo de cartas —dijo Khadgar—. De los Kirin Tor. Usted sabe el tipo de cartas que escriben. —También es posible —dijo el archimago—. Puesto que he recibido tales cartas, y sí que suelen ser abrumadoras en su tono de autocomplacencia. Pero tú conoces las palabras exactas igual que yo. Un buen intento, el más obvio, pero tampoco es correcto. Dos mal. La boca de Khadgar formó una delgada línea. Tuvo una intuición y el corazón empezó a latirle con fuerza en el pecho. —Simpatía —dijo al fin. Los ojos de Medivh siguieron inescrutables, y su voz se mantuvo monocorde. —Explícate. Khadgar respiró hondo. —Una de las leyes de la magia. Cuando alguien manipula un objeto deja en él mismo una parte de su propia aura o vibración mágica. Como las auras varían según el individuo, es posible establecer una conexión con alguien a través de su aura. De esta forma un mechón de pelo puede convertirse en un talismán de amor o se puede rastrear una moneda hasta su propietario original. Los ojos de Medivh se entrecerraron y se pasó un dedo por su barbuda mejilla. —Continúa. Khadgar se detuvo unos instantes, sintiendo sobre sí el peso de los ojos de Medivh. Eso era lo que había aprendido en las clases. Estaba a medio camino, pero ¿cómo la había usado él para averiguar…? —Cuanto más usa alguien un objeto, más fuerte es la resonancia —dijo rápidamente Khadgar—. Por lo tanto un objeto que experimente mucha manipulación o reciba mucha atención tendrá una simpatía más fuerte. —Ahora le salían más palabras y más rápido—. Así que un documento que alguien ha escrito tiene más aura que un pergamino en blanco; y la persona se concentra en lo que escribe, así que… —Khadgar hizo una pausa para reorganizarse las ideas—. Usted ha leído una mente, pero no la mía, sino la del escribano que redactó la carta en el momento en que la estaba escribiendo; ha captado sus pensamientos reforzando las palabras.

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—Sin tener que abrir el documento —dijo Medivh, y la luz volvió a danzar en sus ojos—. ¿Y cómo le sería útil este truco a un estudioso? Khadgar parpadeó un instante y apartó la vista del archimago, tratando de evitar su penetrante mirada. —Se podrían leer libros sin tener que leerlos. —Algo muy útil para un investigador —dijo Medivh—. Perteneces a una comunidad de estudiosos, ¿por qué no lo hacen? —Porque… porque… —Khadgar pensó en el viejo Korrigan, que podía encontrar cualquier cosa en la biblioteca, incluso la mínima nota marginal—. Creo que lo hacemos, pero solo los miembros más ancianos del cónclave. Medivh asintió. —Y eso es porque… Khadgar pensó durante un momento y luego negó con la cabeza. —¿Quién escribiría si todo el conocimiento pudiera extraerse con una orden mental y una ráfaga de magia? —sugirió Medivh. Luego sonrió, y Khadgar se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. —No eres malo, nada malo. ¿Sabes de contraconjuros? —Hasta el quinto repertorio. —¿Tienes poder para un rayo místico? —preguntó enseguida Medivh. —Uno o dos, pero es agotador —respondió el joven, sintiendo de repente que la conversación volvía a ponerse seria. —¿Y tus elementos primarios? —Soy más fuerte con el fuego, pero los conozco todos. —¿Y la magia de la naturaleza? —preguntó Medivh—. ¿Madurar, seleccionar, recolectar? ¿Puedes tomar una semilla y extraerle la juventud hasta convertirla en una flor? —No, señor. Fui entrenado en una ciudad. —¿Puedes hacer un homúnculo? —Las doctrinas no lo ven con buenos ojos, pero conozco los principios implicados —dijo Khadgar—. Si siente usted curiosidad… Los ojos de Medivh se iluminaron un momento. —¿Has navegado hasta aquí desde Lordaeron? —dijo—. ¿En qué tipo de barco? Khadgar quedó fuera de juego un momento por el repentino cambio de tema. —Sí, esto… una goleta tirassiana, la Brisa Majestuosa —contestó. —Desde Kul Tiras —acabó Medivh—. ¿Tripulación humana? —Sí. —¿Hablaste con alguno de la tripulación? De nuevo Khadgar se sintió pasar de la charla al interrogatorio. P á g i n a | 21

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—Un poco —dijo—. Creo que mi acento les parecía divertido. —Las tripulaciones de los barcos de Kul Tiras se divierten con poco —dijo Medivh—. ¿Algún no humano en la tripulación? —No, señor —respondió Khadgar—. Los tirassianos contaron historias de unos hombres-pez. Los llamaron murlocs. ¿Son reales? —Lo son —dijo el Magus—. ¿Con qué otras razas has tenido tratos? Sin contar las variaciones de la humana. —Una vez llegaron a Dalaran varios gnomos —dijo Khadgar—. Y he conocido artífices enanos en la Ciudadela Violeta. Conozco los dragones a través de las leyendas; en una de las academias vi una vez el cráneo de un dragón. —¿Y qué hay de los trolls o los goblins? —dijo Medivh. —Trolls —dijo Khadgar—. Cuatro variedades conocidas de trolls; puede que haya una quinta. —Eso son las paparruchas que enseña Alonda —murmuró Medivh, pero le hizo un gesto a Khadgar para que siguiera. —Los trolls son salvajes, más grandes que los humanos. Muy altos y fibrosos, con rasgos alargados. Esto… —meditó unos instantes—, organización tribal. Casi completamente apartados de las tierras civilizadas, casi extintos en Lordaeron. —¿Goblins? —Mucho más pequeños, de tamaño más parecido a los enanos, con la misma inventiva pero con un cariz destructivo. Temerarios. He oído que como raza están locos. —Solo los inteligentes —dijo Medivh—. ¿Sabes algo acerca de los demonios? —Por supuesto, señor —dijo rápidamente Khadgar—. Quiero decir de las leyendas, señor. Y conozco las abjuraciones y protecciones apropiadas. Se las enseñan a todos los magos de Dalaran desde el primer día de entrenamiento. —Pero nunca has invocado uno —dijo Medivh—. Ni has estado presente cuando otro lo ha hecho. Khadgar parpadeó, preguntándose si sería una pregunta trampa. —No, señor, ni se me ocurriría. —No lo dudo —dijo el mago, con la más fina ironía en su voz—. Que no se te ocurriría. ¿Sabes lo que es un Guardián? —¿Un Guardián? —Khadgar percibió un nuevo giro en la conversación—. ¿Un vigía? ¿Un guardia? ¿Quizá otra raza? ¿Es algún tipo de monstruo? ¿Quizá un protector contra los monstruos? Ahora Medivh sonrió y negó con la cabeza. —No te preocupes. Se supone que no debes saberlo, es parte del truco. —Entonces levantó la vista—. Bueno ¿qué sabes de mí? P á g i n a | 22

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Khadgar buscó por el rabillo del ojo a Moroes el senescal, y de repente se dio cuenta de que el sirviente se había desvanecido, despareciendo entre las sombras. El joven tartamudeó por unos instantes. —Los magos de los Kirin Tor tienen un alto concepto de usted —logró decir al final, diplomáticamente. —Obviamente —dijo Medivh con brusquedad. —Es usted un poderoso mago independiente, supuestamente consejero del rey Llane de Azeroth. —De vuelta a lo mismo —dijo Medivh asintiéndole al joven. —Aparte de eso… —Khadgar dudó, preguntándose si realmente el mago podía leerle la mente. —¿Sí? —Nada concreto que justifique la alta estima… —dijo Khadgar. —Y el miedo —terció Medivh. —Y la envidia —acabó Khadgar, sintiéndose repentinamente molesto por las preguntas, inseguro acerca de cómo responder—. Nada en concreto que explique directamente el gran respeto que le profesan los Kirin Tor. —Se supone que ha de ser así —le espetó Medivh malhumorado, frotándose las manos sobre el brasero—. Se supone que ha de ser así. Khadgar no podía creer que el mago tuviera frío. Él mismo podía sentir el sudor nervioso correrle por la espalda. Por fin, Medivh levantó la mirada, y la tormenta volvió a cernirse en sus ojos. —Pero ¿qué sabes acerca de mí? —Nada, señor —dijo Khadgar. —¿Nada? —Medivh levantó la voz, que pareció retumbar por todo el observatorio—. ¿Nada? ¿Has recorrido todo este camino por nada? ¿Ni siquiera te has molestado en investigar? Quizá yo no sea más que una excusa para que tus maestros te quiten de en medio, con la esperanza de que mueras en el trayecto. No sería la primera vez que alguien lo intenta. —No había tanto que investigar. No es que usted haya hecho mucho —respondió Khadgar un tanto irritado; luego respiró hondo, dándose cuenta de con quién estaba hablando y lo que estaba diciendo—. Quiero decir, no mucho que yo haya podido encontrar, quiero decir… Esperó un estallido de furia del mago, pero Medivh se limitó a emitir una risita. —¿Y qué pudiste encontrar? —preguntó. Khadgar suspiró.

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—Usted proviene de un linaje de hechiceros. Su padre era un mago de Azeroth, un tal Nielas Aran. Su madre era Aegwynn, que puede ser un título en vez de un nombre, uno que se remonta al menos ochocientos años en el pasado. Creció usted en Azeroth y conoce desde la infancia al rey Llane y a Lord Lothar. Aparte de eso… —Khadgar dejó la frase inacabada—. Nada. Medivh miró al interior del brasero y asintió. —Bueno, eso es algo, más de lo que solía encontrar la mayoría de la gente. —Y su nombre significa «guardián de los secretos» en alto élfico —añadió Khadgar—. También encontré eso. —Demasiado cierto —dijo Medivh, quien repentinamente parecía cansado. Miró fijamente al brasero durante un rato—. Aegwynn no es un título —dijo al fin—. Simplemente es el nombre de mi madre. —Entonces es que ha habido varias Aegwynn, quizá sea un apellido —sugirió Khadgar. —Solo una —dijo sombrío Medivh. Khadgar emitió una risita nerviosa. —Pero eso significaría que tenía… —Algo más de setecientos cincuenta años cuando yo nací —dijo Medivh con un sorprendente resoplido—. Era bastante mayor. Fui un hijo tardío en su vida. Lo que puede ser una de las razones por las que los Kirin Tor están interesados en lo que guardo en mi biblioteca. Que es el motivo de que te hayan mandado aquí. —Señor —dijo Khadgar tan serio como pudo—. Para ser sincero, todos los magos excepto los de posición más elevada de los Kirin Tor quieren que averigüe algo de usted. Lo haré lo mejor que pueda, pero si hay algún material que usted desee mantener restringido u oculto, lo comprendo perfectamente… —Si yo hubiera pensado eso, nunca hubieras atravesado el bosque para llegar hasta aquí —dijo Medivh con repentina seriedad—. Necesito alguien para ordenar y clasificar la biblioteca, para empezar, y luego trabajaremos en los laboratorios alquímicos. Sí, lo harás bien. Verás, yo conozco el significado de tu nombre igual que tú el mío. »¡Moroes! —Aquí, señor —dijo el sirviente, manifestándose repentinamente entre las sombras. Muy a su pesar, Khadgar dio un salto. —Lleva al joven abajo a su habitación y asegúrate de que coma algo. Ha sido un día largo para él. —Por supuesto, señor —dijo Moroes. —Una pregunta, maestro —dijo Khadgar, sobreponiéndose—. Quiero decir, Lord Magus, señor. P á g i n a | 24

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—Por ahora llámame Medivh. También respondo a Guardián de los Secretos y a algunos nombres más, no todos ellos conocidos. —¿Qué ha querido decir con eso de que conoce mi nombre? Medivh sonrió, y repentinamente la habitación volvió a parecer cálida y acogedora. —No hablas enano —observó. Khadgar negó con la cabeza. —Mi nombre significa «guardián de los secretos» en alto élfico. Tu nombre significa «confianza» en la antigua lengua enana. Así que espero que hagas honor a tu nombre, joven Khadgar, Joven Confianza. Moroes condujo al joven hasta sus habitaciones, en el tramo central de la torre, dándole explicaciones con esa voz fantasmal y definitiva mientras descendían por las escaleras. Las comidas en la torre de Medivh eran sencillas: gachas y salchichas para desayunar, un almuerzo frío y una cena copiosa y abundante, normalmente un estofado o un asado servido con vegetales. Cocinas se retiraba tras la cena, pero siempre quedaban sobras en la cámara de frío. El horario de Medivh podía ser descrito, de forma caritativa, como «errático», y Moroes y Cocinas hacía ya mucho que habían aprendido a acomodarse a él con un mínimo de molestias por su parte. Moroes informó al joven Khadgar de que, como asistente en vez de criado, él no tendría el mismo lujo. Se esperaba que estuviese disponible para ayudar al archimago en cualquier momento en que este lo considerara necesario. —Como aprendiz ya me esperaba eso —dijo Khadgar. Moroes se volvió en mitad de un paso (estaban andando por una tribuna elevada que dominaba lo que parecía ser un salón de recepciones o de baile). —Aún no eres aprendiz, niño —dijo Moroes casi sin voz—. Ni por asomo. —Pero Medivh ha dicho… —Que podías ordenar la biblioteca —dijo Moroes—. Trabajo para un asistente, no para un aprendiz. Otros han sido asistentes, ninguno ha llegado a ser aprendiz. Khadgar frunció el ceño y sintió en el rostro la calidez del azoramiento. No se había esperado que hubiera un nivel inferior al de aprendiz en la jerarquía de los magos. —¿Cuánto hace desde…? —Realmente no sabría decirlo —dijo a duras penas el sirviente—. Nadie ha llegado tan lejos. A Khadgar se le ocurrieron dos preguntas al mismo tiempo. Dudó, y luego preguntó. —¿Cuántos asistentes más ha habido? Moroes miró abajo por la barandilla de la tribuna, y su mirada pareció desenfocarse. Khadgar se preguntó si el sirviente estaba pensando o si lo habría cogido P á g i n a | 25

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fuera de juego. La habitación que había más abajo estaba escasamente amueblada con una pesada mesa central con sillas. Estaba sorprendentemente desnuda, y Khadgar supuso que Medivh no celebraría muchos banquetes. —Decenas —dijo por fin Moroes—. Por lo menos. La mayoría de ellos de Azeroth. Un elfo. No, dos elfos. Eres el primero de los Kirin Tor. —Decenas —repitió Khadgar, y el alma se le cayó a los pies mientras pensaba cuántas veces habría bienvenido Medivh a un joven aprendiz a su servicio. Entonces hizo la segunda pregunta. —¿Cuánto duraron? Esta vez, Moroes gruñó. —Días. A veces horas. Un elfo ni siquiera llegó hasta las escaleras de la torre. —Dio unos toquecitos a las anteojeras que llevaba a ambos lados de su anciana cabeza—. Ven cosas, ¿sabes? Khadgar pensó en la figura de la puerta principal y se limitó a asentir. Al fin llegaron al alojamiento de Khadgar, en un pasillo lateral no muy lejos del salón de banquetes. —Ponte cómodo —dijo Moroes entregándole a Khadgar la lámpara—. El baño está al fondo del pasillo. Hay un orinal debajo de la cama. Baja a la cocina. Cocinas te tendrá preparado algo caliente. La habitación de Khadgar era una estrecha cuña de la torre, más apropiada como alojamiento de un monje recluido que de un mago. Una estrecha cama junto a una pared, y una mesa igualmente estrecha junto a la otra con una estantería vacía sobre ella. Un armario para la ropa. Khadgar arrojó su mochila al interior del armario sin abrirlo, y anduvo hasta la también estrecha ventana. Esta era una delgada lámina de cristal emplomado, montada verticalmente en un vástago central. Khadgar empujó una mitad, y la ventana se abrió lentamente, mientras rebosaba el casi solidificado aceite de la bisagra inferior. La vista seguía siendo desde un punto bastante alto en el costado de la torre, y las colinas que la rodeaban se veían grises y desnudas bajo la luz de las lunas gemelas. Desde esta altura, a Khadgar le resultaba evidente que las colinas habían sido alguna vez un cráter, gastado y erosionado por el paso de los años. ¿Había sido arrancada alguna montaña de este lugar como un diente podrido? ¿O quizá es que el anillo de colinas no se había elevado, y el resto de las montañas circundantes habían subido más rápido, dejando solo este lugar de poder clavado en el sitio? Khadgar se preguntó si la madre de Medivh habría estado aquí cuando la tierra se alzó o se hundió, o fue golpeada por un trozo del cielo. Ochocientos años era mucho incluso para la medida de los magos. Tras doscientos años, según enseñaban las viejas P á g i n a | 26

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lecciones, la mayoría de los magos humanos estaban mortalmente delgados y frágiles. ¡Tener setecientos años y dar a luz un hijo! Khadgar agitó la cabeza y se preguntó si le estaría tomando el pelo. Khadgar se quitó la capa de viaje e hizo una visita a las instalaciones del fondo del pasillo. Eran espartanas, pero incluían una jarra de agua fría, una palangana y un buen espejo que no había perdido el lustre. Khadgar pensó en usar un sencillo conjuro para calentar el agua, pero decidió limitarse a aguantar. El agua resultó vigorizante, y Khadgar se sintió mejor mientras se cambiaba a una ropa menos polvorienta: una cómoda camisa que le llegaba casi hasta las rodillas y unos resistentes pantalones. Su ropa de trabajo. Sacó un estrecho cuchillo de comer de su mochila y, tras pensarlo unos instantes, se lo metió en la caña de una bota. Volvió a salir al pasillo, y se dio cuenta de que no tenía una idea clara de dónde estaba la cocina. No había visto ningún cobertizo para cocinar junto a los establos, así que seguramente estaría dentro de la misma torre. Posiblemente en la planta baja o en una próxima, con una bomba de agua para traer agua desde el pozo. Con el camino expedito hasta el salón de banquetes, se usase este o no. Khadgar encontró con facilidad la galería sobre el salón de banquetes, pero tuvo que buscar para encontrar la escalera, estrecha y retorcida, que conducía hasta el salón. Desde el salón de banquetes propiamente dicho podía elegir entre varias salidas. Khadgar escogió la más probable y acabó en un pasillo sin salida con habitaciones vacías a ambos lados, parecidas a la suya. Una segunda elección tuvo un resultado parecido. La tercera condujo al joven al fragor de una batalla. No se lo esperaba. En un momento estaba caminando sobre unos bajos escalones de losas de piedra, preguntándose si iba a necesitar un mapa, una campana o un cuerno de caza para recorrer la torre. Al momento siguiente el techo sobre él se había abierto a un brillante cielo del color de la sangre fresca, y estaba rodeado de hombres con armadura, aprestados para la batalla. Khadgar dio un paso atrás, pero el pasillo se había desvanecido tras él, dejando solo un paisaje agreste y desolado muy diferente de cualquiera de los que conocía. Los hombres estaban gritando y señalando, pero sus voces, a pesar del hecho de que estaban junto a Khadgar, sonaban ininteligibles y apagadas, como si le estuvieran hablando desde debajo del agua. ¿Un sueño?, pensó Khadgar. Quizás se había echado un rato y se había quedado dormido, y todo esto era un terror nocturno provocado por sus propias preocupaciones. Pero no, casi podía sentir el calor de los moribundos, el sol en su piel y la brisa, y los hombres gritando se movían a su alrededor.

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Era como si se hubiera separado del resto del mundo, ocupando su propia isla diminuta, con solo el más débil contacto con la realidad que lo rodeaba. Como si se hubiera convertido en un fantasma. Y de hecho los soldados lo ignoraban como si fuera un espíritu. Khadgar alargó la mano para agarrar a uno por el hombro, y para su propio alivio la mano no atravesó la abollada hombrera. Hubo resistencia, pero solo la mínima; podía sentir la solidez de la armadura y, si se concentraba, percibir las aristas del metal abollado. Khadgar se dio cuenta de que estos hombres habían luchado dura y recientemente. Solo un hombre de cada tres no llevaba algún tipo de tosco vendaje, enseñas de guerra manchadas de sangre que sobresalían por debajo de sucias armaduras y yelmos abollados. Sus armas también estaban melladas y salpicadas de escarlata seco. Había caído en un campo de batalla. Khadgar examinó su posición. Estaban en la cima de un pequeño cerro, un mero pliegue en las llanuras ondulantes que parecían rodearlos. La vegetación que había existido la habían cortado y formado con ella toscas fortificaciones, defendidas ahora por hombres de rostro lúgubre. Esto no era un reducto seguro, ni un castillo ni un fuerte. Habían elegido este punto para luchar solo porque no había otro. Los soldados se apartaron cuando el que parecía ser su jefe, un hombre grande de barba blanca y anchos hombros, se abrió paso a empujones. Su armadura estaba tan baqueteada como las demás, pero consistía en una coraza pectoral sobre una túnica escarlata de estudioso, de un tipo que no habría estado fuera de lugar en las estancias de los Kirin Tor. El dobladillo, las mangas y el chaleco de la túnica estaban inscritos con runas de poder, algunas de las cuales reconoció Khadgar, pero otras le resultaron completamente ajenas. La nívea barba del líder le llegaba casi hasta la cintura, tapando la armadura que quedaba bajo ella, y llevaba un casquete rojo con una sola gema dorada en el ceño. En una mano empuñaba un bastón rematado por una gema, y una espada de color rojo oscuro en la otra. El líder estaba gritándoles a los soldados con una voz que a Khadgar le sonaba como el rugido del mismo mar. Sin embargo, los guerreros parecían saber lo que estaba diciendo, puesto que formaron ordenadamente a lo largo de las barricadas, mientras que otros llenaban los huecos que había entre estas. El comandante de barba nevada pasó pegado a Khadgar, y muy a su pesar el joven trastabilló hacia atrás, apartándose del camino. El comandante no debería haberlo notado, no más de lo que lo habían hecho los ensangrentados guerreros. Pero el comandante lo notó. Su voz se entrecortó un instante, tartamudeó, apoyó mal el pie en el desigual suelo del cerro rocoso y casi se cayó. Y sin embargo se dio la vuelta y miró a Khadgar.

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Sí, miró a Khadgar, y el futuro aprendiz tuvo claro que el anciano mago-guerrero lo veía y lo veía con claridad. Los ojos del comandante miraron profundamente a los de Khadgar y por un momento este se sintió como se había sentido bajo la fulminante mirada de Medivh. Y, si acaso, esta era más intensa. Khadgar miró al comandante a los ojos. Y lo que allí vio lo hizo gemir. Muy a su pesar se dio la vuelta, rompiendo el contacto ocular con el mago-guerrero. Cuando Khadgar volvió la mirada de nuevo, el comandante estaba asintiendo. Fue una inclinación de cabeza breve, casi despectiva, y el anciano tenía los labios apretados. Entonces el líder de barba nevada partió, gritando a los guerreros, exhortándolos a defenderse. Khadgar quiso ir tras él, perseguirlo y descubrir cómo podía verlo cuando los demás no podían, y qué podía decirle, pero a su alrededor surgió un grito, el grito amortiguado de unos hombres cansados llamados a cumplir con su deber una última vez. Espadas y lanzas se alzaron hacia un cielo del color de la sangre coagulada, y los brazos señalaron hacia las ondulaciones cercanas, donde la escorrentía había dejado parches de púrpura que resaltaban contra el suelo de color óxido. Khadgar miró hacia donde señalaban los hombres, y una ola de verde y negro remontó la ondulación más próxima. Khadgar pensó que se trataba de algún río, o de un arcano y colorido corrimiento de tierras, pero se dio cuenta de que la ola era un ejército que avanzaba. El negro era el color de sus armaduras, y el verde era el color de su piel. Eran criaturas de pesadilla, burlas de la forma humana. Sus rostros de color de jade estaban dominados por grandes mandíbulas inferiores coronadas de dientes puntiagudos; sus narices eran chatas y olfateaban como el hocico de un perro, y sus ojos eran pequeños, inyectados en sangre y llenos de odio. Sus armas de azabache y sus ornamentadas armaduras brillaban bajo el sol eternamente moribundo de este mundo, y cuando remontaron la cresta emitieron un aullido que sacudió el suelo bajo ellos. Los soldados que había a su alrededor emitieron su propio grito, y mientras las criaturas verdes cubrían la distancia hasta la colina, lanzaron descarga tras descarga de flechas con penachos rojos. La primera línea de las monstruosas criaturas trastabilló y cayó, y fue inmediatamente pisoteada por los que venían detrás. Otra descarga y cayó otra de las filas de monstruos inhumanos, pero su caída fue ignorada por la marea que venía detrás. A la derecha de Khadgar hubo unos estallidos cuando rayos danzaron sobre la superficie de la tierra, y las monstruosidades gritaron cuando la carne se evaporó sobre sus huesos. Khadgar pensó en el comandante mago-guerrero, pero también se dio cuenta de que dichos rayos solo mermaban mínimamente a la horda que embestía.

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Y entonces las monstruosidades de piel verde estaban sobre ellos, una ola de azabache y jade embistiendo contra la tosca empalizada. Los troncos derribados no fueron más que ramitas en el camino de esta tempestad, y Khadgar pudo sentir cómo la línea se doblaba. Uno de los soldados que estaba junto a él cayó empalado por una gran lanza oscura. En el sitio del guerrero había una pesadilla de carne verde y armadura negra, aullando mientras pasaba a su lado como una exhalación. Muy a su pesar, Khadgar retrocedió dos pasos, se dio la vuelta y salió corriendo. Y casi arrolló a Moroes, que estaba de pie en la puerta. Moroes habló tranquilamente. —Te retrasabas, quizá te habías perdido. Khadgar se giró de nuevo, y vio que tras él no había un mundo de cielos escarlatas y monstruosidades verdes, sino una salita abandonada, con la chimenea vacía y las sillas tapadas con unas sábanas. El aire olía a polvo recién removido. —Estaba… —gimió Khadgar—. Vi… estaba… —¿En el sitio equivocado? —sugirió Moroes. Khadgar tragó saliva, miró a su alrededor y luego asintió en silencio. —La cena está lista —gruñó Moroes—. No vuelvas a ir al sitio equivocado, ¿estamos? Y el sirviente vestido de negro se dio la vuelta y flotó en silencio fuera de la habitación. Khadgar miró por última vez el pasillo sin salida en el que había entrado. No había puertas misteriosas ni portales mágicos. La visión (si había sido una visión) había acabado de una forma repentina solo igualada por su inicio. No había soldados. Ni criaturas de piel verde. Ningún ejército a punto de desmoronarse. Solo había un recuerdo que asustaba a Khadgar hasta el fondo de su alma. Era real. Había parecido real. Había parecido verdad. No eran los monstruos, ni el derramamiento de sangre los que lo habían asustado. Era el mago-guerrero, el comandante de pelo nevado que había parecido ser capaz de verlo. Que había parecido mirar en su corazón, y encontrarlo indigno. Y lo peor de todo, la figura de la barba blanca vestida con la armadura y la túnica tenía los ojos de Khadgar. El rostro estaba envejecido, el pelo blanco como la nieve, la actitud imponente, pero el comandante tenía los mismos ojos que Khadgar había visto en el pulido espejo hacía solo unos momentos (¿o unas vidas?). Khadgar salió de la salita, y se preguntó si no sería demasiado tarde para buscarse unas anteojeras.

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CAPÍTULO TRES INSTALÁNDOSE

—E

mpezaremos contigo poco a poco —dijo el mago de más edad desde el otro lado de la mesa—. Vete acostumbrando a la biblioteca. Ve pensando cómo vas a organizarla. Khadgar asintió mientras comía gachas y salchichas. El grueso de la conversación del desayuno había sido acerca de Dalaran en general. Qué era popular en Dalaran y cuáles eran las modas en Lordaeron. Qué se debatía en las estancias de los Kirin Tor. Khadgar mencionó que la duda filosófica que circulaba cuando él se había ido era si cuando se creaba una llama mediante la magia se la traía a la existencia o si se la invocaba desde una existencia paralela. Medivh resopló sobre su desayuno. —Imbéciles. No reconocerían una dimensión paralela aunque fuera a por ellos y les mordiera en el… ¿Y tú, qué crees? —Yo creo… —Khadgar se dio cuenta de que volvía a estar bajo la lupa—. Yo creo que puede ser otra cosa completamente diferente. —Excelente —dijo Medivh sonriendo—. Cuando te den a elegir entre dos posibilidades, escoge siempre la tercera. Por supuesto querías decir que, cuando se crea fuego, lo que se hace es concentrar en un punto la naturaleza inherente del fuego que hay contenida en el área circundante, trayéndolo a la existencia. —Oh, sí —dijo Khadgar—. Lo había pensado. Durante algún tiempo, como algunos años. —Bien —dijo Medivh mientras se limpiaba la barba con una servilleta—. Tienes una mente ágil y una honesta valoración de ti mismo. Veamos qué tal te va con la biblioteca. Moroes te enseñará el camino. La biblioteca ocupaba dos pisos, y estaba situada en el tramo central de la torre. La escalera que recorría esta parte de la torre iba pegada a la pared, dejando una gran cámara de dos pisos de alto. Una plataforma de hierro forjado creaba una galería elevada en el segundo nivel. Las estrechas ventanas de la habitación estaban cubiertas de barrotes de P á g i n a | 31

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hierro entrelazados, lo que reducía la luz natural que entraba en la habitación a poco más que la de una linterna sorda. En las grandes mesas de roble del primer nivel había unos globos cristalinos, cubiertos con una gruesa pátina de polvo, que brillaban con un resplandor azul grisáceo. La habitación en sí era una zona catastrófica. Había libros desperdigados abiertos al azar, pergaminos desenrollados sobre las sillas, y una delgada capa de folios polvorientos lo cubría todo como las hojas en el suelo del bosque. Los volúmenes más antiguos, que seguían encadenados a las estanterías, habían sido sacados y colgaban de sus grilletes como los prisioneros de una mazmorra. Khadgar contempló los daños y dejó escapar un hondo suspiro. —Empecemos poco a poco —dijo. —Puedo tener tu equipaje listo en una hora —dijo Moroes desde el pasillo. El criado no iba a entrar en la biblioteca. Khadgar recogió un trozo de pergamino que estaba a sus pies. Una de las caras era una solicitud de los Kirin Tor para que el maestro mago respondiera a su carta más reciente. La otra cara estaba marcada con una mancha de color escarlata oscuro que Khadgar supuso al principio que sería sangre, pero se dio cuenta de que no era más que el sello de lacre derretido. —No —dijo Khadgar dando unas palmaditas a su saquito de útiles de escribano—. Lo único que pasa es que va a ser un reto más grande de lo que había supuesto al principio. —Ya he oído eso antes —dijo Moroes. Khadgar se dio la vuelta para preguntarle acerca de ese comentario, pero el criado ya se había ido de la puerta. Con el cuidado de un ladrón, Khadgar se abrió paso entre el desastre. Era como si hubiera estallado una batalla en la biblioteca. Había lomos rotos, cubiertas medio arrancadas, páginas dobladas, libros a los que les habían arrancado por completo las tapas… Y esto era en los libros que seguían estando más o menos enteros. Muchos volúmenes habían sido desencuadernados, y el polvo de las mesas cubría una capa de papeles y cartas. Algunas de estas estaban abiertas, pero otras seguían evidentemente cerradas, manteniendo oculta su información tras los sellos de lacre. —El Magus no necesita un asistente —murmuró Khadgar, mientras limpiaba un espacio en el extremo de una mesa y sacaba una silla—. Necesita una señora de la limpieza. Y echó una rápida ojeada a la puerta para asegurarse de que el senescal se había ido realmente.

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Khadgar se sentó y la silla se balanceó peligrosamente. Se levantó, y vio que las patas desiguales de la silla habían estado apoyadas en un grueso tomo con tapas metálicas. La portada estaba decorada, y el borde de las páginas había sido teñido en plata. Khadgar abrió el libro, y al hacerlo sintió que algo se movía dentro del mismo, como una pesa descendiendo por una varilla de metal o una gota de mercurio bajando por una pipeta. Algo metálico se desenroscó dentro del lomo del libro. El tomo empezó a emitir un tic-tac. Khadgar cerró la tapa a toda prisa, y el libro se calló con un chirrido agudo y un chasquido, al rearmarse el mecanismo. El joven dejó con cuidado el libro en la mesa. Entonces fue cuando notó las marcas de deflagración en la silla que estaba usando y en el suelo bajo ella. —Ya veo por qué vienen y van tantos asistentes —dijo Khadgar vagando lentamente por la habitación. La situación no mejoraba. Había libros abiertos colgando de los brazos de las sillas y de la barandilla metálica. La correspondencia se hacía más profunda a medida que avanzaba por la habitación. Algo había hecho un nido en el rincón de una estantería, y cuando Khadgar lo sacaba de allí, el pequeño cráneo de una musaraña cayó al suelo y se hizo añicos. El nivel superior era poco más que un almacén, y los libros ni siquiera estaban en las estanterías; eran pilas cada vez más altas, colinas que llevaban a montañas que llevaban a cimas inalcanzables. Y había un lugar vacío, en el que parecía que alguien había iniciado un fuego en un intento desesperado de reducir la cantidad de papel presente. Khadgar examinó el área y negó con la cabeza; aquí había ardido algo más, puesto que había restos de tela, posiblemente de la túnica de un estudioso. Khadgar agitó la cabeza y volvió hasta donde había dejado sus útiles de escritura. Sacó un delgado palillero de madera con un puñado de plumillas metálicas, una piedra para afilar y dar forma a las plumillas, un cuchillo de hoja flexible para raspar el pergamino, un bloque de tinta de calamar, un platito para derretir la tinta, una colección de llaves delgadas y planas, una lupa y lo que a simple vista parecía un grillo metálico. Cogió el grillo, lo puso boca arriba y le dio cuerda usando una plumilla especial. Era un regalo de Guzbah cuando Khadgar hubo completado su entrenamiento básico como escribano, y había demostrado no tener precio en los vagabundeos del joven por las estancias de los Kirin Tor. En su interior contenía un conjuro sencillo pero efectivo, que avisaba cuando estaba a punto de saltar alguna trampa. Tan pronto como le hubo dado una vuelta completa a la manecilla, el grillo metálico emitió un agudo chirrido. Khadgar, sorprendido, casi dejó caer al suelo el insecto

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detector. Entonces se dio cuenta de que el aparato se limitaba a avisar de la intensidad del peligro potencial. Khadgar miró los volúmenes que estaban apilados a su alrededor, y murmuró una maldición. Se retiró hasta la puerta y siguió dándole cuerda al grillo. Luego llevó hasta la puerta el primer libro que había cogido, el que hacía tic-tac. El grillo gorjeó levemente. Khadgar dejó el libro con trampa a un lado de la puerta. Recogió otro y lo acarreó. El grillo se mantuvo en silencio. Khadgar contuvo la respiración, abrigó la esperanza de que los hechizos del grillo le permitieran hacer frente a toda clase de trampas, mágicas o no, y abrió el libro. Era un tratado escrito con una suave mano femenina acerca de la política de los elfos hacía trescientos años. Khadgar dejó el volumen manuscrito al otro lado de la puerta y volvió a por otro libro. —Yo a ti te conozco —dijo Medivh la mañana siguiente, mientras comían salchichas y gachas. —Khadgar, señor —dijo el joven. —El nuevo asistente —dijo el mago de más edad—. Por supuesto. Perdona, pero mi memoria ya no es lo que era. Tengo demasiado entre manos, me temo. —¿Hay algo en lo que necesite ayuda, señor? El hombre pareció sopesarlo un momento. —La biblioteca, Joven Confianza, ¿cómo van las cosas en la biblioteca? —Bien —dijo Khadgar—. Muy bien. Estoy ocupado ordenando los libros y los papeles. —Ah. ¿Por temas? ¿Por autores? —preguntó el archimago. En letales y no letales, pensó Khadgar. —Estoy pensando en hacerlo por temas, porque muchos son anónimos. —Mmmmf —dijo Medivh—. Nunca confíes en nada en lo que un hombre no empeñe su nombre y su reputación. Sigue entonces. Dime. ¿Qué opinión tienen los magos de Kirin Tor acerca del rey Llane? ¿Lo mencionan alguna vez? El trabajo avanzaba con una lentitud glacial, pero Medivh parecía no darse cuenta del tiempo transcurrido. De hecho, parecía empezar cada día quedando leve y agradablemente sorprendido de que Khadgar siguiera con ellos y, tras un corto resumen de los progresos, la conversación cambiaba de tema. —Hablando de bibliotecas —decía, por ejemplo—. ¿En qué está metido ahora Korrigan, el bibliotecario de los Kirin Tor? »¿Qué opina la gente de Lordaeron acerca de los elfos? ¿Hay recuerdos de haber visto alguno allí? P á g i n a | 34

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»¿Circulan leyendas acerca de hombres con cabeza de toro por las estancias de la Ciudadela Violeta? Y una mañana, cuando Khadgar llevaba allí aproximadamente una semana, Medivh no estuvo presente. —Se ha ido —se limitó a responder Moroes cuando le preguntó. —¿Ido? ¿Adónde? —preguntó Khadgar. El viejo senescal se encogió de hombros, y Khadgar casi pudo sentir el crujir de los huesos de su cuerpo. —No suele decirlo. —¿Qué estará haciendo? —No suele decirlo. —¿Cuándo volverá? —No suele decirlo. —¿Me deja solo en la torre? —preguntó Khadgar—. ¿Sin vigilancia con todos estos textos místicos? —Yo podría ir a vigilarte —se ofreció Moroes—. Si es lo que quieres. Khadgar negó con la cabeza. —¿Moroes? —¿Sí, joven señor? —Esas visiones… —empezó el joven. —¿Anteojeras? —sugirió el sirviente. Khadgar volvió a negar con la cabeza. —¿Muestran el futuro o el pasado? —Ambos, que yo me haya dado cuenta, aunque normalmente no —dijo Moroes—. Que no me doy cuenta, quiero decir. —Y las del futuro… ¿se hacen ciertas? Moroes dejó escapar lo que Khadgar solo pudo suponer que era un hondo suspiro, una exhalación que le hizo sacudirse hasta los huesos. —En mi experiencia, sí, joven señor. En una visión Cocinas me vio romper una pieza de cristal, así que la escondió. Pasaron meses, y finalmente el amo pidió esa pieza de cristal. Cocinas la sacó de su escondite y en menos de dos minutos yo la había roto. De forma totalmente fortuita. —Volvió a suspirar—. Así que ella se buscó las gafas de cuarzo rosa al día siguiente. ¿Hay algo más? Khadgar dijo que no, pero subió preocupado la escalera hasta el piso donde estaba la biblioteca, Había avanzado tanto como se había atrevido en la organización, y la repentina desaparición de Medivh lo dejaba a oscuras, necesitado de orientación.

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El joven candidato a aprendiz entró en la biblioteca. A un lado de la habitación estaban los volúmenes (y los restos de volúmenes) que el grillo había determinado que eran «seguros», mientras que la otra mitad de la habitación estaba llena con los volúmenes (generalmente más completos) en los que había detectado trampas. Las grandes mesas estaban cubiertas de páginas sueltas y correspondencia sin abrir, dispuestas en dos pilas casi iguales. Las estanterías estaban completamente vacías, y las cadenas colgaban desprovistas de sus prisioneros. Khadgar podía ojear los papeles, pero le pareció mejor volver a rellenar las estanterías con los libros. El problema era que casi todos los volúmenes no tenían título o, si lo tenían, sus tapas estaban tan gastadas, rayadas y arañadas que eran ininteligibles. La única forma de determinar los contenidos iba a ser abrirlos. Lo cual haría saltar los que tuvieran trampas. Khadgar miró la marca de deflagración en el suelo y movió la cabeza. Y entonces se puso a buscar, primero entre los libros con trampas y luego entre los que no tenían, hasta que encontró lo que estaba buscando. Un tomo marcado con el símbolo de la llave. Estaba cerrado con llave; una gruesa banda metálica con una cerradura lo mantenía así. Khadgar no había encontrado llave alguna en ningún momento de su búsqueda, aunque eso no lo sorprendía, dado el orden de la habitación. La encuadernación era resistente, y las cubiertas eran placas de metal envueltas en cuero rojo. Khadgar sacó las llaves planas de su bolsita, pero todas eran insuficientes para el gran tamaño de la cerradura. Finalmente acudió a la punta de su cuchillo de raspar, que logró insertar en el mecanismo metálico de la cerradura, el cual emitió un satisfactorio chasquido cuando Khadgar dio en el clavo. Observó el grillo que tenía en la mesa, y este permanecía en silencio. Conteniendo la respiración, el joven mago abrió el voluminoso tomo. El olor rancio del papel podrido llegó hasta sus fosas nasales. —De Traampas y Cerraduuras —leyó en voz alta, envolviendo con su boca la arcaica escritura y las palabras con exceso de vocales—. Sieendo un Trataado sobre la Naturaleza de los Dispositiivos de Seguridad. Khadgar tomó una silla (algo más baja, ya que había aserrado las tres patas más largas para equilibrarla) y empezó a leer. Medivh estuvo fuera dos semanas completas, y para entonces Khadgar se había adueñado de la biblioteca. Cada mañana se levantaba para desayunar, le hacía a Moroes un somero resumen de sus progresos (ante el cual el senescal, al igual que Cocinas, nunca daba muestra alguna de curiosidad) y luego se sepultaba en la bóveda. Le llevaban el

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almuerzo y la cena, y a menudo se quedaba trabajando por la noche bajo la suave luz azulada de las esferas brillantes. También se acostumbró a la naturaleza de la torre. A menudo percibía imágenes por el rabillo del ojo, solo el parpadeo de una figura ataviada con una capa andrajosa que se evaporaba en cuanto él se volvía para mirarla. Una palabra a medio acabar que flotaba en el aire. Un frío repentino como si una puerta o una ventana hubieran quedado abiertas, o un brusco cambio de presión, como si de repente hubiera aparecido una nueva entrada. A veces la torre gruñía al viento, como si las antiguas piedras se rozaran unas con otras, siglos después de su construcción. Poco a poco fue aprendiendo la naturaleza, si no los contenidos exactos, de los libros de la biblioteca, frustrando las trampas que había colocadas en los volúmenes más valiosos. Sus investigaciones le fueron muy útiles en estos casos. Pronto se hizo tan experto en superar los mecanismos mágicos y las trampas de contrapeso como lo había sido con las puertas cerradas y los secretos ocultos de Dalaran. El truco con la mayoría era convencer al mecanismo de la cerradura (fuese de naturaleza mágica o mecánica) de que no había sido manipulado, cuando en realidad sí lo había sido. Descubrir lo que hacía saltar la trampa, si era un contrapeso o un resorte metálico o incluso la exposición al sol o al aire fresco, era media batalla para derrotarla. Había libros que lo superaban, cuyas cerraduras frustraban incluso sus ganzúas modificadas y su diestro cuchillo. Esos los puso en el piso superior, hacia el fondo, y tomó la resolución de descubrir lo que había en su interior, por sí mismo o sacándole la información a Medivh. Dudaba de esto último, y se preguntaba si el archimago habría usado alguna vez la biblioteca como algo más que un vertedero para los textos heredados y las cartas viejas. La mayoría de los magos de los Kirin Tor tenían al menos alguna apariencia de orden en sus archivos, y sus libros más valiosos los tenían ocultos. Pero Medivh lo tenía todo tirado por ahí, como si no le hiciera falta. Excepto como prueba, pensaba Khadgar. Una prueba para librarse de los candidatos a aprendiz. Ahora los libros estaban en las estanterías, los más valiosos (e ilegibles) asegurados con cadenas en el piso superior, mientras que los más comunes (historias militares, almanaques y diarios) estaban en el piso bajo. Aquí también se encontraban los pergaminos, que iban desde mundanas listas de cosas compradas y vendidas en Ventormenta hasta ejemplares de poemas épicos. Estos últimos eran especialmente interesantes, ya que algunos de ellos se centraban en Aegwynn, la supuesta madre de Medivh.

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Si vivió más de ochocientos años, debió de haber sido una maga muy poderosa, pensaba Khadgar. Cualquier información más que hubiera acerca de ella estaría en los libros protegidos que había al fondo. Hasta el momento dichos ejemplares habían resistido todas las aproximaciones habituales e intentos físicos de superar sus cerraduras y sus trampas, y el grillo detector prácticamente había maullado de horror cuando había tratado de abrir las cerraduras. Con todo, había cosas más que de sobra por hacer: clasificar los fragmentos sueltos, restaurar los ejemplares que el tiempo casi había destruido y ordenar (o como mínimo leer) la mayoría de la correspondencia. Una parte de esta estaba en lengua élfica, y un gran porcentaje del total, de varias fuentes, estaba en algún tipo de clave. Esta última categoría llegaba con una variedad de sellos, desde Azeroth, Khaz Modan y Lordaeron, junto con sitios que Khadgar no podía ni localizar en el atlas. Un gran grupo se comunicaba entre sí, y con el propio Medivh, en clave. Había varios grimorios antiguos acerca de códigos, la mayoría de los cuales se basaban en la sustitución de letras y en las jergas. Nada comparado con el código usado en esas claves. Quizás habían usado una combinación de métodos para crear el suyo propio. Por esto, Khadgar tenía los grimorios sobre códigos, junto con los libros acerca del élfico y el enano, abiertos en la mesa la misma tarde en la que Medivh volvió súbitamente a la torre. Khadgar no lo escuchó, más bien sintió su presencia, del mismo modo que cambia el aire a medida que el frente de una tormenta se acerca sobre la tierra cultivada. El joven mago se dio la vuelta en la silla y allí estaba Medivh, sus anchos hombros llenando el umbral de la puerta, su túnica ondeando tras él como si tuviera voluntad propia. —Señor, he… —empezó a decir Khadgar, sonriendo y levantándose de la silla. Entonces se dio cuenta de que el pelo del archimago estaba revuelto, y sus ojos verdes, desorbitados e iracundos. —¡Ladrón! —gritó Medivh señalando a Khadgar—. ¡Intruso! El mago mayor señaló al más joven y empezó a entonar una retahíla de sílabas alienígenas, palabras que no estaban hechas para la garganta humana. Muy a su pesar, Khadgar levantó una mano y dibujó un signo de protección ante sí en el aire, pero para el efecto que tuvo en el conjuro de Medivh, igual le podía haber estado haciendo un gesto obsceno con la mano. Una pared de aire solidificado golpeó al joven, derribándolos a él y la silla sobre la que se sentaba. Los grimorios y manuales resbalaron por la mesa como botes atrapados en una repentina tempestad, y las anotaciones se alejaron en un remolino. Sorprendido, Khadgar fue obligado a retroceder, empujado contra una de las estanterías que había tras él. La estantería se tambaleó por la fuerza del impacto y el joven P á g i n a | 38

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temió que se volcara, echando a perder su duro trabajo. La estantería se mantuvo en el sitio, pero la presión sobre el pecho de Khadgar se hizo más intensa. —¿Quién eres? —tronó Medivh—. ¿Qué haces aquí? El joven mago luchó contra el peso que tenía sobre el pecho y logró hablar. —Khadgar… —exhaló—. Asistente… Limpiando la biblioteca… Sus órdenes… Una parte de su mente se preguntó si este sería el motivo de que Moroes hablase de forma tan escueta. Medivh parpadeó ante las palabras de Khadgar, y se irguió como un hombre que acabara de despertarse de un profundo sueño. Giró un poco la mano, y al instante la ola de aire solidificado se evaporó. Khadgar cayó de rodillas, tratando de tomar aire. Medivh fue hasta él y lo ayudó a levantarse. —Lo siento, niño —empezó—. Había olvidado que estabas aquí. Supuse que eras un ladrón. —Un ladrón empeñado en dejar la habitación más ordenada que cuando se la encontró —dijo Khadgar. Le dolía un poco al hablar. —Sí —dijo Medivh recorriendo la habitación con la mirada y asintiendo, a pesar de la destrucción causada por su ataque—. Sí. No creo que nadie haya llegado nunca tan lejos. —Los he ordenado por temas —dijo Khadgar, que aún estaba inclinado y aferrándose a las rodillas—. La historia, incluyendo los poemas épicos, a la derecha. Las ciencias naturales a la izquierda. Los de contenido legendario en el centro, con los de idiomas y los libros de referencia. El material más poderoso, las notas alquímicas, y las descripciones y teoría de conjuros van en la galería, junto con algunos libros que no he podido identificar que parecen bastante poderosos. Esos va a tener que mirarlos usted mismo. —Sí —dijo Medivh, ignorando al joven y mirando la habitación—. Excelente, un trabajo excelente. Muy bien. —Miró a su alrededor, con la apariencia de un hombre que acababa de recuperar el sentido—. Realmente muy bien. Lo has hecho bien. Ahora, ven. El archimago se dirigió como un rayo hacia la puerta, se detuvo antes de llegar y se volvió. —¿Vienes? Khadgar sintió como si le hubiera impactado otro rayo místico. —¿Ir? ¿Adónde vamos? —Arriba —dijo Medivh secamente—. Ahora ven, o será demasiado tarde. ¡El tiempo es esencial! Para ser un hombre mayor, Medivh subía con rapidez las escaleras, subiendo los escalones de dos en dos a buen paso.

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—¿Qué hay arriba? —jadeó Khadgar, logrando finalmente alcanzarlo en un descansillo cerca de la cima de la torre. —Transporte —contestó secamente Medivh, y luego dudó por un instante. Se dio la vuelta en el sitio y hundió los hombros. Por un momento pareció que el fuego de sus ojos se había apagado—. Tengo que disculparme. Por lo de ahí abajo. —¿Señor? —dijo Khadgar, confundido por esta nueva transformación. —Mi memoria ya no es lo que era, Joven Confianza —dijo el Magus—. Debería haber recordado que estabas en la torre. Con lo que está pasando, supuse que eras un… —¿Señor? —interrumpió Khadgar—. ¿El tiempo no era esencial? —El tiempo —dijo Medivh, y luego asintió y la intensidad volvió a su rostro—. Sí, lo es. ¡Vamos, no remolonees! —Y tras decir eso, el hombre volvió a subir los escalones de dos en dos. Khadgar se dio cuenta de que la torre encantada y la biblioteca desordenada no eran las únicas razones por las que la gente abandonaba el servicio de Medivh, y corrió tras él. El anciano senescal los esperaba en el observatorio de la torre. —Moroes —tronó Medivh mientras llegaba a la cima de la torre—. El silbato dorado, por favor. —Sip —dijo el sirviente mientras sacaba un fino cilindro. Había runas enanas talladas a lo largo del costado del cilindro, que reflejaban la luz de las lámparas de la habitación—. Me he tomado la libertad, señor, ya están aquí. —¿Están? —empezó a decir Khadgar. Arriba se escuchó un susurro de alas. Medivh se dirigió hacia el parapeto y Khadgar levantó la vista. Unos grandes pájaros descendieron del cielo, con las alas reluciendo a la luz de la luna. No, no eran pájaros, se dio cuenta Khadgar; eran grifos. Tenían el cuerpo de grandes felinos, pero sus cabezas y las garras delanteras eran de águila marina, y sus alas eran doradas. Medivh le entregó un bocado y unas riendas. —Prepara el tuyo y nos vamos. Khadgar ojeó a la gran bestia. El grifo más cercano emitió un penetrante chillido y arañó el suelo de losas con las garras de sus patas delanteras. —Yo nunca he… —empezó a decir el joven—. No sé… Medivh frunció el ceño. —¿Es que los Kirin Tor no enseñan nada? No tengo tiempo para esto. Levantó un dedo y murmuró unas pocas palabras, mientras tocaba la frente de Khadgar. Este retrocedió, gritando sorprendido. El toque del mago lo había sentido como si le estuviera clavando un hierro al rojo en el cerebro. —Ahora sí que sabes. Colócale el bocado y las riendas, venga. P á g i n a | 40

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Khadgar se tocó la frente y dejó escapar un gemido de sorpresa. Lo sabía, cómo enjaezar adecuadamente un grifo, y también cómo cabalgarlo, tanto con silla como al estilo enano, sin ella. Sabía cómo hacer una deriva lateral, cómo hacerlo flotar parado en el aire y, lo principal de todo, cómo prepararse para un aterrizaje brusco. Khadgar le puso los arreos a su grifo, mientras percibía cómo la cabeza estaba a punto de estallarle del dolor, como si los conocimientos que le habían metido tuvieran que hacerse un hueco a codazos entre los que ya estaban en su cráneo. —¿Listo? ¡Sígueme! —dijo Medivh, sin esperar la respuesta. La pareja se lanzó a volar, y las grandes bestias se esforzaron y batieron las alas al aire para poder elevarse. Las grandes criaturas podían llevar enanos con armadura, pero un humano con una túnica se aproximaba a sus límites. Khadgar hizo virar expertamente a su grifo mientras este descendía, y siguió a Medivh mientras el mago picaba hasta ponerse sobre las oscuras copas de los árboles. El dolor se iba extendiendo por su cabeza a partir del punto donde Medivh lo había tocado, y ahora sentía una pesadez en la frente y los pensamientos confusos. Aun así, se concentraba e imitaba con exactitud los movimientos del archimago, como si llevara toda la vida volando en grifo. El joven mago trató de ponerse a la altura de Medivh, para preguntarle hacia dónde iban y cuál era su objetivo, pero no pudo alcanzarlo. Incluso si lo hubiera logrado, se dio cuenta Khadgar, el viento lo hubiera ahogado todo excepto los gritos más fuertes. Así que lo siguió, con las montañas cerniéndose sobre ellos, mientras volaban hacia el este. Khadgar no podía decir cuánto tiempo habían volado. Puede que hubiera dado algunas cabezadas a lomos del grifo, pero sus manos se habían aferrado con firmeza a las riendas y el grifo había mantenido el ritmo de su hermano. Solo cuando Medivh hizo girar bruscamente a su grifo a la derecha salió Khadgar de su duermevela (si es que era una duermevela) y siguió al archimago mientras su ruta se desviaba al sur. El dolor de cabeza de Khadgar, muy posible consecuencia del conjuro, casi se había disipado por completo, dejando solo una cierta molestia como recordatorio. Habían dejado atrás la cordillera y Khadgar se dio cuenta de que volaban sobre terreno abierto. Bajo ellos la luz de la luna se hacía pedazos y era reflejada por una miríada de estanques. Una gran marisma o un pantano, pensó Khadgar. Tenía que ser por la mañana temprano, puesto que a su derecha el horizonte estaba empezando a iluminarse con la promesa de un nuevo día. Medivh descendió y levantó ambas manos por encima de su cabeza. Khadgar se dio cuenta de que estaba efectuando un conjuro a lomos de un grifo y, aunque su mente le

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aseguró que él sabía hacerlo, guiando a la gran bestia con las rodillas, sintió en el fondo de su corazón que nunca se sentiría cómodo en esa clase de maniobras. Las criaturas descendieron más y repentinamente Medivh quedó bañado por una bola de luz, que lo iluminaba claramente y convertía al grifo de Khadgar en una sombra que le pisaba los talones. Bajo ellos, el joven vio un campamento de gente armada en un terreno ligeramente elevado que sobresalía del resto del pantano. Hicieron una pasada rasante sobre el campamento y Khadgar pudo oír abajo gritos y el estruendo de armas y armaduras a las que se echaba mano a toda prisa. ¿Qué estaba haciendo Medivh? Pasaron sobre el campamento y Medivh dio la vuelta con un alto giro lateral, mientras Khadgar imitaba cada uno de sus movimientos. Volvieron a sobrevolar el campamento, y ahora había más luz; las hogueras que antes habían estado casi apagadas habían sido reavivadas y resplandecían en la oscuridad. Khadgar vio que se trataba de una patrulla de gran tamaño, quizá incluso una compañía. La tienda del comandante era grande y estaba ricamente decorada, y reconoció el estandarte de Azeroth ondeando sobre ella. Aliados, pues, ya que se suponía que Medivh era allegado del rey Llane de Azeroth y de Lothar, el Caballero Campeón del reino. Khadgar esperaba que Medivh aterrizara, pero en vez de eso el mago dio con los tacones en los costados de su montura, a la vez que levantaba la cabeza del grifo. Las grandes alas de la bestia batieron el oscuro cielo y ambos volvieron a ascender, esta vez a toda velocidad en dirección norte. Khadgar no tuvo más elección que seguirlo, mientras la luz de Medivh se apagaba y este volvía a tomar las riendas. De nuevo sobrevolaron el pantano, y Khadgar vio abajo una delgada línea, demasiado recta para ser un río y demasiado ancha para ser un canal de irrigación. Era una carretera, tendida a través del pantano, conectando los trozos de tierra seca que sobresalían de la ciénaga. Entonces la tierra se elevó en otra cresta, otra zona seca y otro campamento. En este campamento también había llamas, pero no era el fuego brillante y contenido del ejército. Estas estaban dispersas por todo el claro y, cuando se acercaron, Khadgar se dio cuenta de que eran carromatos ardiendo, con sus contenidos desperdigados entre las oscuras siluetas humanas que estaban tiradas como los muñecos de una niña en el suelo de tierra del campamento. Como antes, Medivh hizo una pasada sobre el campamento, luego giró en lo alto e hizo una segunda pasada. Khadgar lo siguió, y el joven mago se inclinó hacia un lado sobre su montura para ver mejor. Parecía una caravana saqueada e incendiada, pero los bienes estaban desparramados por el suelo. ¿No se habían llevado el botín los bandidos? ¿Había supervivientes? P á g i n a | 42

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La respuesta a esta última pregunta llegó con un grito y una salva de flechas que surgió de entre los arbustos que rodeaban el lugar. El grifo que iba delante emitió un chillido cuando Medivh tiró sin problemas de las riendas y apartó con un giro a la criatura de la trayectoria de las flechas. Khadgar intentó la misma maniobra, mientras el cálido, falso y reconfortante recuerdo en su mente le decía que esta era la forma correcta de virar. Pero, a diferencia de Medivh, Khadgar montaba demasiado adelantado en su montura, y no pudo tirar de las riendas con suficiente fuerza. El grifo giró, pero no lo bastante para evitar todas las flechas. Una de punta dentada atravesó las plumas del ala derecha, y la gran bestia dejó escapar un grito de dolor, sacudiéndose en vuelo e intentando desesperadamente batir las alas para evitar las flechas. Khadgar estaba desequilibrado, y no logró recuperar el control. En el espacio de un latido, sus manos se soltaron de las riendas y las rodillas se le resbalaron de los costados del grifo. Al no estar ya bajo su mando, el grifo se encabritó, derribando a Khadgar de su lomo. El joven alargó la mano tratando de agarrar las riendas. Las tiras de cuero rozaron la punta de sus dedos y luego desaparecieron en la noche, junto con su montura. Y Khadgar cayó hacia la oscuridad armada que aguardaba debajo.

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CAPÍTULO CUATRO BATALLA Y CONSECUENCIAS l aire se le escapó a Khadgar de los pulmones cuando golpeó el suelo. La tierra estaba suelta bajo sus dedos, y se dio cuenta de que había caído en una duna baja de sedimentos arenosos depositados en uno de los bordes de la loma. El joven mago se puso en pie trabajosamente. Desde el aire la loma parecía un incendio forestal. Desde el suelo parecía una puerta al mismo infierno. Los carromatos ya estaban casi consumidos por el fuego, y sus contenidos desparramados y ardiendo por toda la elevación. Los rollos de tela habían sido desenrollados sobre la tierra, los barriles habían sido agujereados y se estaban vaciando, y la comida había sido saqueada y tirada por el suelo. A su alrededor también había cuerpos, siluetas humanas vestidas con armaduras ligeras. Se veía el brillo ocasional de un casco o una espada. Esos serían los guardias de la caravana, que habían fracasado en su misión. Khadgar encogió un hombro dolorido, pero lo notó magullado en vez de roto. Incluso a pesar de la arena, debería haber caído más fuerte. Agitó la cabeza con fuerza. El dolor que le quedaba del conjuro de Medivh pesaba menos que los múltiples padecimientos por el resto del cuerpo. Hubo movimiento entre el desastre, y Khadgar se agachó. Unas voces se comunicaban a ladridos en una lengua desconocida, un lenguaje que a Khadgar le resultaba gutural y blasfemo. Lo estaban buscando. Lo habían visto caerse de su montura y ahora lo estaban buscando. Mientras observaba, unas figuras encorvadas avanzaron arrastrando los pies por entre los restos, dejando ver siluetas jorobadas cuando pasaban ante las llamas. Algo se le vino a la cabeza a Khadgar, pero no lograba situarlo. Empezó a retroceder desde el claro, con la esperanza de que la oscuridad lo mantuviera oculto de las criaturas.

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Pero no fue así. Tras él se partió una rama, o una bota pisó un montón de hojas, o una armadura de cuero se enredó brevemente en un arbusto. En cualquier caso, Khadgar supo que no estaba solo y se dio la vuelta para ver… A una monstruosidad proveniente de su visión. Una burla de la humanidad en verde y negro. No era tan grande como las criaturas de su ensoñación, ni tan corpulento, pero seguía siendo una criatura de pesadilla. Su recia mandíbula inferior estaba dominada por unos colmillos que salían hacia arriba, y sus demás rasgos eran pequeños y siniestros. Por primera vez, Khadgar se dio cuenta de que tenía las orejas grandes y puntiagudas. Posiblemente lo habría oído ante de verlo. Su armadura era negra, pero de cuero, no de metal como en su sueño. En la mano la criatura llevaba una antorcha que resaltaba sus marcados rasgos faciales, haciéndolo aún más monstruoso. En la otra mano la criatura empuñaba una lanza decorada con una hilera de pequeños objetos blancos. Con un sobresalto, Khadgar se dio cuenta de que los objetos eran orejas humanas, trofeos de la masacre que los rodeaba. Todo esto le vino a Khadgar en un instante, en el encuentro repentino entre hombre y monstruo. La bestia apuntó al joven con la lanza grotescamente decorada y emitió un pavoroso desafío… Desafío que quedó interrumpido cuando el joven mago pronunció una palabra de poder, levantó una mano y desencadenó un pequeño rayo de energía contra el vientre de la criatura. La bestia cayó hecha un ovillo, y el aullido se interrumpió. Una parte de su mente estaba aturdida por lo que acababa de hacer, la otra sabía que había visto de lo que estas criaturas eran capaces, en la visión en Karazhan. La criatura había avisado a otros miembros de su tropa, y ahora se escuchaban aullidos de guerra en torno al campamento. Dos, cuatro, una docena de esas parodias de hombre, todas convergiendo sobre su posición. Y peor aún, del propio pantano salían más aullidos. Khadgar sabía que no tenía poder para repelerlos a todos. Invocar un rayo místico era suficiente para debilitarlo. Otro más lo pondría en serio peligro de desmayarse. ¿Quizá debería intentar huir? Pero estos monstruos probablemente conocían la oscura ciénaga que los rodeaba mejor que él. Si se quedaba en la loma de arena, lo encontrarían. Si huía al pantano, ni siquiera Medivh sería capaz de localizarlo. Khadgar levantó la vista al cielo, pero no había ni rastro del mago ni de los grifos. ¿Había aterrizado Medivh en algún lugar y se acercaba sigilosamente a los monstruos? ¿O había vuelto con el contingente humano del sur para traerlo aquí?

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O, pensó lúgubremente Khadgar, ¿había cambiado el volátil temperamento de Medivh y se había olvidado de que llevaba a alguien consigo en el vuelo? Khadgar miró rápidamente a la oscuridad y luego otra vez al lugar de la emboscada. Había más sombras moviéndose alrededor del fuego, y más aullidos. Khadgar recogió la grotesca lanza con trofeos y anduvo con determinación hacia el fuego. Puede que no fuera capaz de disparar más de uno o dos rayos místicos, pero los monstruos no lo sabían. Quizá fueran tan tontos como parecían. Y tuvieran tan poca experiencia con los magos como él con ellos. Y los sorprendió, vaya sí lo hizo. La última cosa que esperaban era que su víctima, la víctima que habían derribado de su montura voladora, apareciese de repente al filo de la luz de las hogueras, empuñando la lanza-trofeo de uno de sus centinelas. Khadgar arrojó la lanza al fuego, y esta chisporroteó al aterrizar. El joven mago invocó un poco de llama, una pequeña bola, y la sostuvo en la mano. Abrigó la esperanza de que iluminara sus rasgos tan amenazadoramente como la antorcha había iluminado los del guardia. Más le valía. —Abandonen este lugar —gritó Khadgar, rezando para que su cansada voz no se quebrara—. Abandonen este lugar o morirán. Uno de los brutos más grandes dio dos pasos al frente y Khadgar murmuró una palabra de poder. Las energías místicas se condensaron en torno a la mano que sostenía la llama y golpearon al verde inhumano de lleno en la cara. El bruto tuvo el tiempo justo de llevarse una mano dotada de garras al rostro destrozado antes de caer. —¡Huyan! —gritó Khadgar, tratando de dar a su voz el tono más grave posible—. Huyan o enfrentarán el mismo destino. —Tenía el estómago helado, e intentaba no mirar fijamente a la criatura que ardía. Una lanza voló desde la oscuridad, y con sus últimas energías Khadgar invocó un poco de aire, el justo para desviarla a un lado. Cuando lo hizo se sintió débil. Eso era lo último que podía hacer. Sus energías estaban completamente agotadas. Iba siendo un buen momento para que funcionase su farol. Las criaturas que lo rodeaban, sobre una docena visible, dieron un paso atrás, y luego otro. Un grito más, se dio cuenta Khadgar, y huirían de vuelta al pantano, dándole el tiempo suficiente para escapar. Ya había decidido huir hacia el sur, hacia el campamento del ejército. En vez de eso se oyó una risa sonora y carcajeante que le heló la sangre. Los guerreros verdes se apartaron y otra figura avanzó arrastrando los pies. Era más delgado y más jorobado que los demás, y vestía una túnica del color de la sangre coagulada. El color

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del cielo en la visión de Khadgar. Sus rasgos eran tan verdes y tan deformes como los de los demás, pero este tenía un brillo de inteligencia salvaje en los ojos. Extendió la mano con la palma hacia arriba, sacó una daga y se pinchó en la palma con la punta. La sangre rojiza se acumuló en el hueco de la palma. La bestia de la túnica pronunció una palabra que hacía daño a los oídos, y la sangre estalló en llamas. —¿Humano quiere jugar? —dijo el monstruo de la túnica en un rudimentario lenguaje humano—. ¿Quiere jugar a los conjuros? ¡Nothgrin puede jugar! —Váyanse ahora —intentó Khadgar—. Váyanse ahora o mueran. Pero la voz del joven mago se quebró en ese momento y el espantajo de la túnica se limitó a reírse. Khadgar recorrió con la mirada la zona que los rodeaba, buscando el mejor sitio para huir, preguntándose si podría hacerse con una de las espadas de los guardias que había en el suelo. Se preguntó si este Nothgrin jugaba de farol como él. Nothgrin dio un paso hacia Khadgar y dos de las bestias que estaban a la derecha del hechicero gritaron de repente y estallaron en llamas. Sucedió con una rapidez que los conmocionó a todos, Khadgar incluido. Nothgrin se giró hacia las criaturas que ardían, para ver a dos más unirse a ellas, estallando en llamas como ramitas secas. Estas también gritaron y doblaron las rodillas, cayendo al suelo. En el sitio que habían ocupado las criaturas ahora se encontraba Medivh. Parecía resplandecer por sí mismo, eclipsando a la hoguera principal, los carromatos que se quemaban y los cadáveres que ardían en el suelo, absorbiendo la luz. Parecía radiante y relajado. Sonrió a las criaturas reunidas y fue una sonrisa salvaje y brutal. —Mi aprendiz les ordenó que se largaran —dijo Medivh—. Deberían haber cumplido sus órdenes. Una de las bestias emitió un bramido y el Magus lo silenció con un gesto de la mano. Algo duro e invisible golpeó a la bestia de lleno en la cara, y hubo un crujido de ruptura cuando la cabeza se le separó del cuerpo y rodó hacia atrás, golpeando el suelo solo momentos antes de que el cuerpo del ser cayera a la arena. El resto de las criaturas retrocedieron un paso titubeando, y luego salieron huyendo hacia la noche. Solo el cabecilla, el entunicado Nothgrin, se mantuvo firme, y su sobredimensionada mandíbula se abrió por la sorpresa. —Nothgrin te conoce, humano —siseó—. Tú eres el que… El resto de lo que iba a decir la criatura desapareció en un alarido cuando Medivh hizo un gesto con la mano y la bestia comenzó a flotar en una ráfaga de viento y fuego. Fue levantada en el aire, gritando, hasta que al fin sus pulmones reventaron por la tensión y los restos de su cuerpo calcinado cayeron como copos de nieve negra.

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Khadgar miró a Medivh, y el mago sonreía enseñando los dientes de pura satisfacción. La sonrisa se desvaneció cuando vio el rostro ceniciento de Khadgar. —¿Estás bien, chico? —preguntó. —Bien —dijo Khadgar, sintiendo cómo el cansancio lo abrumaba. Trató de sentarse pero acabó desplomándose de rodillas, con la mente agotada y vacía. Medivh estuvo a su lado enseguida, poniéndole la mano en la frente. Khadgar trató de apartarlo, pero comprobó que no le quedaban fuerzas. —Descansa —le dijo Medivh—. Recupera la energía. Lo peor ya ha pasado. Khadgar asintió parpadeando. Miró los cuerpos alrededor del fuego. Medivh podía haberlo matado con la misma facilidad en la biblioteca. Entonces, ¿qué había detenido su mano? ¿Algún asomo de reconocimiento a Khadgar? ¿Algún recuerdo o algo de humanidad? —Esas cosas —logró articular el joven mago, casi farfullando—. ¿Qué eran? —Orcos —dijo el Magus—. Eso eran orcos. Ahora basta de preguntas por el momento. Al este el cielo empezaba a iluminarse. Al sur se oía el resonar de cuernos cantarines y poderosos cascos de caballo. —La caballería al fin —dijo Medivh con un suspiro—. Demasiado ruidosa y demasiado tarde, pero no se te vaya a ocurrir decírselo. Pueden encargarse de los rezagados. Ahora descansa. La patrulla hizo un barrido por el campamento y luego la mitad desmontó y el resto siguió avanzando por el camino. Los jinetes empezaron a inspeccionar los cadáveres. Se asignó un destacamento para enterrar a los miembros de la caravana. Los pocos orcos muertos a los que Medivh no había hecho arder fueron recogidos y arrojados a la hoguera principal, y sus cuerpos se carbonizaron mientras su carne se hacía cenizas. Khadgar no recordaba que Medivh lo hubiera dejado, pero este volvió con el comandante de la patrulla. El comandante era un hombre mayor, robusto, con el rostro curtido por el combate y las campañas. Su barba negra tiraba más a canosa, y el pelo le había retrocedido hasta más allá de la coronilla. Era un hombre enorme, de aspecto aún más imponente por su armadura de placas y su voluminosa capa. Sobre uno de los hombros, Khadgar pudo ver la empuñadura de un espadón, con enormes gavilanes enjoyados. —Khadgar, este es Lord Anduin Lothar —dijo Medivh—. Lothar, este es mi aprendiz, Khadgar, de los Kirin Tor. La cabeza de Khadgar le daba vueltas, y lo primero en que cayó fue en el nombre. Lord Lothar. El Campeón Real, compañero de la infancia del rey Llane y de Medivh. La

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espada que llevaba a la espalda debía de ser el Mandoble Real, dedicado a la defensa de Azeroth y… ¿acababa Medivh de decir que Khadgar era su aprendiz? Lothar se inclinó para ponerse a la altura del joven y lo miró sonriendo. —Así que al fin conseguiste un aprendiz. Tuviste que ir hasta la Ciudadela Violeta para encontrar uno, ¿eh, Med? —Para encontrar uno con los suficientes méritos, sí. —Y si los hechiceros locales se molestan, mejor que mejor, ¿eh? Oh, vamos, no me mires así, Medivh. ¿Qué ha hecho este para impresionarte? —Psche, lo de siempre —respondió Medivh, enseñando los dientes con una sonrisa feroz—. Me ordenó la biblioteca, domó un grifo a la primera. Se fue él solo contra estos orcos, brujo incluido. Lothar dejó escapar un silbido. —Organizó tu biblioteca. Estoy impresionado. —Una sonrisa destelló bajo su canoso mostacho. —Lord Lothar —logró decir al fin Khadgar—. Su destreza es conocida incluso en Dalaran. —Descansa, muchacho —dijo Lothar apoyando un pesado guantelete en el hombro del joven mago—. Atraparemos al resto de esas criaturas. Khadgar negó con la cabeza. —No, no si se mantienen sobre la carretera. El Campeón Real pareció sorprendido, y Khadgar no estuvo seguro de si fue por su presunción o por sus palabras. —Me temo que el chico tiene razón —dijo Medivh—. Los orcos se han metido en el pantano. Parecen conocer la Ciénaga Negra mejor que nosotros, y eso es lo que los hace tan efectivos aquí. Nosotros nos mantenemos junto a los caminos y ellos se mueven por donde quieren. Lothar se rascó la nuca con el guantelete. —A lo mejor podríamos tomar prestados algunos de esos grifos tuyos para explorar. —Los enanos que los entrenaron puede que tengan su propia opinión acerca de prestar sus grifos —dijo Medivh—. Pero quizá deberías hablar con ellos, y también con los gnomos. Tienen algunos aparatejos e ingenios voladores que podrían ser más apropiados para explorar. Lothar asintió y se frotó la mejilla. —¿Cómo sabías que estaban aquí? —Encontré uno de sus exploradores de avanzadilla cerca de mis dominios —dijo Medivh, con la misma tranquilidad que si estuviera hablando del tiempo—. Logré P á g i n a | 49

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sacarle que había una partida grande con intención de hacer incursiones a lo largo de la carretera de la Ciénaga. Tenía la esperanza de llegar a tiempo de avisarlos. —Contempló la devastación que los rodeaba. La luz del sol hacía poco por mejorar la apariencia de la zona. Los fuegos más pequeños se habían extinguido, y el aire olía a carne de orco quemada. Una pálida neblina flotaba sobre el lugar de la emboscada. Un joven soldado, poco mayor que Khadgar, llegó corriendo hasta ellos. Habían encontrado un superviviente, uno que estaba en un estado bastante lastimoso, pero vivo. ¿Podía el Magus venir enseguida? —Quédate con el chico —dijo Medivh—. Sigue un poco aturdido por todo lo que ha pasado. Y con eso el archimago atravesó a grandes zancadas el suelo calcinado y ensangrentado, con sus largas vestiduras ondeando tras él como una bandera. Khadgar trató de levantarse y seguirlo, pero el Campeón Real le puso el pesado guantelete en el hombro y lo retuvo. Khadgar solo se resistió un instante, y luego volvió a sentarse. Lothar lo observó con una sonrisa. —Así que el viejo cuervo tiene por fin un asistente. —Aprendiz —dijo débilmente Khadgar, aunque sentía el orgullo crecer en su pecho. El sentimiento le trajo nuevas fuerzas a su mente y a sus miembros—. Ha tenido muchos asistentes. No duraron. O eso he oído. —Oh-oh —dijo Lothar—. Yo recomendé unos cuantos de esos asistentes, y volvieron con historias de una torre encantada y de un mago loco y exigente. ¿Qué opinas de él? Khadgar parpadeó un instante. En las doce últimas horas Medivh lo había atacado, le había metido conocimientos en la cabeza, lo había arrastrado a través del continente a lomos de un grifo y lo había dejado enfrentarse a un puñado de orcos antes de bajar a rescatarlo. Por otro lado, lo había convertido en su aprendiz. Su estudiante. Carraspeó. —Es más de lo que me esperaba. Lothar volvió a sonreír, y había una genuina calidez en su sonrisa. —Es más de lo que nadie se espera. Esa es una de sus cosas buenas. —Lothar pensó unos instantes—. Esa es una respuesta muy política y muy cortés. Khadgar logró sonreír débilmente. —Lordaeron es una tierra muy política y muy cortés. —Ya me he dado cuenta en el consejo real. Los embajadores de Dalaran pueden decir sí y no al mismo tiempo, a la vez que no dicen nada. Sin ánimo de insultar. —No es insulto, milord —dijo Khadgar. Lothar miró al muchacho. P á g i n a | 50

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—¿Cuántos años tienes, chico? Khadgar lo miró. —Diecisiete, ¿por qué? Lothar movió la cabeza y gruñó. —Eso podría tener sentido. —¿Tener sentido cómo? —Med… quiero decir, Lord magus Medivh, era joven, varios años más joven que tú, cuando cayó enfermo. Como resultado, nunca tuvo mucho trato con gente de tu edad. —¿Enfermo? —dijo Khadgar—. ¿El Magus estuvo enfermo? —Gravemente —respondió Lothar—. Cayó en un profundo sueño, un coma lo llamaron. Llane y yo lo dejamos en la Abadía de Villanorte, y los santos hermanos lo alimentaron con caldo para impedir que se consumiera hasta morir. Estuvo así durante años y entonces, bang, se despertó. Fresco como una rosa. O casi. —¿Casi? —preguntó Khadgar. —Bueno, se había perdido la mayor parte de la adolescencia, y unas cuantas décadas más. Cayó en sopor siendo adolescente y se despertó como hombre adulto. Siempre me ha preocupado que lo afectase. Khadgar pensó acerca del volátil temperamento del archimago, sus bruscos cambios de humor y el deleite casi infantil con el que se había enfrentado al combate contra los orcos. Si Medivh fuera un hombre más joven ¿tendrían sentido sus actos? —Su coma —dijo Lothar moviendo la cabeza al recordar—, no fue natural. Med lo llama «siesta», como si fuera perfectamente normal. Pero nunca descubrimos por qué pasó. Puede que el Magus lo haya descifrado, pero no muestra interés por el tema, ni siquiera cuando le he preguntado. —Soy el aprendiz de Medivh —se limitó a decir Khadgar—. ¿Por qué me cuenta esto? Lothar suspiró hondamente y miró hacia el horizonte, sobre la loma desgarrada por la batalla. Khadgar se dio cuenta de que el Campeón Real era un individuo básicamente honesto que no duraría ni día y medio en Dalaran. Sus emociones se reflejaban con claridad en su rostro curtido y franco. Lothar chasqueó la lengua. —Para ser honesto, me preocupa —dijo—. Así solo en su torre… —Tiene un senescal. Y está Cocinas —terció Khadgar. —… con toda su magia —siguió Lothar—. Parece tan solo… Recluido allí, en las montañas. Me preocupa. Khadgar asintió y pensó para sí: Y por eso intentaste meter allí aprendices de Azeroth. Para espiar a tu amigo. Te preocupas por él, pero también por su poder. P á g i n a | 51

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—Le preocupa que esté bien —dijo Khadgar en voz alta. Lothar se encogió de hombros, demostrando lo preocupado que estaba y lo dispuesto que estaba a fingir lo contrario. —¿Qué podría hacer para ayudarlos? —preguntó Khadgar—. Ayudarlo a él y ayudarle a usted. —Échale un ojo —dijo Lothar—. Si eres su aprendiz, debería pasar más tiempo contigo. No quiero que… —¿Caiga en otro coma? —sugirió Khadgar. En un momento en que de repente hay orcos por todas partes. Por su lado, Lothar lo recompensó volviendo a encogerse de hombros. Khadgar le dedicó su mejor sonrisa. —Me sentiría honrado de ayudarlos a ambos, Lord Lothar. Sepa que mi lealtad pertenece primero al archimago, pero si hay cualquier cosa que un amigo debería saber, se la comunicaré. Otra palmada con el pesado guantelete. Khadgar estaba maravillado ante lo mal que ocultaba Lothar sus preocupaciones. ¿Eran todos los nativos de Azeroth tan abiertos e ingenuos? Incluso ahora, Khadgar podía ver que había algo más de lo que Lothar quería hablar. —Hay algo más —dijo el hombre; Khadgar se limitó a asentir cortésmente—. ¿Te ha hablado el Lord Magus del Guardián? —preguntó. Khadgar pensó en fingir que sabía más de lo que en realidad sabía, para sacarle más información a este hombre mayor y sincero. Pero a medida que el pensamiento le pasaba por la cabeza lo fue desechando. Mejor limitarse a la verdad. —He oído el nombre de labios de Medivh —dijo Khadgar—, pero no sé ningún detalle. —Ah —dijo Lothar—. Entonces dejémoslo como si yo no te hubiera dicho nada. —Estoy seguro de que ya lo hablaremos cuando sea el momento —añadió Khadgar. —Sin duda —dijo Lothar—. Pareces de confianza. —Después de todo solo llevo unos días como su aprendiz —dijo Khadgar sin mucho énfasis. Lothar levantó las cejas. —¿Unos días? ¿Exactamente cuánto llevas como aprendiz de Medivh? —¿Contando hasta el amanecer de mañana? —dijo Khadgar, y se permitió una sonrisa—. Un día. Medivh escogió ese momento para volver, con un aspecto más demacrado que el de antes. Lothar levantó la mirada con una expectante interrogación, pero el Magus se limitó a P á g i n a | 52

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negar con la cabeza. Lothar frunció el ceño, y tras intercambiar unas cuantas cortesías se fue para supervisar lo que quedaba de la recogida de restos y la limpieza. La mitad de la patrulla que se había adelantado por la carretera había vuelto, sin encontrar nada. —¿Listo para viajar? —preguntó Medivh. Khadgar se levantó, y la loma arenosa en medio de la Ciénaga Negra pareció un barco cabeceando en el mar embravecido. —Lo suficiente —dijo—. Aunque no sé si podré manejar un grifo, incluso con… —dejó inacabada la frase, pero se tocó la frente. —No importa —dijo Medivh—. Tu montura se asustó con las flechas y se dirigió hacia las tierras altas. Tendremos que ir los dos en la mía. Se llevó a los labios un silbato tallado con runas y emitió una serie de pitidos cortos y secos. Lejos en lo alto se oyó el graznido de un grifo que volaba en círculos sobre ellos. Khadgar levantó la vista. —Así que soy su aprendiz —dijo. —Sí —dijo Medivh, su rostro era una máscara de serenidad. —Pasé sus pruebas —dijo el joven. —Sí —dijo Medivh. —Me siento honrado —dijo Khadgar. —Me alegro de que sea así —dijo Medivh, y el espectro de una sonrisa cruzó su cara—. Porque ahora empieza la parte difícil.

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CAPÍTULO CINCO GRANO DE ARENA EN EL RELOJ

—L

os he visto antes —dijo Khadgar. Hacía siete días de la batalla en el pantano. Tras su vuelta a la torre (y un día de descanso por parte de Khadgar), el aprendizaje del joven mago había empezado en serio. La primera hora del día, antes del desayuno, Khadgar practicaba sus conjuros bajo la tutela de Medivh. Desde el desayuno hasta el almuerzo, y desde el almuerzo hasta última hora de la tarde, Khadgar ayudaba al mago en diversas tareas. Estas consistían en tomar notas mientras Medivh leía números, en correr a la biblioteca para tomar este o aquel libro, o simplemente en sostener una serie de herramientas mientras el Magus trabajaba. Que era lo que estaba haciendo en este preciso instante, cuando finalmente Khadgar se sintió lo bastante cómodo con el mago como para contarle lo que sabía de la emboscada. —¿Visto antes a quiénes? —replicó su mentor mientras observaba su actual experimento a través de una gran lente. El archimago llevaba en los dedos unos pequeños dedales puntiagudos que acababan en unas agujas imposiblemente finas. Estaba ajustando algo que parecía ser un abejorro mecánico, el cual movía las pesadas alas cuando las agujas lo tocaban. —A los orcos —dijo Khadgar—. Ya había visto antes a los orcos contra los que combatimos. —No lo mencionaste al llegar —dijo Medivh abstraídamente, mientras sus dedos bailaban con una extraña precisión, sacando y metiendo las agujas en el aparato—. Recuerdo haberte preguntado acerca de otras razas. No lo dijiste. ¿Dónde los has visto? —En una visión, poco después de llegar aquí —dijo Khadgar. —Ah, tuviste una visión. Bueno, aquí las tiene mucha gente, ya sabes. Probablemente te lo haya dicho Moroes, es un poco charlatán. P á g i n a | 54

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—He tenido una, o puede que dos. De la que estoy seguro es de una de un campo de batalla, y estas criaturas, estos orcos, estaban allí, atacándonos. Quiero decir, atacando a los humanos con los que yo estaba. —Hmmm —dijo Medivh, y la punta de su lengua apareció bajo su bigote mientras movía con delicadeza las agujas por el tórax de cobre del abejorro. —Y yo no estaba aquí —siguió Khadgar—. No en Azeroth, ni en Lordaeron. El cielo era rojo como la sangre. Medivh se puso rígido como si hubiera recibido una descarga eléctrica. El intrincado ingenio que había bajo sus herramientas destelló brillante cuando se accionaron las piezas equivocadas, luego gritó… y murió. —¿Cielos rojos? —dijo, dejando a un lado el trabajo y mirando con severidad a Khadgar. Una energía intensa e implacable parecía bailar en el ceño del hombre, y los ojos de Magus eran del verde del mar azotado por la tormenta. —Rojo. Como la sangre —dijo Khadgar. El joven había pensado que se estaba acostumbrando al temperamento brusco y volátil de Medivh, pero esto lo golpeó como un puñetazo. El mago mayor dejó escapar un siseo. —Háblame de ello. El mundo, los orcos, el cielo —ordenó Medivh, su voz fría como el acero—. Dímelo todo. Khadgar narró la visión de su primera noche allí, mencionando todo lo que podía recordar. Medivh lo interrumpía constantemente; cómo vestían los orcos, cómo era el mundo. Qué había en el cielo, en el horizonte. Si había algún estandarte entre los orcos… Khadgar sentía que sus pensamientos eran diseccionados y examinados. Medivh le sacaba la información sin esfuerzo. Khadgar se lo dijo todo. Todo excepto los extraños y familiares ojos del comandante mago-guerrero. No le parecía bien mencionarlo, y las preguntas de Medivh parecían centrase más en el mundo de cielos rojos y en los orcos que en los defensores humanos. Mientras describía la visión, el Magus pareció calmarse, pero el mar encrespado permaneció bajo sus pobladas cejas. Khadgar no veía necesidad alguna de molestarlo más. —Curioso —dijo Medivh, lenta y pensativamente, después de que Khadgar hubiera acabado. El archimago se recostó en la silla y tamborileó en sus labios con un dedo rematado en una aguja. El silencio colgaba en la habitación como una mortaja—. Esa es una nueva. De hecho, una muy nueva —dijo al fin. —Señor —empezó a decir Khadgar. —Medivh —le recordó el archimago. —Medivh, señor —volvió a comenzar Khadgar—. ¿De dónde vienen esas visiones? ¿Son ecos de algún pasado o presagios del futuro? P á g i n a | 55

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—Las dos cosas —dijo Medivh recostándose en la silla—. Y ninguna de ellas. Ve a por una jarra de vino a la cocina. Por hoy he acabado con el trabajo, me temo. Es casi la hora de cenar y puede que esto requiera de algunas explicaciones. Cuando Khadgar volvió, Medivh había hecho un fuego en la chimenea y se estaba acomodando en uno de los sofás. Sostenía dos tazas. Khadgar sirvió, y el dulce aroma del vino tinto se mezcló con el humo del cedro. —¿Bebes? —preguntó Medivh en una ocurrencia un poco tardía. —Un poco —dijo Khadgar—. En la Ciudadela Violeta es costumbre servir vino en la cena. —Sí —dijo Medivh—. No les haría falta si se libraran de las tuberías de plomo de su acueducto. Pero, bueno, habías preguntado por las visiones. —Sí, vi lo que te he descrito, y Moroes… —Khadgar dudó por unos instantes, preocupado por echar más leña al fuego de la reputación de correveidile de Moroes, pero decidió seguir—. Moroes dijo que no era el único. Que la gente veía cosas todo el tiempo. —Moroes tiene razón —dijo Medivh tomando un largo sorbo del vino y chasqueando la lengua—. Una cosecha tardía, nada mala desde luego. Que esta torre sea un lugar de poder no debería sorprenderte. Los magos se sienten atraídos por estos sitios. Estos lugares suelen ser donde el universo se debilita, lo que hace que se doble sobre sí mismo, o quizá incluso permitiendo el paso hacia el Vacío Abisal, o hasta otros mundos completamente distintos. —Entonces ¿qué fue lo que vi? —Lo interrumpió Khadgar—. ¿Otro mundo? Medivh levantó una mano para hacer que el joven se callara. —Solo estoy diciendo que hay sitios de poder, que por una razón u otra se convierten en fuentes de gran poder. Uno de tales lugares se encuentra aquí, en las Montañas Crestagrana. Una vez hace mucho explotó aquí algo poderoso, que excavó el valle y debilitó la realidad a su alrededor. —Y por eso la buscaste —terció Khadgar. Medivh negó con la cabeza. —Eso es una teoría —dijo. —Dices que hubo una explosión hace mucho que creó este sitio, y lo convirtió en un centro de poder mágico. Entonces viniste… —Sí —dijo Medivh—. Eso es totalmente cierto, si lo miras de forma lineal. Pero ¿qué sucedería si la explosión sucedió porque en algún momento yo vendría aquí y el sitio tenía que estar preparado para mí? El rostro de Khadgar se encogió. —Pero las cosas no pasan así.

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—En el mundo normal, no, no son así —dijo Medivh—. Pero la magia es el arte de circunvalar lo normal. Por eso los debates filosóficos en las estancias de los Kirin Tor son tan inservibles. Intentan imponer la racionalidad al mundo y regular sus movimientos. Las estrellas se mueven ordenadamente por el cielo, las estaciones van una tras otra con la regularidad del reloj y los hombres viven y mueren. Si eso no sucede, es magia, la primera distorsión del universo, unas tablas torcidas que están esperando unas manos laboriosas que las enderecen. —Pero para que pasase eso de que la zona estuviera preparada para ti… —empezó Khadgar. —El mundo tendría que ser muy diferente de lo que parece —respondió Medivh—. Y a fin de cuentas lo es en verdad. ¿Cómo funciona el tiempo? A Khadgar no lo dejó demasiado descolocado el aparente cambio de tema de Medivh. —¿El tiempo? —Lo usamos, confiamos en él, lo medimos, pero ¿qué es? —Medivh sonreía sobre el borde de su taza. —El tiempo es una progresión regular de instantes. Como los granos de un reloj de arena —dijo Khadgar. —Una analogía excelente —dijo Medivh—. Una que iba a usar yo mismo, y luego comparar el reloj de arena con el reloj mecánico. ¿Ves las diferencias entre ambos? Khadgar negó con la cabeza lentamente mientras Medivh sorbía el vino. Finalmente el mago habló. —No, no es que seas tonto, chico. Es que es un concepto algo duro de asimilar. El reloj es una simulación mecánica del tiempo, y cada instante está controlado por un giro de los engranajes. Puedes mirar a un reloj y saber que todo avanza con una pulsación del muelle, un giro de los engranajes. Se sabe lo que viene, porque el relojero lo ha construido así. —Vale —dijo Khadgar—. El tiempo es como un reloj mecánico. —Ah, pero también es como un reloj de arena —dijo el mago alargando la mano hasta uno que había en la repisa y dándole la vuelta. Khadgar miró el reloj e intentó recordar si estaba allí antes de que él trajera el vino, o siquiera antes de que Medivh hubiera alargado la mano para tomarlo. —El reloj de arena también mide el tiempo, ¿verdad? —Dijo Medivh—. Y sin embargo nunca sabes qué partícula de arena se moverá de la mitad superior a la mitad inferior en un momento dado. Si pudieras numerar los granos de arena, el orden sería algo diferente cada vez. Pero el resultado final siempre es el mismo; toda la arena ha pasado de

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arriba abajo. El orden en el que pasa es lo de menos. —Los ojos del hombre mayor se iluminaron por un instante—. ¿Y? —preguntó. —Y —dijo Khadgar— estás diciendo que puede que no importe si estableciste aquí la torre porque una explosión creó este valle y retorció la naturaleza de la realidad a su alrededor, o si la explosión sucedió porque en un momento dado vendrías aquí y la naturaleza del universo necesitaba darte las herramientas que querías para quedarte. —Lo bastante cerca —dijo Medivh. —Así que esas visiones son granos de arena —dijo Khadgar. Medivh frunció ligeramente el ceño pero el joven siguió—. Si la torre es un reloj de arena, y no un reloj mecánico, entonces hay granos de arena, del tiempo mismo, moviéndose por ella constantemente. Están sueltos o se solapan unos con otros, así que podemos verlos, pero no con claridad. Algunos son parte del pasado y otros son parte del futuro. ¿Puede que algunos sean de otros mundos? Medivh ahora estaba sumido en sus pensamientos. —Es posible. Buena nota. Bien pensado. Lo que hay que tener en mente es que esas visiones son solo eso. Visiones. Van y vienen. Si la torre fuera un reloj mecánico se moverían con regularidad y sería fácil explicarlas. Pero como la torre es un reloj de arena, esto no es así. Se mueven a su propio ritmo, y nos desafían a que desentrañemos su caótica naturaleza. —Medivh se recostó en su asiento—. Algo con lo que yo estoy muy cómodo, por cierto. No me gustaría un universo ordenado y bien planeado. —¿Pero has buscado alguna vez una visión concreta? ¿Habría alguna forma de descubrir un futuro concreto y asegurarse de que sucediera? —añadió Khadgar. La actitud de Medivh se volvió hosca. —O asegurarse de que nunca llegara a suceder —dijo—. No, hay cosas que incluso un archimago respeta y de las que procura mantenerse alejado. Esta es una de ellas. —Pero… —Nada de peros —dijo Medivh, levantándose y dejando su taza vacía en la repisa—. Ahora que has bebido algo de vino, veamos cómo afecta a tu control mágico. Haz levitar mi taza. Khadgar frunció el ceño y se dio cuenta de que la voz se le había ido haciendo cada vez más confusa. —Pero si hemos estado bebiendo. —Exactamente —dijo el archimago—. Nunca sabrás qué granos de arena te tirará a la cara el universo. Puedes decidir estar siempre vigilante y preparado, despreciando la vida como la conocemos, o estar dispuesto a disfrutar de ella y pagar el precio. Ahora intenta hacer levitar la taza.

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Khadgar no se dio cuenta hasta ese mismo instante de cuánto había bebido, e intentó aclarar la niebla de su mente y levantar de la repisa la pesada taza de cerámica. Unos momentos después se dirigía hacia la cocina, en busca de una escoba y un recogedor. A última hora de la tarde, Khadgar tenía el tiempo libre para practicar e investigar, mientras Medivh se ocupaba de otros asuntos. Khadgar se preguntaba qué serían esos otros asuntos, pero suponía que incluían la correspondencia, puesto que dos veces por semana llegaba un enano montado en un grifo hasta la cima de la torre con una saca, y se iba con otra saca más grande. Medivh dio permiso al joven para usar a su antojo la biblioteca en sus investigaciones, incluyendo la miríada de preguntas que sus antiguos maestros de la Ciudadela Violeta le habían solicitado. —Mi única exigencia —le dijo Medivh con una sonrisa— es que me enseñes lo que escribas antes de enviarlo. —Khadgar debió mostrarse turbado ante esto, ya que Medivh añadió—: No es que tema que me ocultes algo, Joven Confianza, es que odiaría que ellos supieran algo que a mí se me hubiera olvidado. Así que Khadgar se zambulló en los libros. Para Guzbah encontró un antiguo pergamino en buenas condiciones con un poema épico; sus estrofas numeradas detallaban con precisión una batalla entre la madre de Medivh, Aegwynn, y un demonio anónimo. A Lady Delth le hizo un listado de los mohosos volúmenes élficos de la biblioteca. Y por encargo de Alonda buceó en todos los bestiarios que pudo leer, aunque no logró hacer que las especies conocidas de troll pasaran de cuatro. Khadgar también pasaba su tiempo libre con sus ganzúas y sus conjuros de apertura particulares. Seguían intentando dominar aquellos libros que habían frustrado sus intentos iniciales de abrirlos. Esos volúmenes tenían sobre ellos poderosas magias, y podía pasar horas entre conjuros de adivinación antes de conseguir siquiera la primera pista de la clase de conjuros que protegían su contenido. Y, por último, estaba el asunto del Guardián. Medivh lo había mencionado, y Lord Lothar había supuesto que el Magus se lo había confiado al joven, y el Campeón Real se había echado atrás enseguida cuando había descubierto que no era el caso. El Guardián, al parecer, era un fantasma, ni más ni menos que las visiones temporales que parecían moverse por la torre. Había una breve mención de un Guardián (siempre con mayúscula) en este libro élfico; alguna referencia en las crónicas reales de Azeroth acerca de un Guardián asistiendo a esta boda o aquel funeral, o estando en la vanguardia de algún ataque. Siempre presente pero nunca identificado. Este Guardián, ¿era un título? ¿O, como la supuestamente casi inmortal madre de Medivh, un solo ser?

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También había otros fantasmas vinculados a este Guardián. Una orden de alguna clase, una organización. ¿Sería el Guardián un guerrero sagrado? Y la palabra Tirisfal había sido escrita en el margen de un grimorio y luego borrada, de forma que solo la habilidad perceptiva de Khadgar le pudo indicar lo que una vez hubo escrito allí por el rastro que la pluma había dejado sobre el pergamino. ¿El nombre de un Guardián concreto? ¿De la organización? ¿De otra cosa? Fue la noche en la que Khadgar encontró esta palabra, cuatro días tras el incidente de la taza, cuando el joven mago tuvo una nueva visión. O, más bien, la visión lo tuvo a él y lo rodeó, tragándoselo. Lo primero que le llegó fue el olor, una suave calidez vegetal entre los mohosos textos, una fragancia que se esparció poco a poco por la habitación. La temperatura subió, pero no hasta el punto de ser incómoda, más bien como una manta caliente y húmeda. Las paredes se oscurecieron y se volvieron verdes, y las enredaderas treparon por los costados de las estanterías, atravesando y sustituyendo los volúmenes que había allí y extendiendo hojas anchas y gruesas. Entre las pilas de pergaminos brotaron grandes y pálidas damas de noche y orquídeas de color carmesí. Khadgar respiró hondo, pero más por ansiedad que por miedo. Este no era el mundo de tierra inhóspita y ejércitos orcos que había visto la vez anterior. Esto era algo diferente. Era una jungla, pero era una jungla de este mundo. El pensamiento lo reconfortó. Y la mesa desapareció, y el libro, y Khadgar se quedó sentado junto a un fuego de campamento con otros tres jóvenes. Parecían ser más o menos de su edad, y se encontraban en algún tipo de expedición. Habían extendido sus sacos de dormir, y la olla, vacía y ya limpia, se secaba junto al fuego. Los tres llevaban ropa de montar, pero estas eran de buen corte y excelente calidad. Los tres hombres estaban riendo y bromeando aunque, igual que antes, Khadgar no podía distinguir las palabras exactas. El rubio del centro estaba en mitad de contar una historia, y por cómo gesticulaba con las manos, una que implicaba a una jovencita bien proporcionada. El que estaba a su derecha reía y se palmeaba una rodilla mientras el rubio seguía con su relato. Se pasó la mano por el pelo, y Khadgar se dio cuenta de que su cabello oscuro ya tenía entradas. Entonces fue cuando Khadgar se dio cuenta de que estaba mirando a Lord Lothar. Los ojos y la nariz eran los suyos, igual que la sonrisa, pero la piel aún no estaba curtida, y su barba aún no era canosa. Pero era él. Khadgar miró al tercer hombre, y supo enseguida que tenía que ser Medivh. Este iba vestido con un atuendo de cazador de color verde oscuro, y llevaba la capucha echada hacia atrás revelando un rostro joven y alegre. A la luz de la hoguera sus ojos eran del color del jade bruñido, y correspondía a la historia del rubio con una sonrisa azorada. P á g i n a | 60

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El rubio del centro dijo algo y le hizo un gesto al joven Medivh, que se encogió de hombros claramente avergonzado. Aparentemente la historia del rubio también implicaba al futuro Magus. El rubio tenía que ser Llane, ahora el rey Llane de Azeroth. Sí, las primeras historias de los tres habían llegado incluso hasta los archivos de la Ciudadela Violeta. Los tres solían vagar por las fronteras del reino, explorando y eliminando a toda clase de saqueadores y monstruos. Llane acabó su relato y Lothar casi se cayó de espaldas del tronco en el que estaba sentado, rugiendo de risa. Medivh disfrazó su risa tras una mano, haciendo como que se aclaraba la garganta. La risa de Lothar fue apagándose, y Medivh dijo algo, levantando las manos para dar más énfasis. Ahora Lothar sí que se cayó, y Llane se cubrió el rostro con las manos, mientras su cuerpo se sacudía de risa. Aparentemente, lo que Medivh había dicho remataba a la perfección la historia de Llane. Entonces, algo se movió en la jungla que los rodeaba. Los tres dejaron la fiesta al instante; lo habían oído. Khadgar, el fantasma de este encuentro, más que nada lo sintió; algo malévolo acechaba en los márgenes del fuego de campamento. Lothar se levantó lentamente y echó mano de una enorme espada de hoja ancha que yacía enfundada a sus pies. Llane se levantó, alargando la mano tras su tronco para sacar un hacha de doble hoja, e hizo un gesto para que Lothar fuera en una dirección y Medivh en otra. Medivh también se había levantado y, aunque sus manos estaban vacías, era el más poderoso de los tres, incluso a esa edad. Llane se dirigió hacia un extremo del campamento con su hacha de guerra. Puede que se imaginara a sí mismo como alguien sigiloso, pero Khadgar lo vio moverse con deliberación y firmeza. Quería que lo que hubiera al borde del campamento se descubriera a sí mismo. La cosa lo complació, saliendo en tromba de su escondite. Era medio cuerpo más alto que cualquiera de los jóvenes, y por un instante pensó que era un orco gigantesco. Entonces lo reconoció de los bestiarios que Alonda le había hecho consultar. Era un troll, de la variedad selvática, con su piel azulada palideciendo a la luz de la luna y su largo pelo gris erizado en una cresta que iba desde su frente hasta la base del cuello. Igual que los orcos, le sobresalían los colmillos de la mandíbula inferior, pero eran chatos y redondeados, más gruesos que los afilados dientes de los orcos. Sus orejas y su nariz eran alargadas, parodias de la carne humana. Iba vestido con pieles, y sobre su pecho bailaban unas cadenas hechas con falanges de dedos humanos. El troll emitió un aullido de guerra, enseñando los dientes e hinchando el pecho en su furia, e hizo una finta con su lanza. Llane atacó al arma, pero falló el golpe por mucho. P á g i n a | 61

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Lothar embistió desde un flanco, y también llegó Medivh con la energía arcana danzando en las puntas de sus dedos. El troll esquivó el espadón de Lothar y retrocedió otro paso cuando Llane desgarró el aire con su enorme hacha. Cada uno de sus pasos cubría más de un metro, y los dos guerreros presionaban al troll cada vez que retrocedía. Usaba la lanza más como escudo que como arma, empuñándola a dos manos y desviando los golpes. Khadgar se dio cuenta de que la criatura no estaba luchando para matar a los humanos, aún no. Estaba intentando ponerlos en posición. En la visión, el joven Medivh pareció darse cuenta de la misma cosa, porque gritó algo a los otros. Pero para entonces era demasiado tarde, puesto que otros dos trolls eligieron ese momento para saltar de sus escondites a ambos lados del combate. Llane, a pesar de todos sus planes, fue el sorprendido, y la lanza le atravesó el brazo derecho. La hoja del hacha de guerra se clavó en el suelo mientras el futuro rey maldecía. Los otros dos se concentraron en Lothar, y ahora el guerrero se veía obligado a retroceder, usando su ancho espadón con consumada destreza, frustrando primero un ataque, luego otro. Aun así, los trolls mostraron su estrategia; estaban alejando a los dos guerreros, separando a Llane de Lothar para obligar a Medivh a elegir. Medivh eligió a Llane. Desde su punto de vista de fantasma, Khadgar supuso que sería porque Llane ya estaba herido. Medivh embistió, con llamas en las manos… Y recibió en la cara el extremo romo de la lanza del troll, cuando este lo golpeó con la pesada asta en la mandíbula, para luego volverse y, con un movimiento fluido, propinar un puñetazo a Llane. Medivh fue derribado, al igual que Llane, y el hacha cayó de la mano del futuro soberano. El troll dudó unos instantes, tratando de decidir a quién matar primero. Escogió a Medivh, despatarrado en el suelo a sus pies, el que estaba más cerca. El troll levantó la lanza y la punta de obsidiana despidió un brillo maligno a la luz de la luna. El joven Medivh pronunció entrecortadamente una serie de sílabas. Un pequeño tornado de polvo se alzó del suelo y se lanzó contra el rostro del troll, cegándolo. El troll dudó unos instantes y se frotó el polvo de los ojos con una mano. Ese momento de duda fue todo lo que necesitaba Medivh, que se lanzó hacia delante, no con un conjuro sino con un simple cuchillo, clavándoselo en el dorso del muslo. El troll chilló en la noche, y pinchó a ciegas con la lanza. Esta se hundió donde había estado Medivh, puesto que el joven había rodado a un lado y ahora se estaba levantando, con un chisporroteo en los dedos.

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Murmuró una palabra y se formó una bola de relámpago entre sus dedos, que se lanzó hacia delante. El troll sufrió una sacudida por el impacto y se quedó colgado en el aire por unos momentos, atrapado en una descarga azul. La criatura cayó de rodillas, y ni siquiera entonces estuvo acabada, puesto que trató de levantarse, con los ojos rojos ardiendo de odio contra el mago. El troll nunca tuvo su oportunidad, ya que tras él se cernió una sombra, y la recuperada hacha de Llane brilló brevemente bajo la luz de la luna antes de caer sobre su cabeza, partiéndola por la mitad hasta el cuello. La criatura cayó despatarrada hacia el frente y ambos jóvenes, al igual que Khadgar, se volvieron hacia los trolls que combatían contra Lothar. El futuro Campeón aguantaba, pero a duras penas, y ya casi había atravesado todo el campamento retrocediendo. Los trolls habían oído el alarido de muerte de su hermano, y uno siguió atacando mientras el otro se volvió para encargarse de los dos humanos. Emitió un bramido inarticulado mientras cruzaba el campamento, con la lanza adelantada como si fuera un caballero cargando a caballo. Llane respondió con otra carga, pero en el último momento se echó a un lado, esquivando la punta de la lanza. El troll dio dos pasos más al frente, que lo llevaron junto al fuego, donde esperaba Medivh. Ahora el mago parecía lleno de energía e, iluminado por los tizones que había ante él, tenía un aspecto casi demoníaco. Tenía los brazos abiertos y estaba salmodiando algo brusco y rítmico. Y el mismo fuego saltó, tomando por un breve instante la forma animada de un gigantesco león, y cayó sobre el troll atacante. El troll de la selva gritó cuando los tizones, leños y cenizas lo envolvieron como una mortaja y se negaron a desprenderse. El troll se tiró al suelo y rodó primero para un lado y luego para otro, intentando apagar las llamas, pero no sirvió de nada. Al fin dejó de moverse, y las hambrientas llamas lo consumieron. Por su parte, Llane continuó su embestida y enterró su hacha en el costado del troll superviviente. La bestia aulló, y ese momento de duda fue suficiente para Lothar. El Campeón apartó la lanza con un revés, y con un preciso corte lateral decapitó limpiamente al ser. La cabeza rebotó entre los matorrales y se perdió. Llane, aunque sangraba por su propia herida, palmeó a Lothar en la espalda, aparentemente provocándolo por tardar tanto con su troll. Entonces Lothar le puso una mano en el pecho para tranquilizarlo y señaló a Medivh. El joven mago seguía de pie junto al fuego, con las manos abiertas pero los dedos curvados como si fueran garras. Sus ojos se veían vidriosos a la luz del fuego que quedaba, y tenía la mandíbula apretada. Mientras los dos hombres (y el fantasma de Khadgar) corrían hacia él, el joven cayó hacia atrás. P á g i n a | 63

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Para cuando la pareja hubo llegado junto a Medivh, este respiraba de forma entrecortada y se le veían las pupilas dilatadas bajo la luz de la luna. Los guerreros y el visitante de la visión se inclinaron sobre él, mientras el joven mago se esforzaba por distinguir las palabras que salían de su boca. —Ten cuidado conmigo —dijo, no mirando a Llane ni a Lothar, sino a Khadgar. Entonces los ojos del joven Medivh se cerraron y se quedó muy quieto. Lothar y Llane intentaban reanimar a su amigo, pero Khadgar retrocedió un paso. ¿Lo había visto Medivh igual que lo había hecho el otro mago, el que tenía sus ojos en las llanuras asoladas por la guerra? Y él lo había oído, palabras claras que casi le habían llegado al alma. Khadgar se dio la vuelta y la visión cayó tan rápido como la cortina de un prestidigitador. De nuevo estaba en la biblioteca, y casi chocó contra Medivh. —Joven Confianza —dijo el Magus, la versión mayor de la que había yacido en el suelo de la visión que se había desvanecido—. ¿Estás bien? Te he llamado, pero no respondías. —Lo siento, Med… señor —dijo Khadgar, y suspiró hondamente—. Fue una visión. Me temo que estaba perdido en ella. Medivh frunció sus cejas oscuras. —¿No más orcos y cielos rojos? —preguntó, serio, y Khadgar vio un matiz de tormenta en esos ojos verdes. Khadgar negó con la cabeza y eligió con cuidado sus palabras. —Trolls. Trolls azules, y era una jungla. Creo que era en este mundo. El cielo era igual. La preocupación de Medivh pareció remitir. —Trolls de la jungla. Una vez me encontré con varios, al sur, en la Vega de Tuercespina… —Los rasgos del mago se suavizaron y pareció perderse en su propia visión. Entonces agitó la cabeza—. Pero esta vez nada de orcos, ¿no? ¿Estás seguro? —No, señor —dijo Khadgar. No quiso mencionar que esa era la batalla de la que había sido testigo. ¿Era un mal recuerdo para Medivh? ¿Fue entonces cuando cayó en coma? Mirando al mago de más edad, Khadgar podía ver mucho del joven de la visión. Era más alto, pero ligeramente encorvado por los años y los estudios, y sin embargo allí estaba el joven envuelto en la forma adulta. —¿Tienes «La canción de Aegwynn»? —dijo Medivh por su parte. Khadgar se sacudió de su ensoñación. —¿La canción?

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—De mi madre —dijo Medivh—. Tiene que ser un pergamino viejo. ¡Te juro que desde que has ordenado esto no puedo encontrar nada! —Está con el resto de la poesía épica, señor —dijo Khadgar. Debería hablarle de la visión, pensó. ¿Era un acontecimiento aleatorio o había sido motivado por su encuentro con Lothar? ¿Buscar información acerca de las cosas provocaba las visiones? Medivh cruzó hasta la estantería, pasó un dedo por los pergaminos y sacó la versión que quería, vieja y gastada. La desenrolló parcialmente, la contrastó con un trozo de papel que sacó del bolsillo, y luego volvió a enrollarla y la dejó en su sitio. —Tengo que irme —dijo de repente—. Esta noche, me temo. —¿Adónde vamos? —preguntó Khadgar. —Esta vez voy solo —dijo el mago, que ya se dirigía hacia la puerta a grandes zancadas—. Dejaré instrucciones para tus estudios con Moroes. —¿Cuándo volverás? —gritó Khadgar tras la silueta que se alejaba. —¡Cuando vuelva! —bramó Medivh, quien ya subía los peldaños de dos en dos. Khadgar se imaginó al senescal ya en la cima de la torre, con su silbato rúnico y el grifo domado dispuesto. —Bien —dijo Khadgar mirando a los libros—. Yo me quedaré y averiguaré cómo domar un reloj de arena.

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CAPÍTULO SEIS AEGWYNN Y SARGERAS edivh estuvo fuera una semana, más o menos, y fue una semana que Khadgar aprovechó bien. Se instaló en la biblioteca e hizo que Moroes le llevara allí las comidas. En más de una ocasión ni siquiera volvió a su habitación por la noche, y en vez de eso pasó el tiempo durmiendo en las grandes mesas de la biblioteca. Definitivamente, estaba buscando visiones. Dejó sin responder su propia correspondencia mientras rastreaba los antiguos volúmenes y grimorios en busca de respuestas acerca del tiempo, la luz y la magia. Sus primeros informes habían provocado rápidas respuestas de los magos de la Ciudadela Violeta. Guzbah quería una trascripción del poema épico de Aegwynn. Lady Delth afirmó que no reconocía ninguno de los títulos que le había mandado; ¿podía mandárselos de nuevo, esta vez con el primer párrafo de cada uno para que ella supiera qué eran? Y Alonda se mantenía en sus trece de que tenía que haber una quinta especie de troll, y que Khadgar obviamente no había encontrado los bestiarios apropiados. El joven mago disfrutó dejando sus peticiones sin responder mientras buscaba una manera de controlar las visiones. La clave para el encantamiento, o eso parecía, sería un sencillo conjuro de clarividencia, una magia adivinatoria que permitía ver objetos distantes y lugares lejanos. Un libro de magia sacerdotal lo había descrito como un encantamiento de visión sagrada, aunque a Khadgar le había funcionado tan bien como a los sacerdotes. Aunque este conjuro sacerdotal funcionaba en el espacio, quizá con algunas modificaciones podría funcionar en el tiempo. Khadgar razonó que normalmente esto sería imposible dado el flujo del tiempo en un universo determinante y organizado como un reloj mecánico. Pero parecía que dentro de los muros de Karazhan, al menos, el tiempo era un reloj de arena, e identificar los fragmentos desprendidos del tiempo era más posible. Y una vez que pescase un grano de tiempo sería más fácil moverse de ese grano a otro. Si alguien más había intentado esto dentro de los muros de la torre de Medivh, no había ninguna pista en la biblioteca, a menos que eso estuviera en los ejemplares más

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protegidos o ilegibles ubicados en la pasarela metálica. Curiosamente, las notas en letra de Medivh no demostraban interés alguno por las visiones, algo que parecía dominar las notas de otros visitantes. ¿Guardaba Medivh esa información en otro sitio? ¿O es que en verdad estaba más interesado en lo que pasaba más allá de los muros de la torre que en lo que pasaba dentro? Modificar un conjuro para una nueva función no era tan sencillo como cambiar una salmodia aquí y alterar un gesto allá. Requería una comprensión profunda y precisa de cómo funcionaba la magia de adivinación, de lo que revelaba y de cómo lo revelaba. Cuando se cambia un movimiento de la mano o se modifica el tipo de incienso usado, el resultado más posible es un completo fracaso, donde las energías se disipan de forma inofensiva. Ocasionalmente puede que las energías se desaten y se descontrolen, pero normalmente el único resultado de un conjuro fallido es un mago frustrado. En sus estudios, Khadgar descubrió que, si un conjuro falla de forma espectacular, eso indica que el conjuro fallido estaba muy cerca del que se pretendía conseguir. Las magias intentan llenar el hueco, hacer que las cosas sucedan, aunque no siempre con los resultados deseados por el mago. Por supuesto, a veces esos magos fallidos no sobrevivían a la experiencia. Durante el proceso, Khadgar temía que Medivh volviera en cualquier momento, entrando sin avisar en la biblioteca en busca del releído poema épico o de cualquier otra insignificancia. ¿Le diría a su maestro lo que estaba intentando? Y si lo hacía, ¿lo animaría Medivh o le prohibiría continuar? Tras cinco días, Khadgar creyó tener listo el conjuro. El armazón era el del conjuro de clarividencia, pero ahora estaba potenciado por un factor aleatorio que le permitía alcanzar y rastrear las discontinuidades que parecían existir en la torre. Estos fragmentos de tiempo fuera de sitio serían un poco más brillantes, un poco más calientes o sencillamente un poco más raros que su entorno inmediato, y por lo tanto atraerían toda la fuerza del conjuro. Además el conjuro, si funcionaba, debería sintonizar mejor la visión. Esto debería afinar los sonidos y eliminar la distorsión, concentrándolos del mismo modo que hace una persona mayor cuando se lleva la mano a la oreja para oír mejor. No funcionaría tan bien con los sonidos alejados del punto central, pero debería aclarar lo que hablaban los individuos además de lo que veía el mago. Al anochecer del quinto día, Khadgar había completado sus cálculos, y tenía los ordenados renglones de órdenes de poder y de conjuración dispuestos en un sencillo escrito. Si algo salía horriblemente mal, al menos Medivh averiguaría lo que había pasado. Medivh, por supuesto, tenía una despensa perfectamente abastecida de componentes para los conjuros, incluyendo una alacena de hierbas aromáticas y P á g i n a | 67

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taumatúrgicas y un lapidario de piedras semipreciosas molidas. De estas, Khadgar escogió la amatista para disponer su círculo mágico en la propia biblioteca, entrelazándolo con runas de cuarzo rosa pulverizado. Revisó las palabras de poder (la mayoría de las cuales le resultaban conocidas al joven mago antes de abandonar Dalaran) y ensayó los movimientos (casi todos ellos originales). Vestido con las ropas de conjuración (más para que le dieran suerte que por su efecto real), entró en el círculo mágico. Khadgar dejó que su mente se asentara y se tranquilizase. Este no era un conjuro de batalla que hubiera que lanzar a toda velocidad, ni un truco apresurado. Esto era un conjuro complejo y poderoso, uno que si lo lanzase dentro de la Ciudadela Violeta haría saltar las abjuraciones de aviso de otros magos, quienes acudirían a él volando. Respiró hondo y comenzó la conjuración. Dentro de su mente, el conjuro empezó a formar una caliente bola de energía. Podía sentirla condensándose en su interior, mientras ondas multicolores recorrían su superficie. Este era el núcleo del conjuro, que normalmente solía despacharse enseguida para alterar el mundo real a capricho del lanzador. Khadgar otorgó a la esfera los atributos que deseaba, para buscar los fragmentos de tiempo que parecían vagar por la torre, revisarlos y componer una sola visión, una de la que pudiera ser testigo, que él pudiera ver extenderse ante sí. Las ideas parecieron hundirse en la esfera imaginaria de su mente, y en respuesta la esfera pareció zumbar en un tono más agudo, esperando que la soltara y le marcara el rumbo. —Tráeme una visión —dijo el joven mago—. Tráeme una visión del joven Medivh. La magia abandonó su mente con el sonido de un huevo que implotase, fluyendo hacia el mundo real para cumplir su voluntad. Hubo un soplo de aire y, mientras Khadgar miraba a su alrededor, la biblioteca empezó a transformarse como había hecho antes a medida que la visión se movía lentamente a este espacio y este tiempo. Solo cuando de repente empezó a hacer más frío se dio cuenta Khadgar de que había llamado a la visión equivocada. Una corriente helada recorrió la biblioteca, como si alguien se hubiera dejado una ventana abierta. La brisa pasó de corriente a viento gélido y luego a ventisca ártica y, a pesar de que sabía que esto era solo una ilusión, tiritó. Las paredes de la biblioteca cayeron cuando la visión ocupó su lugar con una extensión blanca. El viento helado se arremolinaba alrededor de libros y manuscritos, y dejaba un manto de nieve a su paso, grueso y duro. Las mesas, las estanterías y las sillas quedaron primero ocultas y luego desaparecieron por los remolinos de gruesos copos. Y Khadgar estaba en la ladera de una colina, con las piernas hundidas hasta las rodillas en la nieve pero sin dejar marca. Era un fantasma dentro de la visión. P á g i n a | 68

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Sin embargo su aliento se condensaba y ascendía hecho vapor mientras él miraba a su alrededor. A su derecha había una pequeña arboleda, oscuros árboles de hoja perenne cargados de nieve por la reciente tormenta. Lejos a su izquierda había un gran acantilado blanco. Khadgar pensó que era alguna sustancia caliza, y luego se dio cuenta de que era hielo, como si alguien hubiera sacado de su lecho un río congelado y lo hubiera dejado allí. El río de hielo era tan alto como algunas montañas de Dalaran, y pequeñas formas oscuras se movían sobre él. Halcones o águilas, aunque tenían que ser de un tamaño inmenso si realmente estaban cerca de los acantilados de hielo. Ante él se extendía un valle, y avanzando por el valle venía un ejército. El ejército derretía la nieve a su paso, dejando tras de sí una mancha de fango negro como el rastro de una babosa. Los miembros del ejército iban vestidos de rojo, equipados con grandes yelmos con cuernos y largas capas negras con cuello alto almidonado. Eran cazadores, porque llevaban toda clase de armas. A la cabeza del ejército, su líder portaba un estandarte y, clavada en la punta del mástil del estandarte, una cabeza cortada chorreando sangre. Khadgar pensó que pertenecía a alguna gran bestia con escamas verdes, pero se detuvo cuando vio que era la cabeza de un dragón. Había visto el cráneo de una de dichas criaturas en la Ciudadela Violeta, pero nunca pensó ver una que recientemente hubiera estado viva. ¿Hasta cuándo lo había hecho retroceder la visión? El ejército de cosas gigantescas estaba bramando lo que podía haber sido una canción de marcha, aunque igual podía ser una retahíla de insultos o un grito de desafío. Las voces sonaban amortiguadas, como si estuvieran en el fondo de un pozo gigantesco, pero al menos Khadgar podía oírlas. Cuando se acercaron, se dio cuenta de lo que eran. Sus ornamentados yelmos no eran yelmos, sino cuernos que salían de su propia carne. Sus capas no eran ropas, sino grandes alas membranosas que salían de sus espaldas. Sus armaduras salpicadas de rojo eran su propia carne, brillando desde dentro y derritiendo la nieve. Eran demonios, criaturas de las leyendas de Guzbah y de los panfletos ocultos de Korrigan. Seres monstruosos que superaban incluso a los orcos en sed de sangre y sadismo. Los grandes espadones de hoja ancha estaban claramente bañados de escarlata, y ahora Khadgar pudo ver que sus cuerpos también estaban manchados de sangre. Estaban aquí, dondequiera y cuandoquiera que fuese aquí, y estaban cazando dragones. Tras él sonó un ruido suave y distorsionado, no más que una pisada en una alfombra mullida. Khadgar se dio la vuelta y descubrió que no estaba solo en el cerro desde el que se podía ver la demoníaca partida de caza. P á g i n a | 69

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Ella había llegado tras él sin que Khadgar se diera cuenta, y si lo vio no le hizo ningún caso. Igual que los demonios parecían una plaga encarnada en la tierra, ella también irradiaba su propia sensación de poder. Este era un poder radiante que parecía doblarse e intensificarse mientras casi flotaba sobre la superficie de la nieve misma. Era real, pero sus botas blancas de cuero solo dejaban las más leves marcas en la nieve. Era alta y poderosa y no temía a las abominaciones que había en el valle inferior. Su atuendo era tan blanco y puro como la nieve que los rodeaba, y vestía un chaleco hecho de pequeñas escamas de plata. Una voluminosa capa de piel con capucha y el forro de seda verde ondeaba tras ella, abrochada en su garganta por una gran gema verde que iba a juego con sus ojos. Llevaba el pelo rubio con un sencillo peinado, recogido con una diadema de plata, y parecía menos afectada por el frío que el fantasmal Khadgar. Pero fueron sus ojos los que le llamaron la atención; verdes como un bosque en verano, verdes como el jade bruñido, verdes como el océano tras la tormenta. Khadgar reconoció aquellos ojos, porque había sentido la penetrante mirada de unos similares: los de su hijo. Era Aegwynn. La madre de Medivh, la poderosa y casi inmortal maga que había vivido tanto como para convertirse en leyenda. Khadgar también se dio cuenta de dónde debía estar; esta tenía que ser la batalla de Aegwynn contra las hordas demoníacas, una leyenda de la que solo se conservaban fragmentos en las estrofas de un poema épico que había en una de las estanterías de la biblioteca. De repente, Khadgar supo dónde había fallado su conjuro. Medivh le había pedido ese pergamino antes de irse la última vez que Khadgar lo había visto. ¿Había fallado el conjuro atravesando una visión reciente del propio Medivh hasta la leyenda que había consultado? Aegwynn frunció el ceño al mirar hacia la partida de caza demoníaca, y la única arruga que separó sus cejas mostró su desagrado. Sus ojos de jade destellaron, y Khadgar pudo intuir que en su interior se estaba formando una tormenta de poder. Su cólera no tardó mucho en desencadenarse. Extendió un brazo, pronunció una frase corta y seca, y el relámpago brotó desde la punta de sus dedos. Este no era un simple rayo mágico, ni siquiera el más potente de los rayos de una tormenta de verano. Era una chispa del relámpago primordial, avanzando por el aire hasta llegar al suelo a través de los sorprendidos demonios. El aire se dividió en sus elementos básicos cuando el rayo lo atravesó, y se llenó de un olor fuerte y acre. Tronó al desplazarse para rellenar el espacio que brevemente había ocupado el rayo. A pesar de sí mismo, a pesar de saber que él era un fantasma, a pesar de saber que esto era una visión, a pesar de todo ello y del hecho de que el ruido quedaba amortiguado por su estado fantasmal, P á g i n a | 70

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Khadgar hizo una mueca y retrocedió ante el destello y el repicar metálico del ataque místico. El rayo golpeó al portaestandarte, el que llevaba la cabeza decapitada del dragón verde. El demonio fue inmolado en el sitio, y los que lo rodeaban cayeron al suelo por la explosión, como tizones ardiendo sobre la nieve. Algunos no volvieron a levantarse. Pero la mayoría de la partida de caza quedó fuera de los efectos del conjuro, bien por accidente, bien de forma intencionada. Los demonios, cada uno de los cuales era más grande que diez hombres, retrocedieron conmocionados, pero eso solo duró un momento. El más grande bramó algo en un idioma que sonaba como el tañido de campanas agrietadas, y la mitad de los demonios emprendieron el vuelo, embistiendo contra la posición de Aegwynn (y Khadgar). La otra mitad sacó pesados arcos de roble negro y flechas de hierro. Cuando dispararon las flechas, estas estallaron en llamas, y una lluvia de fuego cayó sobre ellos. Aegwynn no retrocedió, sino que se limitó a hacer un movimiento de barrido con la mano. El cielo entero entre ella y la lluvia de fuego estalló en un muro de llamas azuladas, que engulló las flechas como si hubieran caído al río. Pero las flechas eran simplemente una cobertura para los atacantes, los cuales irrumpieron a través del muro de fuego azul mientras este se desvanecía, y cayeron sobre Aegwynn. Tenía que haber al menos veinte, cada uno de ellos un gigante que oscurecía el cielo con sus alas. Khadgar miró a Aegwynn y vio que estaba sonriendo. Era una sonrisa de complicidad, confiada, una que el joven mago había visto en el rostro de Medivh cuando habían combatido contra los orcos. Estaba más que tranquila. Khadgar miró al otro extremo del valle, donde habían estado los arqueros. Estos habían abandonado sus inútiles proyectiles y se habían reunido a salmodiar en un tono bajo, como un zumbido. El aire se retorció a su alrededor y apareció un agujero en la realidad, una malignidad oscura sobre la blancura prístina. Y del agujero cayeron más demonios; criaturas de toda índole, con cabezas de animales, con ojos de fuego, con alas de murciélago, insecto o pájaro carroñero. Estos demonios se unieron al coro y la fractura se abrió aún más, absorbiendo más y más engendros del Vacío Abisal hacia el frío aire del norte. Aegwynn no prestó atención a los que cantaban ni a los refuerzos, sino que se concentró fríamente en los que caían sobre ella desde arriba. Hizo un pase con la mano, con la palma levantada. La mitad de los que volaban fueron convertidos en cristal, y todos fueron derribados del cielo. Los que habían sido transformados en cristal se hicieron añicos donde cayeron, con sonidos discordantes. Los

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que aún vivían aterrizaron con un sonoro golpe y volvieron a levantarse, desenvainando las armas manchadas de sangre. Quedaban diez. Aegwynn colocó su mano izquierda cerrada en un puño contra la palma de la mano derecha levantada, y cuatro de los supervivientes se derritieron; su carne rojiza se fundió sobre sus huesos mientras caían en la nieve. Gritaron hasta que sus gargantas en descomposición se atascaron con su propia carne desecada. Quedaban seis. Aegwynn hizo un gesto de agarrar el aire y otros tres demonios explotaron cuando sus entrañas se convirtieron en insectos y los destrozaron desde dentro. Ni siquiera tuvieron tiempo de gritar mientras sus cuerpos eran reemplazados por enjambres de mosquitos, abejas y avispas, que se fueron hacia los bosques. Quedaban tres. Aegwynn separó las manos, y una fuerza invisible le arrancó a un demonio los brazos y las piernas del torso. Quedaban dos. Aegwynn levantó dos dedos y un demonio se convirtió en arena; su aullido de muerte se perdió en la brisa gélida. Quedaba uno. Era el más grande, el líder, el que bramaba las órdenes. A corta distancia, Khadgar pudo ver que su pecho desnudo estaba cubierto de cicatrices y que una de sus cuencas oculares estaba vacía. En la otra ardía el odio. No atacó, y Aegwynn tampoco. En vez de eso se detuvieron, congelados por un instante, mientras el valle bajo ellos se llenaba de demonios. Finalmente el gigantesco ser gruñó. A oídos de Khadgar su voz sonó clara pero distante. —Eres una tonta, Guardiana de Tirisfal —dijo, adaptando sus labios en torno al incómodo lenguaje humano. Aegwynn emitió una risa, tan cortante y fina como una daga de cristal. —¿De veras, abominable engendro? He venido a fastidiar tu cacería de dragones. Parece que lo he logrado. —Eres una imbécil con exceso de confianza —farfulló el demonio—. Mientras tú combatías con unos pocos, mis hermanos en la hechicería han traído más. Una legión. Cada íncubo y cada demonio menor, cada pesadilla y cada can de las sombras, cada señor oscuro y cada capitán de la Legión Ardiente. Todos han venido mientras tú combatías contra unos pocos. —Lo sé —dijo tranquilamente Aegwynn. —¿Lo sabes? —bramó el demonio con una ronca carcajada—. ¿Sabes que estás sola en las tierras salvajes con todos los demonios alzados contra ti? ¿Lo sabes? —Lo sé —dijo Aegwynn, y había una sonrisa en su voz—. Sabía que traerías tantos de tus aliados como pudieras. Un Guardián sería un objetivo demasiado bueno para que lo ignorases. P á g i n a | 72

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—¿Lo sabes? ¿Y viniste de todos modos a este lugar abandonado? —Lo sé —dijo Aegwynn—. Pero nunca he dicho que estuviese sola. Aegwynn chasqueó los dedos y el cielo se oscureció de repente, como si una gran bandada de pájaros hubiera levantado el vuelo y tapado el sol. Solo que no eran pájaros. Eran dragones, más dragones de los que Khadgar hubiera imaginado que existían. Se mantenían estáticos en vuelo, soportados por sus grandes alas, esperando la señal de Aegwynn. —Abominable engendro de la Legión Ardiente —dijo Aegwynn—. Tú eres el tonto. El líder demoníaco dejó escapar un grito y levantó su espada manchada de sangre. Aegwynn fue demasiado rápida para él, y levantó una mano con tres dedos extendidos. El pecho del abominable engendro se evaporó, dejando solo una nube de motitas de sangre. Sus robustos brazos cayeron a ambos lados, sus piernas abandonadas se doblaron y se derrumbaron, y su cabeza, en la que quedaba patente una mirada de sorpresa, cayó en la nieve y se perdió. Esa fue la señal para los dragones, que como uno solo se precipitaron sobre la horda agolpada de demonios invocados. Las grandes criaturas voladoras descendieron desde todos los flancos, y de sus bocas abiertas brotó el fuego. Las primeras filas de demonios fueron inmoladas, reducidas a cenizas en un instante, mientras que otros luchaban por desenvainar sus armas, preparar sus conjuros o huir. En el centro del ejército se elevó un cántico, a la vez una intensa súplica y un grito vehemente. Eran los más poderosos conjuradores demoníacos, quienes concentraban sus energías mientras los que estaban al borde del grupo repelían a los dragones a un coste mortal. Los demonios se reagruparon y respondieron, y empezaron a caer dragones del cielo con el cuerpo acribillado por flechas de hierro y virotes de fuego, por venenos místicos y visiones enloquecedoras. Y aun así, el círculo que rodeaba el centro de los demonios se estrechaba a medida que más y más dragones se tomaban cumplida venganza contra los demonios por la cacería, y los gritos del centro se hicieron más desesperados e ininteligibles. Khadgar miró a Aegwynn, que estaba de pie en la nieve, rígida, con los puños cerrados, los ojos verdes refulgiendo de poder y los dientes apretados en una horrible sonrisa. Ella también estaba salmodiando, algo oscuro e inhumano más allá incluso de la capacidad de identificación de Khadgar. Estaba combatiendo el conjuro que habían construido los demonios, pero también estaba extrayendo energía de él, doblando sobre sí mismas las energías místicas que contenía, como se hace con las capas de acero de la hoja de una espada para hacerla más fuerte y poderosa. P á g i n a | 73

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Los gritos de los demonios del centro alcanzaron un tono febril, y ahora la misma Aegwynn estaba gritando, con un nimbo de energía condensado a su alrededor. Su pelo ondeaba suelto, levantó ambos brazos y descargó las últimas palabras de su conjuración. Hubo un estallido en el centro de la horda demoníaca, en el centro donde los magos salmodiaban y chillaban y rezaban. Fue un desgarramiento en el universo, esta vez un desgarramiento brillante, como si se hubiera abierto un portal al mismo sol. La energía se desató hacia fuera y los demonios no tuvieron tiempo ni de gritar cuando los alcanzó, incinerándolos y dejando sus siluetas carbonizadas como único testamento. Todos los demonios fueron atrapados, y también algunos dragones que se habían acercado demasiado al centro de la horda demoníaca. Quedaron apresados como polillas en una llama, e igualmente consumidos. Aegwynn dejó escapar un aliento entrecortado y sonrió. Era la sonrisa del lobo, del depredador, del vencedor. Donde antes había estado la horda demoníaca ahora había una columna de humo que ascendía hasta los cielos en una gran nube. Pero mientras Khadgar observaba, la nube se aplanó y se comprimió, haciéndose más oscura y más intensa, como los nubarrones de tormenta. Y al intensificarse se hizo más fuerte, y su corazón se hizo más negro, bordeando matices del púrpura y el azabache. Y, de la nube oscurecida, Khadgar vio emerger a un dios. Era una figura titánica, más grande que cualquier gigante de leyenda, más grande que cualquier dragón. Su piel parecía estar fundida en bronce, y vestía una armadura negra de obsidiana incandescente. Su gran barba y el pelo enmarañado estaban hechos de llama viva, y unos enormes cuernos emergían de su ceño. Sus ojos eran del color del abismo infinito. Salió a grandes zancadas de la nube, y la tierra temblaba allá donde posaba sus pies. Empuñaba una enorme lanza tallada con runas que goteaban sangre ardiente, y tenía una larga cola rematada por una bola de fuego. Los dragones que quedaban salieron huyendo en dirección al bosque oscuro y los distantes acantilados. Khadgar no podía culparlos. Por mucho poder que Medivh tuviera en su interior, por muchos y grandes poderes que su madre hubiera demostrado, eran como dos velitas comparados con el puro poder de este señor de los demonios. —Sargeras —siseó Aegwynn. —Guardiana —tronó el gran demonio con una voz tan profunda como el océano. A lo lejos, los acantilados de hielo se derrumbaron antes que dar eco a esta voz infernal. La Guardiana se irguió tan alta como era y se apartó un mechón de pelo rubio de la cara. —He roto tus juguetes. Aquí ya no tienes nada que hacer. Huye mientras conservas la vida.

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Khadgar miró a la Guardiana como si hubiera perdido la cabeza. Incluso ante sus ojos estaba exhausta por la experiencia, casi tan vacía como Khadgar había quedado ante los orcos. Seguramente este titánico demonio era capaz de ver a través de su engaño. El poema épico hablaba de la victoria de Aegwynn. ¿Iba él a presenciar su muerte en su lugar? Sargeras no se rio, pero su voz retumbó en la tierra, empujando a Khadgar a pesar de todo. —El tiempo de Tirisfal llega a su fin —dijo el demonio—. Este mundo pronto se inclinará ante la ofensiva de la Legión. —No mientras haya un Guardián —dijo Aegwynn—. No mientras yo viva, o vivan los que vengan tras de mí. Sus dedos se doblaron ligeramente, y Khadgar pudo ver que estaba reuniendo el poder que le quedaba en su interior, reuniendo su intelecto, su voluntad y su energía en un último gran asalto. Muy a su pesar, Khadgar dio un paso atrás, luego otro y luego un tercero. Si su yo anciano pudo verlo en la visión, si el joven Medivh pudo verlo… ¿No podrían verlo también estos dos poderosos, maga y monstruo? ¿O es que quizás era demasiado insignificante para que lo notaran? —Ríndete ahora —dijo Sargeras—. Tu poder me será muy útil. —No —dijo Aegwynn con los puños apretados. —Entonces muere, Guardiana, y que tu mundo muera contigo —dijo el titánico demonio, y alzó su ensangrentada lanza rúnica. Aegwynn levantó las dos manos y lanzó un grito, mitad maldición y mitad oración. Un refulgente arco iris de colores nunca vistos en este mundo brotó de las palmas de sus manos, y serpenteó hacia arriba como un rayo dotado de vida propia. Se clavó como una puñalada en el pecho de Sargeras. A Khadgar le pareció un flechazo disparado contra un barco, tan pequeño e ineficaz. Pero Sargeras flaqueó tras el impacto, retrocediendo medio paso y dejando caer la enorme lanza. Esta cayó al suelo como un meteorito cae sobre la tierra, y la nieve se onduló bajo los pies de Khadgar. Este hincó una rodilla, pero levantó la vista hasta el señor de los demonios. Desde donde había impactado el conjuro de Aegwynn se extendía una oscuridad. No, no era una oscuridad, sino un frío, a medida que la caliente carne de bronce del titán demoníaco moría y era sustituida por una masa inerte y fría. Irradiaba desde el centro de su pecho como un incendio desatado, dejando tras de sí carne consumida. Sargeras contempló la creciente devastación con sorpresa, luego alarma y luego miedo. Levantó una mano para tocarla, y se propagó también a ese miembro, dejando a su paso una masa de tosco metal negro. Ahora Sargeras empezó a salmodiar reuniendo las P á g i n a | 75

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energías que tenía para revertir el proceso, detener el flujo, apagar el fuego que lo consumía. Sus palabras se hicieron más frenéticas y vehementes, y la piel que le quedaba relucía con renovada intensidad. Brillaba como un sol, gritando maldiciones mientras la oscura frialdad llegaba hasta donde debería haber estado su corazón. Y entonces hubo otro resplandor, tan intenso como el que había consumido a la horda demoníaca, centrado en Sargeras. Khadgar apartó la mirada y la dirigió hacia Aegwynn, que observaba cómo el fuego y la oscuridad consumían a su enemigo. El resplandor de la luz empequeñecía al del mismo día, y largas sombras se proyectaban tras la maga. Y entonces se acabó. Khadgar parpadeó cuando sus ojos recuperaron la vista. Se volvió hacia el valle y allí estaba el titánico Sargeras, inerte como una cosa hecha de hierro forjado, su poder consumido. Bajo su peso, el suelo ártico recalentado empezó a ceder, y lentamente su forma muerta cayó hacia delante, permaneciendo entera cuando golpeó el suelo. El aire alrededor de ellos estaba inmóvil. Aegwynn se rio. Khadgar la miró y parecía agotada, tanto por el cansancio como por la locura. Se frotaba las manos y se carcajeaba, y empezó a descender hacia el titán caído. Khadgar se dio cuenta de que ya no se posaba delicadamente sobre la nieve, sino que descendía a duras penas, hundida en ella. A medida que se alejaba, la biblioteca empezó a volver. La nieve comenzó a sublimarse en densas nubes de vapor, y las borrosas formas de las estanterías, el piso superior y las sillas se fueron haciendo visibles poco a poco. Khadgar se giró un poco en dirección hacia donde debería haber estado la mesa, y todo volvió a ser normal. La biblioteca reafirmó su realidad con una firme inmediatez. Khadgar exhaló un aliento frío y se frotó la piel. Fresco, pero no frío. El conjuro había funcionado más o menos bien en términos generales, pero no en los detalles. Había traído una visión, pero no la deseada. Las cuestiones eran qué había salido mal y cuál sería la mejor forma de arreglarlo. El joven mago tomó su bolsita de escribano y sacó de ella un pergamino en blanco y útiles. Colocó una plumilla metálica en el extremo del palillero, derritió parte de la tinta de calamar en un cuenco y empezó a anotar enseguida todo lo que había pasado, desde que lanzó el conjuro inicial hasta que Aegwynn empezó a hundirse más y más en la nieve a medida que se alejaba. Seguía trabajando una hora después cuando sonó un cadavérico carraspeo en la puerta. Khadgar estaba tan absorto en sus pensamientos que no lo notó hasta que Moroes carraspeó por segunda vez. Khadgar levantó la vista, algo irritado. Estaba a punto de escribir algo importante, pero el asunto lo eludía. Era algo que percibía por el rabillo del ojo de su mente. P á g i n a | 76

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—El Magus ha vuelto —dijo Moroes—. Quiere verte arriba en el observatorio. Khadgar miró a Moroes sin entender durante unos instantes, hasta que las palabras se abrieron paso poco apoco en su mente. —¿Medivh ha vuelto? —pudo decir al fin. —Eso es lo que he dicho —gruñó Moroes, pronunciando cada palabra de mala gana—. Tienes que volar hasta Ventormenta con él. —¿Ventormenta? ¿Yo? ¿Por qué? —logró articular el joven mago. —Porque eres el aprendiz, ese es por qué —dijo Moroes con el ceño fruncido—. Observatorio. Piso superior. Ya he llamado a los grifos. Khadgar miró su trabajo; renglón tras renglón de buena caligrafía, ocupándose de cada detalle. Había algo más que estaba pensando. —Sí, sí. Déjame recoger mis cosas. Acabar esto —dijo. —Tómate tu tiempo —dijo el senescal—. Lo único que pasa es que el Magus quiere que vueles con él hasta el castillo de Ventormenta. Nada importante. —Y Moroes se desvaneció en el pasillo—. Piso superior —llegó su voz incorpórea, casi como una ocurrencia de última hora. ¡Ventormenta! pensó Khadgar, el castillo del rey Llane. ¿Qué sería tan importante como para hacerlo ir allí? ¿Quizá un informe acerca de los orcos? Khadgar miró sus notas. Con la noticia de que Medivh había vuelto y de que pronto partirían, sus pensamientos habían quedado interrumpidos, y ahora su mente se dedicaba a la nueva tarea. Miró las últimas palabras que había escrito en el pergamino. «Aegwynn tiene dos sombras». Khadgar agitó la cabeza. Cualquiera que fuese el curso de sus pensamientos se había perdido. Secó cuidadosamente el exceso de tinta para que no se corriera, y dejó las páginas a un lado. Entonces recogió sus útiles y se dirigió rápidamente hacia su habitación. Tendría que ponerse ropa de viaje si iba a ir a lomos de grifo, y necesitaría empacar su capa de conjuración buena si iba a ver a la realeza.

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CAPÍTULO SIETE VENTORMENTA

H

asta entonces, el edificio más grande que Khadgar había visto en su vida era la Ciudadela Violeta, en la Isla Cruz, a las afueras de la ciudad de Dalaran. Las majestuosas agujas y grandiosas estancias de los Kirin Tor, techadas con gruesa pizarra del color del lapislázuli que daba su nombre a la ciudadela, habían sido motivo de orgullo para Khadgar. En todos sus viajes por Lordaeron y Azeroth, nada, ni siquiera la torre de Medivh, se acercaba a la ancestral grandeza de la ciudadela de los Kirin Tor. Hasta que llegó a Ventormenta. Volaron de noche, como la vez anterior, y en esta ocasión el joven mago estaba convencido de haber dormido mientras guiaba al grifo a través del relente nocturno. Cualquiera que fuese el conocimiento que Medivh había puesto en su mente, seguía funcionando, porque estaba seguro de su habilidad para guiar al depredador alado con las rodillas, y se sentía muy a gusto. La parte de su cerebro donde residía el conocimiento no le dolía en este momento, sino que sentía una cierta vibración, como si el tejido mental hubiera sanado dejando una cicatriz, admitiendo el conocimiento pero todavía reconociéndolo como algo ajeno. Se despertó mientras el sol salía por el horizonte tras él y se sobresaltó momentáneamente, haciendo que la gran criatura voladora se ladease ligeramente, apartándose de la ruta que seguía Medivh. Ante él, repentina y reluciente al sol de la mañana, estaba Ventormenta. Era una ciudadela de oro y plata. Bajo la luz de la mañana los muros parecían brillar con su propia luz, pulidos como un cáliz bajo los cuidados de un sirviente. Los techos resplandecían como hechos de plata, y por un momento Khadgar pensó que tenían engastadas innumerables gemitas. El joven mago parpadeó y agitó la cabeza. Las paredes de oro se volvieron simple piedra, aunque pulida hasta un fino lustre en algunos sitios e intrincadamente esculpida en otros. Los techos de plata eran sencillamente de pizarra oscura, y lo que había pensado que eran gemas no era más que el rocío de la mañana reflejando la luz del sol. P á g i n a | 78

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Y aun así, Khadgar siguió asombrado por el tamaño de la ciudad. Tan grande como cualquiera de las de Lordaeron, si no más, y vista desde esta altura se extendía ante él. Contó hasta tres anillos de murallas concéntricos alrededor del castillo central, y barreras menores que separaban diferentes barrios. Dondequiera que miraba, había más ciudad bajo él. Incluso ahora, en las horas del amanecer, había actividad. El humo se alzaba desde fuegos mañaneros, y ya circulaba gente por las calles y mercados. Grandes carros se agolpaban al exterior de las puertas principales, cargados de granjeros que se dirigían a los limpios y ordenados campos que se extendían desde los muros de la ciudad como una falda, alcanzando casi el horizonte. Khadgar no podía identificar la mitad de los edificios. Unas grandes torres podían ser universidades o silos de grano, por lo que a él respectaba. En una cascada habían colocado unas ruedas de molino. Por qué, ni se lo imaginaba. De repente surgió una llamarada a su derecha, aunque si provenía de una fundición, de un dragón cautivo o de algún gran accidente, era un misterio. Era la ciudad más grandiosa que había visto, y en su corazón se encontraba el castillo de Llane. No podía ser otro. Aquí las paredes sí que parecían estar hechas de oro, con incrustaciones de plata alrededor de las ventanas. El techo real estaba recubierto de pizarra azul, tan intensa y rica como el zafiro, y en su miríada de torres Khadgar podía ver estandartes con la cabeza de león de Azeroth, el escudo de armas de la casa del rey Llane y símbolo de esta tierra. El complejo del castillo parecía ser una pequeña ciudad en sí mismo, con innumerables edificios laterales, torres y pabellones. Puentes colgantes iban entre los edificios, a distancias que Khadgar pensó imposibles sin ayuda mágica. Quizás una estructura de este tipo solo podía construirse con magia, pensó, y se dio cuenta de que quizá esta era una de las razones por las que Medivh era tan apreciado aquí. El mago levantó una mano y pasó sobre una torre en particular, cuya parte superior era un parapeto plano. Medivh señaló hacia abajo; una vez, dos veces, una tercera. Quería que Khadgar aterrizase primero. Echando mano de sus recuerdos artificiales, Khadgar hizo aterrizar limpiamente al grifo. La gran bestia con cabeza de águila echó las alas hacia atrás como una gran vela, reduciendo la velocidad hasta aterrizar delicadamente. Ya había una delegación esperándolo. Un grupo de pajes con librea azul se adelantó para tomar las riendas del grifo y ponerle en la cabeza una pesada capucha. Los recuerdos ajenos le dijeron a Khadgar que era similar a las que usaban los cetreros para P á g i n a | 79

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restringir la vista de sus pájaros de presa. Otro tenía un cubo de vísceras frescas de vaca, que puso con cautela frente al pico del grifo, que mordía al aire. Khadgar desmontó de lomos del grifo y fue cálidamente saludado por el propio Lord Lothar. El hombretón parecía aún más grande vestido con una túnica ornamentada y una capa, rematadas por una coraza pectoral labrada y un manto de filigrana que colgaba de su hombro. —¡Aprendiz! —dijo Lothar, engullendo la mano de Khadgar en su enorme zarpa carnosa—. ¡Me alegro de ver que conservas el empleo! —Milord —dijo Khadgar, tratando de no hacer una mueca de dolor ante la fuerza del apretón del hombre—. Hemos volado toda la noche para llegar hasta aquí. Yo no… El resto de la frase de Khadgar fue barrido por un vendaval de alas y el graznido de miedo de un grifo. La montura de Medivh bajó del cielo dando tumbos, y el Magus aterrizó con menos gracilidad aún. La enorme bestia voladora resbaló por toda la anchura de la torre y casi se cayó por el parapeto; Medivh tiró con fuerza de las riendas. Como estaban las cosas, las grandes garras delanteras del grifo se aferraron a los merlones, y casi tiró al mago hacia fuera. Khadgar no esperó los comentarios de Lord Lothar, sino que saltó hacia delante, seguido por la hueste de pajes vestidos de azul y con Lord Lothar avanzando pesadamente tras ellos. Para cuando llegaron junto a él, Medivh ya había desmontado y le entregaba las riendas al primer paje. —¡Maldito viento cruzado! —dijo irritado el mago—. Les dije que este era justo el lugar equivocado para un aviario, pero aquí nadie le hace caso al mago. Buen aterrizaje, niño —añadió como ocurrencia de última hora, mientras los sirvientes se arremolinaban alrededor de su grifo, tratando de calmarlo. —Med —dijo Lothar, extendiendo una mano como saludo—. Me alegro de que hayas podido venir. Medivh se limitó a fruncir el ceño. —He venido tan pronto como he podido —espetó el mago secamente, respondiendo a alguna ofensa que Khadgar no había percibido—. Tienen que apañárselas sin mí de vez en cuando, ya sabes. Si a Lothar lo sorprendió la actitud de Medivh, no dijo nada. —Me alegro de verte de todas formas. Su majestad… —Tendrá que esperar —dijo Medivh—. Llévame a la cámara en cuestión, ahora. No, yo sé el camino. Dijiste que fueron Huglar y Hugarin. Por aquí, entonces. Y con eso partió el mago, hacia las escaleras laterales que se adentraban en la torre.

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—¡Cinco pisos hacia abajo, luego un puente que cruza y luego tres pisos hacia arriba! ¡Un sitio horrible para un aviario! Khadgar miró a Lothar. El hombretón se frotaba la calva con una manaza y movía la cabeza. Entonces partió tras el hombre, con Khadgar pisándole los talones. Para cuando llegaron a la parte baja de la escalera de caracol, Medivh ya se había ido, aunque más adelante podía oírse una retahíla de quejas y la ocasional palabrota, alejándose rápido. —Está de buen humor —dijo Lothar—. Deja que te acompañe a las habitaciones de los magos. Lo encontraremos allí. —La noche pasada estaba muy alterado —dijo Khadgar a modo de disculpa—. Se había ido, y parece ser que su llamada llegó a Karazhan poco después de su vuelta. —¿Te ha dicho de qué va esto, aprendiz? —preguntó Lothar. Khadgar tuvo que negar con la cabeza. El campeón Anduin Lothar frunció el ceño. —Dos de los grandes hechiceros de Azeroth están muertos, con sus cuerpos quemados más allá de toda posibilidad de identificación y los corazones arrancados del pecho. Muertos en sus habitaciones. Y hay pruebas… —Lord Lothar dudó un momento, como si intentara elegir las palabras adecuadas—. Hay pruebas de actividad demoníaca. Por eso mandé al mensajero más rápido por el Magus. Quizá él pueda decirnos lo que pasó. —¿Dónde están los cuerpos? —gritaba Medivh cuando Lothar y Khadgar lo alcanzaron por fin. Estaban cerca de la cima de otra de las espiras del castillo, con la ciudad extendiéndose ante ellos en un gran ventanal que se abría frente a la puerta. La habitación estaba destrozada, y parecía haber sido registrada por orcos, y orcos torpes. Todos los libros habían sido sacados de las estanterías, y cada pergamino había sido desenrollado y muchos de ellos hechos jirones. Los aparatos alquímicos habían sido destrozados, los polvos y emplastos estaban desparramados, e incluso habían roto los muebles. En el centro de la habitación había un anillo de poder, una inscripción labrada en el suelo. El anillo se componía de dos círculos concéntricos, con palabras arcanas labradas entre ellos. Las incisiones en el suelo eran profundas y estaban llenas de un líquido oscuro y pegajoso. Había dos marcas de quemadura en el suelo, cada una de ellas del tamaño de un hombre, situadas entre el círculo y la ventana. Dichos círculos tallados solo tenían un propósito, por lo que sabía Khadgar. El bibliotecario de la Ciudadela Violeta siempre avisaba acerca de ellos. —¿Dónde están los cuerpos? —repitió Medivh, y Khadgar se alegró de no ser el quien tuviera que responder—. ¿Dónde están los restos de Huglar y Hugarin? P á g i n a | 81

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—Los retiramos poco después de encontrarlos —dijo tranquilamente Lothar—, Era indigno dejarlos aquí. No sabíamos cuándo llegarías. —Quieres decir que no sabías si llegaría —le espetó Medivh—. Bueno, bueno. Todavía podemos aprovechar algo. ¿Quién ha entrado en esta habitación? —Los Lores Conjuradores Huglar y Hugarin —empezó Lothar. —Por supuesto —dijo de forma cortante Medivh—. Tenían que estar aquí si murieron aquí. ¿Quién más? —Uno de sus criados los encontró —siguió Lothar—. Y me mandaron llamar. Y traje algunos guardias para retirar los cuerpos. Todavía no han sido enterrados, si deseas examinarlos. Medivh ya estaba sumido en sus pensamientos. —Hmmm. ¿A los cuerpos o a los guardias? No importa, ya nos ocuparemos luego de eso. Así que en total un criado, tú y como otros cuatro guardias, ¿no? Y ahora yo y mi aprendiz. ¿Nadie más? —No que yo sepa —dijo Lothar. El Magus cerró los ojos y murmuró unas pocas palabras en voz baja. Tanto podría haber sido un juramento como un conjuro. Sus ojos se abrieron de par en par. —¡Interesante, Joven Confianza! Khadgar respiró hondo. —Lord Magus. —Necesito tu juventud y tu inexperiencia. Puede que mis ojos cansados no vean lo que yo quiero ver. Necesito ojos frescos. No temas hacer preguntas, vamos. Ven aquí y ponte en el centro de la habitación. No, no entres en el círculo. No sabemos si queda algún encantamiento residual en él. Ponte aquí. Ahora, ¿qué sientes? —Veo la habitación destrozada —empezó Khadgar. —No he dicho ver —lo cortó Medivh—. He dicho sentir. Khadgar tomó aliento y lanzó un conjuro menor, uno que acentuaba los sentidos y ayudaba a encontrar objetos perdidos. Era un conjuro sencillo de adivinación, uno que había usado cientos de veces en la Ciudadela Violeta. Era especialmente bueno para encontrar cosas que otros querían mantener ocultas. Pero nada más entonar las primeras palabras, Khadgar pudo sentir que era diferente. Había cierta pesadez en la magia de esta habitación. La magia solía tener una sensación de ligereza y energía, pero esta parecía más viscosa, casi líquida. Khadgar nunca la había notado antes, y se preguntó si sería debida a los círculos de poder o a poderes y conjuros de los difuntos magos.

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Era una sensación pegajosa, como el aire estancado en una habitación que hubiera estado cerrada durante años. Khadgar intentó reunir las energías, pero estas parecieron resistirse, seguir sus deseos con la mayor de las reluctancias. El rostro de Khadgar se volvió serio mientras trataba de extraer más poder de la habitación, de las energías, hasta sí. Era un conjuro sencillo, si acaso debiese ser más fácil en esta sala de conjuración, donde el lanzamiento de estos era cosa habitual. Repentinamente el joven mago se vio desbordado por la densa y fétida sensación de la magia. Bruscamente cayó sobre él, envolviéndolo, como si hubiese quitado un ladrillo de la parte de abajo y se hubiera tirado una pared encima. La fuerza de la oscura y pesada magia cayó sobre él como una manta, aplastando el conjuro y obligándolo físicamente a arrodillarse. Muy a su pesar, gritó. Medivh estuvo a su lado enseguida, ayudando al joven mago a levantarse. —Vamos, vamos —dijo—. No esperaba que lo hicieras tan bien. Buen intento. Excelente trabajo. —¿Qué es? —logró articular Khadgar, que de repente podía volver a respirar—. No se parece a nada que haya sentido antes. Pesado. Resistente. Asfixiante. —Entonces eso son buenas noticias para ti —dijo Medivh—. Está muy bien que lo hayas sentido, y está muy bien que lo hayas aguantado. Aquí la magia ha sido corrompida, como resultado de lo que pasó antes. —¿Quieres decir que la habitación está encantada? —dijo Khadgar—. Ni siquiera en Karazhan he… —No, no es eso —dijo Medivh—. Es algo mucho peor. Los dos magos muertos de aquí estaban invocando demonios. Es esa mancha la que has sentido, esa pesadez en la magia. Aquí estuvo un demonio. Eso fue lo que mató a Huglar y Hugarin, los pobres y poderosos idiotas. Se hizo el silencio durante unos instantes, luego habló Lothar. —¿Demonios? ¿En las torres del rey? No puedo creer… —Oh, creencia —dijo Medivh—. No importa lo culto y lo erudito, lo sabio y lo maravilloso, lo poderoso y lo hábil que se sea, siempre hay un fragmento más de poder, un pedazo más de saber, un poderoso secreto más por aprender para cualquier mago. Creo que estos dos cayeron en esa trampa, e invocaron fuerzas del otro lado de la Gran Oscuridad del Más Allá, y pagaron el precio por ello. Idiotas. Eran amigos y colegas, y eran idiotas. —¿Pero cómo? —dijo Lothar—. Seguramente tenía que haber protecciones. Defensas. Eso es un círculo místico de poder. —Fácil de abrir, fácil de romper —dijo Medivh mientras se inclinaba sobre el círculo, decorado con la sangre seca de los dos magos. Se agachó y tomó una delgada hebra de paja que estaba caída sobre las piedras, que aún se estaban enfriando—. ¡Ajá! P á g i n a | 83

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Una simple paja de escoba. Si esto estaba aquí cuando comenzaron la invocación, todas las abjuraciones y filacterias del mundo no pudieron protegerlos. El demonio consideraría que el círculo no era más que un arco, un portal hacia este mundo. Saldría disparando fuego infernal y atacaría a los pobres tontos que lo habían traído a este mundo. Lo he visto antes. Khadgar movió la cabeza. La densa oscuridad que parecía aprisionarlo por todos lados pareció levantarse un poco, y recuperó la compostura. Recorrió la habitación con la mirada. Ya era una zona catastrófica. El demonio lo había destrozado todo en su ataque. Si había una hebra de paja de una escoba rompiendo el círculo, debería haberse desplazado durante el ataque. —¿Cómo se encontraron los cuerpos? —preguntó Khadgar. —¿Qué? —dijo Medivh con una brusquedad que sobresaltó a Khadgar. —Lo siento —respondió enseguida Khadgar—. Dijiste que podía hacer preguntas. —Sí, sí, por supuesto —dijo Medivh, calmando su tono seco solo un ápice. Se dirigió al Campeón Real—. Bien, Anduin Lothar, ¿cómo se encontraron los cuerpos? —Cuando yo llegué estaban en el suelo, el criado no los había movido —respondió Lothar. —¿Boca arriba o boca abajo, señor? —dijo Khadgar, con tanta tranquilidad como pudo. Podía sentir la gélida mirada del mago mayor—. ¿Las cabezas apuntaban hacia el círculo o hacia la ventana? Lothar quedó absorto mientras recordaba. —Hacia el círculo, y boca abajo. Sí, definitivamente. Estaban totalmente calcinados, y tuvimos que darles la vuelta para asegurarnos de que eran Huglar y Hugarin. —¿Adónde quieres llegar, Joven Confianza? —dijo el Magus, quien ahora estaba sentado en la ventana abierta, atusándose la barba. Khadgar miró las dos marcas de quemadura entre el círculo defensivo que no había funcionado y la ventana, y trató de pensar en ellos como cuerpos y no como magos que una vez habían estado vivos. —Si golpeas a alguien desde delante, se cae hacia atrás. Si golpeas a alguien por detrás, cae hacia delante. ¿Estaba la ventana abierta cuando usted llegó? Lothar miró al ventanal abierto, olvidándose por un momento de la gran ciudad que había al otro lado. —Sí. No. Sí, creo que sí. Pero puede que la abriera el criado. Había un hedor espantoso; de hecho eso fue lo que atrajo la atención en un principio. Puedo preguntar. —No hace falta —dijo Medivh—. La ventana estaba seguramente abierta cuando entró el criado. —El Magus se levantó y anduvo hasta las marcas de quemadura—. Así que tú crees, Joven Confianza, que Huglar y Hugarin estaban aquí de pie, observando el círculo

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mágico, y algo llegó por la ventana y los atacó por la espalda. —Para dar más énfasis se dio una palmada en la nuca—. Cayeron hacia delante y ardieron en esa posición. —Sí, señor —dijo Khadgar—. O sea, es una teoría. —Una buena teoría —dijo Medivh—, pero equivocada, me temo. Para empezar, los dos magos habrían tenido que estar ahí de pie sin mirar nada en particular, salvo que hubieran estado mirando el círculo mágico. Por lo tanto estaban invocando un demonio. Un círculo de este tipo no sirve para otra cosa. —Pero… —empezó a decir Khadgar, y el Magus congeló sus palabras en la garganta con una dura mirada. —Y —siguió Medivh—, aunque eso encajaría con un solo atacante con una cachiporra o un garrote, no encaja tan bien con las energías oscuras de los demonios. Si la bestia exhaló fuego, pudo haber cogido de pie a los dos hombres, haberlos matado y luego los cuerpos caer ardiendo hacia delante. ¿Dijiste que los cuerpos estaban calcinados por delante y por detrás? —dirigió la pregunta a Lothar. —Sí —dijo el Campeón Real. Medivh levantó la palma de la mano. —El demonio exhala fuego. Quema la parte delantera. Huglar (o Hugarin) cae hacia delante. Las llamas se extienden a la espalda. A menos que el demonio atacase a Hugarin (o Huglar) por la espalda, les diera la vuelta para asegurarse de que también se quemaba la parte delantera, y luego les diera la vuelta de nuevo. Poco probable; los demonios no son tan metódicos. Khadgar sintió cómo el rostro se le acaloraba por el azoramiento. —Lo siento, solo era una teoría. —Y una buena teoría —dijo rápidamente Medivh—. Solo que estaba equivocada, nada más. Pero tienes razón en que la ventana estaría abierta, porque así fue como el demonio salió de la torre. Ahora anda suelto por la ciudad. Lothar maldijo. —¿Estás seguro? —Completamente —asintió Medivh—. Pero probablemente por el momento no quiera llamar la atención. Incluso matar por sorpresa a dos tontos como Huglar y Hugarin llevaría al límite las habilidades de cualquier criatura excepto la más poderosa. —En una hora puedo tener organizados grupos de búsqueda —dijo Lothar. —No —replicó Medivh—. Quiero hacer esto yo mismo. No tiene sentido desperdiciar vidas. Por supuesto, quiero ver los restos. Eso me dirá a qué nos enfrentamos. —Los llevamos a una cámara fría en la bodega —dijo Lothar—. Puedo llevarte allí.

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—Enseguida —urgió Medivh—. Quiero echar un vistazo por aquí durante un momento. ¿Nos dejarías solos a mi aprendiz y a mí unos minutos? —Por supuesto —dijo Lothar tras dudar un momento—. Estaré justo afuera. —Mientras decía esto miraba severamente a Khadgar, luego se fue. El picaporte se cerró y en la habitación se hizo el silencio. Medivh se movía de mesa en mesa, trasteando entre los libros destrozados y los papeles hechos jirones. Sostuvo el trozo de una carta con un sello púrpura, y negó con la cabeza. Lentamente, arrugó el trozo de papel que sostenía en la mano. —En los países civilizados —dijo con voz algo tensa—, los aprendices no discuten a sus maestros. Al menos en público. —Se volvió hacia Khadgar y el joven vio que el rostro de su maestro era una masa de nubarrones de tormenta. —Lo siento —dijo Khadgar—. Dijiste que debía hacer preguntas, y la postura de los cuerpos no me pareció la normal en ese momento, pero ahora que has mencionado cómo ardieron esos cuerpos… Medivh levantó una mano y Khadgar se calló. Hizo una pausa y luego expulsó aire lentamente. —Ya basta. Hiciste lo correcto, ni más ni menos de lo que yo te había pedido. Y si no hubieras hablado yo no me habría dado cuenta de que el demonio posiblemente bajó escalando la torre y habría perdido el tiempo rastreando el castillo. Pero preguntaste porque no sabes mucho acerca de demonios, y eso es ignorancia. Y yo la ignorancia no la tolero. El Magus miró a Khadgar, pero había una sonrisa en las comisuras de sus labios. Khadgar, seguro de que la tormenta había pasado, se sentó en un taburete. —Lothar… —Esperará —dijo Medivh asintiendo—. Ese Anduin Lothar espera bien. Veamos, ¿qué aprendiste sobre los demonios durante tu estancia en la Ciudadela Violeta? —He oído las leyendas —dijo Khadgar—. En los Primeros Días había demonios en la tierra, y se alzaron grandes héroes para expulsarlos. —Pensó en la imagen de la madre de Medivh haciendo pedazos a los demonios y enfrentándose a su señor, pero no dijo nada. No veía la necesidad de enfadar a Medivh ahora que se había calmado. —Eso es lo básico —dijo Medivh—. Lo que nosotros llamamos cuentos de viejas. ¿Qué más sabes? Khadgar respiró hondo. —Las enseñanzas oficiales en la Ciudadela Violeta, en el Kirin Tor, dicen que la demonología debe ser rechazada, evitada y abjurada. Cualquier intento de invocar un demonio debe ser localizado e impedido, y los implicados han de ser expulsados. O algo peor. Circulaban historias entre los estudiantes jóvenes, mientras yo crecía. P á g i n a | 86

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—Historias con base real —dijo Medivh—. Pero eres un muchacho curioso. Sabrás más, supongo. Khadgar inclinó su cabeza pensativo, mientras escogía las palabras con cuidado. —Korrigan, el bibliotecario de la academia, tenía una extensa colección de… material a su disposición. —Y necesitaba alguien que le ayudara a ordenarlo —dijo secamente Medivh. Khadgar debió de ponerse tenso, porque Medivh añadió—: No es más que una suposición, Joven Confianza. —El material consistía principalmente en leyendas populares e informes de autoridades locales acerca de actividades demoníacas. La mayor parte versaba sobre individuos cometiendo actos abominables en nombre de algún antiguo demonio legendario. Nada acerca del acto de invocar realmente a un demonio. Nada de conjuros ni de escritos arcanos. —Khadgar señaló el círculo de protección—. Nada de ceremonias. —Por supuesto —respondió Medivh—. Ni siquiera Korrigan dejaría eso en manos de un estudiante. Si tiene cosas de esas las tendrá por separado. —A partir de eso, la creencia general es que cuando los demonios fueron derrotados, fueron expulsados completamente. Los echaron de este mundo de luz y seres vivos a su propio dominio. —La Gran Oscuridad del Más Allá —dijo Medivh, entonando la frase como una plegaria. —Siguen allí, o eso dice la leyenda —siguió Khadgar—. Y quieren volver. Algunos dicen que acuden en sueños a las personas de voluntad débil y las animan a buscar viejos conjuros y a hacer sacrificios. A veces para abrirles el camino de vuelta. Otros dicen que quieren adoradores y sacrificios para hacer que este mundo sea como antes, sanguinario y violento, y que solo entonces volverán. Medivh se mantuvo en silencio un momento, atusándose la barba. —¿Algo más? —Hay más. Detalles e historias individuales. He visto tallas de demonios, dibujos, diagramas. —De nuevo Khadgar sintió la necesidad de hablarle a Medivh de la visión, del ejército demoníaco—. Y está ese viejo poema épico, el que habla de Aegwynn —dijo en vez de lo otro—, luchando contra una horda de demonios en una tierra remota. La mención trajo una amable sonrisa de complicidad al rostro de Medivh. —Ah, sí. «La canción de Aegwynn». Encontrarás ese poema en las habitaciones de muchos magos poderosos, ya sabes. —Mi profesor, Lord Guzbah, estaba interesado en él. —¿Sí? —Dijo Medivh con una sonrisa—. Con el debido respeto, no sé si Guzbah está preparado para el poema. Al menos en su forma verdadera. —Levantó las cejas—. Lo P á g i n a | 87

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que sabes es básicamente cierto. Mucha gente lo esconde en forma de leyendas y cuentos de hadas, pero creo que tú sabes tan bien como yo que los demonios son reales y están ahí afuera, y sí, son una amenaza para todos los que caminamos por este mundo iluminado por el sol, al igual que para otros mundos. Creo, definitivamente creo, que tu mundo del sol rojo era otro sitio, un mundo diferente al otro lado de la Gran Oscuridad del Más Allá. El Más Allá es una prisión para los demonios, un sitio sin luz ni abrigo, y ellos son muy, muy envidiosos y tienen muchas, muchas ganas de volver. —Khadgar asintió y Medivh continuó. »Pero tu suposición de que sus víctimas son gente de voluntad débil es un error, aunque de nuevo un error bienintencionado. Hay más que suficientes granjeros corruptos que invocan una fuerza demoníaca para vengarse de un antiguo amor, o mercaderes estúpidos que queman la factura de un acreedor con una vela negra mientras farfullan malamente el nombre de algún antiguo poder demoníaco. Pero también hay aquellos que se adentran en el abismo por propia voluntad, que se sienten seguros y a salvo y creen estar por encima de cualquier lisonja o amenaza; que creen ser lo bastante poderosos para dominar las energías demoníacas que fluyen más allá de las paredes del mundo. Estos son incluso más peligrosos que la chusma común, puesto que, como sabes, un fallo por poco en la conjuración es más mortífero que un fallo por completo. Khadgar solo pudo asentir, y se preguntó si Medivh tenía el poder de la mente. —Pero estos eran magos poderosos; quiero decir, Huglar y Hugarin. —Los más poderosos de Azeroth —dijo Medivh—. Los mejores y más sabios magos, consejeros mágicos del mismísimo rey Llane. ¡De confianza, sabios y sinecuras! —Seguramente deberían saber lo que hacían. —Así debería haber sido —dijo Medivh—. Y sin embargo aquí estamos, en los restos de sus habitaciones, y sus cuerpos calcinados yacen en la bodega. —Entonces ¿por qué lo harían? —Khadgar frunció el ceño, tratando de no ofender—. Si sabían tanto, ¿por qué tratar de invocar un demonio? —Por muchas razones —dijo Medivh con un suspiro—. La soberbia, ese falso orgullo que precede a la caída. Exceso de confianza, en sus habilidades individuales y duplicada por trabajar en equipo. Y supongo que, sobre todo, el miedo. —¿Miedo? —Khadgar miró intrigado a Medivh. —Miedo a lo desconocido —dijo Medivh—. Miedo a lo conocido. Miedo a las cosas más poderosas que ellos. Khadgar movió la cabeza. —¿Qué podría ser más poderoso que dos de los magos más avezados y cultos de Azeroth?

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—Ah —dijo Medivh, y una débil sonrisa floreció bajo su barba—. Ese soy yo. Se mataron invocando un demonio, jugando con fuerzas que es mejor dejar en paz, porque me temían. —¿A ti? —dijo Khadgar, y su voz sonó más sorprendida de lo que había pretendido. Por un momento temió volver a ofender al Magus. Pero Medivh se limitó a respirar hondo y expulsar el aire lentamente. —Yo —dijo luego—. Eran tontos, pero yo también tengo la culpa. Ven, chico, Lothar puede esperar. Es hora de que te cuente la historia de los Guardianes y de la Orden de Tirisfal, que es lo único que se interpone entre nosotros y la oscuridad.

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CAPÍTULO OCHO LECCIONES

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ara comprender la Orden —dijo Medivh—, debes comprender a los demonios. También debes comprender la magia. —Se sentó cómodamente en una de las sillas que seguían intactas. La silla también tenía encima uno de los pocos cojines que no habían sido desgarrados. —Lord Medivh… Magus —dijo Khadgar—. Si hay un demonio suelto en Ventormenta deberíamos concentrarnos en eso, y no en lecciones de historia que pueden esperar a más tarde. Medivh bajó la vista para mirarse el pecho, y Khadgar temió haberse arriesgado a otro estallido de furia del mago. Pero el archimago se limitó a negar con la cabeza y sonreír. —Tus preocupaciones serían válidas si el demonio en cuestión fuera una amenaza para los que los rodean. Hazme caso, no lo es. El demonio. Incluso aunque fuera uno de los oficiales más poderosos de la Legión Ardiente, habría gastado casi todas sus energías personales encargándose de los dos poderosos magos que lo invocaron. No hay que preocuparse, al menos por el momento. Lo que es importante es que comprendas lo que es la Orden, lo que yo soy y por qué hay otros tan interesados en ello. —Pero Magus… —empezó Khadgar. —Y cuanto antes pueda acabar, antes sabré que puedo confiarte la información y antes podré ir a encargarme de este demonio, así que si de verdad quieres que vaya deberías dejarme acabar, ¿de acuerdo? —Medivh dedicó al joven mago una áspera sonrisa de complicidad. Khadgar abrió la boca para protestar, pero cambió de idea. Se sentó en el amplio alfeizar del ventanal abierto. A pesar de los esfuerzos de los sirvientes por retirar los cuerpos de la torre, el hedor de su muerte, un vaho corrosivo, seguía pesando en el aire. —Bueno, ¿qué es la magia? —preguntó Medivh a la manera de un profesor de magia.

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—Un campo ambiental de energía que impregna el mundo —dijo Khadgar casi sin pensar. Era un catecismo, una respuesta sencilla para una pregunta sencilla—. Es más fuerte en algunos sitios que en otros, pero es omnipresente. —Sí, así es —dijo el mago de más edad—, al menos ahora. Pero imagina un tiempo en el que no lo fue. —La magia es universal —dijo Khadgar, sabiendo tan pronto como lo dijo que le iban a demostrar que no era así—. Como el aire o el agua. —Sí, como el agua —dijo Medivh—. Ahora imagina un tiempo al inicio de las cosas, cuando toda el agua del mundo estaba en un sitio. Toda la lluvia, los ríos, los mares y los arroyos, las cataratas, los torrentes y las lágrimas, todo en un mismo sitio, un pozo. Khadgar asintió lentamente. —Pero en vez del agua estamos hablando de la magia —dijo Medivh—. Un pozo de magia, la fuente, una apertura a otra dimensión, un brillante portal a las tierras al otro lado de la Gran Oscuridad, más allá de las paredes del mundo. Las primeras personas en hacer conjuros acamparon alrededor del pozo y destilaron su poder puro en forma de magia. Entonces se llamaban los kaldorei. Cómo se llaman ahora, no lo sé. —Medivh miró a Khadgar, pero el joven mago se mantuvo en silencio, así que continuó. »Los kaldorei se hicieron poderosos con su uso de la magia, pero no comprendían su naturaleza. No comprendían que había otras fuerzas en la Gran Oscuridad del Más Allá, moviéndose entre los mundos, hambrientas de magia y muy interesadas en cualquiera que la domara y la refinase para servirse de ella. Estas fuerzas malignas eran abominaciones, monstruosidades y pesadillas de cientos de mundos, pero nosotros los llamamos simplemente demonios. Buscaban invadir cualquier mundo donde la magia creciera y fuese dominada, y destruirlo para quedarse las energías para ellos solos. Y el más grande de todos, el amo de la Legión Ardiente, era un demonio llamado Sargeras. Khadgar pensó en la visión de Aegwynn y suprimió un escalofrío. Si Medivh notó la reacción del joven mago, no dijo nada. —El señor de la Legión Ardiente era poderoso y sutil, y trabajó para corromper a los primeros magos, los kaldorei. Tuvo éxito, porque una oscura sombra cayó sobre sus corazones y esclavizaron a otras razas, los nacientes humanos y otras más, para construir un imperio —Medivh suspiró—. Pero incluso en esos tiempos de esclavismo kaldorei había aquellos con más visión que sus hermanos, aquellos que estaban dispuestos a hablar en contra de los kaldorei y pagar el precio de su visión. Estos valientes individuos, tanto kaldorei como de otras razas, veían cómo los corazones de los kaldorei gobernantes se hacían fríos y oscuros, y el poder demoníaco crecía. »Así sucedió que los kaldorei fueron corrompidos por Sargeras, tanto que casi condenaron este mundo en su nacimiento. Los kaldorei ignoraron a los que hablaban P á g i n a | 91

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contra ellos, y abrieron el camino para que los demonios más poderosos, Sargeras y los suyos, invadieran el mundo. Solo con las heroicas acciones de unos pocos se pudo cerrar el portal resplandeciente a través de la Gran Oscuridad, exiliando a Sargeras y a sus seguidores. Pero la victoria tuvo un alto coste. El Pozo de la Eternidad explotó cuando se cerró el portal, y la explosión resultante le arrancó el corazón al mundo, destruyendo las tierras kaldorei y el continente en el que se asentaban. Los que cerraron el puente nunca volvieron a ser vistos por los ojos de los vivos. —¡Kalimdor! —dijo Khadgar, interrumpiendo muy a su pesar. Medivh lo miró, y Khadgar continuó. —¡Es una vieja leyenda de Lordaeron! Una vez hubo una raza maligna que jugó estúpidamente con un gran poder. Como castigo por sus pecados, sus tierras fueron destruidas y hundidas bajo las olas. Se llamó el Cataclismo. Sus tierras se llamaban Kalimdor. —Kalimdor —repitió Medivh—. Conoces la versión infantil del relato, el trozo que les contamos a los candidatos a mago para enfatizar los peligros de aquello con lo que juegan. Los kaldorei fueron estúpidos y se destruyeron a sí mismos, y casi a nuestro mundo. Y cuando el Pozo de la Eternidad explotó, las energías mágicas que había en su interior se dispersaron hasta los cuatro confines de la tierra, en una eterna lluvia de magia. Y por eso la magia es universal; es el poder de la muerte del pozo. —Pero, Magus… —dijo Khadgar—. Eso pasó hace milenios. —Diez mil años —respondió Medivh—. Año más, año menos. —¿Y cómo ha llegado la leyenda hasta nosotros? Las propias historias de Dalaran solo se remontan hasta unos dos mil años, y de esas las primeras están completamente envueltas en la leyenda. Medivh asintió y retomó el relato. —Muchos perecieron en el hundimiento de Kalimdor, pero algunos sobrevivieron y se llevaron su saber con ellos. Algunos de esos kaldorei supervivientes fundaron la Orden de Tirisfal. Si Tirisfal fue una persona, un sitio, una cosa o un concepto, ni yo puedo decirlo. Recogieron el conocimiento de lo que había sucedido y juraron impedir que volviera a suceder, y esos son los cimientos de la orden. »La raza humana también sobrevivió a esos días oscuros, y prosperó, y pronto, con la energía mágica entrelazada con el tejido el mundo, ellos también estuvieron llamando a las puertas de la realidad, empezando a invocar criaturas de la Gran Oscuridad, fisgando en las puertas cerradas de la prisión de Sargeras. Entonces fue cuando los kaldorei que habían sobrevivido y cambiado aparecieron con la historia de cómo sus ancestros casi habían destruido el mundo.

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»Los primeros magos humanos consideraron lo que los kaldorei supervivientes había dicho, y se dieron cuenta de que aunque ellos renunciaran a sus varitas, grimorios y códigos, siempre habría otros que, inocentemente o no, buscarían formas para permitir a los demonios acceder de nuevo a nuestras verdes tierras. Así que ellos continuaron la Orden, ahora como una sociedad secreta entre los magos más poderosos. Esta Orden de Tirisfal escogería a uno de sus miembros, que serviría como Guardián de Tirisfal. A este Guardián se le otorgarían los más grandes poderes, y sería el guardián de las puertas de la realidad. Pero ahora la puerta no era un solo gran pozo de energía, sino una lluvia infinita que sigue cayendo aún hoy. No es nada menos que la más pesada responsabilidad del mundo. Medivh se calló y sus ojos se desenfocaron brevemente, como si hubiera sido súbitamente arrastrado al pasado. Entonces agitó la cabeza y volvió en sí, pero no habló. —Tú eres el Guardián —se limitó a decir Khadgar. —Sí —dijo Medivh—. Soy el hijo de la más grande Guardiana de todos los tiempos, y su poder me fue otorgado poco después de mi nacimiento. Fue… demasiado para mí, y pagué por ello con un buen pedazo de mi juventud. —Pero has dicho que los magos elegían entre ellos —dijo Khadgar—. ¿No podía Magna Aegwynn haber elegido a un candidato mayor? ¿Por qué elegir a un niño, y en concreto su hijo? Medivh respiró hondo. —Los primeros Guardianes, durante el primer milenio, fueron elegidos entre un grupo selecto. La propia existencia de la Orden se mantenía en secreto, siguiendo los deseos de los fundadores originales. Sin embargo, con el paso del tiempo fueron apareciendo los politiqueos y los intereses personales, y el Guardián pronto se convirtió en poco más que un criado, un recadero mágico. Algunos de los magos más poderosos creían que el trabajo del Guardián era mantener apartados a los demás del poder que ellos mismos disfrutaban. Igual que con los kaldorei que nos habían precedido, una sombra de poder corruptor se cernía sobre los miembros de la Orden. Cada vez pasaban más demonios, e incluso el mismísimo Sargeras había manifestado pequeños fragmentos de su esencia. Una mera fracción de su poder, pero suficiente para masacrar ejércitos y destruir naciones. Khadgar pensó en la imagen de Sargeras con la que había combatido Aegwynn en la visión. ¿Era posible que eso fuera una simple fracción del poder del gran demonio? —Magna Aegwynn… —Medivh pronunció las palabras y luego se detuvo. Era como si no estuviera acostumbrado a pronunciarlas—. La que me engendró había nacido hace casi un millar de años. Estaba muy dotada, y los demás miembros de la orden la eligieron como Guardián. Creo que los miembros más ancianos de los ancianos pensaron

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que podían controlarla, y al hacerlo seguir usando al Guardián como peón en sus juegos de política. »Ella los sorprendió —y ante esto Medivh sonrió—. Se negó a ser manipulada, y de hecho combatió contra algunos de los magos más grandes de su época cuando cayeron en la demonología. Algunos pensaron que su independencia sería algo pasajero, que cuando llegara su hora tendría que pasar el testigo a un miembro más maleable. Y de nuevo volvió a sorprenderlos, usando la magia de su interior para vivir mil años, inalterada, y para blandir su poder con sabiduría y gracia. Así que la Orden y el Guardián se separaron. La Orden puede asesorar al Guardián, pero este último debe ser libre de enfrentarse a ella, para evitar lo que les sucedió a los kaldorei. »Durante mil años, ella combatió contra la Gran Oscuridad, incluso enfrentándose a la forma física de Sargeras, que había logrado filtrarse a este plano e intentaba destruir a los dragones míticos para añadir el poder de estos al suyo propio. Magna Aegwynn se enfrentó a él y lo venció, encerrando su cuerpo en un lugar desconocido, dejándolo aislado de la Gran Oscuridad que es la fuente de su poder. Eso está en el poema épico «La canción de Aegwynn», el que quiere Guzbah. Pero ella no podía hacerlo por siempre, y siempre debe haber un Guardián. »Y entonces… —y de nuevo a Medivh le falló la voz—. Todavía le quedaba un as en la manga. Era poderosa, pero seguía siendo de carne mortal. Se esperaba que transmitiese su poder. En vez de eso concibió un heredero con un conjurador de la propia corte de Azeroth, y escogió a ese niño como su sucesor. Amenazó a la orden, diciendo que si su elección no era respetada, nunca renunciaría y se llevaría el poder del Guardián a la tumba antes que permitir que otro lo tuviera. Creyeron que podrían manipular mejor al niño… a mí… así que la dejaron. »Pero el poder fue demasiado —dijo Medivh—. Cuando yo era joven, más joven que tú, se despertó en mi interior y dormí durante veinte años. Magna Aegwynn tuvo tanta vida… y yo me la he perdido casi toda. —Su voz se quebró de nuevo—. Magna Aegwynn… mi madre… —empezó, pero se dio cuenta de que no tenía más que decir. Khadgar se quedó sentado allí un momento. Entonces Medivh se levantó y se echó hacia atrás la melena. —Y mientras yo dormía —dijo—, el mal volvió a insinuarse en el mundo. Hay más demonios, y también más de esos orcos. Y ahora los miembros de mi propia Orden vuelven a jugar con la senda de la oscuridad. Sí, Huglar y Hugarin eran miembros de la Orden, como lo han sido otros, como el anciano Arrexis de los Kirin Tor. Sí, algo parecido le sucedió, y aunque lo han encubierto bien, posiblemente hayas oído algo acerca de eso. Temían el poder de mi madre y me temen a mí, y tengo que impedir que su miedo los

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destruya. Esa es la carga que soporta el Guardián de Tirisfal. —El hombre se puso repentinamente en movimiento—. ¡Debo partir! —¿Partir? —dijo Khadgar, sorprendido por la súbita energía de la larguirucha figura. —Como has indicado tan acertadamente, hay un demonio suelto —dijo Medivh con una sonrisa renovada—. Que suene el cuerno del cazador. ¡Debo encontrarlo antes de que recupere las fuerzas y mate a otros! Khadgar se levantó. —¿Por dónde empezamos? Medivh se detuvo y se dio la vuelta, mirando algo avergonzado al joven. —Esto… no empezamos por ningún sitio. Yo voy. Tú tienes talento, pero todavía no estás a la altura de los demonios. Esta batalla es mía, Joven Aprendiz Confianza. —Magus, estoy seguro de que puedo… —También necesito que te quedes aquí y mantengas los oídos abiertos —dijo Medivh en voz más baja—. No dudo que el viejo Lothar ha pasado los últimos diez minutos con la oreja pegada a la puerta, de forma que ahora tendrá una marca con forma de cerradura estampada en un lado de la cara. —Medivh sonrió—. Sabe mucho, pero no lo sabe todo. Por eso tengo que decírtelo, para que no te lo sonsaque. Necesito que alguien guarde al Guardián. Khadgar miró a Medivh y el mago mayor guiñó un ojo. Luego el Magus avanzó a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió con un rápido movimiento. Lothar no cayó dentro de la habitación, pero estaba allí, justo al otro lado. Podía haber estado escuchando. O simplemente montando guardia. —Med —dijo Lothar con una sonrisa coja—. Su majestad… —Su majestad entenderá perfectamente —dijo Medivh pasando como una exhalación junto al hombretón— que prefiera encontrarme con un demonio suelto que con el líder de una nación. Prioridades, y tal. Mientras tanto, ¿me cuidarías al aprendiz? Lo dijo todo sin respirar, y se fue, atravesando el pasillo y bajando las escaleras, dejando a Lothar a media frase. El viejo guerrero se frotó la calva con una manaza, y dejó escapar un suspiro exagerado. Entonces miró a Khadgar y emitió otro, aún más profundo. —Siempre ha sido así, ya sabes —dijo Lothar, como si Khadgar realmente lo supiera—. Supongo que por lo menos tendrás hambre. Veamos si podemos conseguir algo para almorzar. El almuerzo consistió de un faisán frío sacado de la cámara fría bajo el brazo de Lothar, y dos tazas de cerveza del tamaño de aguamaniles, una en cada mano rolliza. El

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Campeón Real estaba sorprendentemente relajado, a pesar de la situación, y condujo a Khadgar hasta un elevado balcón desde el que se dominaba la ciudad. —Milord —dijo Khadgar—, a pesar de la petición de Magus, me doy cuenta de que tiene cosas que hacer. —Sí —dijo Lothar—. Y la mayoría de ellas las he hecho mientras hablabas con Medivh. Su majestad el rey Llane se encuentra en sus habitaciones, como la mayoría de los cortesanos, bajo vigilancia por si el demonio hubiera decidido esconderse en el castillo. También tengo agentes recorriendo la ciudad, con órdenes de informar si ven algo sospechoso y de evitar parecer sospechosos ellos mismos. La última cosa que necesitamos es una ola de pánico por el demonio. Ya he echado todos mis anzuelos, ahora solo me queda esperar. —Miró al joven—. Y mis lugartenientes saben que estaré en este balcón, porque de todas formas yo siempre almuerzo tarde. Khadgar reflexionó sobre las palabras de Lothar, y pensó que el Campeón Real se parecía mucho a Medivh; no solo iba siempre unos pasos por delante sino que se deleitaba en explicar a los demás cómo había planeado las cosas. El aprendiz tomó una tajada de pechuga mientras Lothar se lanzó por un muslo. La pareja comió en silencio durante bastante tiempo. El faisán no estaba nada mal, lo habían adobado con una mezcla de romero, panceta y mantequilla de oveja bajo la piel antes de asarlo. Incluso frío se deshacía en la boca. Por su lado la cerveza era de sabor fuerte, rica en lúpulo. Bajo ellos se desplegaba la ciudad. La ciudadela en sí se alzaba sobre un promontorio rocoso que ya separaba al rey de sus súbditos y, con la altura añadida de la torre, los ciudadanos de Ventormenta parecían pequeños muñequitos que iban y venían por calles atestadas. Bajo ellos se representaba una especie de día de mercado, con puestos con toldos de vivos colores ocupados por vendedores que bramaban (en voz muy baja, le parecía a Khadgar desde esta altura) las virtudes de sus productos. Durante unos momentos, Khadgar se olvidó de dónde estaba y lo que había visto y del motivo por el que para empezar estaba allí. Era una ciudad preciosa. Solo un grave gruñido de Lothar lo trajo de vuelta al mundo. —¿Y cómo está? —dijo el Campeón Real con su particular introspección. Khadgar pensó por unos instantes antes de contestar. —Tiene buena salud. Usted mismo lo ha visto, milord. —Bah —escupió Lothar, y por un momento Khadgar pensó que el caballero se estaba ahogando con un trozo de carne—. Puedo ver, y sé que Medivh puede engañar a cualquiera. Lo que quiero decir es: ¿cómo es? Khadgar volvió a mirar a la ciudad, preguntándose si él tendría el talento de Medivh para manejarse con el hombre, para negar respuestas sin ofender. P á g i n a | 96

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No, decidió. Medivh se valía de lealtades y amistades que eran más viejas que Khadgar. Tenía que encontrar otra forma de responder. Suspiró. —Es exigente. Muy exigente. E inteligente. Y sorprendente. A veces creo que soy el aprendiz de un torbellino. —Miró a Lothar con las cejas levantadas, en la esperanza de que esto fuera suficiente. Lothar asintió. —Un torbellino, sí. Y una tormenta, sospecho. Khadgar se encogió de hombros torpemente. —Tiene sus días, como todo el mundo. —Hmmmf —dijo el Campeón Real—. Un mozo de cuadra tiene un mal día y patea al perro. Un mago tiene un mal día y una ciudad desaparece. Sin ánimo de ofender. —No hay ofensa, milord —dijo Khadgar pensando en los magos muertos de la habitación de la torre—. Ha preguntado cómo es. Es todas esas cosas. —Hmmmf —volvió a decir Lothar—. Es una persona muy poderosa. Y te preocupa, igual que preocupa a los demás magos, pensó Khadgar, pero en vez de eso dijo otra cosa. —Habla bien de usted. —¿Qué dice? —preguntó Lothar, posiblemente más rápido de lo que había pretendido. —Solo —Khadgar escogió sus palabras con cuidado— que lo cuidaste bien cuando estuvo enfermo. —Bastante cierto —gruñó el guerrero, empezando con el otro muslo. —Y que es extremadamente observador —añadió Khadgar, creyendo que esto era un adecuado resumen de la opinión que Medivh tenía del guerrero. —Me alegro de que se dé cuenta —dijo Lothar con la boca llena. Hubo una pausa entre los dos, y Lothar masticó y tragó—. ¿Ha mencionado al Guardián? —Hemos hablado —dijo Khadgar, con la sensación de estar al borde de un acantilado verbal. Medivh no le había dicho cuánto sabía Lothar. Decidió que el silencio sería la mejor respuesta, y dejó la frase colgada en el aire unos instantes. —Y no es tarea del aprendiz discutir los asuntos del maestro, ¿eh? —dijo Lothar con una sonrisa que parecía un ápice demasiado forzada—. Vamos, eres de Dalaran. Ese nido de víboras mágicas tiene más secretos por metro cuadrado que cualquier otro lugar del continente. Sin ánimo de ofender, otra vez. Khadgar no le dio importancia al comentario. —He notado —dijo diplomáticamente— que hay una rivalidad menos obvia entre los magos de aquí que entre los de Lordaeron.

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—Y me vas a decir que tus maestros te mandaron sin una lista de la compra de cosas que tenías que sacarle al gran Magus. —La sonrisa de Lothar se agrandó, y pareció casi comprensiva. Khadgar sintió el rostro algo acalorado. Los disparos del guerrero se acercaban cada vez más al blanco. —Todas las peticiones de la Ciudadela Violeta fueron dejadas a la discreción de Medivh. Fue muy comprensivo. —Hmmmf —resopló Lothar—. Eso quiere decir que no le han pedido lo bueno. Sé que los magos de por aquí, incluyendo a Huglar y Hugarin, que los santos se apiaden de sus almas, siempre lo estaban incordiando, pidiéndole esto o aquello, y quejándose ante su majestad o ante mí si no lo conseguían. ¡Cómo si nosotros tuviéramos algún control sobre él! —No creo que nadie lo tenga —respondió Khadgar, ahogando en la cerveza cualquier comentario adicional que se le hubiera ocurrido. —Ni siquiera su madre, por lo que sé —dijo Lothar. Fue un leve comentario, pero se clavó como una puñalada. Khadgar se encontró deseando preguntarle a Lothar más acerca de ella, pero se contuvo. —Me temo que soy demasiado joven para saberlo —dijo—. He leído algo acerca de ella. Parece que era una maga muy poderosa. —Y ese poder está ahora en él —dijo Lothar—. Ella lo engendró de un conjurador de esta misma corte, y lo amamantó con magia pura, e hizo fluir su poder hacia él. Sí, lo sé todo, reuní las piezas mientras estuvo en coma. Demasiado poder, demasiado joven. Incluso ahora estoy preocupado. —Crees que es demasiado poderoso —dijo Khadgar, y Lothar lo dejó congelado con una penetrante mirada. El joven mago se reprochó haber dicho lo que pensaba, prácticamente acusando a su anfitrión. Lothar sonrió y negó con la cabeza. —Al contrario, chico, me preocupa que no sea lo bastante poderoso. Hay cosas horribles vagando por el reino. Esos orcos que viste hace un mes se están multiplicando como conejos tras la lluvia. Y los trolls, que estaban casi extinguidos, se están viendo cada vez más. Y Medivh está por ahí cazando un demonio mientras hablamos. Llegan malos tiempos y espero, no, rezo para que esté a la altura. Estuvimos veintitantos años sin un Guardián, mientras él estuvo en coma. No quiero pasar otros veinte, especialmente en un momento como este. Ahora Khadgar se sentía azorado. —Así que cuando preguntas cómo está, quieres decir…

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—Que qué tal le va —acabó Lothar—. No quiero que se debilite en un momento como este. Orcos, trolls, demonios y luego está lo de… —Lothar dejó la frase inacabada y miró a Khadgar—. Ahora ya sabes lo del Guardián, supongo. —Puede suponer —dijo Khadgar. —¿Y lo de la Orden también? —dijo Lothar, y luego sonrió—. No necesitas decir nada, jovencito, tus ojos te han traicionado. Nunca juegues a las cartas conmigo. Khadgar se sintió al borde del abismo. Medivh le había dicho que no le contara demasiado al Campeón, pero Lothar parecía saber tanto como Khadgar. Incluso más. Lothar habló tranquilamente. —No mandaríamos buscar a Medivh por un sencillo asunto de una conjuración fallida. Ni por dos conjuradores cualquiera que fuesen atrapados por sus propios conjuros. Huglar y Hugarin eran dos de los mejores, dos de los más poderosos. Había otra, incluso más poderosa, pero tuvo un accidente hace dos meses. Los tres, creo, eran miembros de la Orden. Khadgar sintió que un escalofrío le recorría la espalda. —No me siento cómodo hablando de esto —logró decir. —Entonces no hables —dijo Lothar arrugando el ceño como si fuera una estribación de alguna antigua cadena montañosa—. Tres magos poderosos, los más poderosos de Azeroth. Ni por asomo a la altura de Medivh y su madre, entiéndeme, pero grandes y poderosos magos a pesar de todo. Todos muertos. Puedo creerme que un mago tenga mala suerte, o que lo pillen desprevenido, pero ¿tres? Un guerrero no cree en tantas coincidencias. »Y hay más —continuó el Campeón Real—. Tengo mis propios medios para descubrir las cosas. Los mercaderes de las caravanas, mercenarios y aventureros que llegan a la ciudad suelen encontrar un oído dispuesto en el viejo Lothar. Llegan noticias de Forjaz y Alterac, e incluso del mismo Lordaeron. Ha habido una plaga de estos accidentes, uno detrás de otro. Creo que alguien, o peor, algo está cazando a los grandes magos de esta Orden secreta. Tanto aquí como en Dalaran. No lo dudo. Khadgar se dio cuenta de que el hombre estaba estudiando su rostro mientras hablaba, y con un respingo se dio cuenta de que esto encajaba con los rumores que había oído antes de abandonar la Ciudadela Violeta. Ancianos magos desaparecidos de repente, y el escalafón superior tratando de taparlo sigilosamente. El gran secreto de los Kirin Tor, parte de un problema mayor. Muy a su pesar, Khadgar apartó la mirada, desviándola hacia la ciudad. —Sí, también en Dalaran, según parece —dijo Lothar—. No llegan muchas noticias de allí, pero estoy dispuesto a apostar que las que circulan por allí son parecidas, ¿eh? P á g i n a | 99

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—¿Crees que el Lord Magus está en peligro? —preguntó Khadgar. Los deseos de no decirle nada a Lothar estaban siendo erosionados por la obvia preocupación del viejo guerrero. —Yo creo que Medivh es la encarnación del peligro —dijo Lothar—. Y admiro a cualquiera dispuesto a compartir techo con él. —Sonaba como una broma, pero el Campeón Real no sonrió—. Pero sí, hay algo ahí afuera, y puede que esté relacionado con los demonios, los orcos o con algo mucho peor. Y no me gustaría que perdiéramos nuestra arma más poderosa en un momento como este. Khadgar miró a Lothar, intentando leer las arrugas del rostro del hombre. ¿Estaba el viejo guerrero preocupado por su amigo o por la pérdida de una defensa mágica? ¿Se preocupaba por la seguridad de Medivh, solo en las tierras salvajes, o porque hubiera algo cazándolos? Su rostro parecía una máscara, y sus ojos azul marino no daban ninguna pista de lo que Lothar estaba pensando realmente. Khadgar se había esperado un sencillo espadachín, un caballero dedicado a su deber, pero el Campeón Real era algo más. Estaba presionando a Khadgar, buscando debilidades, buscando información, pero ¿con qué fin? «Necesito a alguien que guarde al Guardián», había dicho Medivh. —Él está bien —dijo Khadgar—. Se preocupa por él, y yo comparto su preocupación. Pero está bien, y dudo que algo o alguien puedan herirlo. Los insondables ojos de Lothar parecieron deshincharse por un instante, pero solo por un instante fugaz. Iba a decir algo, a reemprender el entrometido y amistoso interrogatorio, pero un escándalo dentro de la torre alejó la atención de ambos de la discusión, de las jarras ahora vacías y de los huesos limpios del faisán. Medivh apareció pavoneándose, seguido por una hueste de sirvientes y guardias. Todos se quejaban de su presencia, pero ninguno (sabiamente) se atrevía a ponerle una mano encima, y como resultado lo seguían como la cola viviente y quejumbrosa de un cometa. El mago entró a grandes zancadas en el parapeto. —Sabía que eres hombre de costumbres, Lothar —dijo Medivh—. ¡Sabía que estarías aquí tomando el té de la tarde! —El Magus les regaló una sonrisa cálida, pero Khadgar notó que había cierto balanceo, casi de borracho, en su forma de andar. Medivh mantenía un brazo a la espalda, ocultando algo. Lothar se levantó, con voz preocupada. —¿Estás bien, Medivh? ¿El demonio…? —Ah, sí, el demonio —dijo alegremente Medivh y sacó el ensangrentado premio que llevaba escondido a la espalda. Lo tiró hacia Lothar y Khadgar con un movimiento lánguido, sin levantar el brazo.

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La bola roja giró mientras volaba, salpicando los últimos restos de sangre y cerebro que le quedaban antes de aterrizar a los pies de Lothar. Era el cráneo de un demonio con la carne aún adherida a él. Tenía un gran pincho, como el de una gran hacha, clavado en el centro, entre los dos cuernos. La expresión del demonio, pensó Khadgar, era a la vez de pavor e indignación. —Puede que quieras que te lo disequen —dijo Medivh irguiéndose tan alto como era—. Tuve que quemar el resto, por supuesto. Ni pensar en lo que podrían hacer los inexpertos con algo de sangre de demonio. Khadgar vio que el rostro de Medivh estaba más demacrado que antes, y que las arrugas que tenía alrededor de los ojos eran más prominentes. Puede que Lothar también se diera cuenta. —Lo has atrapado muy rápido —remarcó. —¡Juego de niños! —dijo Medivh—. Una vez que el Joven Confianza aquí presente señaló cómo había huido, fue muy sencillo seguirle el rastro desde la base de la torre hasta una pequeña escarpadura. Acabó antes de que me diera cuenta. Y también de que se diera cuenta él. —El Magus se balanceó ligeramente. —Entonces, ven —dijo Lothar con una cálida sonrisa—. Deberíamos decírselo al rey. ¡Habrá celebraciones en tu honor por esto, Med! Medivh levantó una mano. —Pueden celebrarlo sin nosotros, me temo. Deberíamos volver. Hemos de recorrer kilómetros antes de poder descansar. ¿No es cierto, aprendiz? Lothar miró a Khadgar, de nuevo con una mirada interrogativa y suplicante. Medivh parecía tranquilo pero cansado. También parecía esperar que Khadgar lo apoyase esta vez. El joven mago carraspeó. —Por supuesto. Nos hemos dejado un experimento en el fuego. —¡Pues sí! —dijo Medivh, siguiendo la corriente de forma inmediata—. Con las prisas por venir me había olvidado. Deberíamos apresurarnos. —El Magus se dio la vuelta y le gritó a la reunión de cortesanos—. ¡Preparen nuestras monturas! Partimos enseguida. —Los sirvientes se dispersaron como una bandada de codornices. Medivh se volvió hacia Lothar—. Por supuesto, presentarás mis disculpas a Su Majestad. Lothar miró a Medivh, luego a Khadgar y luego a Medivh de nuevo. Al fin, suspiró. —Por supuesto. Al menos déjenme que los conduzca hasta la torre. —Condúcenos —dijo Medivh—. Y no te olvides de tu cráneo. Yo me lo quedaría, pero es que ya tengo uno. Lothar tomó el cráneo con cuernos de carnero en una mano y pasó junto a Medivh, conduciéndolos hacia la torre. Cuando lo adelantó, el Magus pareció deshincharse, como si P á g i n a | 101

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se le escapara el aire. Parecía más cansado que antes, más gris que momentos antes. Dejó escapar un pesado suspiro y se dirigió hacia la puerta. Khadgar corrió tras él y lo tomó por el codo. Fue un leve toque, pero el mago de más edad se irguió súbitamente, retrocediendo como si reaccionara ante un puñetazo. Se giró hacia Khadgar, y sus ojos parecieron cubrirse de niebla durante un momento mientras miraba al joven mago. —Magus —dijo Khadgar. —¿Qué pasa ahora? —dijo Medivh en un murmullo sibilante. Khadgar pensó en lo que iba a decir, para no enfadarlo. —No estás bien —dijo simplemente. Era justo lo que había que decir. Medivh asintió envejecido. —He estado mejor. Lothar probablemente lo sabe, pero no me va a llevar la contraria en esto. Sin embargo prefiero estar en casa antes que aquí. —Hizo una pausa momentánea, y frunció los labios bajo la barba—. Estuve enfermo mucho tiempo en este lugar. No quiero repetir la experiencia. —Khadgar no dijo nada, limitándose a asentir. Lothar estaba de pie junto a la puerta, esperando. —Tú vas a tener que encabezar la marcha hacia Karazhan —le dijo Medivh a Khadgar, lo bastante alto para que lo oyeran todos los que estaban cerca—. ¡La vida en la gran ciudad es agotadora, y ahora me vendría bien una siesta!

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CAPÍTULO NUEVE EL SUEÑO DEL MAGO

—E

sto es muy importante —dijo Medivh, tambaleándose ligeramente mientras desmontaba de lomos del grifo. Tenía un aspecto macilento, y Khadgar supuso que el combate con el demonio había sido peor de lo que había dado a entender—. Voy a estar… no disponible durante algunos días. Si llega algún mensajero durante ese tiempo, quiero que te encargues de la correspondencia. —Puedo hacerlo —dijo Khadgar—, fácilmente. —No, no puedes —dijo Medivh mientras empezaba a bajar los escalones a duras penas—. Y por eso necesito decirte cómo leer las cartas con sello púrpura. El sello púrpura siempre significa asuntos de la Orden. Khadgar no dijo nada esta vez, solo asintió. Medivh se resbaló al borde de un escalón y tropezó, cayendo de cabeza hacia delante. Khadgar se apresuró a adelantarse para agarrar al hombre, pero el Magus ya se había aguantado a la pared y se estaba enderezando. No interrumpió su discurso ni un segundo. —En la biblioteca hay un pergamino. «La Canción de Aegwynn». Cuenta la batalla de mi madre con Sargeras. —El pergamino del que Guzbah quería una copia —dijo Khadgar, que ahora observaba con atención al mago mientras bajaba las escaleras trabajosamente ante él. —El mismo —dijo Medivh—. Y el motivo de que no pueda tenerlo es que lo usamos como clave para las comunicaciones de la Orden. Si tomas el alfabeto normal y desplazas las letras, de forma que la primera quede representada por la cuarta, o la décima, o la vigésima, es un código sencillo. ¿Lo entiendes? Khadgar empezó a decir que lo entendía, pero Medivh seguía adelante a toda velocidad, como si su necesidad de explicarlo fuera muy urgente. —El pergamino es la clave —repitió—. Al principio del mensaje verás lo que parece ser la fecha. No lo es. Es una referencia a la estrofa, verso y palabra por la que se empieza. La primera letra de esa palabra representa a la primera letra del alfabeto en el P á g i n a | 103

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código, y de ahí se sigue hacia delante normalmente; la siguiente letra en la progresión alfabética representaría la segunda letra del alfabeto, etc. —Comprendo. —No, no comprendes —dijo Medivh, que ahora parecía bajo presión y cansado—. Esa es la clave solo para la primera frase. Cuando llegas a un punto, tienes que ir a la segunda letra de la palabra. Esa se convierte en la equivalente de la primera letra del alfabeto para la clave de esa frase. Los signos de puntuación van normalmente, y los números también, pero se supone que han de escribirlos con letra y no usar las cifras. Hay algo más, pero no caigo. Ya estaban justo fuera de las habitaciones personales de Medivh. Moroes ya estaba presente, con una túnica colgada del brazo y un cuenco tapado descansando en una mesa ornamentada. Desde la puerta, Khadgar podía oler el delicioso aroma a caldo que salía del cuenco. —¿Qué debo hacer una vez que descifre el mensaje? —preguntó Khadgar. —¡Eso es! —dijo Medivh, como si una conexión vital se hubiera establecido de repente en su cerebro—. Pierde tiempo. Primero pierde tiempo. Un día o dos, puede que para entonces ya pueda encargarme yo. Luego pon excusas. He salido por algún asunto, volveré en cualquier momento. Usa la misma clave del mensaje recibido, pero asegúrate de indicarla en la fecha. Si todo lo demás falla, delega. Dile al quien sea que use su propio criterio, que yo prestaré la ayuda que pueda tan pronto como me sea posible. Siempre les encanta eso. No les digas que estoy indispuesto; la última vez que lo mencioné, una horda de presuntos clérigos llegó para atender mis necesidades. Todavía faltan cubiertos de plata de aquella pequeña visita. El viejo mago respiró hondo y pareció deshincharse, sosteniéndose en el marco de la puerta. Moroes no se movió, pero Khadgar dio un paso al frente. —El combate con el demonio —dijo Khadgar—. Fue malo, ¿no? —Los he tenido peores. ¡Demonios! Bestias de hombros caídos y cabezas de carnero. Sombra y llama a partes iguales. Más bestias que humanos, más bilis que los dos juntos. Garras desagradables. Con eso es con lo que hay que tener cuidado, con las garras. Khadgar asintió. —¿Cómo lo derrotaste? —Los traumatismos masivos suelen expulsar la esencia vital —dijo Medivh—. En este caso, le arranqué la cabeza. Khadgar parpadeó. —Pero no llevabas espada. Medivh sonrió cansado.

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—¿He dicho que necesitara una espada? Ya es suficiente. Más preguntas cuando esté preparado para ellas. —Y con eso entró en la habitación y el siempre fiel Moroes cerró la puerta ante Khadgar. El último sonido que oyó el joven fue el gruñido exhausto de un anciano que al fin había encontrado donde descansar. Pasó una semana, y Medivh no había emergido de sus habitaciones. Moroes subía diariamente con un cuenco de caldo. Finalmente, Khadgar logró reunir el suficiente valor para mirar. El senescal no hizo intento alguno de protestar, más allá de un monosilábico reconocimiento de su presencia allí. Descansando, Medivh parecía fantasmagórico; la luz había abandonado sus ojos cerrados, la tensión de la vida había huido de su rostro. Estaba vestido con un largo camisón, apoyado contra la cabecera y sostenido por cojines, con la boca abierta, el rostro pálido y su forma, normalmente animada, delgada y demacrada. Moroes le daba cuidadosamente el caldo con una cuchara, y se lo tragaba, pero por lo demás no despertaba. El senescal cambiaba entonces las sábanas y se retiraba por el día. Khadgar sintió un escalofrío de reconocimiento, y se preguntó si esta era la misma escena que se había repetido durante la juventud de Medivh, cuando sus poderes salieron por primera vez a la superficie, cuando Lothar lo cuidó. Se preguntó cuánto tiempo estaría ausente el mago, cuánta energía habría gastado en el combate contra el demonio. Empezó a llegar la correspondencia normal, escrita en letra común y en idioma claro. Una parte fue entregada por jinete de grifo, otra llegó a caballo, y más de unas pocas llegaron con los carromatos de los mercaderes que regularmente venían a llenar la despensa de Moroes. En su mayor parte eran mundanas: movimientos de barcos y maniobras de tropas. Informes de disposiciones. El ocasional descubrimiento de una antigua tumba o un artefacto olvidado, o la recuperación de una leyenda gastada por el tiempo. El avistamiento de una tromba marina, una tortuga gigante o una marea roja. Bocetos de fauna que para el observador serían nuevos, pero que estaban mejor representados en los bestiarios de la biblioteca. Y referencias a los orcos, en número creciente, especialmente del este. Crecientes avistamientos en las inmediaciones la Ciénaga Negra. Aumento de guardias en las caravanas; ubicación de campamentos temporales; informes de incursiones, robos y desapariciones misteriosas. Un aumento de los refugiados que se dirigían hacia la protección de las ciudades amuralladas más grandes. Y bocetos de los supervivientes y de las criaturas de frente inclinada y ancha mandíbula, incluyendo una detallada descripción del potente sistema muscular que, Khadgar se dio cuenta con un sobresalto, solo podía venir de haber diseccionado al sujeto.

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Khadgar empezó a leerle las cartas al mago mientras este dormía, recitando en voz alta los fragmentos más interesantes o graciosos. El Magus no dio repuesta alguna de aprobación, pero tampoco se lo prohibió. Llegó la primera carta con sello púrpura, y Khadgar se sintió perdido inmediatamente. Algunas de las palabras tenían sentido, pero otras caían enseguida en el galimatías. Al principio al joven mago le entró pánico, seguro de que no había comprendido alguna de las instrucciones básicas. Tras un día apilando notas e intentos fallidos en su habitación, se dio cuenta de su error: los espacios entre palabras eran considerados una letra en la clave de la Orden, lo que hacía que hubiera que correr una letra más el alfabeto. Una vez que se dio cuenta, la misiva fue fácil de descifrar. Era menos impresionante de lo que había parecido antes, cuando era un galimatías. Se trataba de una nota del lejano sur, de la península de Ulmat Thondr, indicando que todo estaba tranquilo, que no se habían visto orcos (aunque sí había crecido últimamente el número de trolls de la jungla) y que un nuevo cometa era visible en el horizonte sur, con notas detalladas (escritas con palabras, no con cifras). No se solicitaba respuesta, y Khadgar la dejó a un lado junto con la trascripción. Khadgar se preguntaba por qué la Orden no usaba un código mágico o una escritura basada en los conjuros. Quizá no todos los miembros de la Orden de Tirisfal eran magos. O sería que trataban de ocultarlo de otros magos, como Guzbah, y usar una escritura mágica atraería su curiosidad como a las abejas al néctar. Lo más probable, decidió Khadgar, era que fuese por la terquedad de Medivh en forzar a los demás miembros de la Orden a que usaran como clave un poema que alababa a su madre. Llegó un gran paquete de parte de Lothar, detallando los avistamientos y ataques de orcos de los que se había informado antes y pasándolos a un gran mapa. De hecho, parecía como si ejércitos de orcos estuvieran manando del pantanoso territorio la Ciénaga Negra. De nuevo, no se solicitaba respuesta. Khadgar pensó en mandar a Lothar una nota informándolo del estado de Medivh, pero decidió no hacerlo. ¿Qué podría hacer el Campeón aparte de preocuparse? Mandó una nota, firmada por él mismo, agradeciendo la información y solicitando que se le mantuviera al día. Pasó una segunda semana y entraron en la tercera, el maestro comatoso y el estudiante buscando. Armado ahora con la llave apropiada, Khadgar empezó a revisar el correo atrasado, parte del cual aún estaba cerrado por pegotes de lacre violeta. Revisando los documentos antiguos, Khadgar empezó a comprender los sentimientos a menudo ambivalentes de Medivh hacia la Orden. Muchas veces las cartas eran poco más que peticiones: este encantamiento, aquella información, una solicitud para que acudiera enseguida porque las vacas no comían o daban leche amarga. Las más lisonjeras solían tener algún tipo de coletilla, una petición de algún conjuro deseado o un libro perdido, P á g i n a | 106

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envuelta en sus floridas adulaciones. Muchas no tenían más que consejos pedantes, indicando de forma detallada cómo tal o cual candidato sería el aprendiz perfecto (la mayoría de esas estaban sin abrir, se dio cuenta Khadgar). Y había continuos informes de que no había novedades, ni cambios, ni nada fuera de lo ordinario. Esto último cambiaba en los mensajes más recientes (no tenían fecha, pero Khadgar empezó a determinar el momento al que correspondían por el amarilleo del pergamino y la progresiva subida de tono de las peticiones y los consejos). El tono se hizo más amable con la repentina aparición de los orcos, en especial cuando empezaron a atacar caravanas, pero el flujo de demandas a Medivh se mantuvo, e incluso aumentó. Khadgar miró al anciano que yacía en la cama y se preguntó qué mosca le habría picado para ayudar a aquella gente, y hacerlo regularmente. Y estaban las cartas misteriosas: el agradecimiento ocasional, las referencias a algún texto arcano, la respuesta a alguna pregunta desconocida, «sí», «no» y «el emú, por supuesto». Durante su vigilia junto al lecho de Medivh llegó una carta misteriosa sin firma. Decía: «Prepare habitaciones. El Emisario llegará en poco tiempo». A fines de la tercera semana llegaron dos cartas en la tarde con un mercader ambulante, una con el sello púrpura y la otra con el sello rojo y dirigida al propio Khadgar. Las dos venían de la Ciudadela Violeta de los Kirin Tor. La carta de Khadgar decía, escrita con mano temblorosa: «Lamentamos informarle de la repentina e inesperada muerte del mago instructor Guzbah. Tenemos entendido que ha mantenido usted correspondencia con el difunto mago y le acompañamos en el sentimiento en estos instantes. Si tiene usted alguna correspondencia, dinero o información perteneciente a Guzbah, o tiene en su poder algo de su propiedad (en especial cualquiera de sus libros que le hubiera prestado), la devolución de dicha correspondencia, dinero, información o libros le sería muy agradecida. Sírvase mandarlo a la dirección abajo indicada». Una serie de números y un garabato perezoso y casi ilegible marcaban el fin de la carta. Khadgar sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el vientre. ¿Guzbah, muerto? Releyó la carta, pero no pudo sacar más información. Aturdido, tomó la carta del sello púrpura. Esta estaba escrita con la misma mano temblorosa, pero una vez que la descifró, contenía más información. Guzbah había sido encontrado asesinado en la biblioteca la víspera de la Fiesta de los Escribas, mientras consultaba el Tratado de Denbrawn sobre «La Canción de Aegwynn». (Khadgar sintió una punzada de remordimiento por no haberle mandado el pergamino a su antiguo maestro). Aparentemente había sido sorprendido por una bestia (supuestamente invocada) que lo había destrozado. La muerte había sido rápida pero dolorosa, y la descripción de cómo había sido encontrado el cuerpo rayaba en lo excesivo. P á g i n a | 107

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Por la descripción del cuerpo y de los destrozos en la biblioteca, Khadgar solo pudo suponer que la «bestia invocada» había sido un demonio del tipo que Medivh había combatido en Ventormenta. La carta seguía, y las palabras mantenían un tono frío y analítico que a Khadgar le pareció excesivo. El que la había escrito hacía notar que esta era la séptima muerte de un mago en la Ciudadela Violeta durante el último año, incluyendo la del archimago Arrexis. Y seguía haciendo hincapié en que esta era la primera muerte de este tipo en la cual la víctima no era miembro de la Orden. El que la había escrito quería saber si Medivh había estado en contacto con Guzbah, fuera directamente o a través de su aprendiz (Khadgar tuvo un momento de déjà vu cuando vio su nombre escrito). El autor desconocido se aventuraba a especular que puesto que no era miembro de la Orden, Guzbah podía ser el responsable de la invocación de la bestia por algún otro motivo, y que, si este era el caso, Medivh debería estar al tanto de que Khadgar había sido aprendiz de Guzbah durante algún tiempo. Khadgar sintió el punzante dolor de la ira. ¡Cómo se atrevía este autor misterioso (tenía que ser alguien bien situado en la jerarquía de los Kirin Tor, pero Khadgar no tenía ni idea de quién) a acusarlos a Guzbah y a él! ¡Si Khadgar no estaba siquiera presente cuando habían matado a Guzbah! Quizá el que lo había escrito era el responsable, o alguien como Korrigan; el bibliotecario siempre estaba investigando a los adoradores demoníacos. ¡Hacer acusaciones así por qué sí! Khadgar negó con la cabeza y respiró hondo. No, esas especulaciones eran inútiles y solo estaban motivadas por su propia indignación, como tantos de los politiqueos de los Kirin Tor. La ira se desvaneció en tristeza cuando se dio cuenta de que los poderosos magos de la Ciudadela Violeta eran incapaces de detener esto, que siete magos (seis de ellos miembros de esta supuestamente secreta y poderosa Orden) habían muerto, y todo lo que podía hacer el autor era dar palos de ciego con la esperanza de que no hubiera más muertes. Khadgar pensó en la actuación rápida y decidida de Medivh en el castillo de Ventormenta, y se preguntó por qué no habría otro con la misma astucia, voluntad e inteligencia dentro de su propia comunidad. El joven mago recogió la carta cifrada y la volvió a examinar a la tenue luz de las velas. La Fiesta de los Escribas había sido hacía aproximadamente un mes y medio. Esto era lo que había tardado el mensaje en atravesar el mar y llegarles por tierra. Un mes y medio. Antes de que Huglar y Hugarin fueran asesinados en Ventormenta. Si el mismo demonio estaba implicado, o incluso el mismo invocador, tendría que moverse entre ambos puntos muy, muy rápido. Algunos de los demonios de la visión tenían alas. ¿Era posible que una de dichas bestias se moviera entre los sitios sin que nadie la viera?

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Una brisa errante e inesperada pasó por allí. Los pelos de la nuca de Khadgar empezaron a erizarse, y levantó la mirada justo a tiempo de ver a la figura manifestarse en la habitación. Primero hubo humo, rojo como la sangre, brotando burbujeante de algún agujero en el universo. Se retorcía y arremolinaba como la leche mezclándose con el agua, formando rápidamente una masa convulsa, de la que salió la amenazadora silueta de un gran demonio. Su forma era más pequeña que cuando Khadgar lo había visto antes, en los campos nevados de una visión perdida en el tiempo. Se había reducido para caber en los confines de la habitación. Su carne seguía siendo de bronce, su armadura de hierro negro como el azabache, y su barba y su pelo de fuego vivo, con enormes cuernos que surgían de una inmensa frente. Estaba desarmado, pero no parecía necesitar armas, puesto que se movía con la cómoda gracilidad de un depredador que no teme a nada. Sargeras. Khadgar quedó aturdido, callado e inmóvil. Seguramente, las defensas mágicas que preparara Medivh mantendrían fuera a la bestia. Y sin embargo aquí estaba, entrando en la torre, entrando en la mismísima habitación del Magus con la misma facilidad que un noble irrumpe en la choza de un plebeyo. El Señor de la Legión Ardiente no miró a su alrededor, en vez de eso flotó hasta los pies de la cama. Se quedó allí un buen rato, mientras las llamas de su barba y su pelo titilaban en silencio, mientras observaba la forma inconsciente que tenía ante sí. El demonio estaba observando al mago que dormía. Khadgar contuvo la respiración y recorrió la mesa de trabajo con la mirada. Unos cuantos libros, la vela encendida con un espejo para reflejar la luz. Un abrecartas que usaba para los sellos púrpuras. El joven mago alargó la mano lentamente para tomarlo, tratando de moverse sin atraer la atención del gran demonio. Sus dedos se aferraron a él, y los nudillos se le pusieron en blanco. Y Sargeras seguía a los pies de la cama. Pasó un largo rato, y Khadgar trató de forzarse a moverse, ya fuera para huir o para atacar. Sintió los músculos agarrotados. Medivh se dio la vuelta en la cama, murmurando algo inaudible. El Señor demoniaco levantó una mano lentamente, como si fuera a bendecir la forma inerte del Magus. Khadgar dejó escapar un grito estrangulado y saltó de la silla, aferrando con la mano el abrecartas. Solo entonces se dio cuenta de que empuñaba el arma en la mano equivocada.

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El demonio levantó la vista, y fue un gesto lento, perezoso, como si el propio ser estuviese dormido, o sumergido en aguas profundas. Observó al joven que le embestía, con la mano extendida en un torpe ataque con una daga corta pero afilada. El demonio sonrió. Medivh se dio la vuelta y murmuró en sueños. Khadgar clavó el abrecartas en el pecho del demonio. Y atravesó por completo el cuerpo de la criatura. El impulso de su golpe lo hizo seguir avanzando, a través de la forma de Sargeras y contra la pared. Incapaz de detenerse, se golpeó contra esta y el abrecartas cayó al suelo de piedra. Medivh abrió los ojos súbitamente y el Guardián se incorporó. —¿Moroes? ¿Khadgar? ¿Están ahí? Khadgar se puso en pie, mirando a su alrededor. El demonio se había desvanecido, explotando como una pompa de jabón al primer contacto del acero. Estaba solo en la habitación con Medivh. —¿Qué haces en el suelo, niño? —dijo Medivh—. Moroes podría haberte traído un catre. —¡Maestro, tus defensas! —dijo Khadgar—. Han fallado. Había… —dudó un instante, inseguro de si debía revelar que conocía el aspecto de Sargeras. Medivh tomaría algo como eso y lo estaría incordiando hasta que le dijera cómo lo sabía—. Un demonio — logró decir—. Había un demonio aquí. Medivh sonrió; tenía el aspecto descansado y el color le había vuelto a la cara. —¿Un demonio? No creo. Espera. —El Magus cerró los ojos y asintió—. No, las defensas siguen en su sitio. Haría falta más que una siesta para que se quedasen sin energía. ¿Qué viste? Khadgar contó rápidamente la aparición del demonio a partir de la nube de leche roja hirviendo, cómo se quedó allí de pie y cómo levantó la mano. El Magus negó con la cabeza. —Creo que ha sido otra de tus visiones —dijo al fin—. Un fragmento de tiempo desprendido y desplazado que ha caído en la torre, pero se ha desvanecido enseguida. —Pero el demonio… —empezó a decir Khadgar. —El demonio que has descrito ya no existe, al menos no en este mundo —dijo Medivh—. Murió antes de que yo naciera, enterrado muy por debajo del mar. Tu visión ha sido de Sargeras, de «La Canción de Aegwynn». Tienes aquí los pergaminos. ¿Descifrando mensajes? Sí. Quizá eso fue lo que llamó a ese espectro perdido en el tiempo a mis habitaciones. No deberías estar trabajando aquí mientras duermo. —Frunció levemente el ceño, como si estuviera tratando de decidir si tenía que estar más enfadado o no. —Lo siento, pensé… ¿pensé que sería mejor no dejarte solo? —Khadgar lo dijo como una pregunta, y acabó sonando como un tonto. P á g i n a | 110

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Medivh emitió una risita y dejó que una sonrisa se aposentara en sus curtidos rasgos. —Bueno, no te dije que no pudieras y no creo que Moroes te hubiera detenido, ya que eso reducía su necesidad de quedarse aquí. —Se pasó el índice y el pulgar por los labios y luego por la barba—. Creo que ya he tomado caldo suficiente para toda una vida. Y solo para que estés tranquilo voy a revisar las defensas místicas de la torre. Y te enseñaré a hacerlo a ti también. Ahora, visiones demoníacas aparte, ¿ha pasado algo mientras he estado ausente? Khadgar resumió los mensajes que había recibido. La creciente oleada de incidentes con los orcos. El mapa de Lothar. El misterioso mensaje del Emisario. Las noticias de la muerte de Guzbah. Medivh gruñó ante la descripción del fallecimiento del mago. —Así que van a echarle las culpas a Guzbah hasta que destripen al próximo pobre estúpido. —Agitó la cabeza—. La Fiesta de los Escribas. Eso fue antes de que murieran Huglar y Hugarin. —Como una semana y media antes —dijo Khadgar—. Tiempo suficiente para que un demonio volara de Dalaran hasta el castillo de Ventormenta. —O un hombre a lomos de grifo —reflexionó Medivh—. No todo son demonios y magia en este mundo. A veces una respuesta sencilla es suficiente. ¿Algo más? —Parece que esos orcos se están volviendo mucho más numerosos y peligrosos — dijo Khadgar—. Lothar dice que están pasando de los saqueos de caravanas a atacar asentamientos. Asentamientos pequeños, pero constantemente hay más gente que va a Ventormenta y a las otras ciudades como resultado de esto. —Lothar se preocupa demasiado —dijo Medivh con una mueca. —Está preocupado —replicó Khadgar en un tono neutro—. No sabe cómo pueden ir las cosas. —Al contrario —dijo Medivh, dejando escapar un largo y triste suspiro—. Si todo lo que me has dicho es cierto, me temo que las cosas van a ir justo como yo me espero.

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CAPÍTULO DIEZ EL EMISARIO

C

on la recuperación de Medivh las cosas volvieron a la normalidad, al menos tan normales como podían ser las cosas en presencia del Magus. Cuando este se ausentaba, Khadgar se quedaba con instrucciones para practicar sus habilidades mágicas, y cuando Medivh residía en la torre se esperaba que el joven mago demostrara dichas habilidades en cuanto se lo pidieran. Khadgar se adaptó bien y se sentía como si su poder fuera un traje dos tallas más grande, y ahora él estuviera creciendo para que le quedara bien. Ahora podía controlar el fuego a voluntad, invocar al rayo sin que el cielo estuviera nublado y hacer que objetos pequeños se movieran por la mesa con una orden mental. También aprendió otros conjuros: los que permitían saber cómo y cuándo había muerto un hombre a partir de un solo hueso de sus restos, cómo hacer brotar la niebla del suelo y cómo dejar mensajes mágicos para que otros los encontraran. Aprendió a restaurar los estragos del tiempo en los objetos inanimados, reforzando las sillas viejas, y su reverso, extraer la juventud de una rama recién cortada hasta dejarla polvorienta y frágil. Aprendió la naturaleza de las defensas mágicas, y se le confió el mantenerlas intactas. Estudió los libros sobre demonios, aunque Medivh no permitía que se invocaran en su torre. Esta última orden Khadgar no sentía deseos de romperla. Medivh estaba ausente durante breves periodos del día aquí, o unos pocos días allá. Siempre dejaba instrucciones, pero nunca daba explicaciones. A su regreso, el Guardián parecía macilento y agotado, y ponía a prueba a Khadgar para comprobar el dominio del joven sobre su arte y le hacía detallar las noticias que habían llegado durante su ausencia. Pero su descanso comatoso no volvió a repetirse, así que Khadgar supuso que, fuera lo que fuese que estaba haciendo el maestro, no implicaba demonios. Una tarde, en la biblioteca, Khadgar oyó ruidos provenientes de abajo, del patio y los establos. Gritos, llamadas y respuestas en un tono bajo e ininteligible. Para cuando llegó a una ventana desde la que se dominaba esa parte de la torre, un grupo de jinetes abandonaba el recinto amurallado del castillo. P á g i n a | 112

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Khadgar frunció el ceño. ¿Eran más suplicantes expulsados por Moroes o mensajeros que traían malas noticias para su maestro? Khadgar bajó para enterarse. Solo pudo echar un breve vistazo al recién llegado: el destello de una capa negra entrando en una habitación de huéspedes en uno de los pisos bajos de la torre. Moroes estaba allí, vela en mano, anteojeras en posición, y mientras Khadgar descendía los últimos peldaños pudo oír al senescal: —… otros visitantes, ellos fueron menos cuidadosos. Ahora se han ido. Cualquier respuesta que hiciera el recién llegado se perdió, y Moroes cerró la puerta mientras llegaba Khadgar. —¿Un huésped? —preguntó el joven mientas intentaba ver si había alguna pista del recién llegado. Solo una puerta cerrada lo saludó. —Sip —contestó el senescal. —¿Mago o mercader? —preguntó el joven mago. —No sabría decirlo —dijo el senescal, quien ya se iba por el pasillo—. No lo pregunté y el Emisario no lo dijo. —El Emisario —repitió Khadgar, pensando en una de las cartas misteriosas de cuando el letargo de Medivh—. Así que entonces es algo político. Para el Magus. —Supongo —dijo Moroes—. No he preguntado, no es asunto mío. —Así que es para el Magus. —Supongo —dijo Moroes con el mismo tono somnoliento—. Nos lo dirán cuando tengamos que saberlo. —Y con eso se fue, dejando a Khadgar mirando la puerta cerrada. Durante el día siguiente, hubo la extraña sensación de otra presencia en la torre, un nuevo cuerpo planetario cuya gravedad alteraba las órbitas de todos los demás. Este nuevo planeta hizo que Cocinas cambiara a un juego de cacerolas más grandes, y que Moroes se moviera por los pasillos a intervalos más aleatorios de lo habitual. E incluso Medivh mandaba a Khadgar a cualquier recado por la torre, y mientras el joven mago se iba, oía el susurro de una pesada capa en el suelo de piedra tras él. Medivh no soltaba prenda y Khadgar esperó a que se lo contara. Dejó caer indirectas. Esperó pacientemente. Pero lo mandaron a la biblioteca a seguir sus estudios y practicar sus conjuros. Khadgar bajó un tramo de escaleras, se detuvo y luego subió lentamente, solo para ver la espalda de una capa negra entrando en el laboratorio del Guardián. Khadgar bajó las escaleras enfurruñado, considerando diferentes opciones acerca de quién podía ser el Emisario. ¿Un espía de Lothar? ¿Algún misterioso miembro de la Orden? Quizá uno de los miembros de los Kirin Tor, el de la escritura temblorosa y las teorías viperinas. ¿O quizá era por algo completamente diferente? No saberlo era frustrante, y la desconfianza del Magus solo empeoraba las cosas. P á g i n a | 113

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—Nos lo dirá cuando tengamos que saberlo —murmuró Khadgar mientras entraba en la biblioteca. Sus notas e historias estaban esparcidas por las mesas, donde las había dejado por última vez. Las miró, y también el proyecto de su conjuro para invocar visiones. Había hecho algunos arreglos desde el último intento, con la esperanza de refinar temporalmente los resultados. Khadgar hojeó las notas y sonrió. Luego tomó los viales de gemas pulverizadas y se dirigió hacia abajo, poniendo pisos de por medio entre él y la cámara de audiencias de Medivh, hacia uno de los comedores abandonados. Dos pisos más abajo era perfecto. Una habitación de forma elíptica con chimeneas a ambos extremos, la mesa sacada para ser usada en alguna otra parte y las sillas apoyadas en la pared frente a la puerta. El suelo era de mármol blanco viejo y agrietado, pero limpio por el incansable trabajo y la energía de Moroes. Khadgar dispuso un círculo mágico de amatista y cuarzo rosa, sonriendo mientras trazaba las líneas. Ahora se sentía confiado en su capacidad de conjuración y no necesitaba sus vestiduras ceremoniales para que le dieran suerte. Mientras disponía los caracteres de protección y abjuración volvió a sonreír. Ya estaba moldeando la energía en su mente, llamando las tonalidades y tipos de magia deseados, haciendo que adquirieran la forma deseada, reteniendo la fértil energía hasta que fuera necesaria. Entró en el círculo, pronunció las palabras que se debían pronunciar, hizo los movimientos manuales en perfecta armonía y desencadenó la energía de su mente. Sintió esa liberación como algo vinculado a su mente y a su alma, y llamó a la magia. —Muéstrame lo que está sucediendo en las habitaciones de Medivh —dijo algo nervioso, con la esperanza de que las defensas del Guardián no se aplicaran a su aprendiz. Inmediatamente supo que el conjuro había ido mal. No demasiado, ya que las matrices mágicas no se habían colapsado, sino un pequeño fallo. Quizá las defensas funcionaban contra él y habían desviado su visión a otro lugar, a otra escena. Varias pistas le indicaron que no había dado en el clavo. Primero, ahora era de día. Segundo, hacía calor. Y, por último, el sitio le resultaba familiar. No es que hubiera estado aquí antes, al menos no en esta aguja en particular, pero estaba claro que se encontraba en el castillo de Ventormenta, desde donde se dominaba la ciudad. Era una de las agujas más altas, y la habitación era similar en diseño general al lugar donde los miembros de la Orden habían encontrado su fin meses antes. Pero aquí las ventanas eran más grandes y daban a unos grandiosos parapetos blancos, y una brisa perfumada mecía unas diáfanas cortinas. Pájaros multicolores se posaban en columpios de oro alrededor de toda la habitación. Ante Khadgar había puesta una pequeña mesa con platos de porcelana blanca decorados en oro, y cuchillos y tenedores del mismo metal precioso. Unos cuencos de P á g i n a | 114

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cristal contenían frutas frescas e inmaculadas, y el rocío de la mañana aún se aferraba a los hoyuelos de las fresas. Khadgar sintió cómo el estómago le gruñía ante la visión. Alrededor de la mesa se movía un hombre delgado desconocido para Khadgar, de rostro afilado y frente amplia, con un fino bigote y perilla de chivo. Iba envuelto en un ornamentado edredón rojo que Khadgar se dio cuenta que debía ser una bata, ceñida a la cintura con un cinturón dorado. Tocó uno de los tenedores, moviéndolo a un lado la longitud de una molécula, y luego asintió satisfecho. Levantó la mirada hacia Khadgar y sonrió. —Ah, estás despierta —dijo en una voz que a Khadgar le sonó familiar. Por un instante, Khadgar pensó que esta visión podía verlo, pero no. El hombre se dirigía a alguien que había tras él. Se dio la vuelta y vio a Aegwynn, tan juvenil y bella como había sido en el campo nevado. (¿Era antes de esa fecha? ¿Después? Por su aspecto no podía decirlo). Llevaba una capa blanca con el forro verde, pero ahora hecha de seda y no de piel, y sus pies no estaban cubiertos por botas sino por sencillas sandalias blancas. Llevaba el pelo rubio recogido por una diadema de plata. —Pareces haberte tomado muchas molestias —dijo, y su rostro le resultó inescrutable a Khadgar. —Con suficiente magia y deseo, nada es imposible —respondió el hombre, y volvió la mano dejando la palma hacia arriba. Flotando sobre esta, floreció una orquídea. Aegwynn tomó la flor, se la llevó a la nariz con indiferencia y luego la dejó sobre la mesa. —Nielas… —empezó. —Primero el desayuno —dijo el mago Nielas—. Mira lo que un conjurador de la corte puede tener listo a primera hora de la mañana. Estas fresas fueron recogidas de los jardines reales hace no más de una hora. —Nielas —volvió de decir Aegwynn. —Seguidas de lonchas de jamón asado con mantequilla y sirope —sugirió el mago. —Nielas —repitió Aegwynn. —Entonces, quizá algunos huevos de vrocka escalfados en su propia cáscara por un sencillo conjuro que aprendí en las islas… —dijo el mago. —Me voy —se limitó a decir Aegwynn. Una nube pasó frente al rostro del mago. —¿Te vas? ¿Tan pronto? ¿Antes del desayuno? Quiero decir, pensé que tendríamos ocasión de charlar algo más. —Me voy —dijo Aegwynn—. Tengo cosas que hacer, y poco tiempo para las cortesías de la mañana después. El conjurador de la corte mantenía un aspecto confundido. P á g i n a | 115

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—Pensé que después de esta noche querrías quedarte algún tiempo en el castillo, en Ventormenta. —Parpadeó hacia la mujer—. ¿No? —No —dijo Aegwynn—. De hecho, después de esta noche no hace ninguna falta que me quede. Ya he conseguido aquello por lo que he venido. No hace falta que me quede ni un instante más. En el presente, Khadgar hizo una mueca mientras las piezas encajaban en su sitio. Por supuesto que la voz del mago le resultaba familiar. —Pero pensé... —tartamudeó el mago Nielas, pero Aegwynn negó con la cabeza. —Tú, Nielas Aran, eres un idiota —se limitó a decir Aegwynn—. Eres uno de los hechiceros más poderosos de la Orden de Tirisfal, y aun así sigues siendo un idiota. Eso dice algo acerca del resto de la Orden. Nielas Aran se ofendió. Intentó mostrarse encolerizado, pero solo pareció sufrir una pataleta. —Espera un momento… —Seguramente no pensaste que fueron tus encantos naturales los que me trajeron hasta tu dormitorio, ni que tu ingenio y sentido del humor me distrajeron de nuestra conversación sobre los ritos de conjuración. Seguramente te das cuenta de que no puedes impresionarme con tu posición de conjurador de la corte como a una pastora de cualquier aldea. Y seguramente te das cuenta de que la seducción funciona en ambos sentidos. No eres tan idiota. ¿O sí, Nielas Aran? —Por supuesto que no —dijo el conjurador de la corte, claramente insultado por sus palabras pero negándose a admitirlo—. Solo pensé que podíamos compartir el desayuno como personas civilizadas. Aegwynn sonrió, y Khadgar vio que era una sonrisa cruel. —Soy tan vieja como muchas dinastías, y superé mis indulgencias juveniles a principios de mi primer siglo. Sabía perfectamente lo que hacía cuando vine a tu habitación esta noche. —Yo pensaba… —dijo Nielas—. Yo solo pensaba… —luchaba por encontrar las palabras adecuadas. —¿Que tú, de toda la Orden, serías el que encandilaría y domaría a la grande e indómita Guardiana? —dijo Aegwynn mientras su sonrisa se ensanchaba—. ¿Que tú la doblegarías a tu voluntad, donde todos los demás habían fallado, con tu encanto, tu ingenio y tus trucos de feria? ¿Qué canalizarías el poder del Tirisfal en tu propio beneficio? Vamos, Nielas Aran. Ya has desperdiciado mucho de tu potencial, no me digas que la vida en la corte real te ha corrompido por completo. Déjame algo de respeto por ti. —Pero si no estabas impresionada… —dijo Nielas, mientras su mente iba asumiendo lo que Aegwynn le decía—. Si no me querías, entonces, ¿por qué…? P á g i n a | 116

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Aegwynn le proporcionó la respuesta. —Vine a Ventormenta por una cosa que yo no puedo proporcionarme a mí misma, un padre apropiado para mi heredero. Sí, Nielas Aran, puedes contarle a tus compañeros magos de la Orden que lograste acostarte con la grande y poderosa Guardiana. Pero también tendrás que decirles que me proporcionaste un medio de traspasar mi poder sin que la Orden tuviera nada que decir en ello. —¿Lo he hecho? —Comenzó a comprender las consecuencias de sus acciones—. Supongo que sí. Pero a la Orden no le gustará… —¿Ser manipulada? ¿Ser frustrada? ¿Ser engañada? —dijo Aegwynn—. No, la verdad es que no. Pero no actuarán contra ti, por miedo a que yo tenga algún interés romántico real en ti. Y consuélate con esto: de todos los magos, brujos, conjuradores y hechiceros, tú eras el que tenía más potencial. Tu semilla fortalecerá y protegerá a mi hijo y lo convertirá en el recipiente de mi poder. Y cuando haya nacido y ya haya sido destetado, tú incluso lo criarás, aquí, porque yo sé que seguirá mi camino, y que la Orden no querrá dejar pasar esa oportunidad de influenciarlo. Nielas Aran agitó la cabeza. —Pero yo… —Se detuvo un instante—. ¿Pero tú…? —Volvió a detenerse. Cuando volvió a hablar, por fin había algo de fuego en sus ojos y acero en su voz—. Adiós, Magna Aegwynn. —Adiós, Nielas Aran —dijo Aegwynn—. Ha estado… bien. —Y con eso se dio la vuelta y salió de la habitación. Nielas Aran, el principal conjurador del trono de Azeroth, conspirador de la Orden de Tirisfal y ahora padre del futuro Guardián Medivh, se sentó junto a la mesa perfectamente dispuesta. Cogió un tenedor de oro y le dio vueltas entre los dedos. Entonces suspiró y lo dejó caer al suelo. La visión se desvaneció antes de que el tenedor golpeara el suelo de mármol, pero Khadgar percibió otro sonido, este detrás de él. El sonido del roce de una bota contra la fría piedra. El suave roce de una capa. No estaba solo. Khadgar se giró de repente, pero todo lo que pudo vislumbrar fue la provocadora espalda de una capa negra. El Emisario lo estaba espiando. Ya era bastante malo que lo mandasen lejos cada vez que Medivh se encontraba con el extraño, ¡y ahora al Emisario se le permitía moverse por el castillo y lo estaba espiando! Enseguida, Khadgar salió a la carrera hacia la entrada. Para cuando llegó a la puerta, su presa se había esfumado, pero pudo oír el roce de la tela con la piedra escaleras abajo. En dirección a las habitaciones de los huéspedes. Khadgar también se lanzó escaleras abajo. La curva de las escaleras de caracol obligaría al extraño a ir pegado a la pared, donde los peldaños eran más anchos y más P á g i n a | 117

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seguros. El joven mago había subido y bajado corriendo estos escalones tantas veces que podía permitirse ir junto a la columna central, bajando los escalones de dos en dos o de tres en tres. A medio camino de las habitaciones de los huéspedes Khadgar pudo ver la sombra de su presa junto a la pared. Cuando alcanzaron los cuartos de huéspedes propiamente dichos, pudo ver la figura embutida en la capa, saliendo velozmente al pasillo y dirigiéndose hacia su puerta. Una vez que el Emisario alcanzase su habitación, lo perdería. Khadgar bajó los últimos cuatro escalones de una vez, y saltó hacia delante para agarrar a la figura embozada por el brazo. Su mano se cerró sobre tela y músculos firmes, y lanzó a su presa contra la pared. —El Magus querrá saber qué estás espiando… —empezó a decir, pero las palabras murieron en su boca cuando la capa se abrió y descubrió al Emisario. Iba vestida con ropas de viaje de cuero, con unas botas altas, pantalones negros y una blusa de seda negra. Era musculosa, y a Khadgar no le quedó duda alguna de que había cabalgado el camino entero hasta aquí. Pero su piel era verde y, cuando la capucha cayó, reveló un rostro orco de mandíbula ancha y colmillos prominentes. Unas altas orejas verdes surgían de una masa de pelo azabache. —¡Orco! —gritó Khadgar, y reaccionó instintivamente. Levantó una mano mientras murmuraba una palabra de poder, invocando las fuerzas para atravesarla con un rayo de poder místico. Nunca tuvo la posibilidad de acabar. Nada más abrir la boca, la mujer orco le lanzó una patada circular, levantando la pierna hasta la altura del pecho. Su rodilla apartó la mano de Khadgar, desviando su puntería. Su bota le dio en el lado de la cara, haciéndolo retroceder. Khadgar retrocedió trastabillando y sintió el sabor de la sangre; se habría mordido en la mejilla como consecuencia del golpe. De nuevo levantó la mano para disparar un rayo, pero la orco era demasiado rápida, más rápida que los guerreros con armadura contra los que había luchado antes. Ya había cubierto la distancia que los separaba y le había propinado un fuerte puñetazo en el estómago, sacándole el aire de los pulmones y la concentración de la mente. El joven mago gruñó, abandonando por el momento la magia en favor de una aproximación más directa. Aún resentido del golpe, se echó a un lado, agarrando el brazo de la mujer y desequilibrándola. Una mirada de asombro se posó en el rostro de jade de la mujer, pero solo durante unos instantes. Plantó los pies firmemente en el suelo, atrajo a Khadgar hacia ella y rompió y revirtió la llave sin problemas.

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Khadgar percibió un leve aroma a especias cuando la orco lo atrajo, y entonces lo arrojó pasillo adelante. Resbaló por el suelo de piedra, se golpeó contra la pared y se detuvo a los pies de alguien. Al levantar la vista, Khadgar vio al senescal que lo miraba, con un gesto vagamente preocupado. —¡Moroes! —gritó Khadgar—. ¡Vete! ¡Trae al Magus! ¡Tenemos un orco en la torre! Moroes no se movió, en su lugar miró a la mujer orco con sus ojos afables enmarcados por las anteojeras. —¿Está usted bien, Emisario? La mujer sonrió, sus labios verdosos se curvaron y se envolvió en la capa. —Nunca había estado mejor. Necesitaba un poco de ejercicio. El cachorro ha sido tan amable de complacerme. —¡Moroes! —escupió el joven mago—. Esta mujer es… —El Emisario. Un huésped del Magus —dijo Moroes—. Venía por ti. El Magus quiere verte —añadió afable. Khadgar se puso de pie y miró severamente a la Emisaria. —Cuando veas al Magus, ¿le vas a decir que has estado fisgando? —No quiere verla a ella —corrigió Moroes—. Quiere verte a ti, aprendiz. *** —¡Es una orco! —dijo Khadgar, en un tono más alto y más brusco de lo que había pretendido. —De hecho una semiorco —dijo Medivh. Estaba inclinado sobre su banco de trabajo, trasteando un aparato dorado, un astrolabio—. Supongo que su tierra natal tiene humanos, o casi humanos, o al menos los tuvo hasta no hace mucho. Pásame el calibre, aprendiz. —¡Trataron de matarte! —gritó Khadgar. —¿Te refieres a los orcos? Algunos sí, eso es cierto —dijo Medivh tranquilamente—. Y a ti también. Garona no estaba en ese grupo. No creo que estuviera, de cualquier modo. Está aquí como representante de su gente. O al menos de parte de su gente. Garona, así que la maldita tiene nombre, pensó Khadgar, pero no fue lo que dijo. —Fuimos atacados por los orcos. Yo tuve una visión de un ataque de los orcos. He estado leyendo comunicados de todo Azeroth que hablan de incursiones y de ataques

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orcos. Cada una de las menciones de los orcos habla de su crueldad y su violencia. Parece haber más de ellos cada día. Son una raza salvaje y peligrosa. —Y ella te despachó con facilidad, supongo —dijo Medivh, levantando la mirada de su trabajo. Muy a su pesar Khadgar se tocó la comisura de la boca, donde la sangre ya se había secado. —Eso no viene a cuento del asunto. —No viene —dijo Medivh—. ¿Y el asunto es…? —Es una orco. Es peligrosa. Y le has dado libertad de movimiento por la torre. Medivh gruñó y hubo acero en su voz. —Es una semiorco. Dada la situación y sus inclinaciones es más o menos tan peligrosa como tú. Y es mi huésped y se le debería otorgar todo el respeto de un huésped. Espero esto de ti por lo que respecta a mis huéspedes, Joven Confianza. Khadgar se mantuvo en silencio unos instantes, y luego intentó una nueva vía de aproximación. —Ella es la Emisaria. —Sí. —¿De quién es emisaria? —De uno o más de los clanes que actualmente habitan la Ciénaga Negra —dijo Medivh—. Todavía no estoy seguro de cuáles. No hemos llegado tan lejos. Khadgar parpadeó sorprendido. —¿La has dejado entrar en nuestra torre y no tiene posición oficial? Medivh dejó el calibre y emitió un suspiro de cansancio. —Se ha presentado como representante de algunos de los clanes orcos que están realizando incursiones por Azeroth en la actualidad. Si este asunto va a resolverse de algún modo que no sea mediante el fuego y la espada, entonces alguien tiene que empezar a parlamentar. Y aquí es un sitio tan bueno como cualquier otro. Y, por cierto, esta es mi torre, no la nuestra. Aquí eres mi estudiante, mi aprendiz, y estás aquí por capricho mío. Y como mi estudiante y mi aprendiz espero que mantengas una mente abierta. Se hizo el silencio mientras Khadgar intentaba digerir esto. —¿Pero a quién representa? ¿A algunos, a ninguno o a todos los orcos? —Por el momento se representa a sí misma —dijo Medivh con un suspiro de irritación—. No todos los humanos creen en las mismas cosas. Y no hay razones para suponer que los orcos sean diferentes. Mi pregunta es, dada tu curiosidad natural, ¿por qué no estás tratando de sacarle toda la información que puedas a ella, en vez de decirme a mí que no debería hacerlo? A menos que dudes que yo y mis habilidades podamos manejar a una sola semiorco.

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Khadgar se quedó en silencio, doblemente avergonzado por sus actos y por no haber visto la otra opción. ¿Dudaba de Medivh? ¿Había alguna posibilidad de que el mago actuase en contra de su Orden? Los pensamientos se agolpaban en su interior, alimentados por las palabras de Lothar, la visión del demonio y los politiqueos de la Orden. Quería avisar al anciano, pero parecía que no le salían las palabras. —A veces me preocupo por ti —dijo al fin. —Y yo también me preocupo por ti —dijo distraído el mago mayor—. Parece que últimamente me preocupo por muchas cosas. Khadgar tuvo que hacer un último intento. —Señor, creo que esta Garona es una espía —dijo—. Creo que está aquí para aprender todo lo que pueda, para que puedan usarlo contra ti más tarde. Medivh se recostó en su asiento y le dedicó al joven una sonrisa perversa. —Habló la vaca y dijo Mu, joven mago. ¿O es que has olvidado la lista de cosas que tus maestros de los Kirin Tor querían que me sacaras cuando llegaste a Karazhan? El rostro de Khadgar estaba rojo como un tomate cuando salió de la habitación.

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CAPÍTULO ONCE GARONA

V

olvió a su biblioteca (bueno, a la de Medivh) y se la encontró fisgando entre sus notas. Inmediatamente sintió crecer la furia en su interior, pero el dolor de sus golpes y la reprimenda de Medivh mantuvieron controlada su ira. —¿Qué haces? —dijo secamente. Los dedos de la emisaria Garona se levantaron de los papeles. —Fisgar, creo que lo llamabas así. ¿O era espiar? —Levantó la vista y lo miró con el ceño fruncido—. De hecho, estoy intentando comprender lo que haces aquí. Como las notas estaban por ahí encima… espero que no te importe. Claro que SÍ me importa, pensó Khadgar, pero dijo otra cosa. —Lord Medivh me ha ordenado que te trate con la máxima cortesía. Sin embargo, podría molestarse si al hacerlo permito que revientes al lanzar un conjuro mal preparado. El rostro de Garona se mantuvo imperturbable, pero Khadgar se dio cuenta de que levantaba los dedos de los papeles. —No me interesa la magia. —Últimas palabras célebres —dijo Khadgar—. ¿Hay algo aquí con lo que pueda ayudarte, o solo estas fisgando en general a ver lo que sacas? —Me han dicho que tienes un libro acerca de los reyes de Azeroth —dijo ella—. Me gustaría consultarlo. —¿Sabes leer? —preguntó Khadgar. Sonó más áspero de lo que pretendía—. Lo siento, quería decir… —Sí, sorprendentemente sé leer —respondió Garona rápida e irónicamente—. A lo largo de los años he adquirido numerosos talentos. Khadgar frunció el ceño. —Segundo pasillo, cuarta estantería empezando por arriba. Es un libro encuadernado en rojo con filigrana dorada. Garona desapareció entre los estantes, y Khadgar aprovechó para recoger sus notas de encima de la mesa. Tendría que guardarlas en otro sitio si la orco tenía libertad de P á g i n a | 122

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movimientos por la torre. Menos mal que no era correspondencia de la Orden; incluso a Medivh le daría un ataque si ella se hiciera con «La Canción de Aegwynn». Sus ojos fueron hasta la estantería donde se guardaba el pergamino que se usaba como clave. Desde donde él estaba, parecía que no lo habían tocado. Ahora mismo no hacía falta montar una escena, pero también tendría que trasladarlo. Garona volvió con un inmenso volumen en la mano, y levantó una poblada ceja en señal de interrogación. —Sí, ese es —dijo el aprendiz. —Los idiomas humanos tienen… muchas palabras —dijo ella, mientras dejaba el tomo en el espacio vacío que anteriormente habían ocupado las notas de Khadgar. —Eso es porque siempre tenemos algo que decir —respondió Khadgar tratando de sonreír. ¿Tendrían libros los orcos?, se preguntaba. ¿Leerían? Por supuesto, tenían magos. ¿Pero significaba eso que tuvieran conocimientos reales? —Espero no haber sido demasiado dura contigo antes, en el pasillo. —Su tono no era muy sincero, y Khadgar estaba seguro de que habría preferido verlo escupir algún diente. Probablemente esto era lo que pasaba por una disculpa entre los orcos. —Nunca había estado mejor —dijo Khadgar—. Necesitaba el ejercicio. Garona se sentó y empezó a hojear el texto. Khadgar se dio cuenta de que movía los labios al leer, y de que inmediatamente se había dirigido hacia el final del libro, hasta los añadidos más recientes acerca del reinado del rey Llane. Ahora, lejos del calor de la lucha, podía ver que Garona no era un orco normal como los que había combatido antes. Era esbelta y de musculatura proporcionada, a diferencia de los toscos y deformes brutos con los que había luchado donde la caravana. Su piel era más suave, casi humana, y de una tonalidad de verde más clara que el jade de los orcos. Sus colmillos eran un poco más pequeños, y sus ojos algo más grandes, más expresivos que las duras bolas escarlatas de los guerreros orcos. Se preguntó cuánto de esto vendría por su herencia humana y cuánto por ser hembra. Se preguntó si alguno de los orcos con los que había combatido antes era hembra. No era obvio, y en aquellos momentos no había sentido deseo alguno de comprobarlo. De hecho, sin la carne verde, el rostro desfigurado y colmilludo y la hostil actitud de superioridad casi podría ser atractiva. Pero estaba en su biblioteca fisgoneando en sus libros (bueno, la biblioteca de Medivh y los libros de Medivh, pero el Magus se los había confiado a él). —Así que eres una emisaria —dijo por fin. Intentaba mantener sus palabras en un tono desenfadado e informal—. Me hablaron de tu llegada. La semiorco asintió, pero se concentró en las palabras que tenía ante ella. —¿De quién eres emisaria exactamente? P á g i n a | 123

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Garona levantó la mirada y Khadgar vio un destello de irritación bajo sus pobladas cejas. A Khadgar le agradaba molestarla, pero al mismo tiempo se preguntaba dónde pondría el límite a su paciencia la mujer. No quería presionarla demasiado ni demasiado rápido, para no ganarse otra tunda ni otra reprimenda del Magus. Al menos esta vez conseguiría algo de información antes del combate. —Es decir —dijo—. Si eres una emisaria, eso quiere decir que alguien te da las órdenes, que alguien tira de tus hilos, alguien ante quien debes responder. ¿A quién representas? —Estoy segura de que tu maestro, el Viejo, te lo dirá si se lo preguntas —dijo Garona amablemente, pero sus ojos se mantuvieron duros. —Estoy seguro de que lo haría —mintió Khadgar—, si yo tuviera el atrevimiento de preguntarle. Así que te lo pregunto a ti. ¿A quién representas? ¿Qué poderes te han otorgado? ¿Estás aquí para negociar, exigir o qué? Garona cerró el libro (Khadgar sintió una pequeña victoria al haberla distraído de su tarea). —¿Piensan igual todos los humanos? —Sería muy aburrido si todos lo hiciéramos —dijo Khadgar. —Quiero decir, ¿todo el mundo está de acuerdo en todo? ¿Está la gente siempre de acuerdo con lo que quieren sus amos o sus superiores? —dijo Garona. La dureza de sus ojos se desvaneció solo un poco. —Apenas —respondió Khadgar—. Una de las razones para que haya tantos libros es que cada uno tiene su opinión, y eso los que saben leer y escribir. —Pues comprende que también hay diferencias de opinión entre los orcos —dijo Garona—. La Horda está compuesta de varios clanes, todos los cuales tienen sus propios jefes y caudillos. Todos los orcos pertenecen a un clan. La mayoría de los orcos son leales a su clan y a sus caudillos. —¿Qué son los clanes? —Preguntó Khadgar—. ¿Cómo se llaman? —Uno de ellos es el Cazatormentas —dijo la semiorco—. Roca Negra. Martillo Crepuscular. Foso Sangrante. Esos son los principales. —Parecen una gente belicosa —dijo Khadgar. —La tierra natal de los orcos es un sitio duro —dijo Garona—, y solo sobreviven los más fuertes y los mejor organizados. No son más que lo que su tierra ha hecho de ellos. Khadgar pensó en la desolada tierra de cielos rojos que había visto en la visión. Entonces, era la patria de los orcos. Un territorio baldío en otra dimensión. Pero ¿cómo habían llegado hasta aquí? En vez de eso preguntó: —¿Y cuál es tu clan? Garona dejó escapar un resoplido similar al estornudo de un bulldog. P á g i n a | 124

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—Yo no tengo clan. —Pero has dicho que toda tu gente pertenece a un clan —dijo Khadgar. —He dicho todos los orcos —dijo Garona. Cuando Khadgar la miró sin entender, ella levantó la mano—. Mira aquí. ¿Qué ves? —Tu mano —dijo Khadgar. —¿Humana u orco? —Orco —dijo Khadgar. Le parecía obvio. Piel verde, uñas afiladas y amarillentas, nudillos un ápice demasiado grandes para ser humanos. —Un orco diría que es una mano humana; demasiado delgada para ser realmente útil. Sin el suficiente músculo para sostener un hacha o aplastar un cráneo como hay que hacerlo. Demasiado pálida, demasiado débil y fea. —Garona bajó la mano y miró al joven mago con el entrecejo fruncido—. Tú ves las partes de mí que son orcas. Mis superiores orcos, y todos los demás orcos, ven las partes de mí que son humanas. Soy ambas cosas y ninguna, y ambas partes me consideran inferior. Khadgar abrió la boca para rebatirla, pero se lo pensó dos veces y se mantuvo callado. Su primera reacción había sido atacar al orco que se había encontrado en el pasillo, no ver el humano que era huésped de Medivh. Asintió. —Tiene que ser difícil. Sin pertenecer a ningún clan. —Me aprovecho de ello —dijo Garona—. Puedo moverme entre los clanes con más facilidad. Como soy una criatura inferior, se supone que no estoy buscando siempre una ventaja para mi clan. Como no le gusto a nadie, no discrimino entre unos y otros. Algunos caudillos encuentran eso tranquilizador. Me convierte en mejor negociadora y, antes de que lo digas, en mejor espía. Pero es mejor no tener lealtades que tener lealtades enfrentadas. Khadgar pensó en el discursito de Medivh sobre sus lealtades hacia los Kirin Tor. —¿Y a qué clan representas en estos momentos? Garona le dedicó una sonrisa irónica y colmilluda. —Si dijera que a Gizbah el Poderoso, ¿qué dirías? O quizá estoy en una misión para Morgax el Gris o Hikapik el Desangrador. ¿Significaría eso algo para ti? —Quizás —dijo Khadgar. —No —dijo Garona—, porque acabo de inventarme todos esos nombres. Y el nombre de la facción que me ha enviado tampoco tendría sentido para ti, no por ahora. Del mismo modo, la presunta amistad del Viejo con el rey Llane no significa nada para nuestros jefes, y el nombre Lothar no es nada más que una maldición que invocan los campesinos humanos que nos encontramos. Antes de que pueda haber paz, antes siguiera de que podamos empezar a negociar, tenemos que aprender más acerca de ustedes. —Que es para lo que estás tú aquí. P á g i n a | 125

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Garona dejó escapar un hondo suspiro. —Que es el motivo por el cual yo estoy rezando porque me dejes en paz el tiempo suficiente para poder enterarme de lo que dice el Viejo en nuestras discusiones. Khadgar se mantuvo en silencio unos instantes. Garona abrió de nuevo el libro y pasó las páginas hasta donde lo había dejado. —Por supuesto, eso funciona en ambos sentidos —dijo Khadgar, y Garona cerró el libro con un suspiro de exasperación—. Quiero decir, que nosotros también tenemos que saber más acerca de los orcos si vamos a hacer otra cosa que no sea combatirlos. Si hablas en serio de la paz. Garona miró fijamente a Khadgar, y por un momento el joven se preguntó si la semiorco iba a saltar la mesa y estrangularlo. En vez de eso, las orejas de ella se pusieron tiesas. —Espera. ¿Qué es eso? Khadgar lo sintió antes de oírlo. Un repentino cambio en el aire, como si en alguna otra parte de la torre se hubiera abierto una ventana. Un soplo de viento agitando el polvo del pasillo. Una ola de calidez atravesando la torre. —Hay algo… —dijo Khadgar. —He oído… —dijo Garona. Entonces Khadgar también lo oyó, el sonido de unas garras de hierro rascando contra la piedra, y la calidez del aire aumentó mientras se le erizaban los pelos de la nuca. Y la gran bestia entró agazapándose en la biblioteca. Estaba hecha de fuego y sombra, y su piel era oscura y contenía en su interior el titilar de las llamas. Su rostro lobuno estaba enmarcado por un par de cuernos de carnero que brillaban como el ébano pulido. Parecía bípedo, aunque caminaba a cuatro patas y sus garras delanteras arañaban el suelo de piedra. —¿Qué es…? —siseó Garona. —Un demonio —dijo Khadgar con voz estrangulada, mientras se levantaba y se alejaba de la mesa. —Su criado dijo que aquí había visiones. Fantasmas. ¿Esto es una de ellas? — Garona también se levantó. Khadgar quiso decir que no, que las visiones solían abarcar toda una zona, transportándote a un nuevo lugar, pero en vez de eso se limitó a negar con la cabeza. La bestia estaba aferrada a la puerta, olfateando el aire. Los ojos de la criatura resplandecían con llamaradas. ¿Era ciega esta bestia y solo podía detectar mediante el olfato? ¿O es que estaba detectando algo nuevo en el aire, un perfume inesperado?

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Khadgar trató de conducir las energías hasta su mente, pero al principio su corazón flaqueó y su mente se vació. La bestia continuó olfateando, girando en el sitio hasta que se encaró con la pareja. —Sube a lo alto de la torre —dijo Khadgar en voz baja—. Tenemos que avisar a Medivh. —Por el rabillo del ojo pudo ver que Garona le asentía, pero que sus ojos no se apartaban de la bestia. Una gota de sudor recorría su largo cuello. Ella se movió un poco hacia un lado. El movimiento fue suficiente, y todo sucedió al instante. La bestia se agachó y atravesó la habitación de un salto. La mente de Khadgar se aclaró y con rápida eficiencia atrajo hacia sí las energías mágicas, levantó la mano y clavó un rayo de energía mística en el pecho de la criatura. La energía atravesó el pecho de la bestia y salió por su espalda, haciendo saltar trozos de carne en llamas en todas direcciones, pero no la detuvo lo más mínimo. Aterrizó sobre la robusta mesa, sus garras se clavaron en la madera y volvió a saltar, esta vez contra Khadgar. La mente del joven mago se quedó en blanco durante un segundo, pero un segundo fue todo lo que necesitó el demonio encorvado para cubrir la distancia que los separaba. Otra cosa lo agarró y tiró de él para apartarlo del camino. Olió un almizcle de canela y oyó una maldición gutural mientras lo arrancaban de la trayectoria del demonio que venía saltando. La bestia atravesó el espacio que hasta hacía unos momentos había ocupado el aprendiz, y emitió su propio grito. Un largo desgarrón había aparecido a lo largo del costado izquierdo de la criatura, y estaba supurando sangre ardiente. Garona soltó a Khadgar de su abrazo (un abrazo débil y humano, pero suficiente para sacarle el aire de los pulmones). El aprendiz se dio cuenta de que en la otra mano Garona sostenía un cuchillo de hoja larga, manchado de escarlata por el primer golpe, y Khadgar se preguntó dónde lo habría escondido mientras discutían. La criatura aterrizó, giró sobre sí misma y trató de hacer un torpe segundo ataque, con las garras de hierro extendidas y la boca y los ojos refulgiendo con llamaradas. Khadgar se agachó y se levantó con el pesado volumen rojo de El Linaje de los Reyes de Azeroth. Estampó el inmenso tomo en la cara de la criatura y luego volvió a agacharse. La bestia pasó sobre él, aterrizando junto a la puerta. Emitió un gorgoteo de asfixia y agitó su cabeza cornuda, tratando de desencajarse de la boca el pesado grimorio. Khadgar vio que había una línea de sangre ardiente a lo largo del costado derecho de la criatura. Garona había golpeado por segunda vez. —¡Ve por Medivh! —gritó Khadgar—. Yo lo apartaré de la puerta. —¿Y qué pasa si me quiere a mí? —respondió Garona, y por primera vez Khadgar oyó un matiz de miedo en su voz. P á g i n a | 127

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—No te quiere a ti —dijo lúgubremente Khadgar—. Mata magos. —Pero tú… —Tú vete —dijo Khadgar. Khadgar corrió hacia la izquierda y, como temía, el demonio fue tras él. En vez de ir hacia la puerta, Garona corrió hacia la derecha y empezó a escalar la estantería más alejada. —¡Trae a Medivh! —gritó Khadgar corriendo entre las estanterías. —No hay tiempo —respondió Garona mientras seguía trepando—. Mira a ver si lo puedes entretener en uno de esos pasillos. Khadgar dio la vuelta al final del largo pasillo de estanterías. El demonio ya había cruzado de un salto la mesa de estudio y ahora avanzaba encorvado por el pasillo que había entre historia y geografía. En la sombra que había entre las estanterías, resaltaban la boca y los ojos flamígeros de la criatura, y de sus costados heridos salía ahora un humo acre. Khadgar aclaró su mente, se tragó su miedo y disparó un rayo místico. Un globo de fuego o una chispa de rayo podrían ser más efectivos, pero la bestia estaba rodeada por sus libros. El rayo golpeó el rostro de la criatura, haciéndola tambalearse un paso atrás. Gruñó y volvió a seguir adelante. Repitió el proceso como un ritual: aclarar la mente, combatir el miedo, levantar la mano e invocar la palabra. Otro rayo rebotó hacia arriba en los cuernos de ébano. La bestia se detuvo, pero solo un instante. Ahora sus fauces parecían una sonrisa retorcida y llena de llamas. Por tercera vez invocó el poder del rayo místico. Ahora la criatura estaba cerca y le estalló en la cara, pero aparte de iluminar su expresión divertida no le hizo nada. Khadgar olió su fuerte olor a quemado, y oyó un grave chasquido en la garganta de la bestia. ¿Risa? —¡Prepárate para correr! —gritó Garona, desde algún lugar a su derecha y arriba. —¿Qué estás…? —dijo Khadgar mientras empezaba a retroceder. —¡Corre! —gritó ella, y empujó con los pies. La semiorco se había encaramado a la parte superior de las estanterías, y ahora las estaba tirando, haciéndolas caer como gigantescas fichas de dominó. Retumbó el trueno cuando cada estantería cayó sobre su vecina, derramando volúmenes y aplastándolo todo a su paso. La última estantería golpeó contra la pared y se hizo astillas por la fuerza del impacto que la había tirado al suelo. Garona se bajó de su posición elevada, que ahora se tambaleaba, con el cuchillo de hoja larga desenvainado. Trató de ver a través de la polvareda que se había levantado. —¿Khadgar…? —dijo.

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—Aquí —dijo el aprendiz, estampado contra la pared del fondo, donde se levantaban los pilares metálicos que soportaban la galería del piso superior. Su rostro estaba pálido incluso para un humano. —¿Lo logramos? —preguntó ella en un tono imperioso, aún agazapada, esperando un nuevo ataque en cualquier momento. Khadgar señaló hasta el borde de lo que solo segundos antes había sido el fin de la fila de estanterías. Ahora el piso inferior al completo era una ruina de estanterías destrozadas y volúmenes arruinados. Saliendo de entre los restos del desastre había un brazo musculoso y retorcido hecho de llamas mortecinas y sombras. Sus garras de hierro ya estaban enrojecidas del óxido y la sangre caliente encharcaba el suelo. Su mano extendida estaba apenas a treinta centímetros de donde se encontraba Khadgar. —Cayó —dijo Garona, volviendo a enfundar el cuchillo en una vaina que llevaba bajo la blusa. —Deberías haberme hecho caso —dijo Khadgar tosiendo por el polvo—. Deberías haber ido por Medivh. —Te hubiera hecho trizas antes de que hubiera subido dos tramos de la escalera — protestó la semiorco—. ¿Y quién hubiera tenido entonces que darle explicaciones al Viejo? Khadgar asintió, y entonces un pensamiento le hizo fruncir el ceño. —El Magus… ¿Habrá oído esto? Garona asintió mostrando que estaba de acuerdo. —Debería haber bajado. Hemos hecho bastante ruido como para levantar a los muertos. —Oh, no —dijo Khadgar dirigiéndose hacia la entrada de la biblioteca—. ¿Y si había más de un demonio? ¡Vamos! Sin pensar, Garona desenvainó el cuchillo y siguió al humano fuera de la habitación. Encontraron a Medivh sentado en su laboratorio, en el mismo banco de trabajo donde Khadgar lo había dejado no hacía más de una hora. Ahora el instrumento en el que había estado trabajando estaba hecho pedazos, y a un lado de la mesa descansaba un martillo de hierro. Medivh dio un respingo cuando Khadgar irrumpió en la habitación, seguido de cerca por Garona. El Aprendiz se preguntó si Medivh habría estado amodorrado todo este tiempo. —¡Maestro! ¡Hay un demonio en la torre! —exclamó Khadgar. —¿Otra vez un demonio? —dijo Medivh cansado, frotándose un ojo con la palma de la mano—. La primera vez fue un demonio. La última vez fue un orco.

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—Su estudiante tiene razón —dijo Garona—. Yo estaba con él en la biblioteca cuando atacó. Era una criatura grande, bestial, pero astuta. Hecha de fuego y sombras, y sus heridas ardían y humeaban. —Posiblemente no fue más que otra visión —dijo Medivh, volviendo a su trabajo. Recogió una de las retorcidas piezas del aparato y la miró, como si la viera por primera vez—. Suceden aquí, las visiones. Creo que Moroes ya te ha avisado sobre ellas. —No ha sido una visión, maestro —dijo Khadgar—. Era un demonio, del tipo con el que combatiste en el castillo de Ventormenta. Algo ha traspasado las defensas y nos ha atacado. Las cejas grises de Medivh se arquearon en señal de sospecha. —¿Otra vez que algo ha atravesado mis defensas? Ridículo. —Cerró los ojos y trazó un símbolo en el aire—. No, no falta nada y ninguna de las defensas ha saltado. Tú estás aquí, Cocinas está en la cocina y Moroes está en el pasillo fuera de la biblioteca ahora mismo. Khadgar y Garona intercambiaron una mirada. —Entonces deberías venir enseguida, maestro —dijo Khadgar. —¿Debería? —preguntó Medivh—. Tengo otras cosas de las que preocuparme, de eso estoy seguro. —Ven y verás —dijo Khadgar. —Creemos que la bestia está muerta —intervino Garona—. Pero no queremos arriesgar la vida de sus sirvientes por nuestra creencia. Medivh miró el aparato destrozado, negó con la cabeza y lo dejó en la mesa. Parecía irritado. —Como quieran. Se supone que los aprendices no deben causar tantos problemas. Sin embargo, cuando llegaron a la biblioteca Moroes estaba allí de pie, escoba y recogedor en mano, observando los daños. Levantó la mirada, algo desorientado, cuando entraron los dos magos y la semiorco. —Felicidades —dijo Medivh arrugando el rostro—. Ahora es un desastre mayor que cuando llegaste. Al menos entonces tenía estanterías. ¿Dónde está ese supuesto demonio? Khadgar anduvo hasta el sitio de donde había sobresalido la mano del demonio, pero ahora todo lo que quedaba era una de las estanterías aplastada contra el suelo. No había ni sangre. —Estaba aquí —dijo Garona, tan sorprendida como Khadgar—. Entró y nos atacó. —Agarró un borde de la estantería y trató de levantarla, pero el inmenso mueble de roble era demasiado pesado para ella—. Los dos lo vimos —dijo tras un momento de forcejeo. —Vieron una visión —dijo severo Medivh—. ¿Es que no te lo advirtió Moroes? P á g i n a | 130

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—Sip —confirmó Moroes—. Se lo avisé. —Y dio unos golpecitos en sus anteojeras para dar más énfasis. —Maestro, nos atacó —dijo Khadgar—. Lo herí con mis propios conjuros. La Emisaria lo hirió, dos veces. —Hmmmf —gruñó el Magus—. Lo más probable es que la cosa se les fuera de las manos e hicieran casi todo el daño ustedes mismos. Hay marcas frescas en la mesa. ¿Del demonio? —Tenía garras de hierro —dijo Khadgar. —O quizá de tus propios rayos místicos, lanzados por ahí como si estuvieras jugando a las canicas en las calles de Ventormenta. —Medivh negó con la cabeza. —Mi cuchillo se clavó en algo duro y correoso —dijo Garona. —Sin duda algunos libros —dijo el mago—. No, si hubiera habido un demonio, su cuerpo aún seguiría aquí. A menos que alguien lo haya limpiado. Moroes, ¿tienes por casualidad un demonio en el recogedor? —No creo —dijo el senescal—. Podría comprobarlo. —No te preocupes, pero déjales tus herramientas a estos dos. —Se dirigió hacia el joven mago y la semiorco—. Espero que se lleven bien. Ante esto, les ha tocado arreglar la biblioteca. Joven Confianza, has traicionado tu nombre, así que ahora debes dar una compensación. —Pero yo vi… —Garona no se daba por vencida. —Viste un fantasma —la interrumpió Medivh, con tono autoritario y el entrecejo fruncido—. Viste un fragmento de otro lugar. No les hubiera hecho daño. Nunca lo hacen. Tu amigo aquí presente —señaló a Khadgar— tiene tendencia a ver demonios donde no los hay. Eso me preocupa un poco. Quizás puedan intentar no ver ninguno mientras limpian. Hasta que no acaben, ¡no quiero que se me moleste! Y con eso, se fue. Moroes dejó la escoba y el recogedor en el suelo y lo siguió. Khadgar recorrió con la mirada el desastre que había a su alrededor. Allí hacía falta algo más que una escoba. Las estanterías estaban caídas y en un par de sitios se habían hecho pedazos, y los libros estaban desparramados, algunos con los lomos rotos y con las cubiertas desgarradas. ¿Podía haber sido una visión perdida en el tiempo? —Lo que nos ha atacado no ha sido una ilusión —dijo Garona malhumorada. —Lo sé —respondió Khadgar. —¿Y por qué él no lo ve? —preguntó la semiorco. —Eso no lo sé —dijo el aprendiz—. Y me preocupa cuál pueda ser la respuesta.

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CAPÍTULO DOCE LA VIDA EN TIEMPOS DE GUERRA olo llevó varios días poner de nuevo la biblioteca en orden. Casi todos los libros desperdigados estaban al menos cerca de donde tenían que estar, y los ejemplares más raros, más mágicos y con trampas estaban en la balconada superior y no habían sido afectados por el jaleo. No obstante, reconstruir algunas de las estanterías llevó su tiempo, y Garona y Khadgar convirtieron los establos abandonados en un improvisado taller de carpintería, e intentaron restaurar (y en algunos casos sustituir) las estanterías destrozadas. Del demonio no había quedado ni rastro, excepto los daños. Las marcas de garras seguían en la mesa, y las páginas de El Linaje de los Reyes de Azeroth estaban muy dañadas y desgarradas, como por unas enormes mandíbulas. Y sin embargo no había ningún cuerpo, ninguna sangre, ningún resto que dejar a los pies de Medivh. —Quizá lo rescataron —sugirió Garona. —Estaba bastante muerto cuando lo dejamos —respondió Khadgar, que en ese instante trataba de recordar si había puesto la poesía épica en la estantería de encima o en la de debajo de la poesía romántica. —Algo rescató el cuerpo —dijo Garona—. La misma persona que lo hizo entrar lo hizo salir. —Y la sangre también —le recordó Khadgar. —Y la sangre también —repitió la semiorco—. Quizá era un demonio limpio. —La magia no funciona así —dijo Khadgar. —Quizás tu magia no, la magia que has aprendido —dijo Garona—. Otra gente puede tener otra magia. Los viejos chamanes de los orcos tienen una forma de hacer magia, los brujos que lanzan conjuros tienen otra. Quizá es un conjuro del que nunca has oído hablar.

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—No —se limitó a decir Khadgar—. Habría dejado alguna clase de rastro. Un poco del conjurador tras de sí. Alguna energía residual que yo hubiera podido sentir, incluso aunque no pudiera identificarla. Los únicos conjuradores que han actuado en la torre hemos sido yo y el Magus. Eso lo sé por mis propios conjuros. Y comprobé las defensas. Medivh estaba en lo cierto, todas estaban funcionando. Nadie debería haber podido colarse en la torre, ni mágicamente ni de otra forma. Garona se encogió de hombros. —Pero en esta torre pasan cosas raras, ¿cierto? ¿Podría ser que esas reglas no se aplicaran aquí? Esta vez le tocó a Khadgar encogerse de hombros. —Si es así, tenemos muchos más problemas de los que yo imaginaba. La relación de Khadgar con la semiorco pareció ir mejorando a medida que reparaban la biblioteca, y cuando le daba la espalda o la tapaban las estanterías, su voz sonaba casi humana. Aun así, mantenía el silencio sobre quién la había enviado, y Khadgar por su parte se mantenía atento. Llevaba la cuenta de las referencias que usaba y las preguntas que hacía. También intentó llevar el control de cualquier comunicación que ella hiciera, hasta el punto de envolver las habitaciones de los huéspedes con su propia telaraña de conjuros de detección para que le informaran si salía de su habitación o mandaba algún mensaje. Si lo había hecho, sus métodos habían frustrado incluso los conjuros de Khadgar, lo que en vez de tranquilizarlo lo puso aún más nervioso. Si ella estaba haciendo algo con el conocimiento que había adquirido, se lo callaba. Y fiel a su palabra, Garona empezó a compartir sus conocimientos acerca de los orcos. Khadgar empezó a hacerse una idea de su forma de gobierno (basada en la fuerza y la habilidad guerrera), al igual que de los diferentes clanes. Una vez que se fue explayando, la Emisaria dejó bien clara su opinión acerca de varios clanes, a cuyos líderes solía considerar unos necios zoquetes que solo pensaban de dónde vendría su próxima batalla. Mientras ella describía la fragmentada nación orca, la Horda, Khadgar comprendió que allí las relaciones eran rápidamente cambiantes y fluidas como mínimo. Un gran bloque de la Horda era el conservador clan Foso Sangrante. Un grupo poderoso con una larga historia de conquistas, el clan había perdido algo de poder porque su viejo líder Kilrogg Deadeye estaba cada vez menos dispuesto a desperdiciar vidas en combate. Garona explicó que, en la política orca, los orcos que se van haciendo mayores se van volviendo más pragmáticos, lo que a menudo suele ser confundido con cobardía por las generaciones más jóvenes. Kilrogg ya había matado a tres de sus hijos y a dos nietos que habían pensado que gobernarían mejor el clan.

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El clan conocido como Roca Negra parecía englobar otro buen trozo de la Horda, y su jefe era Blackhand, quien como principal argumento para ostentar el liderazgo esgrimía su capacidad para aplastar a cualquier otro que quisiera el título. Un grupo del clan Roca Negra se había escindido, se habían arrancado todos un diente, y se hacían llamar clan Diente Negro. Qué gente tan encantadora. Había más clanes: el Martillo Crepuscular, que se regodeaba en la destrucción, y el Filo Ardiente, que parecía no tener líder y era una agrupación anárquica en el caos de la Horda. Y clanes más pequeños, como los Cazatormentas, que estaban encabezados por un brujo. Khadgar sospechaba que Garona trabajaba para alguien de los Cazatormentas, aunque solo fuera porque se quejaba de ellos menos que de los demás. Khadgar tomó las notas que pudo y las reunió en un informe para Lothar. Cada vez llegaba un volumen más elevado de comunicados de todo Azeroth, y ahora parecía que la Horda se estaba expandiendo en todas direcciones desde la Ciénaga Negra. Los orcos que hace un año habían sido considerados simples rumores ahora eran omnipresentes, y el castillo de Ventormenta se estaba movilizando para enfrentarse a la amenaza. Khadgar le ocultó a Garona las noticias que iban de mal en peor, pero le comunicó a Lothar hasta el último detalle que pudo averiguar, incluso las rivalidades entre los clanes y sus colores favoritos (el clan Roca Negra, por ejemplo, prefería el rojo por algún motivo). Khadgar también intentó comunicar lo que había descubierto a Medivh, pero el Magus se mostró sorprendentemente desinteresado. De hecho, las conversaciones del Magus con Garona ya no eran tan frecuentes como solían, y en varias ocasiones Khadgar descubrió que Medivh había abandonado la torre sin avisarle. Incluso cuando estaba presente, Medivh parecía más distante. Más de una vez Khadgar se lo había encontrado sentado en una de las sillas del observatorio con la mirada perdida en la noche de Azeroth. Ahora parecía más malhumorado, más dispuesto a estar en desacuerdo y menos a escuchar. Su comportamiento hosco también afectaba a los demás. Moroes lanzaba largas y doloridas miradas a Khadgar cuando salía de las habitaciones del maestro. Y la propia Garona sacó el tema a colación mientras revisaban los mapas del mundo conocidos (que estaban hechos en Ventormenta, y por lo tanto eran penosamente incompletos incluso cuando se referían a Lordaeron). —¿Siempre es así? —preguntó ella. —Tiene sus días —respondió Khadgar estoicamente. —Sí, pero cuando lo vi por primera vez, parecía vivo, comprometido y positivo. Ahora parece más… —¿Distraído? —Embotado —dijo Garona con una mueca de disgusto.

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Khadgar no podía estar en desacuerdo. Luego, por la tarde, le llevó al Magus una nueva tanda de mensajes descifrados, todos con el sello púrpura, todos pidiendo ayuda contra los orcos. —Los orcos no son demonios —dijo Medivh—. Son de carne y hueso, y por ello deben ser preocupación para los guerreros, no para los magos. —Los mensajes son bastante desesperados —dijo Khadgar—. Parece que las tierras circundantes a la Ciénaga Negra están siendo abandonadas, y los refugiados huyen hacia Ventormenta y otras ciudades de Azeroth. Lo están pasando mal. —Así que dependen de que el Guardián cabalgue a su rescate. Ya es bastante malo tener que dedicarme a vigilar desde las atalayas del Vacío Abisal en busca de demonios, y a cazar los errores de esos aficionados. ¿Ahora tengo que rescatarlos de otras naciones? ¿Tendré luego que apoyar a Azeroth en alguna disputa comercial con Lordaeron? Esas cuestiones no son asunto nuestro. —Puede que no quede ningún Azeroth sin tu ayuda. Lothar está… —Lothar es un tonto —murmuró Medivh—. Una vieja gallina clueca que ve amenazas por todas partes. Y Llane es poco mejor, porque cree que nada puede romper sus murallas. Y la Orden, todos los poderosos magos, han luchado y discutido y se han escupido mutuamente tanto que ahora carecen del poder para repeler a un nuevo invasor. No, Joven Confianza, esto son minucias. Incluso si los orcos triunfaran en Azeroth, necesitarían un Guardián, y yo estaría aquí para ellos. —Maestro, eso es… —¿Sacrilegio? ¿Blasfemia? ¿Traición? —El Magus suspiró y se pellizcó el puente de la nariz—. Quizá, pero soy un hombre envejecido antes de mi hora, y he pagado un alto precio por un poder no deseado. Permíteme desvariar en contra de los relojes que gobiernan mi vida. Vete. Ya volveré a tus historias trágicas por la mañana. Mientras cerraba la puerta, Khadgar oyó a Medivh que continuaba: —Estoy tan cansado de preocuparme por todo… ¿Cuándo podré preocuparme por mí mismo? *** —Los orcos han atacado Ventormenta —dijo Khadgar. Habían pasado tres semanas. Dejó la carta en la mesa, entre él y Garona. La semiorco miró fijamente el sobre con el sello rojo como si fuera una serpiente venenosa. —Lo siento —dijo por fin—. Nunca hacen prisioneros.

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—Esta vez los orcos fueron rechazados —dijo Khadgar—. Hechos retroceder por las tropas de Llane antes de que llegaran a las puertas. Por las descripciones parece que fueron los clanes Foso Sangrante de Kilrogg y Martillo Crepuscular. Aparentemente hubo una descoordinación entre las fuerzas principales. Garona soltó un gruñido como el estornudo de un bulldog. —El Martillo Crepuscular nunca debería haber sido usado en un asedio. Lo más posible es que Kilrogg estuviera intentando diezmar a un rival, y usara Ventormenta como su yunque. —Así que incluso en mitad de un ataque siguen luchando y traicionándose entre ellos —dijo Khadgar. Se preguntaba si sus informes a Lothar le habrían proporcionado la información necesaria para romper el asalto. Garona se encogió de hombros. —Como los humanos. —Hizo un gesto a la pila de libros que había en la mesa de estudio—. En tus historias hay continuas justificaciones para todo tipo de actos infernales. Pretensiones de nobleza, herencia y honor para encubrir el genocidio, el asesinato y la masacre. Al menos la Horda es sincera en su ambición de poder. Creo que no hubiera podido ayudarlos. —¿A los orcos o a Ventormenta? —peguntó Khadgar. —A ninguno —dijo Garona—. No sabía nada de ningún ataque sobre Ventormenta, si es eso a lo que te refieres, aunque cualquiera con dos dedos de frente sabría que la Horda iba a atacar el objetivo más grande tan pronto como fuera posible. Eso lo sabes por nuestras charlas. También sabes que retrocederán, se reagruparán, matarán a algunos líderes y volverán con más gente. —Supongo que sí —dijo Khadgar. —Y ya le has mandado una carta al Campeón en Ventormenta a tal efecto —añadió Garona. Khadgar pensó que mantenía el rostro impasible, pero la Emisaria de los orcos sonrió ampliamente. —Sí, lo has hecho. Khadgar sintió cómo se le sonrojaba el rostro, pero insistió. —Realmente la pregunta es: ¿por qué no has informado tú a tus jefes? La mujer de piel verde se recostó en el asiento. —¿Quién dice que no lo he hecho? —Yo —dijo Khadgar—. A menos que seas mejor maga que yo. Un pequeño temblor en la comisura de la boca de Garona la traicionó. —No has estado informando, ¿verdad? —preguntó Khadgar.

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Garona se mantuvo en silencio por unos instantes, y Khadgar dejó que el silencio llenara la biblioteca. —Digamos que he tenido un problema de lealtades enfrentadas —dijo ella al fin. —Pensé que no tenías lealtades. Garona lo ignoró. —El que me mandó aquí, quien me ordenó que viniera, es un brujo llamado Gul’dan. Conjurador. El líder de los Cazatormentas. Muy influyente en la Horda. Muy interesado en los magos de tu mundo. —Y los orcos tienen la tendencia a atacar primero los objetivos más grandes —dijo Khadgar. —Gul’dan dijo que Medivh era especial. Qué conjuro secreto o qué meditación alimentada por hierbas usó para llegar a esa conclusión, lo ignoro. —Garona evitó la mirada de Khadgar—. Me encontré varias veces con Medivh ahí fuera, y luego acordamos que vendría aquí a la torre como Emisaria. Se suponía que debía intercambiar información básica e informar a Gul’dan de todo lo que pudiera acerca de las habilidades de Medivh. Así que estuviste en lo cierto desde el principio. Yo estaba aquí como espía. Khadgar se sentó frente a ella. —No hubieras sido la primera —dijo—. ¿Y por qué no has informado? Garona se mantuvo en silencio unos instantes. —Medivh… —empezó, pero se detuvo—. El Viejo… —otra pausa—. Lo descubrió todo enseguida, por supuesto, y aun así me dijo todo lo que yo quería saber. Casi todo, al menos. —Lo sé —dijo Khadgar—. Tuvo el mismo efecto en mí. Garona asintió. —Al principio pensé que estaba siendo pomposo, seguro de su poder, como algunos caudillos orcos que he conocido. Pero hay algo más. Es como si él hubiera sentido que al darme la información eso me cambiaría, y yo no traicionaría su confianza. —Confianza —dijo Khadgar—. Eso es una cosa importante para Medivh. Parece irradiarla. Cuando estás a su lado, sientes que sabe lo que está haciendo. —Exacto —dijo Garona—. Y los orcos se sienten atraídos de forma natural hacia el poder. Supuse que podría decirle a Gul’dan que me había hecho prisionera y no había podido informar, así que seguí investigando y llegó el momento… —En que no querías verlo herido —acabó Khadgar. —Como diría Moroes, sip —dijo Garona—. Ha confiado mucho en mí, y también confía mucho en ti. Tras ver eso tuyo de las visiones, se lo conté. Supuse que era eso lo que había atraído al demonio contra nosotros. Él me dijo que lo sabía y que no le preocupaba. Que tenías una curiosidad natural y que eso era bueno. Apoya a su gente. P á g i n a | 137

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—Y no puedes hacerle daño a alguien así —dijo Khadgar. —Sip. Me hizo sentir humana. Y llevaba mucho, mucho tiempo sin sentirme humana. El Viejo, el magus Medivh, parece tener un sueño de algo más que una fuerza combatiendo a otra por el dominio. Con su poder nos podía haber destruido a todos, pero no lo ha hecho. Pienso que cree en algo mejor. Y yo también quiero creer en su sueño. Los dos permanecieron un rato sentados en silencio. En algún lugar en la distancia, Moroes o Cocinas se movían por el pasillo. —Y últimamente… —dijo Garona—. ¿Ha estado antes así? Sonaba como Lothar, intentando preguntar sin parecer demasiado preocupada. Khadgar negó con la cabeza. —Siempre ha sido errático, excéntrico. Pero nunca lo he visto tan… deprimido. —Melancólico —añadió Garona—. Indiferente. Hasta ahora siempre había supuesto que se pondría del lado del reino de Azeroth. Pero si la misma Ventormenta es atacada y sigue sin hacer nada… —Puede deberse a su entrenamiento —dijo Khadgar, escogiendo las palabras con cuidado. No quería descubrirle la Orden a Garona, independientemente de los actuales sentimientos de ella—. Tiene que ver las cosas con perspectiva a largo plazo, y a veces eso lo aísla de los demás. —Y supongo que ese es el motivo de que acoja descarriados —dijo Garona. Otro silencio—. No lamento que Ventormenta repeliera a los invasores. Uno no destruye algo como eso desde fuera. Primero hay que hacer algo desde dentro para debilitar las murallas. —Me alegro de que no estés allí como general —dijo Khadgar. —Caudillo —dijo Garona—. Como si me fueran a dar la oportunidad… —Hay algo… —dijo Khadgar, pero se detuvo. Garona inclinó su cabeza de ancha mandíbula hacia él. —Pareces alguien que está pidiendo un favor —dijo ella. —Nunca te he preguntado acerca de números de tropas, posiciones… —Acerca de asuntos obvios de espionaje. —Pero —dijo Khadgar— estaban asombrados por la inmensa cantidad de guerreros orcos que había en el campo de batalla. Los hicieron retroceder, pero estaban sorprendidos de que los pantanos de la Ciénaga Negra pudieran contener tantos soldados. Incluso ahora les preocupan las fuerzas que pudiera haber ocultas en el pantano. —No sé nada de los despliegues de tropas —dijo Garona—. He estado aquí, espiándote. ¿Te acuerdas? —Cierto. Pero también sé que has hablado de su mundo de origen. ¿Cómo han llegado aquí desde allí? ¿Fue algún conjuro?

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Garona se quedó sentada en silencio durante un momento, como si intentara resolver algo en su mente. Khadgar esperó un comentario frívolo, o que cambiase de tema, o que le respondiera con otra pregunta. —Nuestro mundo se llama Draenor. Es un mundo salvaje, lleno de tierras baldías, riscos y maleza reseca. Inhóspito y tormentoso… —Y tiene el cielo rojo. Garona miró al joven mago. —¿Has hablado con otros orcos? ¿Prisioneros quizás? No sabía que los humanos tomaran prisioneros orcos. —No, una visión —dijo Khadgar. El recuerdo parecía tener media vida—. Como la que viste cuando nos encontramos por primera vez. Fue la primera vez que vi orcos. Recuerdo que había un número ingente de ellos. Garona emitió un resoplido de bulldog. —Tus visiones posiblemente revelan más de lo que tú dices, pero te haces una idea. Los orcos son fecundos, y son normales las camadas grandes porque muchos mueren antes de alcanzar la edad de guerrero. Es una vida dura, y solo los fuertes, los poderosos y los listos sobreviven. Yo estaba en el tercer grupo, pero seguía siendo casi una marginada, sobreviviendo lo mejor que podía en la periferia del clan. En ese momento los Cazatormentas, al menos cuando llegó la orden. —¿La orden? —Teníamos que ponernos en marcha, cada guerrero y cada mano capaz. Trabajadores y espadachines, a todos se les ordenaba empaquetar sus armas, herramientas y pertenencias y dirigirse hacia la Península del Fuego Infernal. Allí, Gul’dan y otros poderosos brujos habían erigido un portal. Un portal que atravesaba el espacio entre los mundos. —Garona se chupó un colmillo, recordando. »Era un enorme conjunto de piedras que habían sido acarreadas allí para enmarcar una grieta en el espacio mismo. Dentro de la grieta estaban los colores de la oscuridad, un remolino como aceite sobre un estanque contaminado. Tuve la sensación de que la grieta había sido abierta por unas manos más grandes, y de que los brujos se habían limitado a contenerla. »Muchos de los guerreros más endurecidos temían al espacio que había entre los pilares, pero los caudillos y sus lugartenientes hicieron vehementes discursos sobre lo que se podía encontrar al otro lado. Un mundo de riqueza, un mundo de abundancia. Un mundo de criaturas blandas que serían fácilmente dominadas. Todo esto prometieron. »Algunos siguieron resistiéndose. A unos los mataron y a otros los obligaron a cruzar con hachas apoyadas en la espalda. A mí me cogieron con un gran grupo de trabajadores y me hicieron atravesar el espacio entre los pilares. —Garona se calló un P á g i n a | 139

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instante—. Se llama el Vacío Abisal, y fue instantáneo y eterno a la vez. Parecí caer para siempre, y cuando salí a la extraña luz, estaba en un enloquecido nuevo mundo. —Tras la promesa del paraíso, la Ciénaga Negra tuvo que ser todo un desengaño —añadió Khadgar. Garona negó con la cabeza. —Fue una conmoción. Recuerdo que se me encogió el corazón nada más ver este hostil cielo azul. Y la tierra, cubierta de vegetación hasta donde abarcaba la vista. Algunos no pudieron soportarlo y enloquecieron. Muchos se unieron a los Filo Ardiente, los orcos del caos que se agolpan bajo su estandarte de color naranja chillón. —Garona se frotó la mejilla. »Temí, pero sobreviví. Y descubrí que mi naturaleza mestiza me daba cierta percepción acerca de los humanos. Formaba parte de un grupo que le tendió una emboscada a Medivh. Mató a todos los demás, pero a mí me dejó viva y me mandó de vuelta con un mensaje para el brujo Gul’dan. Y tras algún tiempo, Gul’dan me envió como espía, pero descubrí que tenía… dificultades para traicionar los secretos del Viejo. —Lealtades divididas —comentó Khadgar. —Pero para responder a tu pregunta —dijo Garona—, no, no sé cuántos clanes han atravesado el oscuro portal desde Draenor. Y no sé cuánto tardarán en recuperarse. Y no sé desde dónde vino el portal. Pero tú, Khadgar, puedes descubrirlo. Khadgar parpadeó. —¿Yo? —Tus visiones —dijo Garona—. Pareces ser capaz de invocar a los fantasmas del pasado, incluso de lugares muy lejanos. Cuando te vi por primera vez invocaste una visión de la madre de Medivh. ¿Era Ventormenta donde estábamos? —Sí —dijo Khadgar—. Y por eso sigo creyendo que el demonio de la biblioteca era real: no había fondo en la visión. Garona desestimó el comentario con un gesto de la mano. —Pero puedes llamar esas visiones. Puedes invocar el momento cuando se creó la grieta. Puedes descubrir quién trajo los orcos a Azeroth. —Sí —dijo Khadgar—. Y me apuesto a que es el mismo mago o brujo que ha estado desencadenando los demonios. Tiene sentido que los dos estén relacionados. —Miró a Garona—. ¿Sabes? No es una pregunta que yo me hubiera hecho. —Yo te proporcionaré las preguntas —dijo Garona muy complacida consigo misma— si tú me proporcionas las respuestas. De nuevo el comedor vacío. El siempre diligente Moroes había barrido el anterior círculo de conjuración, y Khadgar tuvo que volver a dibujarlo con trazos de cuarzo rosa y

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amatista en polvo. Garona colocó antorchas encendidas en los soportes de las paredes, y luego se puso de pie en el centro del dibujo, junto a él. —Te aviso —dijo el mago a la semiorco—: puede que no funcione. —Lo harás bien —dijo Garona—. Te he visto hacerlo antes. —Posiblemente conseguiré algo. Solo que no sé el qué. —Khadgar hizo los movimientos con las manos y entonó las palabras. Con Garona observándolo, quería que todo le saliera bien. Al fin liberó la energía mística de la jaula de su mente—. ¡Muéstrame el origen de la grieta entre Draenor y Azeroth! —gritó. Hubo un cambio de presión, en el peso mismo del aire que los envolvía. Hacía calor y era de noche, pero el cielo nocturno al otro lado de la ventana (porque ahora había una ventana en la habitación) era rojo oscuro, del color de la sangre vieja, coagulada, y solo unas pocas y débiles estrellas perforaban el velo. Era la habitación de alguien, posiblemente un jefe orco. Había alfombras de piel en el suelo y una gran plataforma que servía de cama. Un brasero bajo ardía en el centro de la habitación. De las paredes de piedra colgaban armas, y también había una plétora de gabinetes. Uno estaba abierto y mostraba una hilera de cosas en conserva, algunas de las cuales puede que hubieran pertenecido a humanos o humanoides. La figura de la cama se agitó, se dio la vuelta y se sentó erguida de forma súbita, como si se despertara de un mal sueño. Miró fijamente la oscuridad, y su rostro curtido y desgarrado por la guerra se hizo visible. Incluso para lo normal entre los orcos, era un feo representante de la raza. Garona dejó escapar un gemido entrecortado. —Gul’dan. Khadgar asintió. —No debería verte —dijo. Así que este era el brujo que había mandado a Garona a espiar. Parecía tan de fiar como una moneda de oro doblada. Por el momento, se envolvió en sus pieles y habló. —Sigo pudiendo verte —dijo—. Aunque creo estar despierto. Quizá estoy soñando que estoy despierto. Ven, criatura de los sueños. Garona se aferró al hombro de Khadgar, y este pudo sentir cómo sus afiladas uñas se le clavaban en la carne. Pero Gul’dan no les hablaba a ellos. Un nuevo espectro apareció a la vista. Era alto y ancho de hombros, más alto que cualquiera de los otros tres. Era translúcido, como si tampoco perteneciera aquí. Iba encapuchado y su voz sonaba aflautada y distante. Aunque la única fuente de luz era el brasero, la figura proyectaba dos sombras: una en dirección opuesta a las llamas y la otra a un lado, como si le diera la luz de una fuente diferente. P á g i n a | 141

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—Gul’dan —dijo la figura—. Quiero a tu gente. Quiero tus ejércitos. Quiero que tu poder me ayude. —He llamado a mis espíritus protectores, criatura —respondió Gul’dan, y Khadgar pudo oír temblar la voz del orco—. He llamado a mis brujos y han retrocedido ante ti. He llamado a mi guía místico y no ha logrado detenerte. Te apareces en mis sueños, y ahora vienes como criatura de los sueños a mi mundo. ¿Quién y qué eres en verdad? —Me temes —dijo la alta figura, y ante el sonido de su voz Khadgar sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda—, porque no me comprendes. Contempla mi mundo y comprende tu miedo. Entonces no temerás más. Y con eso la alta figura moldeó una bola a partir del aire, tan ligera y transparente como una pompa de jabón. Flotaba, medía unos treinta centímetros de diámetro y en su interior mostraba una meseta de una tierra con el cielo azul y campos verdes. La figura de la capa le estaba enseñando Azeroth. Luego vino otra burbuja, luego otra, y luego una cuarta. Los campos de cereal bañados por el sol en verano. Los pantanos de la Ciénaga Negra. Los campos nevados del norte. Las brillantes torres del castillo de Ventormenta. Y una burbuja que contenía una torre solitaria asentada en el interior de un anillo de colinas, iluminada por la clara luz de la luna. Le estaba enseñando Karazhan al hechicero orco. Y hubo otra burbuja, una efímera, que mostró una oscura escena muy por debajo de las olas. Pareció ser un pensamiento pasajero, uno que fue rápidamente descartado. Pero Khadgar captó la sensación de poder. Había una tumba bajo las olas, una cripta, una que bullía con poder como el latido de un corazón. Estuvo ahí por un instante, y luego se fue. —Reúne tus fuerzas —dijo la figura de la capa—. Reúne tus ejércitos, tus guerreros, tus trabajadores y tus aliados, y prepáralos para un viaje a través del Vacío Abisal. Prepáralos bien, porque todo esto será tuyo cuando triunfes. Khadgar movió la cabeza. La voz le picó como un mosquito. Entonces se dio cuenta de quién era y se vino abajo. Gul’dan estaba de rodillas, con las manos unidas ante sí. —Lo haré, porque tu poder es supremo. ¿Pero quién eres en realidad y cómo llegaremos a este mundo? La figura se llevó la mano a la capucha y Khadgar negó con la cabeza. No quería verlo. Lo sabía pero no quería verlo. Un rostro con profundas arrugas. Cejas encanecidas. Ojos verdes que resplandecían con saberes ocultos y con algo peligroso. A su lado, a Garona se le escapó un grito ahogado.

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—Yo soy el Guardián —le dijo Medivh al brujo orco—. Yo te abriré el camino. Haré pedazos el ciclo y seré libre.

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CAPÍTULO TRECE LA SEGUNDA SOMBRA

—¡N

o! —gritó Khadgar, y la visión se evaporó al instante. De nuevo estaban solos en el comedor, en el centro de una compleja matriz trazada con ágata y cuarzo rosa pulverizados. Le temblaban las orejas y su campo visual parecía cerrarse. Había hincado una rodilla, pero no se había dado cuenta de que se había movido. Sobre él, y a su izquierda, la voz de Garona sonó muy baja, casi ahogada. —Medivh —susurró—. El Viejo. No puede ser. —Puede ser —dijo Khadgar. Sentía el estómago como si fuera una serpiente anudada que se estuviera desenroscando bajo su piel. Su mente ya estaba elucubrando y, aunque deseaba fervientemente negarlo, ya conocía el resultado. —No —dijo Garona lúgubre—. Debe de ser un fallo. Una visión falsa. Fuimos a buscar una cosa y encontramos otra. Dijiste que ya ha pasado antes. —No así —dijo Khadgar—. Puede que no se nos muestre lo que queremos, pero siempre se nos muestra la verdad. —Quizá sea solo un aviso —dijo la semiorco. —Pero tiene sentido —respondió Khadgar, y en su voz estaba presente el eco del pesar—. Piensa en ello. Ese es el motivo de que las defensas siguieran intactas después de que nos atacaran. Él ya estaba dentro de las defensas, e invocó al demonio desde allí. —No parecía él —dijo Garona—. Quizá era una ilusión, alguna falsificación mágica. No parecía él. —Era él —dijo el aprendiz mientras se levantaba—. Conozco la voz del maestro. Conozco el rostro del maestro. Con todos sus gestos y peculiaridades. —Pero era como si otra persona vistiera esa cara —dijo Garona—. Algo falso. Como si fuera un traje o una armadura que alguien llevara puesta. Khadgar miró a la semiorco. Le temblaba la voz y las lágrimas se empezaban a acumular en sus grandes ojos. Ella quería creer. Realmente quería creer. Khadgar también quería creer. Asintió lentamente.

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—Puede que fuera un truco. Puede que fuera él. Podía estar engañando a ese orco, convenciéndolo para que viniera aquí. ¿Podría ser una visión del futuro? Ahora fue el turno de Garona de negar con la cabeza. —No. Ese era Gul’dan. Ya está aquí. Él nos hizo cruzar el portal. Eso era el pasado, su primer encuentro. ¿Pero para qué querría Medivh traer los orcos a Azeroth? —Eso explicaría por qué no ha hecho demasiado por oponerse a ellos —dijo Khadgar. Agitó la cabeza, tratando de desatascar los pensamientos que tenía alojados allí. De repente había muchas cosas que empezaban a tener sentido. Extrañas desapariciones. Poco interés en el creciente número de orcos. Incluso haber traído un semiorco al castillo. Observó a Garona y se preguntó hasta dónde estaría implicada en el plan. Parecía completamente desconcertada por las noticias, pero ¿era una conspiradora o un simple peón en el juego de sombras chinescas que estaba desarrollando Medivh? —Tenemos que descubrirlo —se limitó a decir—. Tenemos que descubrir por qué estaba allí. Qué estaba haciendo. Es el Guardián, no deberíamos condenarlo por una sola visión. Garona asintió lentamente. —¿Vamos ahora a preguntarle? Khadgar abrió la boca para responder, pero otra voz resonó en el pasillo. —¿Qué es todo este barullo? —dijo Medivh torciendo la esquina que daba a la entrada del comedor. A Khadgar se le hizo un nudo en la garganta y se le secó. El Magus estaba en el umbral de la puerta, y Khadgar lo miró, buscando algo en su forma de andar, en su aspecto, en su voz. Algo que traicionara su presencia. No había nada. Este era Medivh. —¿Qué están organizando, chiquillos? —dijo el Magus, frunciendo su canoso ceño. Khadgar luchó por encontrar una respuesta, pero fue Garona la que habló. —El aprendiz me estaba mostrando un conjuro en el que está trabajando. —Le tembló la voz. —¿Otra de tus visiones, Joven Confianza? —gruñó Medivh—. Ya son bastante malas por aquí sin necesidad de que vengas tú a invocar el pasado. Sal de ahí enseguida, tenemos trabajo que hacer. Y tú también, Emisaria. Su voz era comedida y comprensiva, pero firme. La voz severa del sabio mentor. Khadgar dio un paso al frente, pero Garona lo agarró por el brazo. —Sombras —siseó. Khadgar parpadeó y volvió a mirar al Magus. Su rostro mostraba ahora impaciencia, y desaprobación. Sus hombros seguían siendo anchos y se mantenía erguido a P á g i n a | 145

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pesar de las presiones que soportaba. Iba vestido con una túnica que Khadgar le había visto llevar muchas veces antes. Y tras él se proyectaban dos sombras. Una directamente opuesta a la antorcha y la otra, igualmente oscura, en un ángulo extraño. Khadgar dudó y la desaprobación de Medivh se intensificó, mientras una tormenta se formaba en su rostro. —¿Qué pasa, Joven Confianza? —Deberíamos limpiar todo esto —dijo Khadgar tratando de aparentar buen humor—. No quiero hacer que Moroes trabaje demasiado. Ya te alcanzaremos. —Discutir no forma parte de las funciones de un aprendiz —replicó Medivh—. Ahora ven enseguida. Nadie se movió. —¿Por qué no entra en la habitación? —dijo Garona. Eso digo yo, pensó Khadgar. —Una pregunta, maestro. —¿Ahora qué? —gruñó el archimago. —¿Por qué visitaste en sueños al orco Gul’dan? —dijo Khadgar sintiendo cómo se le hacía un nudo en la garganta—. ¿Por qué mostraste a los orcos cómo venir a este mundo? La mirada de Medivh se posó en Garona. —No sabía que Gul’dan te hubiera hablado de mí. No me pareció que fuera tan poco inteligente, ni un bocazas. Garona dio un paso atrás, y esta vez fue Khadgar quien la retuvo. —No lo sabía, hasta ahora —dijo ella. —Eso no importa. Ahora vengan aquí. Los dos —resopló Medivh. —¿Por qué mostraste a los orcos cómo venir aquí? —repitió Khadgar. —¡No discutas a tus superiores! —espetó el mago. —¿Por qué trajiste a los orcos a Azeroth? —insistió Khadgar, ahora suplicando. —Eso no es asunto tuyo, niño. ¡Vendrás aquí! ¡Ahora! —El rostro del Magus estaba lívido y desencajado. —Con todo respeto, señor —dijo Khadgar, y sintió sus propias palabras como si fueran puñaladas—, no, no iré. —Niño, te voy a… —tronó Medivh encolerizado, y mientras hablaba entró en la habitación. En ese instante se desencadenó una lluvia de chispas que envolvió al anciano mago en una lluvia de luz. El hechicero trastabilló un paso hacia atrás, y luego levantó las manos y maldijo. P á g i n a | 146

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—¿Qué? —empezó Garona. —Círculo de protección —terció Khadgar—. Para mantener alejados a los demonios invocados. El Magus no puede cruzarlo. —¿Por qué, si solo afecta a los demonios? A menos… —Garona miró a Khadgar— . No —dijo—. ¿Podrá contenerlo el círculo? Khadgar pensó en una hebra de paja sobre las defensas en la torre de Ventormenta, y en la energía que se estaba liberando en la puerta. Negó con la cabeza. —¿Es esto lo que le hiciste a Huglar y Hugarin? —le gritó al Magus—. ¿Y a Guzbah? ¿Y a los otros? ¿Descubrieron la verdad? —Estaban más lejos de la verdad que tú, hijo —dijo el mago bañado en luz con los dientes apretados—. Pero tenía que ser cuidadoso. Perdoné tu curiosidad por tu juventud, y pensé que la lealtad… —gruñó cuando las defensas mágicas se le resistieron—, que la lealtad aún importaba en este mundo. Las defensas mágicas resplandecieron cuando Medivh entró en ellas, y Khadgar pudo ver cómo los campos se distorsionaban alrededor de las manos extendidas del Magus. El parpadeo de las chispas pareció prenderle fuego a la barba de Medivh, y el humo se arremolinaba como si fueran cuernos que le salían de la frente. Y entonces a Khadgar se le cayó el alma a los pies, porque se dio cuenta de que lo que estaba viendo era otra imagen superpuesta a la del querido mago. La imagen que pertenecía a la segunda sombra. —Va a pasar —dijo Garona. Khadgar apretó los dientes. —Sí. Está dedicando una enorme cantidad de energía a romper el círculo. —¿Puede hacerlo? —preguntó la semiorco. —Es el Guardián de Tirisfal —dijo Khadgar—. Puede hacer lo que quiera. Solo necesita tiempo. —Bueno. ¿Podemos salir de aquí? —Ahora Garona estaba asustada. —Nuestro único camino es a través de él —dijo Khadgar. Garona miró a su alrededor. —Entonces haz un agujero en una pared. Una nueva salida. Khadgar miró las paredes de piedra de la torre, y negó con la cabeza. —¡Intenta algo! —Intentaré esto —dijo Khadgar. Ante ellos entre el humo se cernía la figura de Medivh, ahora más alto y envuelto en las chispas. Calmándose, atrajo las energías mágicas hacia sí. Repitió los movimientos que había hecho solo minutos antes, y entonó las palabras ajenas a los hombres mortales, y cuando hubo comprimido las energías en una sola bola de luz, la liberó. P á g i n a | 147

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—¡Tráeme una visión —dijo Khadgar— de alguien que haya combatido antes a esta bestia! Hubo un pequeño periodo de desorientación, y por un momento Khadgar pensó que el conjuro había fallado y los había transportado al observatorio, sobre la torre. Pero no, ahora los rodeaba la noche y una imperiosa y enfadada voz femenina hendía el aire. —¿Te atreves a pegarle a tu propia madre? —gritó Aegwynn, con el rostro lívido de ira. Aegwynn estaba de pie en un extremo de la plataforma del observatorio, y Medivh en el otro. Era Medivh como él lo conocía: alto, orgulloso y aparentemente preocupado. Ni ella ni el Medivh del pasado prestaron atención alguna a Khadgar o Garona. Con un sobresalto, Khadgar se dio cuenta de que la encarnación presente de Medivh también estaba allí, chisporroteando junto a una pared. La pareja del pasado también lo ignoraba, pero el Medivh del presente observaba el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. —Madre, pensé que estabas histérica —dijo el Medivh del pasado. —¿Y que un rayo místico me devolvería la cordura? —le espetó la anterior Guardiana. Khadgar vio que ahora ella era mucho mayor. Su pelo rubio era ya blanco, y tenía patas de gallo y pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos. Aun así, mantenía la presencia de las encarnaciones anteriores que él había visto—. Ahora —dijo ella— responde a mi pregunta. —Madre, no ves bien las cosas —se defendió el Medivh del pasado. —Responde —le espetó Aegwynn severamente—. ¿Por qué has traído a los orcos a Azeroth? —No es raro que se picase tanto cuando le preguntaste eso —dijo Garona. Khadgar la hizo callar y siguió observando al Medivh del presente. Había dejado de presionar contra las paredes de la defensa mágica, y su rostro parecía haber perdido toda emoción. —¿Madre? —dijo el Medivh real. Su rostro parecía crédulo. —No tienes respuesta, ¿no? —dijo Aegwynn—. Estás jugando a algún jueguecito. ¿Algún reto para que Llane y Lothar se entretengan con él? El poder de Tirisfal no es ningún juego, hijo. Cada vez vienen más orcos, y ya he oído que han asaltado caravanas cerca de la Ciénaga Negra. Un novato podría rastrear tu portal, pero solo tu madre podría reconocer el poder que lo envolvía. De nuevo, hijo, ¿qué explicaciones tienes que darme? Khadgar se encogió bajo la invectiva de la mujer, y casi esperaba que el Medivh del pasado saliera corriendo de la habitación. Pero Medivh lo sorprendió riéndose a mandíbula batiente. —¿Te divierte la desaprobación de tu madre, hijo? —dijo Aegwynn con severidad. —No —respondió Medivh dedicándole una amplia sonrisa de depredador—. Pero la estupidez de mi madre sí que lo hace. P á g i n a | 148

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Khadgar miró al fondo de la habitación y vio cómo el Medivh del presente flaqueaba ante el sonido de las palabras de su encarnación pretérita —¿Cómo te atreves? —tronó Aegwynn levantando la mano. Una esfera de resplandeciente luz blanca brotó de su palma y se disparó contra el Medivh del pasado. El Magus levantó una mano y la desvió hacia un lado con facilidad. —Me atrevo, madre —dijo el fantasma—. Y tengo el poder para hacerlo. El poder que tú me otorgaste en el momento de mi concepción, un poder que ni quería ni pedí. — Medivh hizo un gesto y el piso superior se iluminó con un rayo refulgente. Aegwynn contuvo la energía, pero Khadgar se dio cuenta de que había tenido que levantar ambas manos y había reculado un poco. —¿Pero por qué has traído los orcos a Azeroth? —siseó la anciana—. No había necesidad. Estás poniendo poblaciones enteras en peligro. ¿Y para qué? —Para romper el ciclo, por supuesto —dijo el Medivh del pasado—. Para romper el universo mecánico que has construido para mí. Cada cosa en su sitio, tu hijo incluido. Si tú no podías seguir como Guardián, lo haría tu sucesor designado, concebido y criado, pero quedaría tan preso de este guion como el resto de tus peones. El Medivh del presente cayó de rodillas, con la mirada fija en la imagen que había ante él. Pronunciaba las palabras que había dicho su antiguo yo. Garona tiró a Khadgar de la manga, y este asintió. La pareja abandonó el corazón de las defensas y empezó a rodear la habitación, tratando de escabullirse de la presente encarnación del Magus. —Pero el riesgo, hijo… —dijo Aegwynn. —¿Riesgo? —Aulló Medivh—. ¿Riesgo para quién? Para mí no, no con el poder de la Orden de Tirisfal a mi servicio. ¿Para el resto de la Orden? Se preocupan más por sus politiqueos internos que por los demonios. ¿Para las naciones humanas? ¿Gordas y felices, protegidas de peligros que ni siquiera conocen? ¿Hay riesgo para alguien realmente importante? —Estás jugando con fuerzas más grandes que tú, hijo mío —dijo Aegwynn. Khadgar y Garona ya estaban casi en la puerta, pero el Medivh del presente estaba absorto en la visión. —Oh, por supuesto —replicó gruñendo el Magus del pasado—. Pensar que yo podría manejar poderes como esos sería un pecado de soberbia. Como pensar que podrías enfrentarte a un señor de los demonios y prevalecer. Ya estaban detrás de Medivh, y Garona fue a echar mano del cuchillo que llevaba debajo de la blusa. Khadgar detuvo su mano y le dijo que no con la cabeza. Se escurrieron tras Medivh. En los ojos del anciano empezaban a formarse lágrimas.

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—¿Qué pasará si estos orcos triunfan? —Dijo Aegwynn—. Adoran a dioses oscuros y sombras. ¿Por qué les entregas Azeroth? —Cuando triunfen —dijo el Medivh del pasado—, me convertirán en su líder. Ellos respetan la fuerza, madre, a diferencia de ti y del resto de este patético mundo. Y gracias a ti yo soy la cosa más fuerte de este mundo. Y romperé los grilletes que tú y otros más me han puesto, y gobernaré. En la visión se hizo el silencio, y Khadgar y Garona se quedaron quietos, conteniendo la respiración. ¿Los descubriría el Medivh del presente en el silencio? Pero Aegwynn, hablando desde el pasado, tenía captada toda su atención. —Tú no eres mi hijo. El Medivh del presente se cubrió la cara con las manos. —No —dijo su versión del pasado—. Nunca he sido tu hijo. Al menos nunca he sido verdaderamente tuyo. Y el Magus del pasado río. Fue una risa grave y tronante que Khadgar había oído antes, en las estepas heladas la última vez que estos dos habían combatido. Aegwynn parecía conmocionada. —¿Sargeras? —escupió, al reconocerlo finalmente—. Yo te maté. —Mataste un cuerpo, bruja. ¡Solo mataste mi forma física! —gruñó el Medivh pretérito, y Khadgar ya podía ver sobrepuesta la imagen del segundo ser, la sombra alternativa que lo consumía. Una criatura de sombra y llama, con una barba de fuego y grandes cuernos de azabache—. La mataste y la escondiste en una tumba bajo el mar. Pero yo estaba dispuesto a sacrificarla para obtener un premio mayor. Muy a su pesar, Aegwynn se llevó la mano al estómago. —Sí, madre querida —dijo el Medivh del pasado, mientras las llamas lamían su barba y el humo formaba cuernos en su frente. Era Medivh, pero también Sargeras—. Me escondí en tu vientre y pasé a las durmientes células de tu hijo nonato. Un cáncer, una aflicción, un defecto de nacimiento que tú nunca sospecharías. Matarte era imposible; seducirte, poco probable. Así que me convertí en tu heredero. Aegwynn gritó una maldición y levantó las manos, moldeando su ira en palabras que no estaban hechas para la voz humana. Un rayo de centelleante energía irisada golpeó de lleno en el pecho de la criatura que era Medivh/Sargeras. El fantasma del pasado reculó un paso, luego otro y luego levantó una mano y atrapó la energía dirigida contra él. La habitación apestó a carne quemada y Sargeras/Medivh gruñó y escupió. Invocó uno de sus propios conjuros y Aegwynn salió despedida a través de la habitación. —No puedo matarte, madre —le espetó la forma demoníaca—. Una parte de mí me impide hacerlo. Pero te quebraré. Te quebraré y te desterraré, y para cuando te hayas P á g i n a | 150

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recuperado, para cuando hayas vuelto de donde voy a mandarte, esta tierra será mía. ¡Esta tierra y el poder de la Orden de Tirisfal! En el presente, Medivh aulló como un alma en pena, gritando a los cielos, pidiendo un perdón que no iba a llegar nunca. —Esta es la nuestra —dijo Garona tirándole de la túnica a Khadgar—. Larguémonos mientras podamos. Khadgar dudó un momento, y luego la siguió por las escaleras. Bajaron los escalones de tres en tres, y casi chocaron con Moroes. —Agitados —observó tranquilamente—. ¿Problemas? Garona pasó como una exhalación junto al senescal, pero Khadgar agarró al anciano. —El maestro se ha vuelto loco —le dijo. —¿Más de lo normal? —replicó Moroes. —No es ninguna broma —dijo Khadgar, y entonces se le iluminaron los ojos—. ¿Tienes el silbato de invocar grifos? El criado mostró un trozo de metal tallado. —¿Quieres que invoque…? —Yo lo haré —dijo Khadgar tomando el objeto de sus manos y partiendo a toda prisa tras Garona—. Vendrá por nosotros, pero más vale que tú corras también. Toma a Cocinas y huyan tan lejos como puedan. Y con esto Khadgar se perdió de vista. —¿Huir? —dijo Moroes a la figura del aprendiz que se alejaba; luego resopló—. ¿Y a dónde iba a ir?

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CAPÍTULO CATORCE HUIDA levaban recorridos varios kilómetros cuando el grifo empezó a descontrolarse. Solo una bestia había respondido a la llamada de Khadgar, y se había encabritado cuando Garona se le acercó. Solo por pura fuerza de voluntad había conseguido el joven mago que el grifo aceptase la presencia de la semiorco. Pudieron oír a Medivh gritando y maldiciendo hasta mucho después de dejar el anillo de colinas. Dirigieron al grifo hacia Ventormenta, y Khadgar hundió los talones con fuerza en los flancos de este. Habían ido a buena velocidad, pero ahora el grifo empezaba a rebelarse, tratando de zafarse de las riendas, tratando de volver a las montañas. Khadgar intentó dominar a la bestia, mantenerla en el rumbo, pero cada vez estaba más agitada. —¿Qué pasa? —le preguntó Garona desde detrás. —Medivh lo está llamando de vuelta —dijo Khadgar—. Quiere volver a Karazhan. Khadgar luchó con las riendas, incluso probó el silbato, pero al final tuvo que admitir su derrota. Hizo descender al grifo sobre un cerro bajo y pelado y desmontó después que Garona. Tan pronto como él hubo tocado el suelo, el grifo volvió a levantarse, batiendo las alas contra el cielo que se oscurecía, volando para responder a la llamada de su amo. —¿Crees que nos seguirá? —preguntó Garona. —No lo sé —dijo Khadgar—. Pero no quiero estar aquí si lo hace. Iremos hacia Ventormenta. Avanzaron a duras penas durante la mayor parte de la tarde y de la noche, hasta que encontraron un camino de tierra, y se pusieron a seguirlo en la dirección aproximada de Ventormenta. No hubo una persecución inmediata ni luces extrañas en el cielo, y antes del amanecer la pareja descansó brevemente, acurrucada bajo un gran cedro. No vieron a nadie vivo en todo el día siguiente. Había casas quemadas hasta los cimientos, y montones de tierra removida que marcaban familias completas enterradas. Los carromatos volcados y destrozados eran comunes, al igual que grandes pilas de cenizas.

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Garona indicó que así era como se ocupaban los orcos de sus muertos, después de saquear los cadáveres. Los únicos animales que vieron estaban muertos: unos cerdos destripados junto a una granja saqueada y los restos esqueléticos de un caballo, devorado excepto por la cabeza horrorizada y retorcida. Avanzaban en silencio de una granja arrasada a otra. —Tu gente ha sido concienzuda —dijo por fin Khadgar. —Es una fuente de orgullo para ellos —respondió Garona lúgubremente. —¿Orgullo? —dijo Khadgar mirando a su alrededor—. ¿Orgullo en la destrucción? ¿En el saqueo? Ningún ejército humano, ninguna nación humana lo quemaría todo a su paso o mataría a los animales así porque sí. —Esa es la costumbre orca —asintió Garona—. No dejan nada en pie que sus enemigos puedan usar contra ellos. Si no le encuentran un uso inmediato, como comida, alojamiento o botín, entonces le prenden fuego. Las fronteras de los clanes orcos suelen ser lugares baldíos, puesto que los clanes tratan de negarles recursos a los demás. Khadgar negó con la cabeza. —Esto no son recursos —dijo enfadado—, son vidas. Esta tierra fue una vez verde y frondosa, con campos y bosques. Ahora es una desolación. ¡Mira esto! ¿Puede haber alguna paz entre humanos y orcos? Garona no dijo nada. Ese día continuaron en silencio, y acamparon en las ruinas de una posada. Durmieron en habitaciones separadas, él en los restos del salón principal y ella más atrás, en la cocina. Él no sugirió que se quedaran juntos, ni ella tampoco. A Khadgar lo despertaron los gruñidos de su propio estómago. Habían huido de la torre con poco más que lo puesto y, excepto por algunas bayas y nueces que habían recogido, llevaban un día sin comer. El joven mago se extrajo de la pila de paja húmeda por la lluvia que le había servido de cama, y sus articulaciones protestaron. No había acampado a cielo abierto desde su llegada a Karazhan, y se sentía fuera de forma. El miedo del día anterior había desaparecido por completo, y dudaba acerca de su próximo movimiento. Se suponía que su destino era Ventormenta, ¿pero cómo introduciría a alguien como Garona en la ciudad? Quizá pudiera encontrar algo para disfrazarla. Ni siquiera sabía si ella quería venir. Ahora que estaba libre de la torre, quizá sería mejor para ella volver con Gul’dan y el clan Cazatormentas. Algo se movió junto al lado derrumbado del edificio. Posiblemente Garona. Debía tener tanta hambre como él. No se había quejado, pero él supuso por los restos que dejaban tras ellos que los orcos necesitaban mucha comida para mantenerse en forma. Khadgar se levantó, se quitó las telarañas de la mente y se asomó por los restos de una ventana para preguntarle si quedaba algo en la cocina. P á g i n a | 153

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Y se encontró de frente con el filo de una enorme hacha de doble hoja, apoyada contra su cuello. Al otro extremo del hacha se hallaba el rostro verde jade de un orco. Un orco de verdad. Khadgar no se había dado cuenta hasta ahora de lo acostumbrado que estaba a la cara de Garona, tanto que la ancha mandíbula y la frente inclinada lo impresionaron. —¿Q’paza? —gruñó el orco. Khadgar levantó poco a poco las dos manos, mientras llamaba mentalmente a las energías mágicas. Un conjuro sencillo, lo suficiente para apartar a la criatura, tomar a Garona y salir corriendo. A menos que Garona los hubiera traído hasta allí, se le ocurrió súbitamente. Dudó, y eso fue suficiente. Oyó algo tras él, pero no logró darse la vuelta antes de que algo grande y pesado cayera sobre su nuca. No debió de estar inconsciente mucho tiempo, el justo para que se colaran en la habitación media docena de orcos y empezaran a rebuscar entre los restos con sus hachas. Llevaban brazaletes verdes. El clan Foso Sangrante, le dijo su memoria. Se movió un poco, y el primer orco, el del hacha de doble hoja, se volvió hacia él. —¿Ndestánlazcozaz? —dijo el orco—. ¿Ndelazcondzte? —¿Qué? —preguntó Khadgar, sin saber si era la voz del orco o sus propios oídos lo que estaba distorsionando el idioma. —Tuz cózaz —dijo el orco más lentamente—. Tuz cózaz. No llévaz nada. ¿Dónde laz haz metío? —No hay cosas. Las perdí antes. No cosas —dijo Khadgar sin pensar. —Entónzez muerez —gruñó el orco, y levantó el hacha. —No —gritó Garona desde las ruinas de la puerta. Parecía haber pasado una mala noche, pero llevaba un par de conejos colgando de una tira de cuero en el cinturón. Había salido a cazar. Khadgar se sintió avergonzado por sus anteriores pensamientos. —Largo, meztiza —resopló el orco—. No ez azunto tuyo. —Vas a matar mi propiedad, eso hace que sea asunto mío —dijo Garona. ¿Propiedad?, pensó Khadgar, pero contuvo la lengua. —¿Prop’daz? —siseó el orco—. ¿Y tú quién érez p’a tener prop’daz? —Soy Garona Semiorco —gruñó la mujer, contorsionando su rostro en una máscara de furia—. Sirvo a Gul’dan, brujo del clan Cazatormentas. ¡Daña mi propiedad y tendrán que enfrentarse a él! El orco volvió a resoplar. —¿Cazatormentas? ¡Bah! He oído que zon un clan de debilúchoz que ze dejan avazallar por zu brujo. Garona le dirigió una mirada acerada. P á g i n a | 154

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—Lo que yo he oído es que el clan Foso Sangrante no logró apoyar al clan Martillo Crepuscular en el reciente ataque a Ventormenta, y que los dos clanes fueron rechazados. He oído que los humanos los apalearon en una pelea justa. ¿Es eso cierto? —Ezo no viene al cazo —dijo el orco del Foso Sangrante—. Tenían caballoz. —Quizá yo pueda… —dijo Khadgar, tratando de incorporarse. —¡Al suelo, esclavo! —gritó Garona abofeteándolo y lanzándolo hacia atrás—. ¡Habla cuando se te hable, no antes! El cabecilla orco aprovechó la oportunidad para dar un paso adelante, pero tan pronto como Garona hubo acabado se giró de nuevo y apuntó con una daga de hoja larga al vientre del orco. Los otros se apartaron de la pelea que se estaba fraguando. —¿Me disputas mi propiedad? —gruñó Garona, con fuego en los ojos y los músculos tensos para atravesar la armadura de cuero con su hoja. Por unos momentos se hizo el silencio. El orco del clan Foso Sangrante miró a Garona, miró a Khadgar y volvió a mirar a Garona. Resopló. —¡Primero ve a buzcar algo por lo que valga la pena luchar, meztiza! Y con esto el cabecilla orco retrocedió. Los otros se relajaron y empezaron a salir del salón en ruinas. —¿Para qué querrá un ezclavo humano? —le preguntó uno de sus subordinados mientras salían del edificio. El jefe orco dijo algo que Khadgar no pudo oír. —¡Ezo ez azquerozo! —gritó el subordinado desde fuera. Khadgar trató de levantarse, pero Garona le hizo un gesto con la mano para que permaneciera en el suelo. Muy a su pesar, Khadgar retrocedió. Garona fue hasta la ventana vacía, observó por ella unos instantes y luego volvió hasta donde estaba Khadgar apoyado contra la pared. —Creo que se han ido —dijo por fin—. Temía que volvieran para ajustar las cuentas. Posiblemente el jefe sea desafiado esta noche por sus subordinados. Khadgar se tocó el lado inflamado de la cara. —Estoy bien, gracias por preguntar. —¡Paliducho idiota! —Garona movió la cabeza—. Si no te hubiera pegado, el cabecilla orco te habría matado y luego habría venido por mí por no haberte sabido controlar. Khadgar dejó escapar un hondo suspiro. —Lo siento, tienes razón. —Tienes razón en que tengo razón —dijo Garona—. Te mantuvieron vivo el tiempo justo para que yo llegara porque pensaron que tendrías algo escondido en la posada. Que no serías tan estúpido como para estar en mitad de una zona de guerra sin equipo. P á g i n a | 155

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—¿Tenías que pegarme tan fuerte? —preguntó Khadgar. —¿Para convencerlo? Sí. Y no es que lo haya disfrutado. —Le lanzó ambos conejos—. Aquí tienes. Despelléjalos y pon el agua a hervir. Aún quedan ollas y algunos tubérculos en la cocina. —A pesar de lo que les hayas dicho a tus amigos —dijo Khadgar—, no soy tu esclavo. Garona soltó una risita. —Por supuesto. Pero yo he conseguido el desayuno. ¡A ti te toca guisarlo! El desayuno consistió en un sabroso estofado de liebre con patatas, sazonado con especias que Khadgar había encontrado en lo que quedaba del jardín de la cocina y setas que Garona había recogido en el bosque. Khadgar comprobó las setas para ver si alguna de ellas era venenosa. Ninguna lo era. —Los orcos usan a sus niños como catadores —dijo Garona—. Si sobreviven, saben que es bueno para el grupo. Se pusieron de nuevo en marcha, en dirección a Ventormenta. De nuevo, los bosques estaban sobrecogedoramente silenciosos, y todo lo que encontraron fueron restos de la guerra. En torno a mediodía, volvieron a encontrarse a los orcos del clan Foso Sangrante. Estaban en un amplio claro alrededor de una atalaya en ruinas, todos bocabajo. Algo grande, pesado y afilado había atravesado por detrás sus armaduras, y a varios les faltaba la cabeza. Garona se movió rápidamente de cuerpo en cuerpo, recuperando equipo útil. Khadgar observaba el horizonte. —¿Vas a ayudar? —le gritó Garona. —Enseguida —dijo Khadgar—. Quiero asegurarme de que lo que sea que mató a nuestros amigos no sigue por aquí. Garona observó el perímetro del claro, y luego miró al cielo. Arriba no había más que unas nubes bajas moteadas de negro. —¿Y bien? —dijo ella—. No oigo nada. —Ni los orcos tampoco, hasta que fue demasiado tarde —respondió Khadgar uniéndose a ella junto al cuerpo del cabecilla orco—. Les alcanzaron por detrás, mientras corrían, y fue un atacante más alto que ellos. —Señaló unas huellas de cascos que había en el suelo. Eran de caballos pesados, con herraduras de hierro—. Caballería. Caballería humana. Garona asintió. —Así que al menos nos estamos acercando. Toma lo que puedas. Podemos usar sus raciones; son espantosas pero nutritivas. Y recoge un arma, al menos un cuchillo. P á g i n a | 156

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Khadgar miró a Garona. —He estado pensando… Garona se rio. —Me pregunto cuántos desastres humanos han comenzado por esa frase. —Estamos dentro del alcance de las patrullas de Ventormenta —dijo Khadgar—. No creo que Medivh nos esté siguiendo, al menos directamente. Así que quizá deberíamos separarnos. —Ya lo he pensado —dijo Garona mientras registraba la mochila de uno de los orcos, y sacó primero una capa y luego un paquetito envuelto en tela. Abrió el paquete y extrajo yesca, pedernal y un vial de un líquido aceitoso—. Un equipo para prender fuego —explicó—. Los orcos adoran el fuego, y esto sirve para que las cosas ardan rápido. —Así que crees que deberíamos separarnos —dijo Khadgar. —No —dijo Garona—. Dije que lo había pensado. El problema es que nadie controla esta zona, ni los humanos ni los orcos. Podrías avanzar cincuenta metros y cruzarte con otra patrulla del clan Foso Sangrante, y yo podría caer en una emboscada de tus amiguitos de la caballería. Si los dos estamos juntos tendremos más posibilidades de sobrevivir. Uno será el esclavo del otro. —Prisionero —dijo Khadgar—. Los humanos no tienen esclavos. —Sí que los tienen —dijo Garona—. Solo que los llaman de otra forma. Así que deberíamos permanecer juntos. —¿Y eso es todo? —Casi todo —dijo Garona—. Además está el pequeño detalle de que llevo algún tiempo sin informar a Gul’dan. Cuando me lo cruce, le explicaré que estuve prisionera en Karazhan, y que debería haber sido más listo y no haber mandado a uno de sus seguidores a una trampa. —¿Se lo creerá? —dijo Khadgar. —No estoy segura de que lo haga —dijo Garona—. Y esa es otra razón para quedarme contigo. —Podrías comprar mucha influencia con lo que has descubierto —dijo Khadgar. Garona asintió. —Sí, si no me parten la cabeza con un hacha antes de que pueda decir nada. No, por el momento me arriesgaré con los paliduchos. Ahora, necesito una cosa. —¿Qué? —Necesito reunir los cuerpos, y apilar arbustos y ramas sobre ellos. Podemos dejar lo que no queramos, pero debemos quemar los cuerpos. Es lo menos que podemos hacer. Khadgar frunció el ceño.

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—Si la caballería pesada sigue en la zona, la columna de humo los atraerá enseguida. —Lo sé —dijo Garona recorriendo con la mirada los restos de la patrulla—. Pero debemos hacerlo. Si encontráramos soldados humanos muertos en una emboscada, ¿no querrías enterrarlos? Khadgar apretó los labios en una expresión sombría, pero no dijo nada. En su lugar, fue a tomar al orco que estaba más alejado y lo arrastró hasta los restos de la atalaya. En menos de una hora, habían despojado los cuerpos y les habían prendido fuego. —Ahora deberíamos irnos —dijo Khadgar mientras Garona veía ascender el humo. —¿No atraerá esto a los jinetes? —dijo Garona. —Sí —dijo Khadgar—. Y también mandará un mensaje; que aquí hay orcos. Orcos que se sienten lo bastante seguros para quemar los cuerpos de sus camaradas. Preferiría tener una oportunidad para explicarme de cerca antes que enfrentarme a un caballo de guerra a la carga, gracias. Garona asintió, y con las capas robadas ondeando tras ellos, abandonaron la atalaya en llamas. Garona había dicho la verdad en cuanto a que la versión orco de las raciones de campaña eran un espantoso mejunje de sirope endurecido, frutos secos y lo que Khadgar juraba que era rata hervida. Aun así, les permitían seguir adelante y avanzaban a buen ritmo. Pasaron dos días y el paisaje se abrió a anchos campos donde ondulaba el cereal. No obstante, la tierra estaba igual de desolada, los establos, vacíos y las casas, en ruinas. Encontraron varias marcas de hogueras de funerales orcos, y un creciente número de sitios donde la tierra había sido removida, marcando el fallecimiento de familias y patrullas de humanos. De todas formas, avanzaban pegados a los setos y las vallas siempre que podían. El terreno más abierto les facilitaba ver cualquier tropa, pero los dejaba más expuestos. Se ocultaron dentro de una granja casi intacta mientras un pequeño ejército orco avanzaba por las inmediaciones. Khadgar observó cómo avanzaba la columna de unidades. Guerreros, jinetes montados en grandes lobos y catapultas adornadas con imaginativas decoraciones de calaveras y dragones. A su lado, Garona veía avanzar la procesión. —Idiotas —dijo. Khadgar le dirigió una mirada interrogativa. —No pueden ir más expuestos —explicó ella—. Nosotros podemos verlos, y los paliduchos también. Esta panda no tiene un objetivo, sencillamente están recorriendo el

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campo en busca de pelea. En busca de una muerte honorable en combate. —Meneó la cabeza. —No tienes muy buena opinión de tu gente —dijo Khadgar. —Ahora mismo no tengo muy buena opinión de ninguna gente. Los orcos me han desheredado, los humanos me matarán y el único humano en el que confiaba ha resultado ser un demonio. —Bueno, estoy yo —dijo Khadgar, tratando de no parecer ofendido. Garona hizo una mueca. —Sí, estás tú. Eres humano y confío en ti. Pero pensé, realmente pensé, que Medivh iba a marcar la diferencia. Poderoso, importante y dispuesto a parlamentar. Sin prejuicios. Pero me engañé a mí misma. No es más que otro loco. Quizá ese sea mi lugar, trabajar para los locos. Quizá no soy más que otro peón en el juego. ¿Cómo lo llamaba Medivh? ¿Los implacables engranajes del universo? —Tu papel —dijo Khadgar— es el que tú elijas. Medivh también quiso eso siempre. —¿Crees que estaba cuerdo cuando lo dijo? —preguntó la semiorco. Khadgar se encogió de hombros. —Tan cuerdo como podía estar. Creo que lo estaba, y parece que tú también quieres creerlo. —Sip —dijo Garona—. Todo era tan sencillo cuando trabajaba para Gul’dan… Sus ojos y oídos. Ahora no sé quién tiene la razón y quién no. ¿Qué pueblo es mi pueblo? ¿Ambos? Al menos tú no tienes que preocuparte por las lealtades divididas. Khadgar no dijo nada y volvió la mirada hacia el crepúsculo. En algún punto del horizonte, el ejército orco se había encontrado con algo. En el filo del mundo en esa dirección podía verse el tenue fulgor del falso amanecer, marcado por los reflejos de repentinos destellos en las nubes, y los ecos de los tambores de guerra y de la muerte retumbaban como el trueno distante. Pasaron dos días. Ahora avanzaban por ciudades y mercados abandonados. Los edificios estaban más enteros, pero también desiertos. Había señales de habitación reciente, tanto por soldados humanos como orcos, pero ahora los únicos moradores eran fantasmas y recuerdos. Khadgar se coló en una tienda que parecía prometedora y, aunque los estantes habían sido vaciados por completo, todavía quedaba madera para la chimenea y había patatas y cebollas en un cubo en el sótano. Cualquier cosa sería mejor que las raciones de viaje de los orcos. Khadgar preparó el fuego y Garona se llevó un cubo hasta un pozo cercano. Khadgar pensaba acerca del siguiente paso. P á g i n a | 159

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Medivh era un peligro, quizá un peligro más grande que los orcos. ¿Se podría razonar con él ahora? ¿Convencerlo para cerrar el portal? ¿O era demasiado tarde? Solo la información de que había un portal ya era una buena noticia. Si los humanos podían localizarlo, o incluso cerrarlo, dejarían a los orcos aislados en este mundo. Les impedirían recibir refuerzos de Draenor. Al aprendiz lo sacó de sus pensamientos un jaleo afuera. El choque de metal contra metal. Voces humanas, gritando. —Garona —susurró Khadgar, y se dirigió hacia la puerta. Se los encontró junto al pozo. Una patrulla de unos diez soldados de infantería, vestidos con la librea azul de Azeroth y las espadas desenvainadas. Uno de ellos se agarraba un brazo que le sangraba, pero otra pareja retenía a Garona, tomándola uno por cada brazo. Su daga de hoja larga estaba en el suelo. Mientras Khadgar torcía la esquina, el sargento la abofeteaba con un guantelete de cota de mallas. —¿Dónde están los demás? —gruñó. De la boca de la semiorco salía un hilillo de sangre morada negruzca. —¡Déjenla en paz! —gritó Khadgar. Sin pensar, atrajo las energías hacia su mente y lanzó un rápido conjuro. Una luz brillante brotó de la cabeza de Garona, un sol en miniatura que tomó desprevenidos a los humanos. Los dos infantes que la tenían la soltaron, y la mujer cayó al suelo. El sargento levantó la mano para protegerse los ojos, y el resto de la patrulla quedó lo bastante sorprendido como para que Khadgar estuviera entre ellos y junto a Garona en cuestión de segundos. —M’sorpr’dieron —murmuró Garona a través de un labio roto—. Deja que recupere el aliento. —Quédate en el suelo —le dijo Khadgar en voz baja—. ¿Está usted a cargo de esta chusma? —le ladró al sargento que aún parpadeaba. La mayoría de la infantería ya se había recuperado, y tenían las espadas dispuestas. Los dos que estaban cerca de Garona habían retrocedido un paso, pero la observaban a ella, no a Khadgar. —¿Quién eres para interferir con el ejército? —escupió el sargento—. ¡Sáquenlo de aquí, chicos! —¡Alto! —avisó Khadgar, y los soldados, que ya habían experimentado sus conjuros una vez, solo avanzaron un paso—. Soy Khadgar, aprendiz del magus Medivh, amigo y aliado de su rey Llane. Tengo asuntos que tratar con él. Condúzcannos enseguida a Ventormenta. El sargento se carcajeó.

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—Seguro que sí, y yo soy Lord Lothar. Medivh no tiene aprendices. Incluso yo lo sé. ¿Y quién es tu cariñito aquí presente? —Es… —Khadgar dudó unos instantes—. Mi prisionera. La llevo a Ventormenta para interrogarla. —Vaya —gruñó el sargento—. Pues mira, chico, hemos encontrado a tu prisionera aquí fuera, armada, y tú no estabas a la vista. Diría que tu prisionera se escapó. Qué pena que la orco prefiriera morir a rendirse. —¡No la toquen! —dijo Khadgar levantando la mano. El fuego danzó entre sus dedos doblados. —Estás tonteando con tu propia muerte —gruñó el sargento. En la distancia, Khadgar pudo oír las pesadas pisadas de caballos. Refuerzos. Pero ¿estarían más dispuestos a escuchar a una semiorco y a un mago que esta panda? —Comete usted un grave error, señor —dijo Khadgar, manteniendo la voz serena. —Mantente fuera de esto, chico —le ordenó el sargento—. Tomen a la orco. ¡Mátenla si se resiste! Los infantes dieron otro paso al frente, y los que estaban más cerca de Garona se agacharon para volver a agarrarla. Ella intentó escurrirse y uno la pateó con una pesada bota. Khadgar contuvo las lágrimas y lanzó el conjuro contra el sargento. Una bola de fuego lo golpeó en una rodilla. El sargento aulló y cayó al suelo. —Ahora paren esto —siseó Khadgar. —¡Mátenlos! —gritó el sargento con los ojos desencajados de dolor—. ¡Mátenlos a los dos! —¡Alto! —llegó otra voz más grave y profunda, amortiguada por un gran yelmo. Los jinetes habían llegado a la plaza del pueblo. Eran unos veinte, y a Khadgar se le vino el alma a los pies. Eran más de los que podía encargarse Garona. Su líder iba ataviado con una armadura completa y una celada. Khadgar no podía verle el rostro. El joven aprendiz se adelantó a toda prisa. —Señor —dijo—. Detenga a esos hombres. Soy el aprendiz del magus Medivh. —Sé quién eres —dijo el comandante—. ¡Depongan las armas! —ordenó—. ¡Mantengan vigilada a la orco pero suéltenla! Khadgar tragó saliva. —Tengo una prisionera e información importante para el rey Llane. ¡Necesito ver a Lord Lothar enseguida! El comandante se levantó el visor de la celada. —Y lo verás, niño —dijo Lothar—. Y lo verás.

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CAPÍTULO QUINCE BAJO KARAZHAN a discusión en el castillo de Ventormenta no había ido bien, y ahora se encontraban volando en círculos a lomos de un grifo alrededor de la torre de Medivh. Bajo ellos, a la luz del crepúsculo, Karazhan se erguía grande y vacía. No brillaban luces en ninguna de sus ventanas, y el observatorio que había en la parte superior de la estructura estaba oscuro. Bajo el cielo sin luna, incluso los pálidos sillares de la torre tenían un aspecto oscuro y siniestro. La tarde anterior había habido una acalorada discusión en la Cámara del Consejo real. Khadgar y Garona estuvieron allí, aunque a la semiorco se le pidió que entregara su cuchillo a Lord Lothar en presencia de su majestad. El Campeón Real también estaba allí, y una pandilla de consejeros y cortesanos rondando al rey Llane. Khadgar no pudo detectar ningún mago en el grupo, y supuso que los que hubieran sobrevivido a la cacería de Medivh estarían en el campo de batalla u ocultos por su seguridad. Por lo que respectaba al rey, el joven de las primeras visiones había crecido. Tenía los hombros anchos y los rasgos afilados de su juventud, que solo ahora empezaban a rendirse ante la madurez. De todos los presentes él resplandecía, y su túnica azul destacaba sobre todos los demás. Tenía un casco a un lado de su asiento, un gran yelmo con alas blancas, como si esperase ser llamado al combate en cualquier momento. Khadgar se preguntó si esa llamada no sería exactamente lo que Llane deseaba, recordando al decidido joven de la visión de los trolls. Un enfrentamiento directo en un campo abierto y equilibrado, y sin que el triunfo de sus tropas estuviese en ningún momento en duda. Se preguntó cuánta de esta seguridad provenía de su fe en la ayuda del Magus. De hecho, parecía que una cosa condujese naturalmente a la otra; que el Magus siempre apoyaría a Ventormenta, y Ventormenta siempre resistiría como resultado del apoyo del Magus. Los curanderos habían atendido el labio roto de Garona, pero no habían podido hacer nada por su carácter. Varias veces Khadgar había hecho una mueca mientras ella

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describía de manera terminante la opinión de los orcos acerca de la cordura del mago, de los paliduchos en general y de las tropas de Llane en particular. —Los orcos son implacables —dijo ella—. Y nunca se dan por vencidos. Volverán. —No llegaron a menos de un tiro de arco de las murallas —le contestó Llane. En opinión de Khadgar, su majestad parecía más divertido que alarmado por la actitud directa de Garona y sus brutalmente francas advertencias. —No llegaron a menos de un tiro de arco de las murallas —repitió Garona—… esta vez. La próxima lo lograrán. Y la siguiente escalarán las murallas. No creo que se tome a los orcos lo suficientemente en serio, milord. —Te aseguro que me tomo esto muy en serio —dijo Llane—. Pero también soy consciente de la fuerza de Ventormenta. De sus murallas, de sus ejércitos, de sus aliados y de su corazón. Quizá si tú pudieras verlo, también tendrías menos confianza en el poder de los orcos. Llane se mostró igual de firme por lo que respectaba al Magus. Khadgar lo expuso todo frente al Consejo Real, con confirmaciones y añadidos de Garona. Las visiones del pasado, el comportamiento errático, las visiones que no eran visiones sino verdaderas demostraciones de la presencia de Sargeras en Karazhan. De la culpabilidad de Medivh en el presente ataque contra Azeroth. —Si me dieran una moneda de plata por cada hombre que me ha dicho que Medivh está loco, sería más rico de lo que soy ahora —dijo Llane—. Tiene un plan, joven señor. Es tan simple como eso. Más veces de las que puedo recordar ha salido en alguna loca misión, y Lothar aquí presente casi se ha arrancado la barba de la preocupación. Y en cada ocasión ha demostrado tener razón. ¿Acaso la última vez que estuvo aquí no tuvo que cazar un demonio y lo trajo en pocas horas? No creo que decapitar a uno de los suyos sea el acto de un poseído. —Pero podría ser el acto de alguien que tratara de ocultar su culpabilidad —terció Garona—. Nadie le vio matar a ese demonio en el corazón de su ciudad. ¿No podría haberlo invocado, matado y presentado como el responsable? —Suposiciones —gruñó el rey—. No. Con todo mi respeto para ambos. No niego que vieran lo que vieron. Ni siquiera esas «visiones» del pasado. Pero creo que el Magus es astuto como un zorro, y todo esto es parte de algún plan suyo de gran envergadura. Siempre habla de planes más grandes y ciclos más grandes. —Con todo el debido respeto —dijo Khadgar—. Puede que el Magus tenga un plan de mayor envergadura, pero la pregunta es: ¿qué papel ocupan Azeroth y Ventormenta en ese plan?

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Así pasó la mayor parte de la tarde. El rey Llane se mantuvo firme en todos los puntos: que Azeroth, con la ayuda de sus aliados, podía destruir a las hordas orcas o expulsarlas de vuelta a su mundo; que Medivh estaba trabajando en algún plan que nadie más podía comprender y que Ventormenta podía resistir cualquier asalto «mientras hubiera hombres de corazón firme en sus murallas y en su trono». Por su parte Lothar estuvo casi todo el tiempo en silencio, que solo rompió para hacer alguna pregunta relevante, para luego negar con la cabeza cuando Khadgar o Garona le daban una respuesta sincera. Finalmente, habló. —¡Llane, no dejes que tu seguridad te ciegue! —dijo—. Si no podemos contar con el Magus Medivh como aliado quedamos debilitados. Si no nos tomamos en serio la capacidad de los orcos, estamos perdidos. ¡Escucha lo que dicen! —Estoy escuchando —dijo el rey—. Pero no oigo solo con mi cabeza sino también con mi corazón. Pasamos muchos años junto al joven Medivh, antes y después de su largo sueño. Él se acuerda de sus amigos. Y estoy seguro de que una vez revele lo que tiene en mente incluso tú apreciarás lo buen amigo que es el Magus. Por fin el rey se levantó y los despidió a todos, prometiendo tomar el tema en cuenta en su justa medida. Garona protestaba por lo bajo, y Lothar les dio habitaciones sin ventanas y con guardias en la puerta, por si acaso. Khadgar intentó dormir, pero la frustración lo tuvo recorriendo la habitación de arriba a abajo durante la mayor parte de la noche. Finalmente, cuando el cansancio ya lo había hecho caer, aporrearon su puerta. Era Lothar, con la armadura completa y un uniforme colgado del brazo. —Tienes el sueño pesado, ¿eh? —dijo, entregándole la librea con una sonrisa—. Ponte esto y reúnete con nosotros en la cima de la torre dentro de quince minutos. Y apresúrate, muchacho. Khadgar se puso a duras penas la indumentaria, que incluía unos pantalones, unas pesadas botas, una librea azul blasonada con el león de Azeroth, y una espada de hoja pesada. Se pensó dos veces lo de la espada, pero se la colgó a la espalda. Podría ser útil. No había menos de seis grifos agrupados en la torre, moviendo agitados sus grandes alas. Lothar estaba allí, y también Garona. Ella iba vestida de forma parecida a Khadgar, con un tabardo azul blasonado con el león de Azeroth y una pesada espada. —No digas ni una palabra —le gruñó ella. —Tienes muy buen aspecto —dijo Khadgar—. Va a juego con tus ojos. Garona resopló. —Lothar dijo lo mismo. Trató de convencerme diciendo que tú también lo llevarías. Y que quería asegurarse de que ninguno de los demás me disparara creyendo que era alguien más. P á g i n a | 164

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—¿Los demás? —preguntó Khadgar, y miró a su alrededor. A la luz de la mañana estaba claro que había otros grupos de grifos en otras torres. Unos seis, incluyendo los suyos, y sus alas adquirían una tonalidad rosada con el sol naciente. No sabía que hubiera tantos grifos entrenados en el mundo, y mucho menos en Ventormenta. Lothar tenía que haber ido a hablar con los enanos. El aire era frío y cortante como una cuchillada. Lothar se les acercó apresuradamente, y ajustó la espada de Khadgar para que pudiera montar en el grifo con ella. —Su majestad —se quejó Lothar— tiene una fe inamovible en la fuerza de la gente de Azeroth y en el grosor de las murallas de Ventormenta. No viene mal que también tenga buena gente que se ocupe de las cosas cuando él se equivoca. —Como nosotros —dijo Khadgar sombrío. —Como nosotros —repitió Lothar. Miró severamente al joven—. Te pregunté cómo era, ¿recuerdas? —Sí —dijo Khadgar—. Y le dije la verdad, o al menos tanto de ella como entendí necesario. Y sentía lealtad hacia él. —Lo comprendo —afirmó Lothar—. Yo también siento lealtad hacia él. Quiero asegurarme de que lo que dices es cierto. Pero también quiero que seas capaz de hacer lo que sea necesario, si tenemos que hacerlo. Khadgar asintió. —Me crees, ¿no? Lothar asintió lúgubremente. —Hace mucho, cuando tenía tu edad, estaba cuidando de Medivh. Entonces permanecía en coma, ese largo sueño que lo privó de gran parte de su juventud. Pensaba que había sido un sueño, pero juraría que había otro hombre frente a mí, también observando al Magus. Parecía estar hecho de hojalata bruñida, y tenía grandes cuernos en la frente y una barba de llamas. —Sargeras —dijo Khadgar. Lothar respiró hondo. —Pensé que me había dormido, que era un sueño, que no podía ser lo que pensé que era. Ya ves, yo también sentía lealtad hacia él. Pero nunca olvidé lo que vi. Y a medida que pasaban los años me fui dando cuenta de que había visto un trozo de la verdad, y que se podía llegar a esto. Quizá todavía podamos salvar a Medivh, pero podríamos descubrir que la oscuridad está demasiado enraizada. Entonces tendremos que hacer algo rápido, horrible y absolutamente necesario. La pregunta es: ¿estás dispuesto? Khadgar pensó durante un momento, y luego asintió. Tenía un nudo en el estómago. Lothar levantó la mano. A su señal, los otros grupos de grifos emprendieron el

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vuelo, poniéndose en marcha a medida que los primeros rayos del sol salían por el horizonte oriental; la luz del nuevo día se reflejó en sus alas y las volvió doradas. El nudo en el estómago de Khadgar no se desató en el largo vuelo hasta Karazhan. Garona montaba tras él, pero ninguno de ellos habló mientras la tierra pasaba bajo sus alas. El paisaje había cambiado bajo ellos. Los grandes campos eran poco más que desechos ennegrecidos, salpicados por los restos de estructuras derribadas. Los bosques habían sido talados para alimentar la maquinaria de guerra, creando enormes cicatrices en el paisaje. Agujeros abiertos parecían bostezar en el suelo, donde la tierra había sido herida y despojada para alcanzar los metales que había bajo ella. A lo largo del horizonte se alzaban columnas de humo, aunque Khadgar no podía decir si provenían de campos de batalla o de fraguas. Volaron todo el día y ya el sol se ocultaba en el horizonte. Karazhan se alzaba como una sombra de azabache en el centro de su cráter, absorbiendo los últimos mortecinos rayos de sol sin devolver nada. Ninguna luz brillaba en la torre ni en ninguna de sus huecas ventanas. Las antorchas que ardían sin consumir su fuente habían sido apagadas. Khadgar se preguntó si Medivh habría huido. Lothar hizo descender a su grifo y Khadgar lo siguió, aterrizando rápidamente y bajando de lomos de la bestia alada. Tan pronto como tocó el suelo, el grifo se elevó súbitamente, emitiendo un chillido y dirigiéndose al norte. El Campeón de Azeroth ya estaba en las escaleras, con los enormes hombros en tensión, su recia osamenta moviéndose con la silenciosa y ágil gracilidad de un gato y la espada desenvainada. Garona también se escabulló hacia delante, metiendo la mano en el tabardo y sacando su daga de hoja larga. La pesada hoja de Ventormenta golpeaba contra la cadera de Khadgar, quien se sentía como una torpe criatura de piedra comparado con los otros dos. Tras él aterrizaron más grifos, descargando a sus guerreros. El parapeto del observatorio estaba vacío, y el nivel superior del estudio del archimago, desierto pero no vacío. Todavía quedaban herramientas desperdigadas, y los restos aplastados del aparato de oro, un astrolabio, estaban sobre la estantería. Así que, si había abandonado la torre, lo había hecho rápido. O quizá no la había abandonado. Se encendieron antorchas y el grupo bajó la miríada de escaleras encabezado por Lothar, Garona y Khadgar. Una vez esas paredes habían sido familiares, habían sido un hogar, y las muchas escaleras, un desafío diario. Ahora, las antorchas montadas en las paredes, con su llama fría e inmóvil, habían sido apagadas, y las temblorosas figuras de los visitantes proyectaban una plétora de sombras armadas contra las paredes, dando a las estancias un aspecto extraño, casi de pesadilla. Las mismas paredes parecían amenazadoras, y Khadgar esperaba que cualquier puerta a oscuras ocultara una emboscada mortífera. P á g i n a | 166

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No había nada. Los pasillos estaban vacíos; los salones de banquetes, desnudos; las salas de reuniones, tan desprovistas de vida y de mobiliario como siempre. Las habitaciones de los huéspedes seguían amuebladas pero desocupadas. Khadgar revisó su propia habitación; no había cambiado nada. Ahora la luz de las antorchas proyectaba extrañas sombras en las paredes de la biblioteca, retorciendo los marcos de hierro y convirtiendo las estanterías en murallas. Los libros estaban intactos, e incluso las notas más recientes de Khadgar se hallaban sobre la mesa. ¿Tan poco le importaba la biblioteca a Medivh que no había tomado ninguno de sus libros? Unos jirones de papel llamaron la atención de Khadgar, y cruzó hasta la estantería que contenía la poesía épica. Esto era nuevo. Fragmentos de un pergamino destrozado y desgarrado. Khadgar tomó un trozo grande, leyó algunas palabras y asintió. —¿Qué es? —preguntó Lothar, que parecía esperar que los libros cobraran vida y atacasen en cualquier momento. —«La Canción de Aegwynn» —dijo Khadgar—. Un poema épico acerca de su madre. Lothar gruñó indicando que lo comprendía, pero Khadgar se hacía preguntas. Medivh había estado allí después de que ellos se fueran. ¿Y solo para destruir el pergamino? ¿Por el mal recuerdo de su enfrentamiento con su madre? ¿Para vengarse de la decisiva derrota de Sargeras contra Aegwynn? ¿O acaso el acto de destruir el pergamino, la clave usada por los Guardianes de Tirisfal, simbolizaba su renuncia y su traición al grupo? Khadgar se arriesgó a un conjuro sencillo, uno empleado para detectar presencias mágicas, pero no logró nada más que la respuesta normal cuando se está rodeado de libros mágicos. Si Medivh había lanzado algún conjuro aquí, había enmascarado su presencia lo bastante bien como para superar cualquier cosa de la que Khadgar fuera capaz. Lothar se dio cuenta de que el joven mago trazaba símbolos en el aire. —Más vale que guardes tus fuerzas para cuando nos lo encontremos —le dijo al acabar. Khadgar negó con la cabeza y se preguntó si encontrarían al Magus. Pero en vez de a este encontraron a Moroes, en la planta baja junto a la entrada de la cocina y la despensa. Su forma caída estaba tirada en el pasillo, abierta de pies y manos, y había un arcoíris de sangre en el suelo a su lado. Tenía los ojos abiertos como platos, pero el rostro estaba sorprendentemente sereno. Ni siquiera la muerte parecía haber tomado por sorpresa al senescal. Garona lo esquivó para entrar en la cocina, y volvió un momento después. Su rostro se había vuelto de una tonalidad más clara de verde, y le entregó algo a Khadgar para que lo viera. P á g i n a | 167

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Unas gafas de color rosa, aplastadas. Cocinas. Khadgar asintió. Los cuerpos hicieron que las tropas se pusieran más alerta; fueron hacia la gran entrada abovedada y salieron al patio. No había habido ni rastro de Medivh, y solo algunas pistas rotas de su paso. —¿Podría tener otra guarida? —preguntó Lothar—. ¿Otro lugar donde esconderse? —Se iba a menudo —dijo Khadgar—. A veces estaba fuera durante días, y volvía sin avisar. Algo se movió por el balcón que dominaba la entrada principal, no más que un temblor en el aire. Khadgar dio un respingo y miró al sitio, pero parecía normal. —Quizá se ha ido con los orcos, para liderarlos —sugirió el Campeón. Garona negó con la cabeza. —Nunca aceptarían un líder humano. —¡No ha podido desvanecerse en el aire! —tronó Lothar—. ¡A formar! ¡Vamos a volver! Garona ignoró al Campeón. —No se ha desvanecido —dijo—. Volvamos a la torre. —Apartó a los soldados como un bote atravesando la mar picada. Desapareció una vez más entre las fauces abiertas de la torre. Lothar miró a Khadgar, que se encogió de hombros y siguió a la semiorco. Moroes no se había movido, y su sangre estaba derramada en el suelo formando un cuarto de círculo que se alejaba de la pared. Garona tocó esa pared, como si tratara de sentir algo en ella. Frunció el ceño, maldijo y golpeó el muro, que dio una respuesta muy firme. —Debería estar aquí —dijo ella. —¿Qué debería estar? —preguntó Khadgar. —Una puerta —dijo la semiorco. —Aquí nunca ha habido ninguna puerta —dijo Khadgar. —Probablemente siempre haya habido una puerta —insistió Garona—. Solo que nunca la has visto. Mira. Moroes murió aquí. —Dio un pisotón con el pie junto a la pared—. Y luego su cuerpo fue desplazado, creando esta mancha de sangre con forma de cuarto de círculo, hasta donde lo hemos encontrado. Lothar gruñó y asintió, y también empezó a pasar las manos por la pared. Khadgar miró el muro aparentemente desnudo. Había pasado junto a él cinco o seis veces al día. Al otro lado no debería haber más que arena y piedra. Y aun así… —Apártense —dijo el joven mago—. Déjenme probar algo. El Campeón y la semiorco retrocedieron, y Khadgar reunió las energías para un conjuro. Lo había usado antes, en puertas reales y en libros cerrados con llave, pero esta era la primera vez que intentaba usarlo sobre una puerta que no podía ver. Trató de P á g i n a | 168

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visualizar la abertura, de deducir su tamaño a partir de cómo había movido el cuerpo de Moroes, dónde estarían las bisagras, dónde estaría el marco y, si él quisiera mantenerla segura, dónde colocaría las cerraduras. Visualizó su objetivo y lanzó un poco de magia contra su marco invisible para abrir esas cerraduras ocultas. Casi sorprendentemente, la pared se movió y apareció una grieta en un lado. No mucho, pero sí lo bastante para definir el contorno de una puerta que no había estado allí un instante antes. —Usen las espadas y ábranla —gruñó Lothar, y el escuadrón se lanzó hacia delante. La losa de piedra resistió sus intentos por unos instantes, hasta que algún mecanismo interno saltó ruidosamente y la hoja se abrió hacia fuera, rozando el cuerpo de Moroes al hacerlo y mostrando una escalera que descendía hacia las profundidades. —No se ha desvanecido en el aire —dijo Garona lúgubremente—. Se ha quedado aquí, pero ha ido a un lugar que nadie más conocía. Khadgar miró la forma caída de Moroes. —Casi nadie, pero me pregunto qué más tiene oculto. Bajaron por las escaleras y una sensación creció dentro de Khadgar. Mientras que los pisos superiores transmitían una sensación espeluznante de abandono, las profundidades inferiores de la torre tenían un aura papable de amenaza inmediata y malos presagios. Las paredes y el suelo toscamente labrados estaban húmedos, y a la luz de las antorchas parecían ondular como carne viva. A Khadgar le llevó un momento darse cuenta de que las escaleras seguían descendiendo pero en la dirección opuesta a las de la torre de arriba, como si este descenso fuera un espejo de la subida. De hecho, donde en la torre debería haber una sala de reuniones vacía, aquí había una mazmorra engalanada con grilletes desocupados. Donde en la superficie había un salón para banquetes en desuso, había una habitación llena de basura y marcada con círculos místicos. El aire tenía una sensación pesada y opresiva, igual que en la torre de Ventormenta donde habían sido asesinados Huglar y Hugarin. Aquí era donde se había sido invocado el demonio que los había atacado. Cuando llegaron al nivel que se correspondía con la biblioteca, se encontraron con una serie de puertas reforzadas con hierro. Las escaleras seguían adentrándose en la tierra en espiral, pero la compañía se detuvo aquí, contemplando los símbolos místicos tallados profundamente en la madera y humedecidos con sangre casi marrón. Parecía como si la propia madera estuviera sangrando. Dos enormes anillos de hierro colgaban de las puertas heridas. —Esto sería la biblioteca —dijo Khadgar.

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Lothar asintió. Él también había notado las similitudes entre la torre y esta madriguera. —Veamos qué guarda aquí, si todos los libros los tiene arriba. —Su estudio está en la cima de la torre —dijo Garona—, con su observatorio; así que si está aquí debería estar en el mismo fondo. Deberíamos seguir avanzando. Pero era demasiado tarde. Cuando Khadgar tocó las puertas reforzadas con hierro, saltó una chispa de la palma de su mano, una señal, una trampa mágica. Tuvo tiempo de maldecir cuando las puertas se abrieron bruscamente hacia la oscuridad de la biblioteca. Una perrera. Sargeras no necesitaba el conocimiento, así que había dejado la habitación para sus mascotas. Las criaturas vivían en una oscuridad de su propia fabricación, y un humo acre flotó hacia el pasillo. Había ojos en su interior. Ojos y fauces flamígeras, y cuerpos hechos de fuego y sombra. Avanzaron acechantes, gruñendo. Khadgar trazó unas runas en el aire, reuniendo las energías en su mente para cerrar la puerta mientras los soldados luchaban con los grandes anillos de hierro. Ni la magia ni el músculo lograron mover las hojas. Las bestias emitieron una risa áspera y cortante y se agazaparon para saltar. Khadgar levantó las manos para lanzar otro conjuro pero Lothar se las hizo bajar con un golpe. —Esto es para que desperdicies tu tiempo y tus energías —dijo Lothar—. Es para retrasarnos. Vayan abajo y encuentren a Medivh. —Pero son… —empezó a decir Khadgar, y la bestia demoníaca que estaba más adelantada saltó contra ellos. Lothar dio dos pasos al frente y levantó la espada para encontrarse con la bestia. Mientras alzaba la espada, las runas que había talladas profundamente en el metal resplandecieron con una brillante luz amarilla. Durante medio segundo, Khadgar vio miedo en los ojos del ser demoníaco. Y entonces el arco del tajo de Lothar se cruzó con la trayectoria de la criatura y la hoja se clavó profundamente en la carne. El acero de Lothar salió por la espalda del animal, y casi cortó por la mitad la parte delantera de su torso. La bestia solo tuvo un momento para gemir de dolor mientras la hoja avanzaba hasta llegarle a la cabeza, completando el arco. Los restos ardientes del demonio, llorando fuego y sangrando sombra, cayeron a los pies de Lothar. —¡Vayan! —tronó el Campeón—. Nosotros nos encargaremos de esto y luego los alcanzaremos. Garona agarró a Khadgar y lo arrastró escaleras abajo. Tras ellos, los soldados también habían desenvainado sus espadas y las runas danzaban en brillantes llamas P á g i n a | 170

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mientras bebían de las sombras. El joven mago y la semiorco avanzaron por la escalera, y tras ellos oyeron los gritos de los moribundos, provenientes tanto de gargantas humanas como inhumanas. Siguieron descendiendo en espiral hacia la oscuridad. Garona llevaba una antorcha en una mano y la daga en la otra. Ahora Khadgar se dio cuenta de que las paredes brillaban con su propia fosforescencia, un tono rojizo como el de algunas setas nocturnas de las profundidades del bosque. También iba haciendo más calor, y el sudor le perlaba la frente. Cuando llegaron a uno de los comedores, a Khadgar se le revolvió de repente el estómago y se encontraron en otro sitio. Cayó súbitamente sobre ellos, como el frente de una tormenta veraniega. Se hallaban en la cima de una de las torres más altas de Ventormenta, y a su alrededor la ciudad estaba en llamas. Por todos lados se elevaban columnas de humo que formaban una manta negra que atrapaba al sol. Un manto similar de negrura rodeaba las murallas de la ciudad, pero este estaba compuesto por tropas orcas. Desde su punto de vista Khadgar y Garona podían ver los ejércitos extenderse como abejas por el verde cadáver que una vez había sido la tierra de labor de Ventormenta. Ahora solo había torres de asedio e infantería orcas, y los colores de sus estandartes formaban un arcoíris repulsivo. Los bosques también habían desaparecido, transformados en catapultas que ahora hacían llover fuego sobre la misma fortaleza. La mayor parte de la ciudad baja ardía y, mientras Khadgar observaba, se derrumbó una sección de la muralla exterior, y pequeños muñecos vestidos de verde y azul lucharon entre los escombros. —¿Cómo hemos llegado…? —empezó Garona. —Una visión —dijo Khadgar secamente, pero dudaba si esto era un acontecimiento fortuito de la torre u otra acción dilatoria del Magus. —Se lo dije al rey. Se lo dije, pero no quiso escuchar —murmuraba ella—. ¿Entonces esto es una visión del futuro? —preguntó a Khadgar—. ¿Cómo salimos de ella? El joven mago negó con la cabeza. —No podemos, al menos de momento. En el pasado iban y venían. A veces una conmoción fuerte las rompe. Una bola de material ardiendo, el proyectil ígneo de una catapulta, pasó a un tiro de arco de la torre. Khadgar pudo sentir el calor cuando cayó al suelo. Garona miró a su alrededor. —Al menos son solo ejércitos orcos —dijo sombría. —¿Y eso son buenas noticias? —preguntó Khadgar, al que le picaban los ojos por una columna de humo que el viento había llevado contra la torre. —No hay demonios con ellos —le hizo notar la semiorco—. Si Medivh estuviera con sus ejércitos veríamos algo mucho peor. Quizá lo convencimos para que ayudara. P á g i n a | 171

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—Tampoco veo a Medivh entre nuestras tropas —dijo Khadgar olvidando con quién hablaba por el momento—. ¿Habrá muerto? ¿Habrá huido? —¿Cuánto nos hemos adelantado en el futuro? —preguntó Garona. Tras ellos se elevaron unas voces que discutían. La pareja se dio la vuelta en el balcón y vieron que estaban fuera de una de las cámaras de audiencias, que ahora había sido convertida en un centro de coordinación contra el asalto. En una mesa habían dispuesto una pequeña maqueta de la ciudad, y por ella había dispersos soldaditos de juguete con forma de hombres y orcos. Había un constante trasiego de informes mientras el rey Llane y sus consejeros permanecían inclinados sobre la mesa. —¡Brecha en la muralla del Distrito de los Mercaderes! —¡Más fuegos en la ciudad baja! —¡Se está reuniendo una gran fuerza frente a la puerta principal! ¡Parecen magos! Khadgar notó que ninguno de los cortesanos de antes estaba presente. Habían sido sustituidos por hombres de gesto torvo ataviados con uniformes militares similares a los suyos, No había rastro de Lothar alrededor de la mesa, y Khadgar tuvo la esperanza de que estuviera en primera línea, llevando la batalla al enemigo. Llane se movía con serenidad, como si la ciudad fuera asaltada a diario. —Traigan la cuarta y la quinta compañía para reforzar la brecha. Que la milicia organice brigadas de incendios con cubos; que recojan el agua de los baños públicos. Y manden dos escuadrones de lanceros a la puerta principal. Cuando los orcos estén a punto de atacar, que hagan una salida. Eso romperá el asalto. Traigan dos magos de la calle de los orfebres. ¿Han acabado allí? —Ese asalto ha sido rechazado —llegó el informe—. Los magos están exhaustos. —Que descansen entonces —asintió Llane—. Tienen una hora. En vez de ellos, traigan magos jóvenes de la academia. Envíen el doble, pero díganles que tengan cuidado. Comandante Borton, quiero sus fuerzas en la muralla este. Ahí es donde yo atacaría ahora si fuera ellos. Llane encargó una misión a cada comandante, de uno en uno. No hubo protestas, discusiones ni sugerencias. Cada guerrero asintió cuando le llegó el turno y se fue. Al final solo quedaron el rey Llane y su pequeña maqueta de una ciudad que ahora ardía al otro lado de su ventana. El rey se inclinó hacia delante y descansó los nudillos en la mesa. Su rostro tenía un aspecto ajado y viejo. Levantó la vista. —Ahora puedes presentar tu informe —le dijo al aire vacío. Las cortinas del fondo sisearon contra el suelo cuando Garona salió de detrás. La semiorco que había junto a Khadgar dejó escapar un jadeo de sorpresa.

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La Garona del futuro iba vestida con sus habituales pantalones negros y la blusa de seda negra, pero llevaba una capa marcada con la cabeza de león de Azeroth. Tenía una mirada feroz. La Garona del presente se aferró al brazo de Khadgar, y este pudo sentir sus uñas clavándosele en el brazo. —Malas noticias, milord —dijo Garona, acercándose al lado de la mesa donde estaba el rey—. Los diversos clanes se han unido para este asalto, unificados bajo Blackhand el Destructor. Ninguno de ellos traicionará a los demás hasta que Ventormenta haya caído. Gul’dan traerá sus brujos al anochecer. Hasta entonces, el clan Roca Negra intentará apoderarse de la muralla este. —Khadgar oyó un temblor en la voz de la semiorco. Llane emitió un hondo suspiro. —Esperado y neutralizado —dijo—. Rechazaremos este igual que los demás. Y aguantaremos hasta que lleguen los refuerzos. Mientras haya hombres de corazón firme en las murallas y el trono, Ventormenta resistirá. La Garona del futuro asintió, y Khadgar pudo ver que se estaban acumulando grandes lágrimas en sus ojos. —Los líderes orcos están de acuerdo con esa evaluación —dijo, y metió la mano en su blusa negra. Khadgar y la Garona de verdad gritaron como uno solo cuando la Garona del futuro sacó su daga de hoja larga y la clavó con un movimiento de abajo hacia arriba en el lado izquierdo del pecho del monarca. Se movió con una rapidez y una agilidad que dejaron al rey Llane con una expresión sorprendida en el rostro. Sus ojos estaban abiertos como platos, y por un momento se quedó colgado allí, suspendido por la hoja. —Los líderes orcos están de acuerdo con esa evaluación —volvió a decir, y las lágrimas corrían por las mejillas de su ancho rostro—. Y han reclutado a un asesino para que elimine ese corazón firme que hay sobre el trono. Alguien a quien dejarías acercarse. Alguien con quien te encontrarías a solas. Llane, Rey de Azeroth, Señor de Ventormenta, aliado de magos y guerreros, cayó al suelo. —Lo siento —dijo Garona. —¡No! —gritó Garona, la Garona del presente, mientras ella misma caía al suelo. De repente estaban de vuelta en el falso comedor. El colapso de Ventormenta había desaparecido, y el cadáver del rey con él. Las lágrimas de la semiorco permanecieron, ahora en los ojos de la Garona real. —Voy a matarlo —dijo en voz baja—. Voy a matarlo. Me trató bien y me escuchó cuando hablé, y voy a matarlo. No… Khadgar se arrodilló a su lado. P á g i n a | 173

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—Está bien. Puede no ser cierto. Puede que no pase. Es una visión. —Es cierto —dijo ella—. Lo vi y supe que era cierto. Khadgar se quedó callado por un momento, reviviendo su propia visión del futuro, combatiendo a la gente de Garona bajo un cielo rojo. Lo vio y supo que también era cierto. —Tenemos que seguir —dijo, pero Garona negó con la cabeza. —Después de todo esto, pensé que había encontrado un sitio mejor que los orcos. Pero ahora sé que voy a destruirlo todo. Khadgar miró arriba y abajo por las escaleras. No tenía ni idea de cómo les iba a los hombres de Lothar con los demonios, ni tampoco de lo que había en la base de la torre subterránea. Su rostro se puso serio y respiró hondo. Y le propinó a la mujer una fuerte bofetada en el rostro. Su propia mano le sangró porque dio contra un colmillo, pero la respuesta de Garona fue inmediata. Sus ojos llorosos se abrieron y una máscara de cólera endureció su expresión. —¡Idiota! —gritó, y saltó sobre Khadgar haciéndolo caer de espaldas—. ¡Nunca hagas eso! ¡Me oyes! ¡Hazlo otra vez y te mato! Khadgar estaba tirado de espaldas con la semiorco encima. Ni siquiera la había visto desenvainar la daga, pero ahora tenía la hoja apoyada contra un lado del cuello. —No puedes —logró decir con una sonrisa feroz—. Tuve una visión de mi propio futuro, y creo que también es cierta. Si lo es, entonces no puedes matarme ahora. Y lo mismo se aplica ti. Garona parpadeó y se echó hacia detrás, habiendo recuperado el control súbitamente. —Así que si voy a matar al rey… —Es que vas a salir viva de aquí —dijo Khadgar—. Como yo. —¿Pero qué pasa si estamos equivocados? ¿Qué pasa si la visión es falsa? Khadgar se levantó. —Entonces morirás sabiendo que nunca vas a matar al rey de Azeroth. Garona permaneció sentada durante un momento, mientras su mente consideraba todas las posibilidades. —Ayúdame a levantarme —dijo al fin—. Tenemos que seguir. Y siguieron descendiendo en espiral, atravesando falsas réplicas de la torre de arriba. Finalmente llegaron al nivel correspondiente al piso superior, el observatorio y la guarida de Medivh. En vez de eso, las escaleras se abrían a una llanura rojiza. Esta parecía fluir de una obsidiana que se estaba enfriando, unas piezas de rompecabezas reflectantes

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que flotaban en fuego bajo sus pies. Khadgar retrocedió de un salto instintivamente, pero el suelo parecía firme y el calor, aunque sofocante, no era opresivo. En el centro de la gran caverna había una sencilla colección de mobiliario de hierro. Un banco de trabajo con un taburete, unas pocas sillas y algunos armarios. Por un momento pareció extrañamente familiar, y entonces Khadgar se dio cuenta que estaba dispuesto en un duplicado exacto de la habitación de Medivh en la torre. De pie entre el mobiliario de hierro se erguía la silueta de anchos hombros del Magus. Khadgar se esforzó en ver algo en su actitud, en su porte, que lo traicionara, que demostrase que esta figura no era el Medivh que había llegado a conocer y apreciar, el anciano que le había demostrado su confianza y le había apoyado en su trabajo. Algo que dijera que este era un impostor. No había nada. Este era el único Medivh que había conocido. —Hola, Joven Confianza —dijo el Magus, y su barba empezó arder mientras sonreía—. Hola, Emisaria. Los esperaba a ambos.

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CAPÍTULO DIECISÉIS LA RUPTURA DE UN MAGO

—F

ue inspirado, tengo que admitirlo —dijo el Medivh que era y no era Medivh—. Inspirado el invocar la sombra de mi pasado, un fragmento que me distrajera de su persecución. Por supuesto, mientras ustedes estaban reuniendo sus fuerzas, yo estaba reuniendo las mías. Khadgar miró a Garona y asintió. La semiorco se movió algunos pasos a la derecha. Rodearían al archimago si era necesario. —Maestro, ¿qué te ha pasado? —dijo Khadgar dando un paso al frente, tratando de atraer hacia él la atención del mago. El viejo hechicero se rio. —¿Pasarme? No me ha pasado nada. Esto es lo que soy. Estoy manchado desde mi nacimiento, contaminado desde antes de mi concepción, una mala semilla que ha crecido para dar un fruto amargo. Nunca has visto al verdadero Medivh. —Magus, sea lo que sea que te ha pasado, estoy seguro de que puede arreglarse — dijo Khadgar caminado lentamente hacia él. Garona seguía moviéndose hacia la derecha y su daga de hoja larga había vuelto a desaparecer; sus manos estaban aparentemente vacías. —¿Por qué debería arreglarlo? —dijo Medivh con una sonrisa maléfica—. Todo marcha según lo planeado. Los orcos matarán a los humanos y yo los controlaré a través de líderes brujos como Gul’dan. Conduciré a esas deformes creaciones hasta la tumba perdida donde se encuentra el cuerpo de Sargeras, protegido contra humanos y demonios pero no contra orcos, y mi forma será libre. Y entonces podré abandonar este torpe cuerpo y este espíritu debilitado, y quemar este mundo como tanto se merece. Khadgar se echó hacia la izquierda mientras hablaba. —Tú eres Sargeras. —Sí y no —dijo el Magus—. Lo soy, porque cuando Aegwynn mató mi cuerpo físico me oculté dentro de su vientre e imbuí sus propias células con mi oscura esencia. Cuando ella finalmente decidió emparejarse con un mago humano, yo ya estaba allí. El gemelo oscuro de Medivh, completamente subsumido dentro de su forma. P á g i n a | 176

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—Monstruoso —dijo Khadgar. Medivh sonrió de oreja a oreja. —Muy poco diferente de lo que Aegwynn había planeado, puesto que ella colocó el poder de la Orden de Tirisfal dentro del niño. No es de extrañar que hubiera tan poco espacio para el joven Medivh propiamente dicho, con el demonio y la luz luchando por su misma alma. Así que cuando el poder se manifestó en él, lo desconecté algún tiempo hasta que pude poner mis propios planes en funcionamiento. Khadgar seguía avanzando hacia la izquierda, tratando de no mirar mientras Garona se escurría detrás del mago mayor. —¿Hay algo del verdadero Medivh en tu interior? —dijo. —Un poco —dijo el Magus—. Lo suficiente para tratar con ustedes, las criaturas inferiores. Lo suficiente para engañar a los reyes y los magos sobre mis intenciones. Medivh es una máscara; he dejado lo suficiente de él en la superficie para mostrárselo a los demás. Y si en mis manejos parezco raro o incluso loco, lo achacan a mi posición y mi responsabilidad, y al poder que me otorgó mi querida madre. —Medivh le dedicó una sonrisa de depredador—. Fui forjado primero por la política de Magna Aegwynn para ser su herramienta, y luego moldeado por manos demoníacas para ser la herramienta de ellas. Incluso los demás me veían como poco más que un arma para ser usada contra los demonios. Así que no es sorprendente que yo no sea más que la suma de mis partes. Ahora Garona estaba tras el mago con la hoja desenfundada, andando de la forma más sigilosa sobre el suelo de obsidiana. No había lágrimas en sus ojos, sino una acerada determinación. Khadgar se mantenía concentrado en Medivh, para no traicionarla con una mirada. —Ya ves —siguió el mago loco—. No soy sino un componente más en una gran máquina, una que ha estado en marcha desde que el Pozo de la Eternidad se hizo pedazos. La única cosa en la que los trocitos originales de Medivh y yo estamos de acuerdo es en que hay que romper este ciclo. En esto, te aseguro, somos una sola mente. Garona estaba ahora solo a un paso, con la daga levantada. —Disculpa —dijo Medivh, y extendió un puño hacia atrás. Las energías místicas danzaron por sus nudillos y le dieron de lleno en la cara a la semiorco, que retrocedió ante el golpe. Khadgar dejó escapar una maldición y levantó las manos para lanzar un conjuro. Algo para desequilibrar al Magus. Algo sencillo. Algo rápido. Medivh fue más rápido, volviéndose hacia él y alzando una mano como una garra. Al momento, Khadgar sintió que el aire que lo rodeaba se comprimía, formando un manto inmovilizante, atrapando sus brazos y sus piernas y haciéndole imposible moverse. Gritó, pero su voz sonó amortiguada y como si viniera de una gran distancia. P á g i n a | 177

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Medivh levantó la otra mano y el dolor sacudió el cuerpo de Khadgar. Las articulaciones de su esqueleto parecieron hervir con clavos al rojo vivo que rápidamente disminuyeron hasta un dolor sordo y pulsante. El pecho se le comprimió y la carne pareció secársele y pegársele al esqueleto. Sintió como si le estuvieran extrayendo los fluidos corporales, dejando atrás un cascarón reseco. Y con ellos parecía que también le estaban arrancando la magia, que le estaban drenando el cuerpo de su habilidad para lanzar conjuros, para invocar las energías necesarias. Se sentía como un recipiente que estuvieran vaciando. Y tan repentinamente como el ataque había caído sobre él, cesó, y Khadgar cayó al suelo sin aliento. Le dolía el pecho al respirar. Garona ya se había recuperado para entonces, y esta vez atacó gritando, lanzando una estocada de abajo hacia arriba con la daga, tratando de alcanzar a Medivh en el lado izquierdo del pecho. En vez de retroceder, Medivh fue hacia la semiorco en embestida, dentro de su ángulo de ataque, levantó una mano y le tomó la frente. Garona quedó inmovilizada a media carga. Una energía mística de una tonalidad amarilla enfermiza palpitó bajo la mano de Medivh, y la semiorco quedó suspendida allí, con el cuerpo sacudiéndose indefenso, mientras el mago la sostenía por la frente. —Pobre, pobre Garona —dijo el Magus—. Pensé que con tus herencias opuestas, tú entre toda la gente comprenderías por lo que estoy pasando. Que comprenderías la importancia de forjar tu propio camino. Pero eres como los demás, ¿no? La semiorco de ojos desorbitados solo pudo responder con un gorgoteo encharcado de saliva. —Deja que te muestre mi mundo, Garona —dijo Medivh—. Deja que te dé mis propias divisiones y dudas. Nunca sabrás a quién sirves ni por qué. Nunca encontrarás la paz. Garona trató de gritar, pero el grito murió en su garganta cuando su rostro quedó bañado en un estallido de luz radiante que surgió de la palma de la mano de Medivh. Este se rio y dejó que la semiorco se derrumbara sollozando. Garona trató de levantarse, pero volvió a caerse. Tenía los ojos desorbitados y la mirada enloquecida, el aliento trabajoso y entrecortado, desgarrado por el llanto. Khadgar podía respirar ahora, pero con bocanadas cortas. Le ardían las articulaciones y le dolían los músculos. Vio su reflejo en el suelo de obsidiana… … Y era el anciano de la visión devolviéndole la mirada. Ojos pesarosos y cansados rodeados de arrugas y de pelo gris. Incluso su barba había encanecido. Y Khadgar se hundió. Privado de su juventud, de su magia, ya no creía que fuera a sobrevivir a este combate. P á g i n a | 178

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—Eso ha sido instructivo —dijo Medivh, volviéndose hacia él—. Una de las cosas negativas acerca de esta celda de carne en la que estoy atrapado es que la parte humana sigue saliendo a la superficie. Haciendo amigos. Ayudando a la gente. Y eso hace que sea tan difícil destruirlos luego. Casi lloré cuando maté a Moroes y a Cocinas, ¿lo sabías? Por eso tuve que bajar aquí. Pero es como cualquier otra cosa. Una vez que te acostumbras, puedes matar a tus amigos con tanta facilidad como a cualquier otro. Ahora estaba solo a unos pasos de Khadgar, con los hombros erguidos, los ojos vitales. Con más aspecto de Medivh que cualquiera de las veces en las que lo había visto Khadgar. Con un aspecto seguro. Con un aspecto relajado. Con un aspecto terrorífica y condenadamente cuerdo. —Y ahora te toca morir, Joven Confianza —dijo el Magus—. Parece que después de todo confiaste en la persona equivocada. —Medivh levantó una mano bañada en energía mágica. Hubo un grito ronco a la derecha. —¡Medivh! —bramó Lothar, Campeón de Azeroth. Medivh levantó la vista, y su rostro pareció suavizarse por unos instantes, aunque en su mano seguía ardiendo el poder místico. —¿Anduin Lothar? —dijo—. Viejo amigo, ¿por qué estás aquí? —Detente, Med —dijo Lothar, y Khadgar pudo percibir el dolor en la voz del Campeón—. Detente antes de que sea demasiado tarde. No quiero luchar contigo. —Yo tampoco quiero luchar contigo, viejo amigo —dijo Medivh levantando la mano—. No tienes ni idea de lo que se siente haciendo las cosas que yo he hecho. Cosas duras. Cosas necesarias. No quiero luchar contigo. Así que baja tu arma y acabemos con esto. Medivh abrió la mano y los trocitos de magia zumbaron hacia el Campeón, bañándolo de estrellas. —Quieres ayudarme, ¿no, viejo amigo? —dijo Medivh, la cruel sonrisa de nuevo en su rostro—. Quieres ser mi criado. Ven y ayúdame a encargarme de este chiquillo. Entonces podremos volver a ser amigos. Las destellantes estrellas que envolvían a Lothar se desvanecieron, y el Campeón dio un lento pero firme paso al frente, luego otro y luego un tercero, y entonces Lothar embistió hacia delante. Mientras cargaba, el Campeón alzó su espada labrada con runas. Embistió contra Medivh, no contra Khadgar. De sus labios brotó una maldición, una maldición con un fondo de pena y lágrimas. Medivh quedó sorprendido, pero solo por un momento. Esquivó echándose hacia atrás y el primer tajo de Lothar pasó inofensivamente por el espacio que el Magus había ocupado medio segundo antes. El Campeón detuvo el ataque y lanzó un fuerte revés, P á g i n a | 179

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haciendo retroceder al mago otro paso. Luego un molinete por encima de la cabeza y otro paso más hacia atrás. Medivh se recuperó, y el siguiente tajo dio de lleno en un escudo de energía azulada, donde los fuegos amarillos de la espada se estrellaron inofensivamente con un chisporroteo. Lothar intentó cortar de abajo hacia arriba, luego una estocada y luego un nuevo tajo. Cada ataque fue detenido por el escudo. Medivh gruñó y levantó una mano como una garra, con la energía mística bailando sobre su palma. Lothar gritó cuando sus ropas estallaron de repente en llamas. Medivh sonrió ante su obra e hizo un gesto con la mano, lanzando a un lado la forma ardiente de Lothar como un muñeco de trapo. —Cada vez más fácil —dijo Medivh recalcando las palabras y volviéndose hacia donde estaba arrodillado Khadgar. Solo que Khadgar se había movido. Medivh se dio la vuelta para encontrarse al que ya no era un joven mago justo tras él, con la espada que Lothar le había proporcionado desenvainada y apoyada contra el lado izquierdo del pecho del Magus. Las runas que recorrían la hoja brillaban como soles en miniatura. —Ni parpadees —dijo Khadgar. Pasó un momento, y una gota de sudor recorrió la mejilla de Medivh. —Así que llegamos a esto —dijo el Magus—. No creo que tengas la habilidad ni la voluntad para usar eso apropiadamente, Joven Confianza. —Yo creo —dijo Khadgar, y parecía que la voz le zumbaba y le borboteaba al hablar— que tu parte humana, Medivh, mantenía otras personas a tu alrededor a pesar de tus propios planes. Como una medida de seguridad. Como un plan para cuando finalmente enloquecieras. Para que tus amigos pudieran detenerte. Para que nosotros pudiéramos romper el ciclo donde tú no puedes. Medivh logró suspirar débilmente, y sus rasgos se suavizaron. —Realmente nunca he querido hacerle daño a nadie —dijo—. Yo solo quería tener mi propia vida. —Mientras hablaba, levantó la mano y su palma brilló con energía mística, buscando distorsionar la mente de Khadgar como había hecho con la de Garona. Medivh nunca tuvo la oportunidad. Al primer movimiento, Khadgar se dejó caer hacia delante, introduciendo la delgada hoja de la espada rúnica entre las costillas de Medivh hasta su corazón. Medivh pareció sorprendido, incluso conmocionado, pero su boca seguía moviéndose. Estaba tratando de decir algo. Khadgar clavó la espada hasta la empuñadura, y la punta atravesó la espalda de la túnica de Medivh. El mago cayó de rodillas y Khadgar cayó con él, aferrando firmemente la hoja. El viejo mago gimió y se esforzó por decir algo. P á g i n a | 180

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—Gracias… —logró decir por fin—. Luché contra esto tanto como pude. Entonces el rostro del archimago empezó a transformarse. La barba se volvió completamente de fuego, los cuernos brotaron de su frente. Con la muerte de Medivh, Sargeras por fin salía completamente a la superficie, Khadgar sintió que la empuñadura de la espada rúnica se calentaba, mientras las llamas danzaban sobre la piel de Medivh, transformándolo en una cosa de sombra y llama. Tras el mago, herido y arrodillado, Khadgar pudo ver la chamuscada forma de Lothar alzarse una vez más. El Campeón trastabilló hacia delante, con su carne y su armadura aun humeando. Alzó su espada rúnica una vez más y la descargó con un fuerte golpe lateral. El filo de la espada explotó como un sol cuando golpeó el cuello de Medivh, separando la cabeza del archimago del cuerpo con un movimiento experto. Fue como destapar una botella, puesto que todo lo que había en el interior de Medivh salió de una vez por los desgarrados restos de su cuello. Un gran torrente de luz y energía, sombra y fuego, humo y rabia, brotando hacia arriba como una fuente, salpicando contra el techo de la bóveda subterránea y disipándose. Dentro del hirviente caldero de energías, Khadgar creyó haber visto un rostro cornudo, gritando de rabia y desesperación. Y cuando había acabado, todo lo que quedó fue la piel y las ropas del mago. Todo lo que había en su interior había sido devorado, y ahora que su envoltura humana había sido destruida no había habido forma de contenerlo. Lothar usó la punta de su espada para echar a un lado los andrajos y la piel que había sido Medivh. —Tenemos que irnos —dijo. Khadgar miró a su alrededor. No había señales de Garona. La cabeza del Magus había hervido hasta quedarse sin carne, dejando solo una reluciente calavera blanca. El antiguo aprendiz negó con la cabeza. —Tengo que quedarme aquí. Atender algunas cosas. —Puede que el peligro más grande haya pasado, pero el obvio sigue aquí. Tenemos que expulsar a los orcos y cerrar el portal —gruñó Lothar. Khadgar pensó en la visión, en Ventormenta ardiendo y en la muerte de Llane. Pensó en su propia visión, en su forma ahora envejecida en una batalla final contra los orcos. Pero dijo otra cosa. —Debo enterrar lo que queda de Medivh. Debería buscar a Garona. No puede haber ido muy lejos. Lothar gruñó en asentimiento y avanzó a duras penas hacia la entrada. Al fin, se volvió y dijo:

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—No se podía hacer nada. Tratamos de alterarlo, pero todo era parte de un plan superior. —Lo sé —asintió Khadgar lentamente—. Todo era parte de un ciclo mayor. Un ciclo que ahora por fin puede romperse. Lothar dejó al antiguo aprendiz debajo de la torre, y Khadgar reunió lo que quedaba de los restos físicos del Magus. Encontró una pala y una caja de madera en el establo. Puso la calavera y los trozos de piel en la caja, junto con los fragmentos destrozados de «La Canción de Aegwynn», y lo enterró todo bien profundo en el patio junto a la torre. Quizá más tarde levantara un monumento, pero por ahora sería mejor no dejar que nadie supiera dónde estaban los resto del archimago. Cuando acabó de enterrar al Magus, cavó dos tumbas más, de tamaño humano, y puso a descansar a Moroes y a Cocinas a un lado de Medivh. Se le escapó un hondo suspiro y levantó la mirada hacia la torre. Karazhan, la de los sillares blancos, hogar del mago más poderoso de Azeroth, el último Guardián de la Orden de Tirisfal, se cernía sobre él. A su espalda, el cielo empezaba a iluminarse y el sol amenazaba con tocar el punto más alto de la torre. Algo más le llamó la atención, sobre la entrada vacía, en el balcón desde el que se dominaba la entrada principal. Algo de movimiento, un fragmento de un sueño. Khadgar suspiró aún más fuerte e inclinó la cabeza en dirección al intruso que observaba cada uno de sus actos. —Ahora puedo verte, ¿lo sabes? —dijo en voz alta.

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EPÍLOGO CÍRCULO COMPLETO l intruso del futuro miró desde el balcón al que ya no era un joven del pasado. —¿Cuánto hace que eres capaz de verme? —preguntó. —He sentido fragmentos de ti todo el tiempo que he estado aquí —dijo Khadgar—. Desde el primer día. ¿Cuánto llevas ahí? —Casi toda una noche —dijo el intruso de la túnica ajada—. Aquí está a punto de amanecer. —Aquí también —dijo el antiguo aprendiz—. Quizá por eso podemos hablar. Eres una visión, pero diferente de cualquiera de las que yo haya visto antes. Podemos vernos y conversar. ¿Eres pasado o futuro? —Futuro —dijo el intruso—. ¿Sabes quién soy? —Tu forma es diferente de cuando te vi por última vez, eres más joven y más sereno, pero sí, te conozco —dijo Khadgar—. Hizo un gesto hacia los tres montones de tierra removida, dos grandes y uno pequeño—. Pensaba que acababa de enterrarte. —Y lo has hecho —dijo el intruso—. Al menos has enterrado gran parte de lo que era peor en mí. —Y ahora has vuelto. O volverás —dijo Khadgar—. Diferente, pero igual. El intruso asintió. —En muchos sentidos no estuve aquí la primera vez. —Una pena —dijo Khadgar—. ¿Y qué eres en el futuro? ¿Magus? ¿Guardián? ¿Demonio? —Ten la seguridad de que soy mejor de lo que era —dijo el intruso—. Estoy libre de la mancha de Sargeras gracias a tus actos de este día. Ahora puedo encargarme directamente del Señor de la Legión Ardiente. Gracias. No puede haber éxito sin sacrificio. —Sacrificio —dijo Khadgar, y la palabra supo amarga en su boca—. Dime esto entonces, fantasma del futuro. ¿Es cierto todo lo que hemos visto? ¿Caerá realmente Ventormenta? ¿Matará Garona al rey Llane? ¿Debo morir, en esta carne avejentada, en alguna tierra engendrada por el averno?

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El ser del balcón hizo una larga pausa, y Khadgar temió que se desvaneciera. Pero habló. —Mientras haya Guardianes habrá orden. Y mientras haya orden los papeles están ahí para ser interpretados. Unas decisiones tomadas hace milenios marcaron tu camino y el mío. Es parte de un ciclo mayor, uno que nos mantiene bajo su control. Khadgar levantó la cabeza. El sol tocaba ahora la mitad superior de la torre. —Quizá no debería haber Guardianes si ese ha sido el precio. —De acuerdo —dijo el intruso, y a medida que empezó a crecer la luz del sol, empezó a disiparse—. Pero por el momento, por tu momento, todos debemos interpretar nuestro papel. Todos debemos pagar este precio. Y luego, cuando tengamos la oportunidad, empezaremos de nuevo. Y con esto se fue el intruso, los últimos fragmentos de su ser arrastrados al futuro por un viento mágico errante. Khadgar agitó su envejecida cabeza y miró las tres tumbas recién excavadas. Los hombres supervivientes de Lothar recogieron a sus muertos y heridos y volvieron a Ventormenta. No había rastro de Garona, y aunque Khadgar iba a registrar la torre una vez más, dudaba de que estuviera dentro. Tomaría los libros que considerara más valiosos, los materiales que pudiera, y dejaría custodias mágicas sobre el resto. Entonces también se iría, y seguiría a Lothar a la batalla. Levantando la pala, volvió a entrar en el ahora abandonado castillo de Karazhan, y se preguntó si regresaría alguna vez. Mientras el intruso hablaba se levantó una leve brisa, lo justo para agitar las hojas de los árboles, pero fue suficiente para disipar la visión. El hombre que ya no era joven se rompió y se desvaneció como la niebla que desaparece, y el hombre que ya no era viejo lo vio irse. Una sola lágrima corrió por la mejilla del rostro de Medivh. Tanto sacrificio, tanto dolor… Todo para mantener en su lugar el plan de los Guardianes, y luego tanto sacrificio para romper ese plan, para liberar al mundo del círculo vicioso. Para traer la verdadera paz. Y ahora, incluso eso estaba en peligro. Ahora se haría un sacrificio más. Tendría que extraer el poder de este lugar si quería tener éxito en lo que estaba por venir. En el conflicto final contra la Legión Ardiente. El sol había ascendido más, y ya casi llegaba al nivel del balcón. Ahora tendría que trabajar rápido. Levantó una mano y las nubes empezaron a arremolinarse sobre la cima de la torre. Lentamente al principio, luego más rápido, hasta que la coronación quedó envuelta por un huracán.

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Entonces acudió a lo más profundo de su interior y liberó las palabras, palabras hechas a partes iguales de arrepentimiento e ira, palabras atrapadas en su interior desde el día en que su vida acabó por primera vez. Palabras que reclamaban esa vida previa al completo, para bien o para mal. Aceptando su poder y, al hacerlo, aceptando la responsabilidad por lo que había hecho la última vez que fue de carne. El huracán que rodeaba la torre aulló, y la misma torre se resistió a su reclamación. Él volvió a pronunciarla, y luego por tercera vez, gritando para hacerse oír por encima de los vientos que él mismo había invocado. Lentamente, casi de mala gana, la torre entregó sus secretos. El poder ardió desde el interior de las piedras y el mortero, y saltó hacia fuera, canalizado por la fuerza de los vientos hacia la base, hacia Medivh. Todas las visiones empezaron a desprenderse de su tejido y a fluir hacia abajo. La caída de Sargeras, con sus centenares de demonios gritando, cayó en él, al igual que el conflicto final con Aegwynn y la batalla de Khadgar bajo el apagado sol rojo. La aparición de Medivh ante Gul’dan, las infantiles batallas de tres jóvenes nobles y Moroes rompiendo la pieza de cristal favorita de Cocinas, todas fueron absorbidas en su interior. Y con esas visiones llegaron recuerdos, y con esos recuerdos responsabilidades. Esto debe evitarse. Esto nunca debe volver a suceder. Esto debe corregirse. Y también saltaron hacia arriba imágenes y poder desde la torre oculta, desde los pozos que había bajo la misma fortaleza. La caída de Ventormenta ardió hacia él, y la muerte de Llane, y la miríada de demonios invocados en mitad de la noche y lanzados contra aquellos de la Orden que estaban demasiado cerca de la verdad. Todas ellas surgieron hacia arriba y fueron consumidas por la silueta del mago que estaba en el balcón. Todos los fragmentos, todos los retazos de historia, conocidos y desconocidos, cayeron en cascada de la torre o ascendieron de sus mazmorras y fluyeron al interior del hombre que había sido el último Guardián de Tirisfal. El dolor era grande, pero Medivh hizo una mueca y lo aceptó, tomando la energía y los agridulces recuerdos con ecuanimidad. La última imagen en desvanecerse fue la que había debajo del balcón propiamente dicho, la imagen de un hombre joven con una mochila a sus pies, una carta sellada con el sello rojo de los Kirin Tor, esperanza en el corazón y mariposas en su estómago. Ese joven fue el último en desvanecerse, mientras avanzaba lentamente hacia la entrada. La magia que rodeaba esta visión, este fragmento del pasado, fluyó hacia arriba, deshaciéndose y dejando que la energía pasara al antiguo Magus. Cuando el último fragmento de Khadgar cayó en su interior, una lágrima apareció en el ojo de Medivh. Se abrazó fuertemente el pecho, conteniendo todo lo que acababa de recuperar. La torre de Karazhan no era ya más que una torre, una pila de piedras en tierras remotas, lejos P á g i n a | 185

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de los caminos transitados. Ahora el poder del lugar estaba en su interior. Y la responsabilidad de usarlo mejor esta vez. —Y así volvemos a empezar —dijo. Y con eso, se transformó en cuervo y se fue.

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